De aquí en adelante, la historia se vuelve más complicada. Puedo escribir las cosas que me sucedieron, pero por muy minuciosa y precisamente que lo haga, esas cosas nunca serán más que una parte de la historia que estoy tratando de contar. Intervinieron otras personas en ella y al final tuvieron tanto que ver en lo que me sucedió como yo mismo. Estoy pensando en Kitty Wu, en Zimmer, en personas que entonces aún no conocía. Mucho después, por ejemplo, supe que la persona que había venido a mi apartamento y llamado suavemente a la puerta, era Kitty. La habían alarmado mis rarezas de aquel desayuno dominical y, en vez de seguir preocupándose por mí, había decidido ir a mi casa para ver si estaba bien. El problema fue averiguar mi dirección. La buscó en la guía telefónica al día siguiente, pero como yo no tenía teléfono, no la encontró. Eso hizo que se preocupara más todavía. Como recordaba que Zimmer era el nombre de la persona que yo iba buscando, se puso a buscarle ella también, pensando que probablemente él era la única persona en Nueva York que podría decirle dónde vivía yo. Desgraciadamente, Zimmer no se mudó a su nuevo apartamento hasta la segunda quincena de agosto, diez o doce días más tarde. Aproximadamente en el mismo momento en que ella conseguía que en información le dieran su número, a mí se me caían los huevos al suelo. (Lo calculamos casi al minuto, repasando la cronología hasta que comprobamos cada acto.) Llamó a Zimmer inmediatamente, pero estaba comunicando. Tardó varios minutos en conseguir hablar con él y para entonces yo ya estaba en el Palacio de la Luna, deshaciéndome en pedazos delante de mi comida. Después tomó el metro hasta Upper West Side. El viaje duró más de una hora y cuando llegó a mi apartamento era demasiado tarde. Yo estaba perdido en mis pensamientos y no respondí a la llamada. Me contó que se quedó parada delante de mi puerta cinco o diez minutos. Me oyó hablar solo (las palabras le llegaban demasiado ahogadas para poder entenderlas) y luego, bruscamente, al parecer me puse a cantar —una especie de canto absurdo, sin melodía, me dijo—, pero yo no lo recuerdo en absoluto. Volvió a llamar, pero yo no me moví. Finalmente, no queriendo molestar, renunció y se fue.
Eso fue lo que me explicó Kitty. Me pareció bastante plausible al principio, pero cuando me puse a pensarlo, la historia me sonaba menos convincente.
—No acabo de entender por qué viniste —dije—. Sólo nos habíamos visto una vez y yo no podía importarte nada entonces. ¿Por qué ibas a tomarte tantas molestias por alguien que ni siquiera conocías?
Kitty apartó sus ojos de mí y miró al suelo.
—Porque eras mi hermano —dijo muy bajito.
—Eso no era más que una broma. La gente no se toma tantas molestias por una broma.
—No, supongo que no —dijo, con un leve encogimiento de hombros. Pensé que iba a continuar, pero pasaron varios segundos y no dijo nada más.
—Bueno —dije—, ¿por qué lo hiciste?
Me miró un breve instante, luego clavó la mirada en el suelo otra vez.
—Porque pensé que estabas en peligro —dijo—. Pensé que estabas en peligro y nunca me había dado nadie tanta pena en mi vida.
Volvió a mi apartamento al día siguiente, pero yo ya me había marchado. La puerta estaba entreabierta y cuando la empujó y cruzó el umbral se encontró a Fernández yendo de un lado a otro de la habitación, metiendo mis cosas en bolsas de basura y maldiciendo por lo bajo. Tal y como Kitty lo describió, parecía como si estuviera tratando de limpiar la habitación de un hombre que acabara de morir de la peste: se movía muy rápidamente, dominado por el pánico y la repulsión, casi sin tocar mis pertenencias por temor al contagio. Le preguntó a Fernández si sabía adónde me había ido yo, pero él no pudo decirle nada. Yo era un hijoputa loco de atar, dijo, y si él sabía algo de algo, probablemente andaría arrastrándome en busca de un agujero donde caerme muerto. Kitty se marchó al llegar a ese punto, salió a la calle y llamó a Zimmer desde la primera cabina que encontró. Su nuevo apartamento estaba en Bank Street, en West Village, pero cuando oyó lo que ella le dijo, dejó lo que estaba haciendo y corrió a reunirse con ella en el centro. Así fue como finalmente me rescataron: porque los dos salieron a buscarme. En aquel momento yo lo ignoraba, claro está, pero, sabiendo lo que sé ahora, me es imposible recordar aquellos días sin sentir una oleada de nostalgia por mis amigos. En cierto sentido, eso altera la realidad de lo que experimenté. Yo había saltado desde el borde del acantilado y justo cuando estaba a punto de dar contra el fondo, ocurrió un hecho extraordinario: me enteré de que había gente que me quería. Que le quieran a uno de ese modo lo cambia todo. No disminuye el terror de la caída, pero te da una nueva perspectiva de lo que significa ese terror. Yo había saltado desde el borde y entonces, en el último instante, algo me cogió en el aire. Ese algo es lo que defino como amor. Es la única cosa que puede detener la caída de un hombre, la única cosa lo bastante poderosa como para invalidar las leyes de la gravedad.
No tenía idea clara de lo que iba a hacer. Cuando me fui del apartamento aquella mañana, eché a andar, sencillamente, yendo donde me llevaban mis pasos. Si es que tenía algún pensamiento era el de dejar que la casualidad decidiese lo que había de ocurrir, seguir el camino del impulso y de los sucesos arbitrarios. Mis primeros pasos me llevaron hacia el sur y continué en esa dirección, comprendiendo después de una o dos manzanas que probablemente era mejor dejar mi barrio. Observen cómo el orgullo debilitaba mi resolución de mantenerme al margen de mi desgracia, el orgullo y una sensación de vergüenza. Una parte de mí estaba horrorizada por lo que había permitido que me sucediera y no quería correr el riesgo de encontrarme con alguien que conociera. Ir hacia el norte significaba entrar en Morningride Heights y allí las calles estarían llenas de caras conocidas. Si no amigos, era seguro que tropezaría con personas que me conocerían de vista: la gente que frecuentaba el bar West End, compañeros de clase, antiguos profesores míos. No tenía valor para soportar las miradas que me echarían, insistentes miradas de asombro, fugaces pero repetidas miradas de desconcierto. Peor que eso, me espantaba la idea de tener que hablar con ellos.
Me dirigí hacia el sur y durante el resto de mi estancia en las calles no volví a poner el pie en Upper Broadway. Tenía algo así como quince o veinte dólares en el bolsillo, junto con una navaja y un bolígrafo; mi mochila contenía un suéter, una chaqueta de cuero, un cepillo de dientes, una maquinilla de afeitar con tres hojas nuevas, un par de calcetines, ropa interior y un pequeño cuaderno verde con un lápiz metido en la espiral. Justo al norte de Columbus Circle, menos de una hora después de comenzar mi peregrinaje, sucedió algo inverosímil. Estaba parado delante de una relojería, estudiando el mecanismo de un reloj antiguo que había en el escaparate, cuando de pronto miré al suelo y vi un billete de diez dólares a mis pies. Me quedé tan asombrado que no supe cómo reaccionar. Mi mente ya estaba trastornada y, en vez de considerarlo simplemente un golpe de suerte, me convencí de que acababa de ocurrirme algo tremendamente importante: un suceso religioso, un completo milagro. Cuando me agaché para coger el dinero y vi que era auténtico, empecé a temblar de alegría. Todo iba a salir bien, me dije, al final todo saldría bien. Sin detenerme a considerar más a fondo el asunto, entré en una cafetería griega y pedí un desayuno completo: zumo de pomelo, copos de maíz, huevos con jamón, café, de todo. Hasta me compré un paquete de cigarrillos al terminar el desayuno y me quedé en la barra tomándome otro café. Estaba poseído por una incontrolable sensación de felicidad y bienestar, un recién descubierto amor por el mundo. Todo lo que había en el local me parecía maravilloso: las humeantes máquinas del café, los taburetes giratorios, los tostadores de cuatro ranuras, las plateadas batidoras, los bollos frescos apilados en las vitrinas de cristal. Me sentía como alguien a punto de renacer, como alguien al borde de descubrir un nuevo continente. Observé al empleado de la barra haciendo su trabajo mientras me fumaba otro Camel, luego volví mi atención a la desaliñada camarera teñida de pelirroja. Había algo inexpresablemente conmovedor en ellos. Hubiera querido decirles lo mucho que significaban para mí, pero no fui capaz de pronunciar las palabras. Durante los minutos siguientes, permanecí allí sentado envuelto en mi euforia, escuchando mis propios pensamientos. Mi mente era un torrente de sentimentalismo, un estruendo de ideas rapsódicas. Luego mi cigarrillo se consumió y reuní fuerzas para marcharme.
A media tarde el calor se hizo agobiante. Como no sabía qué hacer, me metí en un cine de programa triple de la calle Cuarenta y dos, cerca de Times Square. Era la promesa del aire acondicionado lo que me atrajo y entré en el local a ciegas, sin molestarme siquiera en mirar la marquesina para ver qué ponían. Por noventa y nueve centavos, estaba dispuesto a ver lo que fuera. Me senté en la parte de arriba, en la sección de fumadores, y me fui fumando diez o doce Camels más mientras veía las dos primeras películas, cuyos títulos he olvidado. El cine era uno de esos recargados palacios de los sueños construidos durante la Depresión: grandes arañas de cristal en el vestíbulo, escalinatas de mármol, adornos rococó en las paredes. Más que un cine era un templo, un templo erigido a la mayor gloria de la ilusión. Debido a la temperatura que había en el exterior, la mayor parte de la población marginada de Nueva York parecía estar allí aquel día. Había borrachos y drogadictos, hombres con costras en la cara, hombres que murmuraban para sí y les hablaban a los actores de la pantalla, hombres que roncaban y se tiraban pedos, hombres que se meaban en los pantalones allí mismo. Los acomodadores patrullaban por los pasillos con linternas en la mano para comprobar si alguien se había quedado dormido. El ruido se toleraba, pero al parecer iba contra la ley perder la conciencia en aquel cine. Cada vez que un acomodador encontraba a un tipo dormido, le enfocaba la linterna directamente en la cara y le decía que abriera los ojos. Si el hombre no respondía, el acomodador se acercaba a él y le sacudía hasta que lo hacía. Los más recalcitrantes eran expulsados del cine, muchas veces con ruidosas y amargas protestas. Esto sucedió media docena de veces a lo largo de la tarde. No se me ocurrió hasta mucho después que probablemente lo que los acomodadores tenían que comprobar era si estaban muertos.
No dejé que nada de eso me perturbara. Estaba fresco, estaba tranquilo, estaba contento. Teniendo en cuenta las incertidumbres que me esperaban cuando saliera de allí, tenía un notable control de la situación. Luego empezó la tercera película y de repente noté que el suelo se movía dentro de mí. Era La vuelta al mundo en 80 días, la misma película que había visto en Chicago con el tío Victor once años antes. Pensé que me agradaría volver a verla y durante un rato me consideré afortunado por estar en aquel cine precisamente el día en que ponían aquella película, aquélla entre todas las películas del mundo. Me pareció que el destino me cuidaba, que mi vida estaba bajo la protección de espíritus benévolos. Sin embargo, poco después descubrí que unas extrañas e inexplicables lágrimas se estaban formando detrás de mis ojos. En el momento en que Phileas Fogg y Passepartout se subían al globo de aire caliente (en la primera media hora de la película), los conductos cedieron finalmente y noté que un torrente de lágrimas saladas y calientes quemaba mis mejillas. Me asaltaron mil penas de mi infancia y me sentí impotente para defenderme de ellas. Si el tío Victor pudiera verme, pensé, se quedaría destrozado, enfermo en el alma. Me había convertido en una nada, un muerto que caía de cabeza al infierno. David Niven y Cantinflas miraban desde la cesta de su globo, flotando sobre la exuberante campiña francesa, y yo estaba allí en la oscuridad con un puñado de alcohólicos, sollozando por mi desdichada vida hasta que me faltó la respiración. Me levanté de mi butaca y bajé hacia la salida. Fuera, la tarde me asaltó con su luz y me envolvió en un repentino calor. Esto es lo que me merezco, me dije. Yo me he hecho mi nada y ahora tengo que vivir en ella.
Seguí así durante los próximos días. Mi estado de ánimo saltaba temerariamente de un extremo al otro, haciéndome pasar de la alegría a la desesperación tan a menudo que mi mente salía maltrecha del viaje. Casi cualquier cosa podía provocar el cambio: una súbita confrontación con el pasado, una sonrisa casual de un desconocido, la forma en que la luz daba en la acera a una hora determinada. Me esforcé por recuperar cierto equilibrio interior, pero fue en vano: todo era inestabilidad, torbellino, loco capricho. Un momento estaba entregado a una meditación filosófica, absolutamente convencido de que estaba a punto de entrar en las filas de los iluminados; al siguiente estaba llorando, abrumado por el peso de mi propia angustia. Mi ensimismamiento era tan intenso que ya no podía ver las cosas tal y como eran: los objetos se convertían en pensamientos y cada pensamiento era parte del drama que estaba siendo interpretado en mi interior.
Una cosa había sido estar sentado en mi habitación esperando que el cielo se me cayera encima y otra bien distinta era verme arrojado a la calle. A los diez minutos de salir de aquel cine, comprendí finalmente a lo que me enfrentaba. Se acercaba la noche, y antes de que pasaran muchas más horas tendría que encontrar un sitio donde dormir. Aunque ahora me parece extraordinario, no había pensado seriamente en este problema. Había supuesto que de alguna manera se resolvería solo, que bastaba con confiar en la suerte muda y ciega. Pero una vez que empecé a examinar las perspectivas que me rodeaban, vi lo sombrías que eran. No iba a tumbarme en la acera como un vagabundo, me dije, y pasar toda la noche allí, envuelto en papeles de periódicos. Estaría expuesto a todos los locos de la ciudad si hacía eso; sería como invitar a alguien a que me cortara la garganta. Y aunque nadie me atacara, seguro que me arrestaban por vagancia. Por otra parte, ¿qué posibilidades de cobijo tenía? La idea de pasar la noche en un albergue me repugnaba. No me veía acostado en una sala con cien mendigos, teniendo que respirar sus olores, teniendo que escuchar los gruñidos de los viejos que se peleaban. No quería dormir en un sitio así, aunque fuera gratis. Estaba el metro, por supuesto, pero sabía de antemano que yo no podría cerrar los ojos allí abajo, con el ruido y las luces fluorescentes y pensando que en cualquier momento un policía que pasara podría acercarse y golpearme con la porra en las plantas de los pies. Vagué durante varias horas tratando de tomar una decisión. Si finalmente elegí Central Park fue porque estaba demasiado agotado para pensar en otro lugar. A eso de las once me encontré caminando por la Quinta Avenida, pasando la mano distraídamente por el muro de piedra que separa el parque de la calle. Miré por encima del muro, vi el inmenso parque deshabitado y comprendí que no se me iba a presentar nada mejor a aquellas horas. En el peor de los casos, allí el suelo sería blando y me agradaba la idea de tumbarme en la hierba, de poder hacerme la cama donde nadie me viera. Entré en el parque cerca del Metropolitan Museum, anduve hacia el interior varios minutos y luego me metí debajo de un arbusto. No estaba en condiciones de buscar con más cuidado un lugar adecuado. Había oído todas las historias de terror que se cuentan de Central Park, pero en aquel momento mi agotamiento era mayor que mi miedo. Si el arbusto no me ocultaba, pensé, siempre podría defenderme con mi navaja. Enrollé mi chaqueta de cuero para convertirla en almohada y luego me revolví durante un rato tratando de ponerme cómodo. No bien dejé de moverme, oí un grillo en un arbusto próximo. Momentos después, una ligera brisa empezó a agitar las ramitas que rodeaban mi cabeza. Ya no sabía qué pensar. No había luna en el cielo aquella noche, ni tampoco una sola estrella. Antes de acordarme de sacar la navaja del bolsillo, estaba profundamente dormido.
Me desperté sintiéndome como si hubiera dormido en un furgón. Acababa de amanecer, y me dolía todo el cuerpo, los músculos se me habían convertido en nudos. Salí cautelosamente de debajo del arbusto, maldiciendo y gimiendo a cada movimiento, y luego examiné mi entorno. Había pasado la noche al borde de un campo de softball[2], tumbado en los arbustos que había detrás de la base meta. El campo estaba situado en una hondonada poco profunda y a aquella temprana hora una fina niebla gris flotaba sobre la hierba. No se veía absolutamente a nadie. Unos cuantos gorriones revoloteaban y piaban en la zona que rodeaba la segunda base, un arrendajo azul lanzó un grito desapacible desde los árboles. Esto era Nueva York, pero no tenía nada que ver con el Nueva York que yo había conocido siempre. Carecía de asociaciones, era un lugar que podía haber estado en cualquier parte. Mientras le daba vueltas a esta idea, se me ocurrió de pronto que había sobrevivido a la primera noche. No diré que me regocijé por este logro —el cuerpo me dolía demasiado—, pero supe que había dejado atrás una cuestión importante. Había sobrevivido a la primera noche y si lo había hecho una vez, no había razón para pensar que no pudiera hacerlo nuevamente.
A partir de entonces dormí en el parque todas las noches. Se convirtió en un santuario para mí, un refugio de intimidad contra las rechinantes demandas de las calles. Había tres mil cuatrocientas hectáreas por las que vagar y, contrariamente a la inmensa parrilla de edificios y torres que se elevaban fuera del perímetro, el parque me ofrecía la posibilidad de la soledad, de separarme del resto del mundo. En las calles, todo son cuerpos y conmoción y, quieras o no, no puedes entrar en ellas sin cumplir un rígido protocolo de conducta. Andar entre la gente significa no ir nunca más deprisa que los demás, no quedarte nunca más atrás que tu vecino, no hacer nunca nada que perturbe el flujo del tráfico humano. Si respetas las reglas de este juego, la gente tiende a ignorarte. Hay una mirada vidriosa especial en los ojos de los neoyorquinos cuando van andando por las calles, una natural y quizá necesaria forma de indiferencia hacia los demás. El aspecto que tengas no importa, por ejemplo. Trajes extravagantes, peinados extraños, camisetas con frases obscenas, nadie le presta la menor atención a esas cosas. En cambio, el modo en que actúas dentro de tu ropa es de la máxima importancia. Los gestos raros de cualquier clase son automáticamente interpretados como una amenaza. Hablar en voz alta tú solo, rascarte el cuerpo, mirar a alguien directamente a los ojos, estas desviaciones pueden provocar reacciones hostiles y a veces violentas de las personas que te rodean. No debes tambalearte ni desmayarte, no debes agarrarte a las paredes, no debes cantar, porque todas las formas de conducta espontánea o involuntaria darán lugar con seguridad a miradas reprobatorias, comentarios cáusticos e incluso a veces un empujón o una patada en las espinillas. Yo no estaba tan mal como para recibir esa clase de tratamiento, pero vi que a otros les sucedía y sabía que tal vez llegaría el día en que no podría controlarme. Por contraste, la vida en Central Park permitía una gama mucho más amplia de variables. Nadie te hacía caso si te echabas en la hierba y te dormías en mitad del día. Nadie parpadeaba siquiera si te sentabas debajo de un árbol sin hacer nada, si tocabas el clarinete, o si aullabas a pleno pulmón. Exceptuando a los oficinistas que se quedaban al borde del parque a la hora del almuerzo, la mayoría de la gente que venía allí actuaba como si estuviera de vacaciones. Las mismas cosas que en las calles les habrían alarmado, allí pasaban por diversiones desenfadadas. La gente se sonreía y se cogía de la mano, doblaban el cuerpo en posturas inusuales; se besaban. La actitud era vive y deja vivir y, mientras no estorbaras activamente a los demás, eras libre de hacer lo que quisieras.
No hay duda de que el parque me hizo muchísimo bien. Me dio intimidad, pero más que eso, me permitió fingir que mi situación no era tan mala como era en realidad. La hierba y los árboles eran democráticos y mientras ganduleaba al sol de la tarde o trepaba a las rocas a última hora para buscar un sitio donde dormir, me sentía integrado en el medio, me parecía que hasta para una mirada experta podía pasar por uno más de los paseantes o ciudadanos que merendaban en la hierba. Las calles no daban lugar a tales confusiones. Siempre que caminaba entre la multitud, rápidamente me hacían avergonzarme y tomar conciencia de mí mismo. Me sentía una mancha, un vagabundo, una pústula de fracaso en la piel de la humanidad. Cada día estaba un poco más sucio que el día anterior, un poco más harapiento y confuso, un poco más diferente de los otros. En el parque no tenía que cargar con este fardo de la conciencia de mi aspecto. El parque me proporcionaba un umbral, una frontera, una manera de distinguir entre el interior y el exterior. Si las calles me obligaban a verme como los demás me veían, el parque me daba la posibilidad de regresar a mi vida interior, de valorarme exclusivamente en términos de lo que estaba pasando dentro de mí. Descubrí que es posible sobrevivir sin un techo pero no se puede vivir sin establecer un equilibrio entre lo interno y lo externo. Eso es lo que me dio el parque. Tal vez no era lo que se dice un hogar, pero, a falta de otro refugio, se convirtió en algo muy parecido.
Allí me sucedieron muchas cosas inesperadas, cosas que casi me parecen imposibles al recordarlas ahora. Una vez, por ejemplo, una mujer joven de vivo cabello rojo se me acercó y me puso en la mano un billete de cinco dólares, así por las buenas, sin ninguna explicación. Otra vez un grupo de gente me invitó a compartir con ellos un almuerzo campestre. Unos días después, pasé toda la tarde jugando un partido de softball. Teniendo en cuenta mi estado físico en aquellos días, tuve una actuación digna y cada vez que mi equipo bateaba, los otros jugadores me ofrecían cosas: bocadillos, galletas, latas de cerveza, puros, cigarrillos. Eran momentos felices para mí y me ayudaban a soportar las horas más sombrías, cuando parecía que mi suerte se había agotado. Puede que fuera eso lo único que me había propuesto demostrar desde el principio: que una vez que echas tu vida por los aires, descubres cosas que nunca habías sabido, cosas que no puedes aprender en ninguna otra circunstancia. Estaba medio sordo a causa del hambre, pero cuando me ocurría algo bueno, no se lo atribuía tanto a la casualidad como a un especial estado anímico. Si lograba mantener el adecuado equilibrio entre deseo e indiferencia, me parecía que de alguna manera podía conseguir por medio de la voluntad que el universo me respondiera. ¿De qué otro modo podía explicar los extraordinarios actos de generosidad de que fui objeto en Central Park? Nunca le pedí nada a nadie, nunca me moví de mi sitio y, sin embargo, continuamente se acercaban a mí desconocidos y me prestaban ayuda. Debía de existir una fuerza que emanaba de mí hacia el mundo, pensaba, algo indefinible que hacía que la gente quisiera ayudarme. A medida que pasaba el tiempo, empece a notar que las cosas buenas me sucedían sólo cuando dejaba de desearlas. Si eso era cierto, entonces también lo era lo contrario: desear demasiado las cosas impedía que sucedieran. Esa era la consecuencia lógica de mi teoría, porque si me había demostrado que podía atraer al mundo, de ello se deducía que también podía repelerlo. En otras palabras, conseguía lo que quería sólo si no lo quería. No tenía sentido, pero lo incomprensible del argumento era lo que me atraía. Si mis deseos únicamente podían ser satisfechos no pensando en ellos, entonces todo pensamiento acerca de mi situación era necesariamente contraproducente. En el momento en que empecé a abrazar esta idea, me encontré haciendo equilibrios en una imposible cuerda floja de consciencia. Porque ¿cómo se puede no pensar en el hambre cuando estás siempre hambriento? ¿Cómo hacer callar a tu estómago cuando está llamándote constantemente, rogando que lo llenes? Es casi imposible no hacer caso de estas súplicas. Una y otra vez sucumbía a ellas, y no bien lo hacía, sabía automáticamente que había destruido mis posibilidades de recibir ayuda. El resultado era ineludible, tan rígido y preciso como una fórmula matemática. Mientras me preocupara por mis problemas, el mundo me volvería la espalda. Eso no me dejaba otra alternativa que la de apañármelas por mi cuenta, agenciarme lo que pudiera. Pasaba el tiempo. Un día, dos días, tal vez tres o cuatro, y poco a poco borraba de mi mente todo pensamiento de salvación, me daba por perdido. Sólo entonces se producía alguno de los sucesos milagrosos. Siempre me cogían totalmente por sorpresa. No podía predecirlos y, una vez que sucedían, no podía contar con que hubiera otro. Cada milagro era siempre, por lo tanto, el último milagro. Y porque era el último, continuamente me veía arrojado al principio, continuamente tenía que comenzar de nuevo la batalla.
Pasaba una parte de cada día buscando comida por el parque. Esto me ayudaba a reducir los gastos y además me permitía retrasar el momento en que tendría que aventurarme a las calles. A medida que pasaba el tiempo, las calles llegaron a ser lo que más temía y estaba dispuesto a hacer casi cualquier cosa para evitarlas. Los fines de semana eran particularmente benéficos en este sentido. Cuando hacía buen tiempo, venía al parque un número enorme de personas y pronto me di cuenta de que la mayoría de ellas comía algo mientras estaba allí: toda clase de almuerzos y meriendas, atiborrándose hasta hartarse. Esto inevitablemente conducía al desperdicio, cantidades ingentes de alimentos desechados pero comestibles. Tardé un tiempo en adaptarme, pero una vez que acepté la idea de llevarme a la boca algo que ya había tocado la boca de otro, encontré un sinfín de comida a mi alrededor. Cortezas de pizza, pedazos de perritos calientes, restos de sandwiches, latas de gaseosa parcialmente llenas salpicaban el césped y las rocas y las papeleras casi reventaban por la abundancia. Para combatir mis remilgos empecé a ponerles nombres graciosos a los cubos de basura. Les llamaba restaurantes cilíndricos, cenas de la suerte, paquetes de asistencia municipal, cualquier cosa que me evitara decir lo que realmente eran. Una vez, cuando estaba revolviendo en uno de ellos, se me acercó un policía y me preguntó qué hacía. Me pilló completamente desprevenido y tartamudeé durante unos momentos, luego afirmé que era estudiante. Le dije que trabajaba en un proyecto de estudios urbanos y llevaba todo el verano realizando una investigación estadística y sociológica sobre el contenido de los cubos de basura de la ciudad. Para respaldar mi historia, saqué del bolsillo mi carnet de estudiante de la Universidad de Columbia, con la esperanza de que no se diera cuenta de que había caducado en junio. El policía examinó la foto por un momento, me miró a la cara, examinó la foto otra vez para comparar y luego se encogió de hombros. Tenga cuidado de no meter la cabeza demasiado, me dijo. Podría quedarse atascado en uno si no va con cuidado.
No es mi intención sugerir que todo esto me agradaba. No había nada de romántico en agacharse a recoger migajas y la novedad que pudiera suponer al principio pronto desapareció. Me acordé de una escena de un libro que leí una vez, El lazarillo de Tormes, en el que un hidalgo muerto de hambre se pasea por todas partes con un palillo de dientes en la boca para dar la impresión de que acaba de tomar una copiosa comida. Empecé a adoptar yo también el disfraz del palillo de dientes y siempre cogía un puñadito cuando entraba en una cafetería a tomar un café. Me servían para tener algo que masticar en los largos períodos en que no tenía qué comer, pero además le daban cierto aire elegante a mi apariencia, pensaba yo, un toque de autosuficiencia y tranquilidad. No era mucho, pero necesitaba todos los puntales que pudiera conseguir. Me resultaba especialmente difícil acercarme a un cubo de basura cuando me parecía que alguien me observaba y siempre procuraba ser lo más discreto posible. Si mi hambre generalmente vencía mis inhibiciones, era simplemente porque mi hambre era demasiado grande. En varias ocasiones oí que la gente se reía de mí y una o dos veces vi a niños pequeños señalándome y diciéndoles a sus madres mira a ese bobo que está comiendo basura. Esas son cosas que no se olvidan nunca, por mucho tiempo que haya pasado. Me esforzaba por controlar mi ira, pero recuerdo por lo menos un episodio en el que le gruñí a un crío con tanta furia que se echó a llorar. Pero en general conseguía aceptar estas humillaciones como parte natural de la vida que llevaba. En mis momentos de más fortaleza incluso los interpretaba como una iniciación espiritual, como obstáculos puestos en mi camino para probar mi fe en mí mismo. Si aprendía a superarlos, finalmente llegaría a alcanzar un estado superior de conciencia. En mis momentos menos exultantes, tendía a considerarme desde una perspectiva política, en la esperanza de justificar mi situación viéndola como un desafío al sistema norteamericano. Yo era un instrumento de sabotaje, me decía, una pieza suelta en la maquinaria nacional, un inadaptado cuya función era paralizar los engranajes. Nadie podía mirarme sin sentir vergüenza o indignación o lástima. Yo era la demostración viviente de que el sistema había fallado, de que la engreída y sobrealimentada tierra de la abundancia se estaba agrietando.
Los pensamientos de este tipo ocupaban buena parte de mis horas de vigilia. Siempre estaba agudamente consciente de lo que me sucedía, pero no bien ocurría algo nuevo mi mente respondía a ello con incendiaria pasión. Mi cabeza ardía de teorías librescas, voces encontradas, complicados coloquios interiores. Más adelante, cuando me rescataron, Zimmer y Kitty no cesaban de preguntarme cómo me las había arreglado sin hacer nada durante tantos días. ¿No me había aburrido? ¿No lo había encontrado muy tedioso? Eran preguntas lógicas, pero la verdad era que nunca me aburrí. Experimenté toda clase de humores y emociones en el parque, pero el aburrimiento no fue uno de ellos. Cuando no estaba ocupado en asuntos prácticos (buscar un sitio donde dormir por la noche, atender a las necesidades de mi estómago), tenía multitud de actividades a las que dedicarme. A eso de media mañana, generalmente conseguía encontrar un periódico en una de las papeleras y pasaba una hora más o menos leyendo atentamente sus páginas, tratando de mantenerme al día de lo que ocurría en el mundo. La guerra continuaba, naturalmente, pero había otros acontecimientos que seguir: Chappaquidick, los Ocho de Chicago, el juicio de los Panteras Negras, los Mets. Seguí el espectacular descenso de los Cubs con especial interés, asombrándome de lo rápidamente que el equipo se había desmoronado. Me resultaba difícil no ver paralelismos entre su caída desde lo más alto y mi propia situación, pero no me lo tomaba como algo personal. En el fondo, la buena suerte de los Mets me gratificó bastante. Su historial era aún más abominable que el de los Cubs y presenciar su repentino y absolutamente improbable ascenso desde las profundidades parecía demostrar que cualquier cosa era posible en este mundo. Esa idea me proporcionaba consuelo. La causalidad ya no era el oculto demiurgo que gobernaba el universo: abajo era arriba, el último era el primero, el final era el principio. Heráclito había resucitado de su montón de estiércol y lo que tenía que enseñarnos era la más simple de las verdades: la realidad era un yo-yo, el cambio era la única constante.
Una vez que había meditado sobre las noticias del día, solía pasar un rato paseando por el parque, explorando zonas que no había visitado antes. Me gustaba la paradoja de vivir en un mundo natural hecho por el hombre. Era la naturaleza realzada, por así decirlo, y ofrecía una variedad de lugares y terrenos que la naturaleza rara vez da en un área tan reducida. Había montículos y prados, roquedales y junglas de follaje, suaves pastos y redes de cuevas. Me gustaba deambular entre los diferentes sectores porque me permitía imaginar que recorría grandes distancias, aun permaneciendo dentro de los límites de mi mundo en miniatura. Además estaba el zoo, naturalmente, en la parte más baja del parque, y el estanque donde la gente alquilaba pequeñas barcas de recreo, y la represa, y el terreno de juegos para los niños. Pasaba mucho tiempo sencillamente observando a la gente: estudiando sus gestos y sus andares, inventándome la historia de sus vidas, tratando de abandonarme por completo a lo que veía. A menudo, cuando mi mente se quedaba en blanco, me encontraba cayendo en juegos aburridos y obsesivos. Contar las personas que pasaban por un sitio determinado, por ejemplo, o catalogar las caras según los animales a los que se parecían, cerdos, caballos, roedores, pájaros, caracoles, marsupiales, gatos. De vez en cuando anotaba algunas de estas observaciones en mi cuaderno, pero en general tenía poca inclinación a escribir, ya que no quería apartarme seriamente de mi entorno. Comprendía que ya había pasado demasiado tiempo de mi vida viviendo a través de las palabras, y si quería que esta etapa tuviera algún sentido para mí, tendría que vivirla lo más plenamente posible, rehuyendo todo lo que no fuera el aquí y ahora, lo tangible, el vasto entramado sensorial que pesaba sobre mi piel.
También encontraba peligros allí, pero nada verdaderamente calamitoso, nada de lo que no consiguiera escapar. Una mañana, un viejo se sentó en un banco a mi lado, me alargó la mano y se presentó como Frank.
—Puedes llamarme Bob si quieres —me dijo—, no me molesta. Con tal de que no me llames Bill, nos llevaremos bien.
Luego, casi sin hacer una pausa, se lanzó a contarme una complicada historia relacionada con el juego, hablando largamente de una apuesta de mil dólares que había hecho en 1936 en la que estaban implicados un caballo que se llamaba Cigarrillo, un gángster que se llamaba Duke y un jockey llamado Tex. Perdí el hilo en la tercera frase, pero había algo grato en escuchar aquel cuento disperso y precipitado, y como el hombre parecía totalmente inofensivo, no me molesté en marcharme. A los diez minutos de monólogo, sin embargo, se levantó de un salto y me quitó repentinamente el estuche del clarinete que yo tenía sobre el regazo. Echó a correr por el camino de asfalto como un corredor inválido, arrastrando los pies de un modo patético y agitando brazos y piernas desordenadamente en todas direcciones. No me fue difícil darle alcance. Cuando lo hice, le agarré bruscamente por un brazo desde atrás, le di la vuelta y le arranqué de las manos el estuche del clarinete. Parecía sorprendido de que me hubiese tomado la molestia de ir tras él.
—Esta no es manera de tratar a un viejo —dijo, sin demostrar el menor remordimiento por lo que había hecho.
Sentí un fuerte impulso de darle un puñetazo en la cara, pero vi que temblaba violentamente de miedo y me contuve. Justo cuando estaba a punto de darme la vuelta, me lanzó una atemorizada mirada de desprecio y luego arrojó un gran escupitajo en dirección a mí. La mitad se le escurrió por la barbilla, pero la otra mitad me dio en la camisa a la altura del pecho. Aparté los ojos de él por un momento para examinar el daño y aprovechó esa fracción de segundo para alejarse, mirando por encima del hombro para ver si le seguía. Pensé que ahí se había acabado el incidente, pero cuando hubo puesto una distancia segura entre nosotros, se detuvo, se volvió y se puso a amenazarme con el puño, aporreando el aire con indignación.
—¡Jodido comunista! —gritó—. ¡Jodido agitador comunista! ¡Vuélvete a Rusia, que es donde deberías estar!
Estaba provocándome para que fuera por él, evidentemente con la esperanza de mantener viva nuestra aventura, pero no caí en la trampa. Sin decir una palabra más, giré sobre mis talones y le dejé allí.
Fue un episodio trivial, naturalmente, pero otros tuvieron un cariz más amenazador. Una noche me persiguió una pandilla de chavales por Sheep’s Meadow y lo único que me salvó fue que uno de ellos se cayó y se torció un tobillo. Otra vez, un borracho belicoso me amenazó con una botella de cerveza rota. En esas dos ocasiones escapé por un pelo, pero el momento más terrorífico se produjo una noche nublada hacia el final, cuando accidentalmente tropecé con un arbusto en el que había tres personas haciendo el amor, dos hombres y una mujer. Era difícil ver bien, pero mi impresión fue que los tres estaban desnudos y, por el tono de sus voces al descubrir que yo estaba allí, deduje que también estaban borrachos. Una rama se quebró bajo mi pie izquierdo y entonces oí una voz de mujer, seguida de un repentino ruido de hojas.
—Jack —dijo—, hay un cerdo espiándonos por aquí.
En vez de una voz, respondieron dos, ambas gruñendo de hostilidad, cargadas de una violencia que raras veces había oído. Luego una figura borrosa se levantó y me apuntó con lo que parecía una pistola.
—Una sola palabra, gilipollas —dijo el hombre—, y te la tragas seis veces.
Supuse que se refería al número de balas de la pistola. No sé si el miedo distorsionó lo sucedido, pero creo que en ese momento oí un clic, el sonido del percutor al encajar en su sitio. Antes de que me diera cuenta de lo asustado que estaba, salí corriendo. Di media vuelta y corrí. Si los pulmones no me hubieran fallado finalmente, es probable que hubiera seguido corriendo hasta el amanecer.
Es imposible saber cuánto tiempo habría aguantado. Suponiendo que nadie me hubiera matado, creo que podría haber durado hasta el comienzo del frío. Aparte de unos pocos incidentes inesperados, parecía tener todo bastante bien controlado. Gastaba mi dinero con extremado cuidado, nunca más de un dólar o dólar y medio al día, y eso habría retrasado el momento decisivo durante algún tiempo. Incluso cuando mi capital se acercaba peligrosamente al fondo, siempre surgía algo en el último instante: encontraba dinero en el suelo o aparecía un desconocido que realizaba uno de esos milagros que ya he mencionado. No comía bien, pero creo que nunca pasé un día entero sin echarme al estómago por lo menos un bocado o dos. Es cierto que al final estaba alarmantemente delgado, sólo 53 kilos, pero la mayor pérdida de peso se produjo en los últimos días que pasé en el parque. Fue debido a que cogí una enfermedad —una gripe, un virus, Dios sabe qué— y desde entonces no comí nada en absoluto. Estaba demasiado débil y cada vez que trataba de meterme algo en la boca, lo devolvía inmediatamente. Si mis dos amigos no me hubieran encontrado cuando lo hicieron, creo que no cabe duda de que me habría muerto. Había agotado mis reservas y ya no tenía nada con que defenderme.
El tiempo había estado de mi parte desde el principio, hasta tal punto que había dejado de pensar que pudiera ser un problema. Casi cada día era una repetición del anterior: hermosos cielos de fines de verano, ardientes soles abrasando la tierra y luego el aire transformado en la frescura de las noches llenas de grillos. Durante las dos primeras semanas apenas llovió, y cuando llovía, nunca pasaba de una ligera llovizna. Empecé a forzar mi suerte, durmiendo más o menos al raso, acostumbrado ya a creer que estaría a salvo en cualquier parte. Una noche, cuando estaba soñando sobre el césped, totalmente expuesto a los cielos, acabó pillándome un diluvio. Fue una de esas lluvias cataclísmicas: el cielo se abrió repentinamente en dos y el agua empezó a caer a cántaros, con una prodigiosa furia de sonido. Estaba empapado antes de despertarme, con todo el cuerpo acribillado, y las gotas rebotaban sobre mí como perdigones. Eché a correr en la oscuridad, buscando frenéticamente un sitio donde cobijarme, pero tardé varios minutos en encontrar abrigo bajo un saliente de rocas graníticas y para entonces ya casi daba igual dónde estuviera. Estaba tan mojado como si hubiera cruzado el océano a nado.
La lluvia continuó hasta el alba; a ratos disminuía hasta convertirse en llovizna, otras veces estallaba con monumental estruendo, batallones de perros y gatos en contienda, pura ira cayendo de las nubes. Estas erupciones eran imprevisibles y no quería correr el riesgo de que me cogiera una de ellas. Me quedé clavado en mi diminuto refugio, de pie, como un estúpido, con las botas llenas de agua, los vaqueros pegados al cuerpo, la chaqueta de cuero reluciente. Mi mochila había sufrido la misma mojadura que todo lo demás, lo cual significaba que no tenía nada seco que ponerme. No podía hacer otra cosa que esperar a que pasara, tiritando en la oscuridad como un bobo abandonado. Durante una hora o dos me esforcé por no compadecerme de mí mismo, pero luego renuncié y me entregué a una orgía de gritos y maldiciones, poniendo todas mis energías en los más viles improperios que se me ocurrían: repugnantes ristras de injurias, infames y retorcidos insultos, altisonantes exhortaciones contra Dios y la patria. Al cabo de un rato me había excitado hasta tal punto que sollozaba entre las palabras, vociferando e hipando literalmente al mismo tiempo, a pesar de lo cual lograba frases tan ingeniosas y prolijas que habrían dejado impresionado incluso a un degollador turco. Esto duró una media hora. Luego estaba tan agotado que me quedé dormido allí mismo, de pie. Estuve adormilado varios minutos, hasta que me despertó un nuevo aguacero. Quise reanudar el ataque, pero estaba ya demasiado cansado y ronco para gritar. El resto de la noche lo pasé allí en trance de autocompasión, esperando a que amaneciera.
A las seis de la mañana me fui a una casa de comidas y pedí un cuenco de sopa. Creo que era una sopa de verduras, con grasientos pedazos de apio y zanahorias nadando en un caldo amarillento. Me calentó hasta cierto punto, pero con la ropa mojada aún adherida a mi piel, la humedad me calaba demasiado profundamente para que la sopa tuviera un efecto duradero. Bajé a los lavabos y me sequé la cabeza bajo el chorro de aire del secador eléctrico. Descubrí con horror que las ráfagas de aire caliente me habían dejado el pelo convertido en una ridícula e hinchada maraña que me hacía parecer una gárgola, una disparatada figura del campanario de una catedral gótica. En mi desesperación por arreglar ese desaguisado, puse impulsivamente en la maquinilla de afeitar una hoja nueva, la última que había en mi mochila, y empecé a dar tajos a mis rizos serpentinos. Cuando terminé tenía el pelo tan corto que apenas me reconocía. Esto acentuaba mi delgadez hasta un extremo casi aterrador. Las orejas prominentes, la nuez abultada, la cabeza no mayor que la de un niño. Estoy empezando a encogerme, pensé, y de pronto me oí hablándole en voz alta a la cara del espejo.
—No te asustes —dijo mi voz—. A nadie se le permite morir más de una vez. La comedia acabará pronto y no tendrás que volver a representarla nunca.
Esa mañana pasé un par de horas en la sala de lectura de la biblioteca pública, confiando en que el calor que hacía allí dentro contribuyera a secarme la ropa. Desgraciadamente, cuando empezó a secarse de verdad también empezó a oler. Era como si todos los pliegues y arrugas de las prendas hubiesen decidido de repente contarle sus secretos al mundo. Esto nunca me había sucedido antes y me horrorizó descubrir que un olor tan nocivo pudiera venir de mi persona. La mezcla de sudor rancio y agua de lluvia debía de haber producido alguna extraña reacción química, y a medida que la ropa se iba secando, el olor se volvía más desagradable y más intenso. Llegó un momento en que me noté hasta el olor de los pies, un hedor espantoso que traspasaba el cuero de las botas, invadiendo mi nariz como una nube de gas venenoso. No me parecía posible que aquello me estuviera ocurriendo a mí. Seguí hojeando las páginas de la Encyclopaedia Britannica, con la esperanza de que nadie lo notara, pero estos ruegos no fueron escuchados. Un anciano sentado frente a mí alzó la cabeza de su periódico y comenzó a olfatear el aire, luego me miró, con cara de asco. Por un momento estuve tentado de levantarme de un salto y reprenderle por su grosería, pero comprendí que me faltaba la energía necesaria. Antes de darle la oportunidad de decir nada, me puse en pie y me fui. Fuera hacía un tiempo triste: un día desapacible y plomizo, todo neblina y desesperanza. Noté que me iba quedando gradualmente sin ideas. Una extraña debilidad había invadido mis huesos y lo más que conseguía hacer era no dar traspiés. Me compré un bocadillo en una tienda cerca del Colisseum, pero luego me costó mantener el interés por él. Después de varios bocados, lo envolví otra vez y me lo guardé en la mochila para más tarde. Me dolía la garganta y había empezado a sudar. Crucé la calle en Columbus Circle, entré de nuevo en el parque y me puse a buscar un sitio donde tumbarme. Nunca había dormido durante el día y todos mis habituales escondites me parecieron de pronto precarios, expuestos, inútiles sin la protección de la noche. Seguí andando en dirección norte, confiando en encontrar algo antes de desmayarme. La fiebre continuaba subiendo y el agotamiento parecía estar comiéndoseme porciones del cerebro. No había casi nadie en el parque. Justo cuando me preguntaba por qué, comenzó a chispear. Si no me hubiese dolido tanto la garganta, probablemente me habría reído. Entonces, brusca, violentamente, empecé a vomitar. Un chorro de pedacitos de sopa de verduras y bocadillo salió disparado de mi boca, salpicando en el suelo delante de mí. Me agarré las rodillas y me quedé mirando fijamente la hierba, esperando que pasara el espasmo. Esto es la soledad humana, me dije. Esto es lo que significa no tener a nadie. Sin embargo, ya no estaba iracundo y pensé esas palabras con una especie de franqueza brutal, de absoluta objetividad. Al cabo de dos o tres minutos todo el episodio me parecía algo que había ocurrido hacía meses. Seguí adelante, ya que no quería abandonar la búsqueda. Si hubiese aparecido alguien en aquel momento, probablemente le habría pedido que me llevara a un hospital. Pero no apareció nadie. No sé cuánto tiempo tardé en llegar, pero al final encontré un grupo de rocas grandes rodeadas de árboles y de follaje muy crecido. Las rocas formaban una cueva natural y, sin pararme a pensar más en el asunto, me metí a gatas en este hueco poco profundo, atraje hacia mí algunas ramas sueltas para tapar la entrada y me dormí enseguida.
No sé cuánto tiempo pasé allí. Dos o tres días, creo, pero ahora poco importa. Cuando Zimmer y Kitty me lo preguntaron, les dije que tres, pero sólo porque tres es un número literario, el mismo número de días que Jonás pasó en el vientre de la ballena. La mayor parte del tiempo estaba casi inconsciente, e incluso cuando parecía estar despierto, estaba tan absorto en las tribulaciones de mi cuerpo que perdía el sentido de dónde me encontraba. Recuerdo largos ataques de vómitos, frenéticos ratos en que mi cuerpo no paraba de temblar, períodos en los que el único sonido que oía era el entrechocar de mis dientes. La fiebre debía de ser bastante alta y traía consigo sueños feroces, interminables visiones mutantes que parecían salir directamente de mi ardiente piel. Nada conservaba su forma dentro de mí. Recuerdo que una vez vi delante de mí el letrero del Moon Palace (Palacio de la Luna), más vívido de lo que había sido nunca en la realidad. Las letras de neón azul y rosa eran tan grandes que llenaban todo el cielo con su brillo. Luego, de repente, las letras desaparecieron y sólo quedaron las dos oes de la palabra Moon. Me vi colgando de una de ellas, luchando por mantenerme agarrado, como un acróbata que ha fallado en un número peligroso. Luego me deslizaba alrededor de ella como un gusano diminuto y después ya no estaba allí. Las dos oes se habían convertido en ojos, gigantescos ojos humanos que me miraban con desdén e impaciencia. Siguieron mirándome fijamente, y al cabo de un rato me convencí de que eran los ojos de Dios.
El sol apareció el último día. No recuerdo haberlo hecho, pero en algún momento debí de arrastrarme fuera de la cueva y tumbarme en la hierba. Mi mente estaba tan confusa que imaginé que el calor del sol podía evaporar mi fiebre, literalmente succionar la enfermedad de mis huesos. Recuerdo que pronuncié una y otra vez las palabras verano indio, tantas veces que finalmente perdieron su significado. El cielo sobre mí era una inmensa y deslumbradora claridad que no tenía fin. Si continuaba mirándolo, pensé, me disolvería en la luz. Luego, sin tener la sensación de quedarme dormido, de repente empecé a soñar con indios. Era hace trescientos cincuenta años y me veía a mí mismo siguiendo a un grupo de indios semidesnudos por los bosques de Manhattan. Era un sueño extrañamente vibrante, inexorable y exacto, lleno de cuerpos que pasaban veloces entre las hojas y las ramas manchadas de luz. Un suave viento agitaba el follaje, ahogando el ruido de las pisadas de los hombres, y yo les seguía en silencio, moviéndome tan ágilmente como ellos, sintiendo que a cada paso estaba más cerca de comprender el espíritu del bosque. Quizá recuerdo estas imágenes tan bien porque fue precisamente entonces cuando Zimmer y Kitty me encontraron: tirado en la hierba con ese extraño y agradable sueño circulando por mi cabeza. Kitty fue la primera que me vio, pero yo no la reconocí, aunque tuve la sensación de que me resultaba familiar. Llevaba su cinta navajo en la frente y mi primera reacción fue tomarla por una visión, una mujer fantasmal incubada en la oscuridad de mi sueño. Más adelante, ella me dijo que le sonreí, y cuando se agachó para examinarme más de cerca, la llamé Pocahontas. Recuerdo que me resultaba difícil verla a causa de la luz del sol, pero tengo un recuerdo claro de que había lágrimas en sus ojos cuando se inclinó sobre mí, aunque nunca lo reconoció después. Un momento más tarde, Zimmer entró en escena y entonces oí su voz.
—Maldito idiota —dijo.
Hubo una breve pausa y luego, no queriendo confundirme con un discurso demasiado largo, repitió lo mismo:
—Maldito idiota. Pobre maldito idiota.