Fue el verano en que el hombre pisó por primera vez la luna. Yo era muy joven entonces, pero no creía que hubiera futuro. Quería vivir peligrosamente, ir lo más lejos posible y luego ver qué me sucedía cuando llegara allí. Tal y como salieron las cosas, casi no lo consigo. Poco a poco, vi cómo mi dinero iba menguando hasta quedar reducido a cero; perdí el apartamento; acabé viviendo en las calles. De no haber sido por una chica que se llamaba Kitty Wu, probablemente me habría muerto de hambre. La había conocido por casualidad muy poco antes, pero con el tiempo llegué a considerar esa casualidad una forma de predisposición, un modo de salvarme por medio de la mente de otros. Esa fue la primera parte. A partir de entonces me ocurrieron cosas extrañas. Acepté el trabajo que me ofreció el viejo de la silla de ruedas. Descubrí quién era mi padre. Crucé a pie el desierto desde Utah a California. Eso fue hace mucho tiempo, claro, pero recuerdo bien aquellos tiempos, los recuerdo como el principio de mi vida.
Llegué a Nueva York en el otoño de 1965. Tenía entonces dieciocho años, y durante los primeros nueve meses viví en un colegio universitario. En Columbia, a todos los estudiantes de primer año que no fueran de la ciudad se les exigía vivir en el campus, pero cuando terminó el curso me trasladé a un apartamento de la calle 112 Oeste. Allí fue donde viví durante los siguientes tres años, hasta el mismo momento en que toqué fondo. Teniendo en cuenta lo adversas que me eran las circunstancias, fue un milagro que durara tanto.
Viví en aquel apartamento con más de mil libros. Anteriormente habían pertenecido a mi tío Victor, y él los había ido adquiriendo poco a poco a lo largo de treinta años. Justo antes de que me fuera a la universidad, me los ofreció, en un impulso, como regalo de despedida. Hice todo lo que pude para rehusarlo, pero el tío Victor era un hombre generoso y sentimental, y no me permitió rechazarlo.
—No puedo darte ni dinero —dijo— ni consejos. Llévate los libros para complacerme.
Me llevé los libros, pero durante año y medio no abrí las cajas en donde estaban guardados. Mi propósito era convencer a mi tío de que aceptara que se los devolviera y no quería que les pasara nada mientras tanto.
Resultó que las cajas me fueron muy útiles en aquella situación. El apartamento de la calle 112 no estaba amueblado, y en vez de despilfarrar mis fondos en cosas que no quería ni podía permitirme, me dediqué a convertir las cajas en piezas de “un mobiliario imaginario”. Era algo parecido a hacer un rompecabezas: agrupar las cajas de cartón en configuraciones modulares, ponerlas en hilera, apilarlas una encima de otra, colocarlas una y otra vez hasta que al fin empezaron a parecer objetos domésticos. Un grupo de dieciséis me sirvió de soporte para el colchón, otro grupo de doce se convirtió en una mesa, otros de siete se convirtieron en sillas, uno de dos en cabecera. El efecto general era bastante monocromático, con aquel sombrío marrón claro en todas partes donde miraras, pero no pude por menos de sentirme orgulloso de mi inventiva. A mis amigos les pareció un poco raro, pero ya habían aprendido a esperar de mí cosas raras. Imaginad la satisfacción, les explicaba, de meterte en la cama y saber que tus sueños van a descansar sobre la literatura norteamericana del siglo XIX. Imaginad el placer de sentarte a comer con todo el Renacimiento escondido debajo de la comida. En realidad, yo no tenía ni idea de qué libros había en cada caja, pero en aquel entonces yo era fantástico inventando historias, y me gustaba el sonido de aquellas frases, aunque fuesen mentira.
Mis muebles imaginarios permanecieron intactos casi un año. Luego, en la primavera de 1967, murió el tío Victor. Esa muerte fue un golpe terrible para mí; en muchos sentidos, el peor golpe que había recibido nunca. No sólo era la persona a quien más había querido en el mundo, sino que era mi único pariente, mi único vínculo con algo más grande que yo. Sin él me sentí despojado, totalmente arrasado por el destino. Si hubiera estado de alguna forma preparado para su muerte, tal vez me habría sido más fácil enfrentarme a ella. Pero ¿cómo se prepara uno para la muerte de un hombre de cincuenta y dos años que siempre ha tenido buena salud? Mi tío simplemente se murió una hermosa tarde de mediados de abril, y en ese momento mi vida empezó a cambiar, empecé a desaparecer en otro mundo.
No hay mucho que contar de mi familia. El reparto era pequeño, y la mayoría de sus miembros no permanecieron en escena mucho tiempo. Viví con mi madre hasta los once años, pero entonces ella murió en un accidente de tráfico, atropellada por un autobús que patinó y perdió el control en una calle nevada de Boston. Nunca hubo un padre en la película, así que habíamos sido solamente nosotros dos, mi madre y yo. El hecho de que usara su nombre de soltera probaba que nunca había estado casada, pero no me enteré de que era hijo ilegítimo hasta después de su muerte. De niño, nunca se me ocurrió hacer preguntas acerca de esas cosas. Yo era Marco Fogg, mi madre era Emily Fogg y mi tío de Chicago era Victor Fogg. Todos éramos Fogg, y me parecía perfectamente lógico que personas de la misma familia tuviesen el mismo nombre. Más adelante, el tío Victor me dijo que originariamente el nombre de su padre había sido Fogelman, pero alguien de las oficinas de inmigración en Ellis Island lo había acortado y dejado en Fog, con una sola g, y éste había sido el nombre norteamericano de la familia hasta que le añadieron la segunda g en 1907. Fogel significaba pájaro, según me informó mi tío, y me agradaba la idea de tener a ese animal incorporado a mi identidad. Imaginaba que algún esforzado antepasado mío había sido capaz de volar realmente. Un pájaro volando en la niebla, pensaba, un pájaro gigante que voló a través del océano, sin detenerse hasta que llegó a América.
No tengo ninguna fotografía de mi madre, y me resulta difícil acordarme de cómo era físicamente. Siempre que la veo en mi mente me encuentro con una mujer baja, morena, con delgadas muñecas infantiles y dedos blancos y delicados, y repentinamente, de vez en cuando, recuerdo lo agradable que era que te tocaran aquellos dedos. Siempre es muy joven y guapa cuando la veo, y probablemente ese recuerdo es exacto, puesto que sólo tenía veintinueve años cuando murió. Vivimos en distintos apartamentos en Boston y en Cambridge, y creo que trabajaba para una especie de editorial de libros de texto, aunque yo era demasiado pequeño para tener una idea clara de lo que hacía allí. Lo que destaca más vívidamente en mi memoria son las ocasiones en que íbamos al cine juntos (películas de vaqueros con Randolph Scott, La guerra de los mundos, Pinocho), cómo nos sentábamos en la oscuridad del cine y nos comíamos poco a poco una bolsa de palomitas cogidos de la mano. Era capaz de contar chistes que me hacían reír a carcajadas, pero eso sucedía sólo raramente, cuando los planetas estaban en la conjunción propicia. A menudo se mostraba distraída, propensa a un ligero mal humor, y a veces percibía que emanaba de ella una verdadera tristeza, una sensación de que estaba batallando con alguna vasta y eterna confusión. A medida que fui creciendo, me dejaba en casa con niñeras por horas cada vez más a menudo, pero no entendí lo que significaban esas misteriosas salidas suyas hasta mucho después, cuando hacía mucho tiempo que había muerto. Respecto a mi padre, sin embargo, el vacío era absoluto, tanto mientras ella vivió como después de muerta. Ese era un tema del que se negaba a hablar conmigo, y siempre que le preguntaba se mantenía inflexible.
—Se murió hace mucho tiempo —decía—, antes de que tú nacieras.
No había en toda la casa ninguna prueba de su existencia. Ni una fotografía, ni un nombre. Por falta de algo a que agarrarme, le imaginaba como una versión morena de Buck Rogers, un viajero espacial que había pasado a la cuarta dimensión y no encontraba el camino de vuelta.
A mi madre la enterraron junto a sus padres en el cementerio de Westlawn, y yo me fui a vivir con el tío Victor en el barrio de North Side de Chicago. Gran parte de esa primera época se me ha borrado, pero según parece andaba muy alicaído, suspiraba lo mío y por las noches sollozaba hasta que me quedaba dormido como un patético huérfano de una novela decimonónica. En una ocasión, una boba conocida de Victor se encontró con nosotros en la calle y, cuando él nos presentó, se echó a llorar, se secó los ojos con un pañuelo y murmuró que yo debía de ser el hijo del amor de la pobre Emmie. Yo nunca había oído esa expresión, pero comprendí que sugería cosas horribles y desgraciadas. Cuando le pedí al tío Victor que me la explicara, inventó una respuesta que no he olvidado nunca.
—Todos los hijos son hijos del amor —dijo—, pero sólo a los mejores les llaman así.
El hermano mayor de mi madre era un soltero de cuarenta y tres años, larguirucho y de nariz aguileña, que se ganaba la vida como clarinetista. Como todos los Fogg, tenía tendencia a la apatía y la ensoñación, a fugas repentinas y prolongados letargos. Después de un prometedor comienzo en la Orquesta de Cleveland, estos rasgos de su carácter acabaron por dominarle. Llegaba tarde a los ensayos porque se había dormido, se presentaba en los conciertos sin corbata y una vez tuvo la osadía de contar un chiste verde delante del concertino búlgaro. Después de que le despidieran, Victor fue de un sitio a otro con varias orquestas menores, a cual peor, y cuando regresó a Chicago en 1953 ya había aprendido a aceptar la mediocridad de su carrera. Cuando fui a vivir con él en febrero de 1958, daba clases de clarinete a principiantes y tocaba con la Howie Dunn’s Moonlight Moods, una pequeña orquestina que hacía las acostumbradas rondas de bodas, confirmaciones y fiestas de graduación. Victor sabía que le faltaba ambición, pero también sabía que había otras cosas en el mundo aparte de la música. Tantas, en realidad, que a menudo se sentía abrumado por ellas. Como era de esa clase de personas que siempre están soñando con hacer otra cosa mientras están ocupadas, no podía sentarse a practicar una pieza sin detenerse a resolver mentalmente un problema de ajedrez, no podía jugar al ajedrez sin pensar en los fracasos de los Chicago Cubs, no podía ir al estadio de béisbol sin acordarse de un personaje secundario de Shakespeare, y luego, cuando al fin volvía a casa, no podía sentarse con un libro más de veinte minutos sin sentir la urgente necesidad de tocar el clarinete. Por lo tanto, dondequiera que estuviese y adondequiera que fuera, dejaba tras de sí un desordenado rastro de malas jugadas de ajedrez, marcadores con resultados provisionales y libros a medio leer.
Sin embargo, no era difícil querer al tío Victor. La comida era peor que la que me daba mi madre y los pisos en que vivimos estaban más sucios y abarrotados, pero a la larga ésas eran cuestiones sin importancia. Victor no pretendía ser algo que no era. Sabía que la paternidad estaba fuera de sus posibilidades y por lo tanto me trataba menos como a un niño que como a un amigo, un compañero en miniatura al que adoraba. Era un arreglo que nos convenía a los dos. Al cabo de un mes de mi llegada, habíamos desarrollado un juego consistente en inventar países entre los dos, mundos imaginarios que invertían las leyes de la naturaleza. Tardamos semanas en perfeccionar algunos de los mejores, y los mapas que dibujé de ellos los colgamos en un lugar de honor encima de la mesa de la cocina. La Tierra de la Luz Esporádica, por ejemplo, y el Reino de los Tuertos. Dadas las dificultades que el mundo real nos había creado, probablemente era lógico que quisiéramos abandonarlo lo más a menudo posible.
Poco después de mi llegada a Chicago, el tío Victor me llevó a ver la película La vuelta al mundo en 80 días. El héroe de la historia se llamaba Fogg, como es sabido, y desde entonces el tío Victor me llamaba Phileas como apelativo cariñoso, una referencia secreta a ese extraño momento en que, como él dijo, “nos enfrentamos a nosotros mismos en la pantalla”. Al tío Victor le encantaba inventarse complicadas y disparatadas teorías acerca de las cosas y no se cansaba nunca de explicarme las glorias ocultas en mi nombre. Marco Stanley Fogg. Según él, demostraba que llevaba los viajes en la sangre, que la vida me llevaría a lugares donde ningún hombre había estado antes. Marco, naturalmente, era por Marco Polo, el primer europeo que visitó China; Stanley, por el periodista norteamericano que había seguido el rastro del doctor Livingstone hasta “el corazón del Africa más oscura”; y Fogg, por Phileas, el hombre que había dado la vuelta al mundo en menos de tres meses. No importaba que mi madre hubiese elegido Marco simplemente porque le gustaba, ni que Stanley fuese el nombre de mi abuelo, ni que Fogg fuera un nombre equivocado, el capricho de un funcionario norteamericano medio analfabeto. El tío Victor encontraba significados donde nadie los hubiera encontrado y luego, con mucha destreza, los convertía en una forma de apoyo clandestino. La verdad es que yo disfrutaba cuando me dedicaba tanta atención, y aunque sabía que sus discursos eran fanfarronadas y palabrerías, había una parte de mí que creía cada una de sus palabras. En breve, el nominalismo de Victor me ayudó a sobrevivir a las difíciles primeras semanas en mi nuevo colegio. Los nombres son la cosa más fácil de atacar, y Fogg se prestaba a multitud de espontáneas mutilaciones: Fag y Frog, por ejemplo, junto con innumerables referencias meteorológicas: Bola de Nieve, Hombre de Fango, Baboso. Cuando agotaron las posibilidades de mi apellido, concentraron su atención en mi nombre. La o final de Marco era un blanco evidente, que dio lugar a epítetos como Dumbo, Jerko y Mumbo Jumbo; pero otras ocurrencias desafiaban todas las expectativas. Marco se convirtió en Marco Polo; Marco Polo en Camisa Polo; Camisa Polo se transformó en Cara de Camisa; y Cara de Camisa en Cara de Mierda, un deslumbrante ejemplo de crueldad que me dejó aturdido la primera vez que lo oí. Finalmente sobreviví a mi iniciación escolar, pero me dejó la sensación de la infinita fragilidad de mi nombre. Este nombre estaba tan estrechamente ligado a mi sensación de quién era yo que deseaba protegerlo de ulteriores daños. Cuando tenía quince años, empecé a firmar todos mis trabajos M. S. Fogg, imitando pretenciosamente a los dioses de la literatura moderna, pero al mismo tiempo encantado del hecho de que las iniciales correspondieran a las de manuscrito. El tío Victor aprobó con entusiasmo este cambio de postura.
—Cada hombre es el autor de su propia vida —dijo—. El libro que estás escribiendo aún no está terminado. Por lo tanto, es un manuscrito. No podría haber nada más apropiado.
Poco a poco, Marco fue desapareciendo de la circulación pública. Yo era Phileas para mi tío, y cuando llegué a la universidad, para todos los demás era M. S. Unos cuantos graciosos señalaron que esas letras eran también las iniciales de una enfermedad[1], pero para entonces yo aceptaba con gusto cualquier nueva asociación o ironía que poder añadir a mi persona. Cuando conocí a Kitty Wu, ella me dio varios otros nombres, pero ésos eran de su exclusiva propiedad, por así decirlo, y también me alegré de recibirlos: Foggy, por ejemplo, que utilizaba sólo en ocasiones especiales, y Cyrano, que respondía a razones que aclararé más adelante. Si el tío Victor hubiera llegado a conocerla, estoy seguro de que habría sabido apreciar el hecho de que Marco, a su modesta manera, al fin hubiera puesto el pie en China.
Las lecciones de clarinete no iban bien (mi aliento se resistía, mis labios se impacientaban) y pronto encontré el modo de escabullirme. El béisbol me resultaba más atractivo, y a los once años ya me había convertido en uno de esos flacos chavales norteamericanos que iban a todas partes con el guante puesto y lo golpeaban con el puño derecho mil veces al día. No hay duda de que el béisbol me ayudó a superar algunos obstáculos en el colegio y cuando entré en la Liga Infantil aquella primavera, el tío Victor venía a ver casi todos los partidos para animarme. En julio de 1958 nos trasladamos repentinamente a Saint Paul, Minnesota (“una oportunidad excepcional”, dijo Victor, refiriéndose a un trabajo que le habían ofrecido para enseñar música), pero al año siguiente ya estábamos de vuelta en Chicago. En octubre, Victor compró un televisor y me permitió faltar al colegio para ver a los White Sox perder la Serie Mundial en seis partidos. Ese fue el año de Early Wynn y los bulliciosos Sox, de Wally Moon y sus vertiginosas carreras completas. Nosotros éramos hinchas del Chicago, naturalmente, pero los dos nos alegramos secretamente cuando el hombre de las cejas gesticulantes echó uno fuera en el último partido. Al principio de la temporada siguiente volvimos a apoyar a los Cubs, los chapuceros e ineptos Cubs, el equipo dueño de nuestras almas. Victor era un acérrimo defensor del béisbol diurno y consideraba un bien moral que el rey del chicle no hubiera sucumbido a la perversión de la luz artificial.
—Cuando voy a un partido —decía—, las únicas estrellas que quiero ver son las del terreno de juego. Es un deporte que pide luz del sol y lana sudada. ¡El carro de Apolo suspendido en el cenit! ¡La gran bola ardiendo en el cielo americano!
Tuvimos largas discusiones durante aquellos años acerca de hombres como Ernie Banks, George Altman y Glen Hobbie. Éste era uno de sus favoritos, pero, en consonancia con su visión del mundo, mi tío afirmaba que nunca triunfaría como lanzador porque su nombre implicaba falta de profesionalidad. Los comentarios disparatados de este tipo eran la esencia del humor de Victor. Como para entonces yo me había aficionado verdaderamente a sus chistes, comprendía por qué tenía que decirlos con una cara muy seria.
Poco después de cumplir yo catorce años, la población de nuestra casa aumentó a tres. Dora Shamsky, de soltera Katz, era una fornida viuda de cuarenta y tantos años con una extravagante melena rubio platino y un trasero enfundado en una faja muy apretada. Desde el fallecimiento del señor Shamsky, ocurrido seis años antes, trabajaba de secretaria en la sección de actuarios de la compañía de seguros Mid-American Life. Su encuentro con el tío Victor tuvo lugar en la sala de baile del Hotel Featherstone, donde los Moonlight Moods estaban a mano para proporcionar entretenimiento musical en la fiesta de Nochevieja que la compañía daba todos los años. Después de un noviazgo rápido como un torbellino, la pareja ató el vínculo en marzo. Yo no vi nada de malo en el hecho en sí y actué orgullosamente de padrino en la boda. Pero una vez que el polvo empezó a posarse, me dolió observar que mi nueva tía no reía con mucho gusto las bromas de Victor, y me pregunté si eso no indicaría que era un poco obtusa, una falta de agilidad mental que no auguraba buenas perspectivas a la unión. Pronto aprendí que había dos Doras. La primera era toda animación y actividad, un personaje brusco y masculino que se movía por la casa con la eficacia de un sargento, un baluarte de quebradizo buen humor, una sabelotodo, una mandona. La segunda Dora era una borracha coqueta, una mujer sensual, llorosa y autocompasiva que se tambaleaba por la casa en albornoz rosa y vomitaba sus borracheras en el suelo del cuarto de estar. De las dos, yo prefería con mucho a la segunda, aunque sólo fuera por la ternura que me demostraba entonces. Pero Dora borracha me planteaba un problema que no sabía resolver, porque esos derrumbamientos suyos ponían a Victor malhumorado y triste, y lo que yo más odiaba en el mundo era ver sufrir a mi tío. Victor podía soportar a la Dora sobria y gruñona, pero su embriaguez despertaba en él una severidad y una impaciencia que a mí me parecía antinatural, una perversión de su verdadero carácter. Lo bueno y lo malo estaban por lo tanto en guerra constante entre sí. Cuando Dora estaba bien, Victor estaba mal; cuando Dora estaba mal, Victor estaba bien. La Dora buena producía un Victor malo y el Victor bueno sólo reaparecía cuando Dora era mala. Permanecí prisionero de esta máquina infernal durante más de un año.
Afortunadamente, la compañía de autobuses de Boston me había pagado una indemnización generosa. Según los cálculos de Victor, habría suficiente dinero para costear cuatro años de universidad y vivir modestamente, y aún quedaría algo extra que me serviría para entrar en la llamada vida real. Durante los primeros años mantuvo este capital escrupulosamente intacto. Me mantenía de su propio bolsillo y lo hacía con alegría, orgulloso de su responsabilidad y sin mostrar la menor inclinación a tocar ni un céntimo de aquella suma. Sin embargo, cuando Dora entró en escena, Victor cambió de planes. Retiró los intereses acumulados, junto con una pequeña cantidad de lo otro, y me matriculó en un internado privado de New Hampshire, pensando que de este modo corregiría los efectos de su equivocación. Porque si Dora había resultado no ser la madre que él había esperado proporcionarme, no veía ningún motivo para no buscar otra solución. Era una lástima tocar el capital, claro está, pero no había más remedio. Cuando tenía que enfrentarse a una elección entre el ahora y el luego, Victor siempre había elegido el ahora, y dado que toda su vida estaba ligada a la lógica de este impulso, era natural que optase por el ahora una vez más.
Pasé tres años en la Academia Anselm para chicos. Cuando volví a casa después del segundo año, Victor y Dora ya habían separado sus vidas, pero no parecía que tuviera sentido volver a cambiarme de colegio, así que regresé a New Hampshire cuando se acabaron las vacaciones de verano. Las explicaciones de Victor respecto al divorcio eran bastante confusas, y nunca estuve seguro de lo que pasó en realidad. Habló algo de cuentas bancarias desaparecidas y de platos rotos, pero también mencionó a un hombre llamado George, y me pregunté si él también tendría que ver en el asunto. Sin embargo, no le insistí a mi tío para que me diera detalles, puesto que, en definitiva, parecía más aliviado que apenado por estar solo otra vez. Victor había sobrevivido a las batallas matrimoniales, pero eso no significaba que no le hubieran dejado heridas. Su aspecto era inquietantemente desaseado (le faltaban botones, los cuellos estaban sucios, los bajos de los pantalones raídos) y hasta sus chistes habían adquirido un carácter melancólico, casi patético. Esas señales ya eran bastante graves, pero lo más preocupante para mí eran sus fallos físicos. Había momentos en que daba traspiés (una misteriosa debilidad en las rodillas), tropezaba contra los muebles y no parecía saber dónde estaba. Yo sabía que la vida con Dora había hecho estragos en él, pero tenía que haber algo más. Como no quería aumentar mi alarma, logré convencerme de que sus problemas tenían menos que ver con su cuerpo que con su estado anímico. Puede que estuviera en lo cierto, pero, pensándolo ahora, me cuesta creer que los síntomas que observé por primera vez aquel verano no estuvieran relacionados con el ataque al corazón que le mató tres años más tarde. Victor no me dijo nada, pero su cuerpo me hablaba en clave, y yo no tuve los recursos o la inteligencia necesarios para descifrar el mensaje.
Cuando volví a Chicago para las vacaciones de Navidad, la crisis parecía haber pasado. Victor había recobrado en gran medida su fanfarronería y puesto en marcha, de repente, grandes proyectos. En septiembre, él y Howie Dunn habían disuelto la Moonlight Moods y habían formado otro grupo, aunando fuerzas con tres músicos más jóvenes que tocaban la batería, el piano y el saxofón. Ahora se llamaban Moon Men, Los Hombres de la Luna, y la mayoría de sus canciones eran números originales. Victor escribía las letras, Howie componía la música y los cinco las cantaban, más o menos.
—Se acabaron las viejas piezas clásicas —me anunció Victor cuando llegué—. Se acabaron las melodías bailables. Se acabaron las bodas y sus borrachos. Nos hemos salido del circuito del pollo de goma y vamos a intentar ir a lo grande.
No había duda de que habían montado un espectáculo original, y cuando fui a verlos actuar la noche siguiente, las canciones me parecieron una revelación: llenas de humor y de chispa, una forma bulliciosa de sátira que se burlaba de todo, desde la política al amor. Las letras de Victor tenían un sabor desenfadado de cancioneta, pero el tono subyacente era de un efecto casi swiftiano. Un cruce de Spike Jones con Schopenhauer, si tal cosa es posible. Howie les había conseguido una actuación en uno de los clubs del centro de Chicago y acabaron actuando allí todos los fines de semana desde el día de Acción de Gracias hasta el día de San Valentín. Cuando regresé a Chicago después de graduarme, ya tenían una gira a la vista e incluso se hablaba de grabar un disco para una compañía de Los Angeles. Y ahí es donde los libros del tío Victor entran en la historia. La gira iba a comenzar a mediados de septiembre y no sabía cuándo volvería.
Era de noche, tarde, y faltaba menos de una semana para que me fuera a Nueva York. Victor estaba sentado en su silla al lado de la ventana, fumándose un paquete de Raleighs y bebiendo schnapps en una jarra comprada en una tienda de baratillo. Yo estaba despatarrado en el sofá, flotando dichosamente en un estupor de whisky y tabaco. Llevábamos tres o cuatro horas hablando de cosas intrascendentes, pero ahora había un respiro en la conversación y cada uno se dejaba llevar en silencio por sus propios pensamientos. El tío Victor dio la última chupada a su cigarrillo, bizqueó cuando el humo subió por su mejilla, y luego apagó la colilla en su cenicero favorito, un recuerdo de la Feria Mundial de 1939. Mientras me examinaba con brumoso afecto, tomó otro sorbo de su bebida, hizo un ruido con los labios y lanzó un profundo suspiro.
—Ahora viene lo difícil —dijo—. Los finales, las despedidas, las famosas últimas palabras. Arrancar las estacas, creo que le llaman en las películas del Oeste. Aunque no tengas noticias mías a menudo, Phileas, recuerda que siempre pienso en ti. Ojalá pudiera decirte dónde voy a estar, pero nuevos mundos nos reclaman de repente a los dos y dudo que tengamos muchas ocasiones de escribirnos. —El tío Victor hizo una pausa para encender otro cigarrillo y vi que le temblaba la mano que sostenía la cerilla—. Nadie sabe cuánto durará esto —continuó—, pero Howie es muy optimista. Tenemos ya muchos contratos y sin duda habrá más. Colorado, Arizona, Nevada, California. Pondremos rumbo al Oeste, internándonos en las tierras salvajes. Creo que será interesante, independientemente de lo que salga de ello. Una panda de tipos urbanos en la tierra de los vaqueros y los indios. Pero me atrae la idea de esos espacios abiertos, la idea de tocar mi música bajo el cielo del desierto. ¿Quién sabe si no se me revelará allí una verdad nueva?
El tío Victor se rió, como para disimular la seriedad de ese pensamiento.
—La cuestión es —resumió— que con tanta distancia que recorrer tengo que viajar ligero de equipaje. Tendré que desechar cosas, regalarlas, tirarlas a la basura. Como me duele pensar en perderlas para siempre, he decidido dártelas a ti. ¿En quién más puedo confiar, después de todo? ¿Quién más puede seguir la tradición? Empezaré por los libros. Sí, sí, todos. Por lo que a mí respecta, no podría haber ocurrido en mejor momento. Cuando los conté esta tarde, había mil cuatrocientos noventa y dos volúmenes. Un número propicio, creo, porque evoca el recuerdo del descubrimiento de América, y la universidad a la que vas lleva ese nombre en honor de Colón. Algunos de estos libros son grandes, otros pequeños, unos son gordos, otros delgados, pero todos contienen palabras. Si lees esas palabras, puede que te ayuden en tu educación. No, no, ni hablar de eso. Ni una palabra de protesta. En cuanto estés instalado en Nueva York, te los mandaré. Me quedaré con un ejemplar de Dante, pero todos los demás son para ti. Además, está el ajedrez de madera. Yo me quedaré con el magnético, pero el de madera tienes que llevártelo tú. Luego está la caja de puros con los autógrafos de jugadores de béisbol. Tenemos casi todos los de los Cubs de las dos últimas décadas, algunas estrellas y numerosas luminarias menores de la liga. Matt Batts, Memo Luna, Rip Repulski, Putsy Caballero, Dick Drott. La oscuridad de esos nombres solos debería hacerlos inmortales. Después vienen diversas baratijas y chucherías. Mis ceniceros de recuerdo de Nueva York y El Álamo, las grabaciones de Haydn y de Mozart que hice con la Orquesta de Cleveland, el álbum de fotos de la familia, la placa que gané de niño por acabar el primero en el concurso musical del estado. Eso fue en 1924, aunque cueste creerlo, hace mucho, mucho tiempo. Por último, quiero que te quedes con el traje de tweed que compré en Loop hace unos cuantos inviernos. A mí no me hará falta en los sitios adonde voy, y está hecho de la mejor lana escocesa. Sólo me lo he puesto dos veces y si se lo doy al Ejército de Salvación, acabará en las espaldas de algún desgraciado alcohólico de Skid Row. Es mucho mejor que lo uses tú. Te dará cierta distinción, y no es ningún crimen tener el mejor aspecto posible, ¿verdad? Mañana temprano iremos al sastre para que te lo arregle.
»Bien, creo que eso es todo. Los libros, el ajedrez, la miscelánea, el traje… Ahora que he dispuesto de mi reino, me siento satisfecho. No hace falta que me mires de ese modo. Sé lo que hago y me alegro de haberlo hecho. Eres un buen chico, Phileas, y siempre estarás conmigo, esté donde esté. Por ahora, vamos en direcciones opuestas. Pero antes o después nos reuniremos de nuevo, estoy seguro. Al final todo sale bien, ¿comprendes?, todo conecta. Los nueve círculos. Los nueve planetas. Las nueve entradas. Nuestras nueve vidas. Piénsalo. Las correspondencias son infinitas. Pero ya basta de charlatanería por esta noche. Se hace tarde y el sueño nos llama a los dos. Ven, dame la mano. Sí, eso es, un buen apretón, firme. Así. Y ahora sacúdela. Eso es, un apretón de manos de despedida. Un apretón que nos dure hasta el fin de los tiempos.
Cada una o dos semanas, el tío Victor me enviaba una postal. Generalmente eran tarjetas turísticas de colores chillones: imágenes de puestas de sol en las Montañas Rocosas, fotos publicitarias de moteles de carretera, cactus, rodeos, ranchos para turistas, pueblos fantasma, panorámicas del desierto. A veces había frases de saludo impresas dentro de un lazo pintado y en una incluso hablaba una mula por medio de un bocadillo de tebeo que aparecía sobre su cabeza: Recuerdos desde Silver Gulch. Los mensajes de la parte de atrás eran breves y crípticos garabatos, pero lo que yo ansiaba no eran tanto noticias como señales de vida. El verdadero placer estaba en las propias postales, y cuanto más ordinarias y absurdas fueran, más feliz me hacía el recibirlas. Cada vez que encontraba una en mi buzón, me parecía que compartíamos una broma privada, y las mejores (una fotografía de un restaurante vacío en Reno, una mujer gorda a caballo en Cheyenne) incluso las pegué en la pared encima de mi cama. Mi compañero de cuarto entendió lo del restaurante vacío, pero la amazona le desconcertó. Le expliqué que tenía un extraordinario parecido con la ex mujer de mi tío, Dora. Teniendo en cuenta las cosas que pasan en el mundo, dije, era muy posible que la mujer fuese la mismísima Dora.
Como Victor no se quedaba mucho tiempo en ninguna parte, me era difícil contestarle. A finales de octubre le escribí una carta de nueve páginas contándole el apagón de Nueva York (me había quedado atrapado en un ascensor con dos amigos), pero no la eché al correo hasta enero, cuando los Hombres de la Luna comenzaban un contrato de tres semanas en Tahoe. Aunque no podía escribirle con frecuencia, conseguía mantenerme en contacto espiritual con él llevando su traje. No se puede decir que los trajes estuvieran precisamente de moda entre los estudiantes por entonces, pero me sentía como en casa dentro de él y puesto que a todos los efectos prácticos no tenía otra casa, continué poniéndomelo diariamente desde el principio del curso hasta el final. En momentos de tensión y tristeza, constituía para mí un consuelo sentirme arropado en el calor de la ropa de mi tío, y hubo veces en que imaginé que el traje me mantenía entero, que si no lo llevara puesto, mi cuerpo volaría en pedazos. Cumplía la función de una membrana protectora, una segunda piel que me escudaba de los golpes de la vida. Recordándolo ahora, me doy cuenta de la pinta tan curiosa que debía de tener: un muchacho flaco, despeinado, serio, claramente en desacuerdo con el resto del mundo. Pero la verdad era que yo no tenía el menor deseo de adaptarme. Si mis compañeros me colocaban la etiqueta de bicho raro, ése era su problema. Yo era el intelectual sublime, el futuro genio arisco y obstinado, el rebelde inconformista que se mantiene apartado de la manada. Casi me ruborizo al recordar las ridículas poses que adoptaba en aquella época. Era una grotesca amalgama de timidez y arrogancia, y alternaba largos e incómodos silencios con furiosos ataques de verborrea. Cuando me daba la vena, pasaba noches enteras en los bares, fumando y bebiendo como si quisiera matarme, citando versos de poetas menores del siglo XVI y oscuras frases en latín de filósofos medievales, y haciendo todo lo posible por impresionar a mis amigos. Los dieciocho años es una edad terrible, y aunque yo iba por ahí convencido de que en cierto modo era más maduro que mis compañeros de clase, la verdad era que únicamente había encontrado una manera diferente de ser joven. Más que nada, el traje era una divisa de mi identidad, el emblema de la forma en que yo deseaba que me vieran los demás. Objetivamente considerado, el traje no tenía nada de malo. Era un tweed oscuro, de un tono verdoso, a cuadritos y con solapas estrechas, una prenda sólida y bien hecha, pero después de varios meses de uso constante empezó a dar una impresión azarosa; colgaba de mi descarnada osamenta como una ocurrencia tardía, un torbellino de lana deformada. Lo que mis amigos no sabían, claro está, era que lo llevaba por razones sentimentales. Bajo mi postura inconformista, satisfacía también el deseo de tener a mi tío cerca de mí, y el corte de la prenda no tenía casi nada que ver en el asunto. Si Victor me hubiese dado un traje morado de petimetre, sin duda lo habría llevado con el mismo espíritu con que usaba el de tweed.
Cuando en primavera se acabaron las clases, rechacé la proposición de mi compañero de cuarto de que compartiéramos un piso el curso siguiente. Zimmer me agradaba bastante (de hecho, era mi mejor amigo), pero después de cuatro años de compañeros de cuarto y dormitorios escolares, no podía resistir la tentación de vivir solo. Encontré el apartamento de la calle 112 Oeste y me trasladé allí el 15 de junio; llegué con mis maletas justo momentos antes de que dos tipos fornidos trajeran las setenta y seis cajas de cartón con los libros del tío Victor, que habían estado en un almacén durante los últimos nueve meses. Era un apartamento estudio en el quinto piso de un edificio grande con ascensor: una habitación de tamaño mediano con una cocinita en el lado sureste, un armario empotrado, un cuarto de baño y un par de ventanas que daban a un patio. Las palomas aleteaban y arrullaban en el alféizar y abajo había seis cubos de basura abollados. Dentro, la luz era escasa, teñida de gris, e incluso en los días más soleados no entraba más que un miserable resplandor. Al principio sentí algunas punzadas, ligeros golpecitos de miedo ante la idea de vivir solo, pero luego hice un descubrimiento singular que me ayudó a cogerle gusto al sitio y a instalarme en él. En mi segunda o tercera noche allí, por casualidad, me encontré de pie entre las dos ventanas, situado en un ángulo oblicuo con respecto a la de la izquierda. Moví los ojos ligeramente en esa dirección y de repente vi una rendija de aire entre los dos edificios que había detrás. Veía Broadway, una pequeñísima, diminuta, porción de Broadway, y lo extraordinario era que todo el pedazo que veía estaba ocupado por un letrero de neón, una luminosa antorcha de letras rosas y azules que componían las palabras PALACIO DE LA LUNA. Reconocí el letrero del restaurante chino que había en la misma manzana, pero la fuerza con que me asaltaron aquellas palabras ahogó cualquier referencia o asociación práctica. Eran letras mágicas que colgaban en la oscuridad como un mensaje del cielo. PALACIO DE LA LUNA. Inmediatamente pensé en el tío Victor y en su grupo, y en aquel primer momento irracional los temores dejaron de hacer presa en mí. Nunca había experimentado nada tan súbito y absoluto. Una habitación desnuda y mugrienta se había transformado en un lugar de espiritualidad, un punto de intersección de extraños presagios y sucesos misteriosos y arbitrarios. Seguí mirando el letrero del Palacio de la Luna y, poco a poco, comprendí que había venido al sitio adecuado, que este pequeño apartamento era exactamente donde debía vivir.
Pasé el verano trabajando media jornada en una librería, yendo al cine y enamorándome y desenamorándome de una chica que se llamaba Cynthia, cuyo rostro hace mucho tiempo que se desvaneció de mi memoria. Me sentía cada vez más a gusto en mi nuevo apartamento, y cuando se reanudaron las clases aquel otoño me lancé a una frenética ronda de copas hasta altas horas de la noche con Zimmer y mis amigos, de persecuciones amorosas y de largas y silenciosas borracheras de lectura y estudio. Mucho más adelante, cuando pensé en esas cosas desde la distancia de los años, comprendí lo fértil que aquella época resultó para mí.
Luego cumplí veinte años, y pocas semanas después recibí una larga carta del tío Victor, casi incomprensible, escrita a lápiz en la parte de atrás de unas hojas amarillas de pedido de la Enciclopedia Humboldt. Por lo que pude deducir, corrían tiempos duros para los Hombres de la Luna y, después de una larga racha de mala suerte (contratos incumplidos, pinchazos, un borracho que le había partido la nariz al saxofonista), el grupo había acabado disolviéndose. Desde noviembre, el tío Victor vivía en Boise, Idaho, donde había encontrado un trabajo temporal vendiendo enciclopedias de puerta en puerta. Pero las cosas no le habían salido bien, y por primera vez desde que le conocí, distinguí una nota de derrota en las palabras de Victor. “Mi clarinete está empeñado —decía la carta—, el saldo de mi cuenta es cero y los residentes de Boise no tienen ningún interés en las enciclopedias.”
Le mandé un giro a mi tío, seguido de un telegrama en el que le apremiaba a venir a Nueva York. Victor contestó unos días más tarde agradeciéndome la invitación. Tendría arreglados sus asuntos al final de la semana, decía, y entonces cogería el primer autobús que saliera. Calculé que llegaría el martes, el miércoles a más tardar. Pero el miércoles llegó y pasó, y Victor no apareció. Envié otro telegrama, pero no recibí contestación. Las posibilidades de desastre me parecían infinitas. Imaginé todas las cosas que podían sucederle a un hombre entre Boise y Nueva York y de pronto todo el continente americano se transformó en una inmensa zona de peligro, una terrible pesadilla de trampas y laberintos. Traté de localizar al dueño de la pensión de Victor, no conseguí nada por ese lado, y entonces, como último recurso, llamé a la policía de Boise. Le expliqué cuidadosamente mi problema al sargento que estaba al otro extremo de la línea, un hombre llamado Neil Armstrong. Al día siguiente el sargento Armstrong me llamó para darme la noticia. Habían encontrado al tío Victor muerto en su habitación de la calle Doce Norte, derrumbado en una silla con el abrigo puesto y un clarinete a medio montar entre los dedos de su mano derecha. Había dos maletas llenas junto a la puerta. La habitación fue registrada, pero las autoridades no encontraron nada que pareciera sospechoso. Según el informe preliminar del forense, la causa probable de la muerte era un ataque cardíaco.
—Mala suerte, muchacho —añadió el sargento—. Lo siento de veras.
Volé al Oeste a la mañana siguiente para resolver los trámites. Identifiqué el cuerpo de Victor en el depósito de cadáveres, pagué sus deudas, firmé papeles e impresos y lo arreglé todo para que mandaran sus restos a Chicago. El hombre de la funeraria de Boise estaba preocupado por el estado en que se encontraba el cuerpo. Después de descomponerse en su habitación casi una semana, no se podía hacer mucho con él.
—Yo en su lugar —me dijo— no esperaría milagros.
Organicé el entierro por teléfono, me puse en contacto con unos cuantos amigos de Victor (Howie Dunn, el saxofonista de la nariz rota, algunos de sus antiguos alumnos), hice un débil intento de localizar a Dora (no pude encontrarla) y luego acompañé el ataúd hasta Chicago. Victor fue enterrado junto a mi madre y el cielo nos obsequió con un diluvio mientras estábamos allí viendo desaparecer a nuestro amigo bajo la tierra. Luego fuimos a casa de los Dunn, en North Side, donde la señora Dunn había preparado un modesto almuerzo de fiambres y sopa caliente. Yo llevaba cuatro horas llorando sin parar, y me bebí en poco rato cinco o seis bourbons dobles con la comida. Me animaron considerablemente, y al cabo de una hora o cosa así empecé a cantar en voz alta. Howie me acompañó al piano y durante un rato la reunión se hizo bastante estridente. Luego vomité en el suelo y se rompió el hechizo. A las seis me despedí de todos y salí vacilante a la lluvia. Vagué ciegamente durante dos o tres horas, vomité otra vez en el escalón de una puerta y luego me encontré a una prostituta delgada y de ojos grises que se llamaba Agnes y estaba parada debajo de un paraguas en una calle iluminada por las luces de neón. La acompañé a una habitación del Hotel Eldorado, le di una breve conferencia sobre los poemas de sir Walter Raleigh y luego le canté nanas mientras ella se desnudaba y abría las piernas. Me llamó lunático, pero le di cien dólares y aceptó pasar la noche conmigo. Sin embargo, dormí mal, y a las cuatro de la madrugada me levanté silenciosamente, me puse mi ropa mojada y cogí un taxi para ir al aeropuerto. Estaba en Nueva York a las diez de la mañana.
Al final, el problema no era la pena. La pena era la primera causa, tal vez, pero pronto dejó paso a otra cosa, algo más tangible, de efectos más calculables, más violento en el daño que producía. Toda una cadena de fuerzas se había puesto en marcha y en un momento determinado empecé a bambolearme, a volar alrededor de mí mismo en círculos cada vez más grandes, hasta que finalmente me salí de órbita.
La verdad era que mi situación económica se estaba deteriorando. Me había dado cuenta de ello hacía algún tiempo, pero hasta entonces la amenaza había sido solamente algo que se alzaba en la lejanía y no había pensado seriamente en el asunto. A consecuencia de la muerte de Victor, sin embargo, y de los miles de dólares que me había gastado en aquellos días terribles, el presupuesto que debía permitirme acabar mi carrera universitaria había quedado hecho añicos. A menos que hiciera algo para reponer el dinero, no podría llegar hasta el final. Calculé que si seguía gastando al ritmo que llevaba, mi capital se agotaría en el mes de noviembre del último curso. Y con eso quiero decir todo: cada centavo, cada níquel hasta el mismísimo fondo.
Mi primer impulso fue dejar la universidad, pero, después de darle vueltas a la idea un día o dos, pensé que era mejor no hacerlo. Le había prometido a mi tío que me graduaría, y puesto que él ya no podía aprobar el cambio de planes, no me sentía libre de romper mi palabra. Además estaba la cuestión del servicio militar. Si dejaba la universidad ahora, me revocarían la prórroga de estudiante, y no me atraía la idea de marchar al encuentro de una muerte temprana en las junglas de Asia. Así que me quedaría en Nueva York y continuaría asistiendo a mis clases en Columbia. Esa era la decisión juiciosa, lo que debía hacer. Después de un comienzo tan prometedor, no debería haberme resultado difícil seguir actuando de una forma sensata. Había toda clase de opciones disponibles para personas en mi situación —becas, préstamos, programas de trabajo y estudio—, pero en cuanto empecé a pensar en ellos, reaccioné con asco. Fue una respuesta involuntaria, repentina, un brusco ataque de náuseas. Comprendí que no quería tomar parte en esas cosas y por lo tanto las rechacé todas, tercamente, despectivamente, sabiendo muy bien que acababa de sabotear mi única esperanza de sobrevivir a la crisis. A partir de aquel momento, de hecho, no hice nada que me ayudara, me negué a mover un dedo. Dios sabe por qué me comporté así. Entonces me inventé incontables razones, pero, en último término, probablemente todo se reducía a la desesperación. Estaba desesperado, y, frente a tanto cataclismo, me parecía necesaria algún tipo de acción drástica. Deseaba escupirle al mundo, hacer algo lo más extravagante posible. Con todo el fervor y el idealismo de un joven que ha pensado demasiado y ha leído demasiados libros, decidí que lo mejor era no hacer nada: mi acción consistiría en una negativa militante a realizar ninguna acción. Esto era nihilismo elevado al nivel de una proposición estética. Convertiría mi vida en una obra de arte, sacrificándome en aras de tan exquisitas paradojas que cada respiración me enseñaría a saborear mi propia condena. Las señales apuntaban a un eclipse total, y aunque buscaba a tientas otra lectura, la imagen de esa oscuridad me iba atrayendo gradualmente, me seducía por la simplicidad de su diseño. No haría nada por impedir que ocurriera lo inevitable, pero tampoco correría a su encuentro. Si por ahora la vida podía continuar como siempre había sido, tanto mejor. Tendría paciencia, aguantaría firme. Simplemente, sabía lo que me esperaba, y tanto daba que sucediera hoy o mañana, porque sucedería de todas formas. Eclipse total. El animal había sido sacrificado; sus entrañas, descifradas. La luna ocultaría el sol y, en ese momento, yo me desvanecería. Estaría completamente arruinado, sería un desecho de carne y hueso sin un céntimo en el bolsillo.
Fue entonces cuando empecé a leer los libros del tío Victor. Dos semanas después del entierro, elegí al azar una de las cajas, corté cuidadosamente la cinta adhesiva con un cuchillo y leí todo lo que había en su interior. Resultó ser una extraña mezcla, embalados sin ningún orden o propósito aparente. Había novelas y obras de teatro, libros de historia y de viajes, manuales de ajedrez y novelas policíacas, ciencia ficción y filosofía; un caos absoluto de letra impresa. No me importaba. Leí todos los libros hasta el final y me negué a juzgarlos. Por lo que a mí concernía, cada libro era igual a todos los demás, cada frase se componía del número adecuado de palabras y cada palabra estaba exactamente donde tenía que estar. Esa fue la forma que elegí de llorar la muerte del tío Victor. Una por una, abriría cada caja, y uno por uno, leería cada libro. Esa era la tarea que me había fijado, y la cumplí hasta el final.
Todas las cajas contenían una mezcolanza similar a la primera, un batiburrillo de malo y bueno, montones de literatura efímera esparcidos entre los clásicos, manoseados libros de bolsillo emparedados entre ejemplares de tapas duras, noveluchas baratas alternando con Donne y Tolstoi. El tío Victor nunca había organizado su biblioteca de ninguna forma sistemática. Cuando compraba un libro lo colocaba en el estante al lado del que había comprado antes de ése, y poco a poco las hileras se iban extendiendo, ocupando mayor espacio a medida que pasaban los años. Así era precisamente como habían entrado los libros en las cajas. La cronología, al menos, estaba intacta, la secuencia se había preservado por omisión. Consideré que éste era un orden perfecto. Cada vez que abría una caja penetraba en un segmento nuevo de la vida de mi tío, un período determinado de días, semanas o meses, y me consolaba pensar que estaba ocupando el mismo espacio mental que mi tío había ocupado antes, leyendo las mismas palabras, viviendo las mismas historias, quizá albergando los mismos pensamientos. Era casi como seguir la ruta de un explorador de tiempos lejanos, repitiendo sus pasos cuando se abría camino por las tierras vírgenes, avanzando hacia el oeste con el sol, persiguiendo la luz hasta que finalmente se extinguía. Dado que las cajas no estaban numeradas ni etiquetadas, no tenía modo de saber de antemano en qué período iba a entrar. El viaje, por tanto, estaba hecho de breves excursiones discontinuas. De Boston a Lenox, por ejemplo. De Minneapolis a Sioux Falls. De Kenosha a Salt Lake City. No me importaba tener que ir dando saltos por el mapa. Al final, se llenarían todas las lagunas, se cubrirían todas las distancias.
Ya había leído muchos de esos libros y otros me los había leído Victor en voz alta: Robinsón Crusoe, El doctor Jekyll y Mr. Hyde, El hombre invisible. Sin embargo, no dejé que eso se interpusiera en mi camino. Me adentré en todos con la misma pasión, devorando las obras conocidas tan ávidamente como las nuevas. Pilas de libros acabados se alzaban en los rincones de mi habitación y cuando una de estas torres parecía estar en peligro de derrumbarse, llenaba dos bolsas de la compra con los volúmenes amenazados y me los llevaba la próxima vez que iba a Columbia. Justo al otro lado del campus, en Broadway, estaba la Librería Chandler, una ratonera abarrotada y polvorienta que hacía un buen negocio con la compraventa de libros usados. Entre el verano de 1967 y el verano de 1969 hice docenas de visitas a ese lugar, y poco a poco me desprendí de mi herencia. Esa fue la única acción que me permití: hacer uso de lo que ya poseía. Me resultó desgarrador separarme de las antiguas pertenencias del tío Victor, pero al mismo tiempo sabía que él no me lo hubiera reprochado. De alguna manera, había saldado mi deuda con él leyendo los libros, y ahora que andaba tan escaso de fondos parecía lógico que diera el paso siguiente y los convirtiera en dinero contante.
El problema era que no sacaba lo suficiente. Chandler era duro regateando y su concepto de los libros era tan diferente del mío que apenas sabía qué decirle. Para mí, los libros no eran tanto el soporte de las palabras como las palabras mismas y el valor de un libro estaba determinado por su calidad espiritual más que por su estado físico. Un Homero con las esquinas levantadas era más valioso que un Virgilio impecable, por ejemplo; tres volúmenes de Descartes, menos que uno de Pascal. Esas eran diferencias esenciales para mí, pero para Chandler no existían. Para él, un libro no era más que un objeto, una cosa que pertenecía al mundo de las cosas y, como tal, no era radicalmente distinto de una caja de zapatos, una escobilla del retrete o una cafetera. Cada vez que le traía otra parte de la biblioteca del tío Victor, el viejo empezaba con su rutina. Tocaba los libros con desprecio, examinaba los lomos, buscaba marcas y manchas, dando siempre la impresión de alguien que está manejando un montón de basura. Esas eran las reglas del juego. Degradando los libros, Chandler podía ofrecer precios ínfimos. Después de treinta años de práctica, tenía perfectamente aprendido el numerito, un repertorio de murmullos y apartes, de gestos de ascos, chasquidos de lengua y tristes sacudidas de cabeza. La actuación estaba concebida para hacerme comprender que mi criterio no tenía ningún valor, para avergonzarme y obligarme a reconocer la audacia de haberle llevado aquellos libros. ¿Me estás diciendo que quieres dinero por esto? ¿Esperas que el basurero te pague por llevarse tu basura?
Yo sabía que me estaba estafando, pero raras veces me molestaba en protestar. ¿Qué podía hacer, después de todo? Chandler negociaba desde una posición de fuerza y nada cambiaría eso, porque yo siempre necesitaba desesperadamente vender y a él le era indiferente comprar. Tampoco servía de nada que yo fingiera indiferencia. Sencillamente, la venta no se habría realizado, y no vender era peor que ser estafado. Descubrí que generalmente sacaba más cuando llevaba pequeñas cantidades de libros, no más de doce o quince cada vez. Entonces, el precio medio por volumen subía muy ligeramente. Pero cuanto menor fuera la compraventa, mayor sería la frecuencia con que tendría que volver, y yo sabía que debía reducir mis visitas al mínimo, porque cuanto más tratara con Chandler, más se debilitaría mi posición. Por lo tanto, hiciera lo que hiciera, Chandler salía ganando. A medida que pasaban los meses, el viejo dejó de hacer ningún esfuerzo por hablarme. Nunca me saludaba, nunca sonreía, nunca me daba la mano. Su actitud era tan impersonal que a veces llegué a preguntarme si me recordaba de una vez para otra. En lo que a Chandler concernía, yo podría haber sido un nuevo cliente cada vez que entraba: una colección de desconocidos dispares, una horda fortuita.
A medida que vendía los libros, mi apartamento iba experimentando muchos cambios. Era inevitable, ya que cada vez que, abría una nueva caja, simultáneamente destruía un mueble. Mi cama quedó desmantelada, mis sillas se fueron encogiendo hasta que desaparecieron, mi mesa de trabajo se atrofió hasta dejar un espacio vacío. Mi vida se había convertido en un cero creciente, algo que podía incluso ver: un vacío palpable, floreciente. Cada incursión en el pasado de mi tío, producía un resultado físico, un efecto en el mundo real. Las consecuencias estaban siempre ante mis ojos y no había forma de escapar de ellas. Quedaban tantas cajas, tantas habían desaparecido. Me bastaba con mirar mi habitación para saber lo que estaba sucediendo. La habitación era una máquina que medía mi situación: cuánto quedaba de mí, cuánto se había ido. Yo era a la vez el perpetrador y el testigo, el autor y el público de un teatro en el que había una sola persona. Podía seguir el proceso de mi propio descuartizamiento. Pedazo a pedazo, me veía desaparecer.
Aquéllos eran tiempos difíciles para todos, desde luego. Los recuerdo como un tumulto de política y multitudes, de megáfonos, atrocidades y violencia. En la primavera de 1968, cada día parecía vomitar un nuevo cataclismo. Cuando no era Praga, era Berlín; cuando no era París, era Nueva York. En Vietnam había medio millón de soldados. El presidente anunció que no se presentaría para la reelección. La gente moría asesinada. Tras años de combate, la guerra se había hecho tan grande que hasta los menores pensamientos estaban ya contaminados por ella y yo sabía que no importaba lo que hiciera o no hiciera; formaba parte de ella tanto como todo el mundo. Una tarde, cuando estaba sentado en un banco del parque de Riverside mirando hacia el agua, vi estallar un depósito de petróleo en la otra orilla. Las llamas llenaron el cielo de pronto, y mientras miraba los pedazos de material ardiendo que flotaban en el Hudson y venían a parar a mis pies, se me ocurrió que no se podía separar lo interior de lo exterior sin causar grandes daños a la verdad. Poco después, ese mismo mes, el campus de Columbia se convirtió en un campo de batalla y cientos de estudiantes fueron arrestados, entre ellos algunos soñadores como Zimmer y yo. No tengo intención de comentar nada de eso aquí. Todo el mundo conoce la historia de esa época y no tendría objeto volver sobre ella. Pero eso no significa que quiera que sea olvidada. Mi propia historia se alza sobre los escombros de aquellos días, y a menos que se entienda así, nada de ella tendrá sentido.
Para cuando comencé las clases de mi tercer año (septiembre de 1967), hacía tiempo que mi traje había desaparecido. Maltratado por el chaparrón de Chicago, los fondillos de los pantalones se habían gastado, la chaqueta se había roto por las costuras de los bolsillos y de la abertura, y finalmente lo abandoné como una causa perdida. Lo colgué en mi armario como recuerdo de tiempos más felices y salí a comprarme la ropa más barata y duradera que pude encontrar: botas de trabajo, pantalones vaqueros, camisas de franela y una chaqueta de cuero de segunda mano procedente de una tienda de excedentes del ejército. Mis amigos se quedaron asombrados de mi transformación, pero no les expliqué nada, puesto que lo que pensaran era la menor de mis preocupaciones. Lo mismo pasó con el teléfono. No lo hice desconectar para aislarme del mundo, sino simplemente porque era un gasto que ya no podía permitirme. Cuando Zimmer me arengó un día delante de la biblioteca, quejándose de lo difícil que se había vuelto ponerse en contacto conmigo, eludí el tema de mis problemas económicos soltándole un largo discurso sobre cables, voces y la muerte del contacto humano.
—Una voz transmitida eléctricamente no es una voz real —le dije—. Todos nos hemos acostumbrado a estos simulacros de nosotros mismos, pero cuando te paras a pensarlo, el teléfono es un instrumento de distorsión y fantasía. Es una comunicación entre fantasmas, las secreciones verbales de mentes sin cuerpo. Yo quiero ver a la persona con la que estoy hablando. Si no puedo verla, prefiero no hablar con ella.
Estas actuaciones se iban convirtiendo en algo cada vez más típico de mi comportamiento: las excusas, las palabras poco sinceras, las extrañas teorías que sostenía en respuesta a preguntas perfectamente razonables. Puesto que no quería que nadie supiera lo pobre que era, no veía otra alternativa para salir de estos apuros que mentir. Cuanto peor era mi situación, más disparatados y rebuscados se volvían mis inventos. Por qué había dejado de fumar, por qué había dejado de beber, por qué había dejado de comer en restaurantes; siempre era capaz de inventar alguna explicación absurdamente racional. Acabé hablando como un eremita anarquista, un chiflado a la última, un ludita. Pero a mis amigos les hacía gracia, y de ese modo conseguía proteger mi secreto. Sin duda el orgullo desempeñaba un papel en estos embustes, pero lo fundamental era que no deseaba que nadie se interpusiese en el camino que me había marcado. Hablar del asunto sólo habría conducido a la compasión, quizá incluso a ofrecimientos de ayuda, y eso lo habría estropeado todo. Así que me amurallaba en el delirio de mi proyecto, hacía el payaso siempre que tenía ocasión y esperaba pacientemente a que el plazo se agotara.
El último año fue el más duro. Dejé de pagar los recibos de la luz en noviembre y en enero ya había venido un hombre de la compañía a desconectar el contador. Durante varias semanas probé diversas velas, estudiando el precio, la luminosidad y la duración de cada clase. Con sorpresa, descubrí que las velas conmemorativas judías eran las mejores con relación a su precio. Las luces y sombras móviles me parecían preciosas y, ahora que la nevera (con sus caprichosos e inesperados estremecimientos) había sido silenciada, pensé que probablemente estaba mejor sin electricidad. Otra cosa no podría decirse de mí, pero era flexible y resistente. Buscaba las ventajas ocultas que traía consigo cada privación y una vez que aprendía a vivir sin una cosa determinada, la apartaba de mi mente para siempre. Sabía que el proceso no podía continuar indefinidamente, que al final habría cosas de las que no podría prescindir, pero por el momento me maravillaba de lo poco que echaba de menos las cosas que habían desaparecido. Lenta pero constantemente, iba descubriendo que era capaz de ir muy lejos, mucho más lejos de lo que había creído posible.
Después de pagar la matrícula del último semestre, me quedaron seiscientos dólares. Todavía tenía una docena de cajas, además de la colección de autógrafos y el clarinete. Para hacerme compañía, a veces montaba el instrumento y soplaba dentro de él, llenando el apartamento de extrañas eyaculaciones de sonido, un bullicio de chillidos y gemidos, de risas y gruñidos quejumbrosos. En marzo le vendí los autógrafos a un coleccionista llamado Milo Flax, un extraño hombrecillo con un halo de pelo rubio rizado que se anunciaba en las últimas páginas del Sporting News. Cuando Flax vio la imponente colección de firmas de los Cubs en la caja se quedó pasmado. Mientras examinaba los papeles lleno de reverencia, me miró con lágrimas en los ojos y predijo audazmente que 1969 sería el año de los Cubs. Casi acierta, claro, porque de no haber sido por un bajón al final de la temporada, combinado con el meteórico ascenso de esa chusma de los Mets, seguramente así habría sido. Los autógrafos me proporcionaron ciento cincuenta dólares, que cubrieron más de un mes de alquiler. Los libros me daban de comer, y así conseguí mantener la cabeza fuera del agua en abril y mayo y terminar mis estudios en un frenesí de empollar y mecanografiar a la luz de las velas. Entonces vendí la máquina de escribir por veintiséis dólares, lo cual me permitió alquilar un birrete y una toga para asistir a la contraceremonia de graduación organizada por los estudiantes para protestar por las ceremonias oficiales de la universidad.
Había hecho lo que me había propuesto hacer, pero no tenía la posibilidad de saborear mi triunfo. Había llegado a mis últimos cien dólares y sólo quedaban tres cajas de libros. Ya no podía pagar el alquiler y, aunque la fianza me daba otro mes de respiro, era seguro que después me echarían. Si las notificaciones empezaban en julio, la crisis se produciría en agosto, lo que quería decir que en septiembre me encontraría en la calle. Pero desde la perspectiva del primero de junio, el final del verano parecía estar a años luz. El problema no era tanto qué haría entonces, sino cómo llegar hasta esa fecha. Por los libros me darían aproximadamente cincuenta dólares. Sumados a los noventa y seis que todavía tenía, contaba con ciento cuarenta y seis dólares para vivir los siguientes tres meses. No parecía suficiente, pero limitándome a una comida al día, prescindiendo de periódicos, autobuses y toda clase de gastos frívolos, calculé que tal vez lo conseguiría. Así comenzó el verano de 1969. Parecía casi seguro que sería el último que pasaría en la tierra.
Durante todo el invierno y el principio de la primavera había almacenado mis alimentos en el alféizar de la ventana. Algunas cosas se habían congelado durante los meses más fríos (pastillas de mantequilla, envases de queso blando), pero nada que no fuera comestible después se había deshelado. El problema principal había sido preservar mis provisiones del hollín y las cagadas de paloma, pero pronto aprendí a envolverlas en una bolsa de plástico antes de ponerlas fuera. Después de que el viento se llevara una de estas bolsas durante una tormenta, empecé a anclarlas con una cuerda al radiador de la habitación. Me hice muy hábil en el manejo de este sistema y, dado que afortunadamente el gas estaba incluido en el alquiler, la cuestión alimentaria parecía estar controlada. Pero eso fue mientras hizo frío. La estación había cambiado y, con el sol brillando en el cielo durante trece o catorce horas diarias, la solución del alféizar era más perjudicial que beneficiosa. La leche se cuajaba; los zumos se ponían rancios; la mantequilla se derretía y se convertía en relucientes charcos de limo amarillo. Soporté varios desastres de este tipo y luego empecé a cambiar mi dieta, comprendiendo que tenía que prescindir de todos los productos que perecían con el calor. El 12 de junio me senté y planifiqué mi nuevo régimen. Leche en polvo, café instantáneo y paquetes pequeños de pan, ésas serían mis provisiones habituales. Y comería todos los días lo mismo: huevos, el alimento más barato y más nutritivo conocido por el hombre. De vez en cuando me permitiría el lujo de una manzana o una naranja, y si el ansia se hacía demasiado fuerte, haría el exceso de tomarme una hamburguesa o una lata de estofado de carne. La comida no se estropearía y (teóricamente al menos) yo no me moriría de inanición. Dos huevos al día, pasados por agua durante dos minutos y medio para que estuvieran en el punto perfecto, dos rebanadas de pan, tres tazas de café y toda el agua que pudiera beber. Aunque no era muy atractivo, el régimen tenía al menos cierta elegancia geométrica. Dada la pobreza de las opciones, traté de animarme con esa idea. No morí de inanición, pero era raro el momento en que no tenía hambre. Soñaba a menudo con comida y mis noches de ese verano estuvieron llenas de visiones de banquetes y glotonería: fuentes de solomillos y cordero, suculentos cochinillos flotando en bandejas, tartas y dulces como castillos, gigantescos boles de fruta. Durante el día, mi estómago me gritaba constantemente, gorgoteando con un torrente de jugos gástricos insatisfechos, acosándome con su vacío, y sólo gracias a un supremo esfuerzo conseguía ignorarlo. Aunque no estaba nada gordo al principio, continué perdiendo peso a medida que avanzaba el verano. De cuando en cuando metía una moneda en una báscula para ver lo que me estaba sucediendo. De 75 kilos que pesaba en junio, bajé a 68 en julio y luego a 60 en agosto. Para alguien que pasaba del metro ochenta, esto empezaba a ser peligrosamente poco. Al fin y al cabo, la piel y los huesos sólo pueden sostenerte hasta cierto limite, luego se llega a un punto en que se producen daños graves.
Intentaba separarme de mi cuerpo, eludir mi dilema fingiendo que no existía. Otros habían recorrido ese camino antes que yo y todos habían descubierto lo que yo acabé descubriendo por mí mismo: la mente no puede vencer a la materia, porque cuando se le pide demasiado, demuestra rápidamente que también ella es materia. Para elevarme por encima de mi circunstancia tenía que convencerme de que yo ya no era real y el resultado fue que toda la realidad empezó a oscilar ante mí. Cosas que no estaban allí aparecían de repente ante mis ojos y luego se desvanecían. Un vaso de limonada fría, por ejemplo. Un periódico con mi nombre en los titulares. Mi viejo traje extendido sobre la cama, perfectamente intacto. En una ocasión incluso vi una versión anterior de mí mismo tambaleándose por la habitación, buscando como un borracho por los rincones algo que no pudo encontrar. Estas alucinaciones duraban sólo un instante, pero continuaban resonando dentro de mí horas y horas. También había períodos en que sencillamente me perdía. Se me ocurría una idea y para cuando terminaba de seguirla hasta su conclusión, levantaba la vista y descubría que era de noche. No tenía forma de explicar qué había pasado en las horas que había perdido. En otras ocasiones, me encontraba masticando comida imaginaria, fumando cigarrillos imaginarios, lanzando anillos de humo imaginario al aire. Esos eran los peores momentos de todos, tal vez, porque entonces me daba cuenta de que ya no podía confiar en mí mismo. Mi mente había empezado a ir a la deriva y, una vez que eso sucedía, me veía impotente para detenerla.
La mayoría de estos síntomas no aparecieron hasta mediados de julio. Antes de eso me había leído disciplinadamente los últimos libros del tío Victor y se los había vendido a Chandler. Pero cuanto más me acercaba al final, más problemas me daban los libros. Notaba que mis ojos entraban en contacto con las palabras de la página, pero ningún significado me llegaba de ella, ningún sonido hacía eco en mi cabeza. Las marcas negras me parecían totalmente desconcertantes, una arbitraria colección de líneas y curvas que no transmitían nada más que su propio mutismo. Al final, ya ni siquiera pretendía entender lo que leía. Sacaba un libro de la caja, lo abría por la primera página y luego pasaba el dedo a lo largo de la primera línea. Cuando llegaba al final, hacía lo mismo con la segunda, luego con la tercera y así sucesivamente hasta que acababa la página. Así fue como terminé la tarea: como un ciego leyendo en braille. Si no podía ver las palabras, al menos quería tocarlas. Estaba ya tan mal que me parecía que esto tenía sentido. Toqué todas las palabras que había en esos libros y de ese modo me gané el derecho a venderlos.
La casualidad quiso que le llevara los últimos a Chandler el mismo día que los astronautas aterrizaron en la luna. Cobré un poco más de nueve dólares por la venta y cuando iba andando por Broadway decidí entrar en el Bar y Parrilla Quinn’s, un pequeño antro en la esquina sureste de la calle 108. El día era extremadamente caluroso y no parecía haber nada de malo en permitirse el lujo de un par de cervezas de diez centavos. Me senté en un taburete de la barra al lado de tres o cuatro clientes habituales, disfrutando de las luces tenues y de la frescura del aire acondicionado. Había un televisor grande en color que resplandecía extrañamente por encima de las botellas de whisky de centeno y bourbon y así fue como presencié el acontecimiento. Vi a las dos figuras acolchadas dar sus primeros pasos en aquel mundo sin aire, rebotando como juguetes sobre el paisaje, conduciendo un carrito de golf entre el polvo, plantando una bandera en el ojo de la que en otro tiempo había sido la diosa del amor y la locura. Radiante Diana, pensé, imagen de todo lo que es oscuro en nuestro interior. Luego habló el presidente. Con voz solemne e inexpresiva declaró que aquél era el acontecimiento más importante desde la creación del hombre. Los veteranos de la barra se rieron al oír esto y creo que yo también conseguí sonreír una o dos veces. Pero, pese a lo absurdo del comentario, había una cosa que nadie podía discutir: desde el día en que fue expulsado del paraíso, Adán nunca había estado tan lejos de casa.
Después de aquello, viví durante unos días en un estado de casi perfecta tranquilidad. Mi apartamento estaba ahora desnudo, pero en lugar de desanimarme como pensé que ocurriría, parecía que ese vacío me daba consuelo. Soy incapaz de explicarlo, pero de repente mis nervios se calmaron y en los siguientes tres o cuatro días casi empecé a reconocerme de nuevo. Es curioso usar semejante palabra en este contexto, pero durante el breve periodo que siguió a la venta de los últimos libros del tío Victor, hasta me atrevería a decir que estaba feliz. Como un epiléptico al borde de un ataque, había entrado en ese extraño semimundo en el cual todo empieza a brillar, a emanar una nueva y asombrosa claridad. Apenas hice nada en esos días, me paseaba por la habitación, me tumbaba en el colchón, escribía mis pensamientos en un cuaderno. Daba igual. Incluso el hecho de no hacer nada me parecía importante y no tenía remordimientos por dejar pasar las horas ociosamente. De vez en cuando me plantaba entre las dos ventanas y miraba el letrero del Palacio de la Luna. Hasta eso era placentero y siempre parecía generar una serie de pensamientos interesantes. Ahora esos pensamientos me resultaban un tanto oscuros —racimos de descabelladas asociaciones, un laberíntico circuito de ensoñaciones—, pero en aquel momento tenía la sensación de que eran enormemente significativos. Puede que la palabra luna hubiese cambiado para mí después de ver a los hombres vagando por su superficie. Puede que me impresionara la coincidencia de haber conocido a un hombre llamado Neil Armstrong en Boise, Idaho, y luego ver a un hombre del mismo nombre volar por el espacio exterior. Puede que, sencillamente, el hambre me hiciese delirar y las luces del letrero me dejasen hipnotizado. No puedo estar seguro de nada de ello, pero el hecho era que las palabras Palacio de la Luna empezaron a apoderarse de mi mente con todo el misterio y la fascinación de un oráculo. Todo estaba mezclado en ellas al mismo tiempo: el tío Victor y China, cohetes espaciales y música, Marco Polo y el Oeste americano. Miraba el letrero y empezaba a pensar en la electricidad. Eso me llevaba al apagón ocurrido en mi primer año en la universidad, lo cual a su vez me conducía a los partidos de béisbol jugados en Wrigley Field, y esto me hacía volver al tío Victor y a las velas conmemorativas que ardían en el borde de mi ventana. Un pensamiento iba dando paso a otro en una espiral de masas cada vez mayores de conexiones. La idea de viajar a lo desconocido, por ejemplo, y el paralelismo entre Colón y los astronautas. El descubrimiento de América como consecuencia del fracaso en el intento de llegar a China; la comida china y mi estómago vacío; pensamiento, como en alimento para el pensamiento, y la cabeza como palacio de los sueños. Pensaba: el Proyecto Apolo; Apolo, el dios de la música; tío Victor y los Hombres de la Luna viajando hacia el Oeste. Pensaba: el Oeste, la guerra contra los indios, la guerra del Vietnam, en otro tiempo llamado Indochina. Pensaba: armas, bombas, explosiones; nubes nucleares en los desiertos de Nevada y Utah; y luego me preguntaba: ¿por qué se parece tanto el Oeste americano al paisaje lunar? Así seguía interminablemente y cuanto más me abría a estas secretas correspondencias, más próximo me sentía a la comprensión de alguna verdad fundamental respecto al mundo. Tal vez me estaba volviendo loco, pero sentía, sin embargo, una tremenda fuerza que se agitaba dentro de mí, un gozo gnóstico que penetraba profundamente en el corazón de las cosas. Luego, súbitamente, tan súbitamente como había adquirido esta fuerza, la perdí. Había estado viviendo dentro de mis pensamientos tres o cuatro días y una mañana me desperté y me encontré en otra parte: de vuelta en el mundo de los fragmentos, de vuelta en el mundo del hambre y las desnudas paredes blancas. Me esforcé por recobrar el equilibrio de los días anteriores, pero no pude. El mundo me aplastaba de nuevo y apenas podía respirar.
Entré en un nuevo periodo de desolación. La obstinación me había sostenido hasta entonces, pero poco a poco noté que mi resolución se debilitaba, y el uno de agosto ya estaba a punto de desmoronarme. Hice todo lo que pude por ponerme en contacto con varios amigos, completamente dispuesto a pedirles un préstamo, pero no conseguí mucho. Unas cuantas caminatas agotadoras bajo el calor, un puñado de monedas malgastadas. Era verano y todo el mundo parecía haberse marchado de la ciudad. Incluso Zimmer, la única persona con la que sabía que podía contar, había desaparecido misteriosamente. Fui varias veces a su apartamento de la esquina de la avenida Amsterdam y la calle 120, pero nadie abrió la puerta. Metí mensajes en su buzón y por debajo de su puerta, pero no hubo ninguna respuesta. Me enteré mucho después de que Zimmer se había mudado a otro apartamento. Cuando le pregunté por qué no me había dado su nueva dirección, me contestó que yo le había dicho que iba a pasar el verano en Chicago. Naturalmente, a mí se me había olvidado esa mentira; había inventado tantas mentiras que ya no podía llevar el control.
Puesto que no sabía que Zimmer se había marchado de allí, continué yendo a su antiguo apartamento y dejando mensajes. Un domingo por la mañana, a principios de agosto, finalmente ocurrió lo inevitable. Llamé al timbre, plenamente convencido de que allí no había nadie, volviéndome ya para irme mientras apretaba el botón, cuando oí movimientos dentro: el arrastrar de una silla, el ruido de unas pisadas, una tos. Me inundó una oleada de alivio, pero todo se quedó en nada un instante después, cuando se abrió la puerta. La persona que debería haber sido Zimmer no lo era. Era alguien totalmente distinto: un joven con barba oscura y rizada y el pelo hasta los hombros. Deduje que acababa de despertarse porque no llevaba nada encima salvo unos calzoncillos.
—¿Qué desea? —me preguntó, examinándome con expresión amable aunque algo desconcertada.
En ese momento oí risas en la cocina (una mezcla de voces femeninas y masculinas) y comprendí que había llegado cuando estaban celebrando alguna fiesta.
—Creo que me he equivocado de sitio —dije—. Buscaba a David Zimmer.
—Oh —dijo el desconocido con toda naturalidad—, tú debes de ser Fogg. Me preguntaba cuándo volverías a aparecer por aquí.
Fuera hacía un día brutal —un calor canicular, abrasador— y la caminata casi me mata. Ahora, de pie frente a la puerta, con el sudor chorreándome hasta los ojos y notando los músculos esponjosos y tontos, me preguntaba si había oído bien al desconocido. Mi impulso fue dar media vuelta y salir corriendo, pero de pronto me sentí tan débil que temí desmayarme. Puse la mano en el marco de la puerta para apoyarme y dije:
—Perdona, ¿podrías repetir lo que has dicho? Creo que no te he entendido la primera vez.
—He dicho que debes de ser Fogg —repitió el desconocido—. Es bien sencillo. Si buscas a Zimmer, debes de ser Fogg. Fogg era el que dejó todos esos mensajes debajo de la puerta.
—Muy astuto —dije, dejando escapar un pequeño suspiro—. Supongo que no sabes dónde vive Zimmer ahora.
—Lo siento. No tengo la menor idea.
Una vez más, empecé a reunir valor para marcharme, pero justo cuando estaba a punto de dar media vuelta, vi que el desconocido me miraba fijamente. Era una mirada extraña y penetrante, dirigida directamente a mi cara.
—¿Pasa algo? —le pregunté.
—Estaba pensando si serías amigo de Kitty.
—¿Kitty? —dije—. No conozco a nadie que se llame Kitty. Nunca he conocido a nadie que se llamara así.
—Llevas la misma camiseta que ella. Eso me hizo pensar que a lo mejor tenías algo que ver con ella.
Me miré el pecho y vi que llevaba una camiseta de los Mets. La había comprado a principios de año en una venta de ropa usada por diez centavos.
—Ni siquiera me gustan los Mets —dije—. Yo soy de los Cubs.
—Es una coincidencia curiosa —siguió él, sin hacer caso de lo que yo había dicho—. A Kitty le va a encantar. Le encantan esas cosas.
Antes de que tuviera ocasión de protestar, me encontré conducido por el brazo hacia la cocina. Allí había un grupo de cinco o seis personas sentadas alrededor de la mesa tomando un desayuno de domingo. La mesa estaba atestada de comida: huevos con bacon, una cafetera llena de café, rosquillas y crema de queso, una fuente de pescado ahumado. No había visto nada semejante desde hacía meses y apenas supe cómo reaccionar. Era como si de repente me hubieran colocado en medio de un cuento de hadas. Yo era el niño hambriento que había estado perdido en el bosque y ahora me encontraba en la casa encantada, la casita hecha de comida.
—Mirad todos —dijo sonriente mi anfitrión medio desnudo—. Es el hermano gemelo de Kitty.
Entonces me presentó a todos los que estaban en la mesa. Me sonrieron y me saludaron y yo hice lo que pude por devolverles la sonrisa. Resultó que la mayoría de ellos eran estudiantes de Juilliard, músicos, bailarines, cantantes. El nombre del dueño de la casa era Jim o John y se había mudado al antiguo apartamento de Zimmer el día anterior. Los demás habían estado de fiesta aquella noche y, en vez de irse a casa después, habían decidido ir a ver a Jim o John, de sorpresa, con un desayuno para celebrar de manera improvisada la inauguración de su apartamento. Eso explicaba que él estuviera casi desnudo (estaba durmiendo cuando ellos llamaron al timbre) y la abundancia de comida que veía ante mí. Asentí cortésmente cuando me contaron todo esto, pero sólo fingía escucharles. La verdad era que no me importaba lo más mínimo y para cuando terminaron la historia ya se me habían olvidado los nombres de todos. A falta de algo mejor que hacer, examiné a mi hermana gemela, una muchacha china, menuda, de diecinueve o veinte años, con pulseras de plata en ambas muñecas y una cinta de cuentas estilo navajo alrededor de la cabeza. Me devolvió la mirada con sonrisa —una sonrisa excepcionalmente cordial, pensé, llena de humor y complicidad— y luego volví mi atención a la mesa, incapaz de apartar los ojos de ella durante mucho rato. Los olores de la comida habían empezado a torturarme y mientras estaba allí de pie, esperando a que me invitaran a sentarme, lo más que podía hacer era contenerme para no arrebatar algo de la mesa y metérmelo en la boca. Por fin fue Kitty la que rompió el hielo.
—Ahora que mi hermano ha venido —dijo, evidentemente entrando en el espíritu del momento—, lo menos que podemos hacer es pedirle que desayune con nosotros.
Me dieron ganas de besarla por haber leído mi pensamiento de ese modo. A continuación hubo un momento incómodo, sin embargo, cuando no pudieron encontrar una silla más, pero Kitty vino de nuevo en mi ayuda, indicándome que me sentara entre ella y la persona que estaba a su derecha. Rápidamente me encajé en el hueco, plantando una nalga en cada silla. Me pusieron un plato delante junto con todo lo necesario: cuchillo, tenedor, vaso, taza, servilleta y cuchara. Después, entré en un trance de comer y olvidar. Era una respuesta infantil, pero una vez que la comida entró en mi boca, ya no pude controlarme. Engullí un plato tras otro, devorando todo lo que me ponían delante, y finalmente era como si hubiera perdido la cabeza. Dado que la generosidad de los otros parecía infinita, seguí comiendo hasta que desapareció todo lo que había en la mesa. Así es como lo recuerdo, al menos. Me atiborré durante quince o veinte minutos y cuando terminé, lo único que quedaba era un montoncito de raspas de pescado. Nada más. Busco en mi memoria alguna otra cosa y no encuentro nada. Ni un pedazo. Ni una miga de pan siquiera.
Sólo entonces me di cuenta de que los demás me estaban mirando atentamente. ¿Tan horroroso había sido?, me pregunté. ¿Había babeado y dado el espectáculo? Me volví hacia Kitty y le dediqué una débil sonrisa. Más que asqueada parecía atónita. Eso me tranquilizó un poco, pero deseaba reparar cualquier ofensa que hubiera podido causar a los demás. Era lo menos que podía hacer, pensé: cantar a cambio de la comida, hacerles olvidar que acababa de lamer sus platos. Mientras esperaba una oportunidad para entrar en la conversación, me sentí cada vez más consciente de lo agradable que era estar sentado al lado de mi gemela largo tiempo perdida. Por comentarios de la charla, deduje que era bailarina, y no había duda de que la camiseta de los Mets le sentaba mucho mejor a ella que a mí. Era difícil no sentirse impresionado, y mientras ella seguía charlando y riendo con los otros, yo le lanzaba miraditas de reojo. No llevaba maquillaje ni sujetador, pero al moverse producía un constante tintineo de pulseras y pendientes. Tenía unos senos bien formados y los exhibía con admirable despreocupación, sin hacer ostentación de ellos ni fingir que no existían. La encontraba muy guapa, pero más que eso me gustaba su forma de estar, el hecho de que no parecía paralizada por su belleza como les ocurre a tantas chicas guapas. Tal vez fuera la libertad de sus gestos, la naturalidad y pragmatismo que notaba en su voz. No era una niña mimada de clase media como los otros, sino alguien que sabía moverse por el mundo, que había aprendido cosas por si misma. El hecho de que pareciese complacida por la proximidad de mi cuerpo, que no rehuyera el contacto de mi hombro y mi pierna, que incluso permitiera que su brazo desnudo tocara el mío, todas estas cosas me llevaron al borde de la tontería.
Encontré una oportunidad de intervenir en la conversación unos minutos después. Alguien empezó a hablar de la llegada a la luna y entonces otro afirmó que no había tenido lugar realmente. Todo eso era un truco, dijo, un montaje televisivo organizado por el gobierno para desviar nuestra atención de la guerra.
—La gente está dispuesta a creerse cualquier cosa que les digan —añadió—, incluso un número de circo rodado en un estudio de Hollywood.
No necesitaba más para hacer mi entrada. Salté con el comentario más extravagante que se me ocurrió, asegurando tranquilamente que el alunizaje de hacía un mes no sólo era auténtico, sino que no era, ni mucho menos, el primero. Los hombres habían ido a la luna desde hacía cientos de años, quizá incluso miles. Todos se rieron disimuladamente cuando dije eso, pero entonces me lancé a fondo en mi mejor estilo cómico-pedante y durante los siguientes diez minutos les abrumé con una muestra de erudición lunar, repleta de referencias a Luciano, Godwin y otros. Quería impresionarles con lo mucho que sabía, pero también quería hacerles reír. Embriagado por la comida que acababa de terminar, decidido a demostrarle a Kitty que yo era diferente de todas las personas que hubiera conocido, me fui creciendo hasta alcanzar mi mejor forma y pronto mi discurso rápido y agudo les tenía a todos muertos de risa. Entonces empecé a describir el viaje de Cyrano a la luna y alguien me interrumpió. Cyrano de Bergerac no era real, me dijo, era un personaje de una obra de teatro, un hombre de ficción. No podía dejar pasar ese error sin corregirlo, así que hice una breve digresión para contarles la historia de la vida de Cyrano. Bosquejé su juventud como soldado, comenté su carrera de filósofo y poeta y expuse con cierto detalle las diversas tribulaciones que encontró a lo largo de los años: sus dificultades económicas, su terrible combate con la sífilis, sus luchas con las autoridades por sus opiniones progresistas. Les conté que finalmente halló un protector en el Duc d’Arpajon y que, justo tres años después, murió en una calle de París cuando una piedra cayó desde un tejado y fue a aterrizar en su cabeza. Hice una pausa teatral para permitirles asimilar el grotesco humor de esta tragedia.
—Sólo tenía treinta y seis años —dije—, y hasta la fecha nadie sabe si fue un accidente o no. ¿Le asesinaron sus enemigos, o fue simplemente una casualidad, el ciego azar que arrojó la destrucción desde el cielo? Ah, pobre Cyrano. No era ninguna quimera, amigos míos. Era un ser de carne y hueso, un hombre de verdad que vivió en el mundo real y en 1649 escribió un libro sobre su viaje a la luna. Puesto que se trata de un relato de primera mano, no veo por qué podría nadie poner en duda lo que dice. Según Cyrano, la luna es un mundo como éste. Vista desde ese mundo, nuestra tierra tiene exactamente el mismo aspecto que la luna desde aquí. El Jardín del Edén se encuentra en la luna y cuando Adán y Eva comieron el fruto del Árbol de la Ciencia, Dios los desterró a la tierra. Al principio Cyrano intenta viajar a la luna atándose al cuerpo botellas de rocío más ligero que el aire, pero, al llegar a la Media Distancia, vuelve a bajar a la tierra flotando y aterriza en medio de una tribu de indios desnudos de Nueva Francia. Allí construye una máquina que finalmente le lleva a su destino, lo cual prueba sin duda que América ha sido siempre el lugar ideal para los lanzamientos lunares. La gente que encuentra en la luna mide cinco metros y medio y anda a cuatro patas. Habla dos lenguajes diferentes, pero ninguno se compone de palabras. El primero, que es el que usa la gente vulgar, es un intrincado código de gestos pantomímicos que requiere un constante movimiento de todas las partes del cuerpo. El segundo es el que hablan las clases superiores y consiste en sonido puro, un complejo pero inarticulado tarareo que recuerda mucho a la música. Los selenitas no comen tragando el alimento, sino oliéndolo. Su dinero es poesía, poemas escritos en pedazos de papel cuyo valor está determinado por el valor del poema mismo. El peor crimen es la virginidad y se espera de los jóvenes que se muestren irrespetuosos con sus padres. Se considera que cuanto más larga tenga la nariz una persona, más noble será su carácter. A los hombres de nariz chata se les castra, porque los selenitas prefieren extinguir una raza que verse obligados a vivir con semejante fealdad. Hay libros que hablan y ciudades que viajan. Cuando muere un filósofo, sus amigos beben su sangre y comen su carne. De la cintura de los hombres cuelgan penes de bronce, de la misma manera que los franceses del siglo XVII solían llevar espadas. Como le explicó un selenita al desconcertado Cyrano: ¿acaso no es mejor honrar los instrumentos de la vida que los de la muerte? Cyrano se pasa buena parte del libro encerrado en una jaula. Por lo pequeño que es, los selenitas piensan que debe ser un loro sin plumas. Al final, un gigante negro le arroja de nuevo a la tierra con el Anticristo.
Seguí hablando durante varios minutos más, pero tanta charla me había agotado y notaba que mi inspiración comenzaba a flaquear. A mitad de mi última conferencia (sobre Julio Verne y el Club de Tiradores de Baltimore), me abandonó por completo. Mi cabeza se encogió, luego se volvió inmensamente grande; veía extrañas luces y cometas pasando como relámpagos por detrás de mis ojos; mis tripas empezaron a sonar, a hincharse con puñaladas de dolor y de repente noté que iba a vomitar. Sin una palabra de advertencia, interrumpí mi discurso, me levanté de la mesa y anuncié que tenía que marcharme.
—Gracias por vuestra amabilidad —dije—, pero urgentes asuntos me reclaman. Sois personas buenas y encantadoras y os prometo que os recordaré a todos en mi testamento.
Era una actuación de perturbado, el espectáculo de un loco. Salí de la cocina tambaleándome, volcando una taza de café al levantarme, y me dirigí a tientas hacia la puerta. Cuando llegué allí, Kitty estaba de pie frente a mí. Éste es el día en que aún no he comprendido cómo pudo llegar antes que yo.
—Eres un hermano muy raro —dijo—. Pareces un hombre, pero luego te conviertes en un lobo. Después, el lobo se transforma en una máquina parlante. Para ti todo es cuestión de boca, ¿no? Primero la comida, luego las palabras, entran por la boca y salen por la boca. Pero olvidas lo mejor que se puede hacer con la boca. Después de todo, soy tu hermana y no te voy dejar ir sin que me des un beso de despedida.
Empecé a disculparme, pero entonces, antes de que yo pudiera decir nada, Kitty se alzó de puntillas, me puso la mano en la nuca y me besó. Con mucha ternura, pensé, casi con compasión. No sabía cómo tomármelo. ¿Debía considerarlo un beso auténtico, o era sólo parte del juego? Antes de que pudiera resolver mi duda, apoyé casualmente la espalda contra la puerta y ésta se abrió. Me pareció que era un mensaje, una secreta indicación de que aquello había llegado a su fin, así que, sin una palabra más, seguí retrocediendo, di media vuelta cuando mis pies cruzaron el umbral y me fui.
Después de ese día no hubo más comidas gratis. Cuando recibí la segunda notificación de desahucio el 13 de agosto, me quedaban treinta y siete dólares. Casualmente, ése fue el día en que los astronautas llegaron a Nueva York para el desfile con confetti. El departamento de Sanidad informó después que se habían arrojado en las calles durante las celebraciones trescientas toneladas de basura. Era un récord absoluto, afirmaron, el desfile más largo de la historia del mundo. Me mantenía apartado de estas cosas. No sabiendo ya por dónde rondar, salía de mi apartamento lo menos posible, tratando de conservar las escasas fuerzas que me quedaban. Una rápida escapada a la esquina para comprar provisiones y vuelta a casa, nada más. Tenía el culo en carne viva de limpiarme con las bolsas de papel marrón que me daban en el mercado, pero era el calor lo que más me hacía sufrir. El aire en el apartamento era insoportable, inmóvil como en una sauna pesaba sobre mí día y noche, y por más que abriera las ventanas no lograba que entrara algo de brisa en la habitación. Mis poros chorreaban constantemente. Incluso estar sentado me hacía sudar y el menor movimiento provocaba una inundación. Bebía toda el agua que podía. Me daba baños fríos, metía la cabeza debajo del grifo, me ponía toallas mojadas en la cara, en el cuello y en las muñecas. Esto me proporcionaba escaso alivio, pero al menos me mantenía limpio. El jabón del cuarto de baño se había reducido ya a una pequeña lasca blanca y tenía que guardarlo para afeitarme. Como mis reservas de hojas de afeitar también estaban en las últimas, me limité a dos afeitados por semana, haciéndolos coincidir cuidadosamente con los días en que salía a la compra. Aunque probablemente daba igual, me consolaba pensar que conseguía mantener las apariencias.
Lo esencial era planificar el siguiente paso. Pero eso era precisamente lo que me creaba mayores problemas, lo que ya no era capaz de hacer. Había perdido la capacidad de pensar en el futuro, y por mucho que intentara imaginarlo, no lo veía, no veía nada en absoluto. El único futuro que me había pertenecido era el presente que estaba viviendo y la lucha por permanecer en ese presente había borrado gradualmente lo demás. Ya no tenía ideas. Los momentos se desplegaban uno tras otro y en cada momento el futuro se alzaba delante de mí como un vacío, una página en blanco de incertidumbre. Si la vida era una historia, como solía decir el tío Victor, y cada hombre era el autor de su propia historia, entonces yo me la iba inventando sobre la marcha. Trabajaba sin argumento, escribiendo cada frase según me venía y negándome a pensar en la siguiente. Todo eso estaba muy bien, pero ahora no se trataba de si era capaz de escribir la historia improvisándola. Eso ya lo había hecho. La cuestión era qué iba a hacer cuando la pluma se quedara sin tinta.
El clarinete todavía estaba allí, guardado en su estuche junto a mi cama. Ahora me avergüenza reconocerlo, pero casi caí en la tentación de venderlo. Peor aún, un día llegué a llevarlo a una tienda de música para averiguar cuánto valía. Cuando vi que no me darían por él lo suficiente para pagar un mes de alquiler, abandoné la idea. Pero ésa fue la única razón que me evitó la indignidad de llevar a cabo la venta. Cuando pasó el tiempo, comprendí lo cerca que había estado de cometer un pecado imperdonable. El clarinete era mi último lazo con el tío Victor y por ser el último, porque no había más rastros de él, llevaba dentro de sí toda la fuerza de su alma. Siempre que lo miraba sentía esa fuerza en mi interior. Era algo a que agarrarme, una tabla de náufrago que me mantenía a flote.
Varios días después de mi visita a la tienda de música, un desastre menor estuvo a punto de ahogarme. Los dos huevos que iba a poner en un cacharro con agua para hacerme mi comida diaria se me resbalaron de los dedos y se rompieron en el suelo. Eran los dos últimos huevos que tenía en casa y no pude remediar la sensación de que esto era lo más cruel, lo más terrible que me había sucedido nunca. Los huevos se estrellaron con un ruido desagradable. Recuerdo que me quedé allí parado viendo con horror cómo rezumaban y se extendían por el suelo. Las claras translúcidas penetraron en las grietas y de pronto había suciedad por todas partes, un lodo viscoso de baba y cáscara. Una yema había sobrevivido milagrosamente a la caída, pero cuando me agaché para recogerla, se me escapó de la cuchara y se partió. Me sentí como si hubiera estallado una estrella, como si un gran sol hubiese muerto de repente. El amarillo se extendió sobre la clara y luego empezó a girar en espiral, convirtiéndose en una inmensa nebulosa, en un desecho de gases interestelares. Era demasiado para mí, la última e imponderable gota. Cuando sucedió esto, me senté y me eché a llorar.
Luchando por dominar mis emociones, salí y me permití el lujo de una comida en el Palacio de la Luna. No me sirvió de nada. La autocompasión había dado paso al despilfarro y me detestaba por haber cedido a ese impulso. Para llevar aún más lejos mi disgusto, empecé con sopa de huevo estrellado, incapaz de resistirme a la perversidad del chiste. A continuación tomé arroz frito, un plato de gambas picantes y una cerveza china. Pero el bien que estos alimentos podían haberme hecho quedó anulado por el veneno de mis pensamientos. El arroz casi me dio arcadas. Aquello no era un almuerzo, me dije, era una última comida, la que se le sirve al condenado antes de arrastrarlo a la horca. Mientras me obligaba a masticar y a tragar, me acordé de una frase de la última carta de Raleigh a su esposa, escrita la víspera de su ejecución: Mi cerebro se ha roto. Nada podía haber sido más apropiado que esas palabras. Pensé en la cabeza cercenada de Raleigh, que su esposa conservó en una caja de cristal. Pensé en la cabeza de Cyrano, aplastada por la piedra que le cayó encima. Luego imaginé mi cabeza partida, derramando su contenido como los huevos que se me habían caído al suelo. Sentía que el cerebro se me iba saliendo gota a gota. Me veía hecho pedazos.
Le dejé una propina exorbitante al camarero y volví andando a mi casa. Al entrar en el portal hice una parada rutinaria en el buzón y descubrí que había algo dentro. Aparte de las notificaciones de desahucio, era el primer correo que recibía ese mes. Por breves instantes imaginé que un benefactor desconocido me había enviado un cheque, pero luego examiné la carta y vi que era simplemente una notificación de otro tipo. Tenía que presentarme el 16 de septiembre para un examen médico militar. Teniendo en cuenta mi estado físico en aquel momento, me tomé la noticia con bastante calma. A esas alturas ya apenas tenía importancia dónde cayera la piedra. Nueva York o Indochina, me dije, al final venían a ser la misma cosa. Si Colón confundió América con Cathay, ¿quién era yo para andar con sutilezas geográficas? Entré en mi apartamento y metí la carta en el estuche del clarinete del tío Victor. Al cabo de unos minutos había conseguido olvidarla por completo.
Oí que alguien llamaba a la puerta con los nudillos, pero decidí que no valía la pena hacer el esfuerzo de ver quién era. Estaba pensando y no quería que me molestaran. Varias horas después oí que volvían a llamar. Esta segunda vez, la llamada era muy diferente de la primera y pensé que no podía tratarse de la misma persona. Era un aporreo grosero y brutal, un puño airado que hacía que la puerta temblara, mientras que la primera llamada había sido discreta, casi vacilante: obra de un solo nudillo que enviaba un mensaje íntimo con ligeros golpecitos sobre la madera. Estuve varias horas dándole vueltas en la cabeza a estas diferencias, reflexionando sobre la riqueza de información humana que se esconde en tan simples sonidos. Si las dos llamadas habían sido hechas por la misma persona, pensé, entonces el contraste parecía indicar una tremenda frustración y me costaba trabajo imaginar que nadie tuviera tan desesperada necesidad de verme. Lo cual significaba que mi primitiva interpretación era la correcta. Habían sido dos personas distintas. Una venía como amigo, la otra no. Una era probablemente una mujer, la otra no. Continué pensando en ello hasta que se hizo de noche. En cuanto me di cuenta de que estaba oscuro encendí una vela y seguí pensando en lo mismo hasta que me dormí. Sin embargo, en todo aquel tiempo no se me ocurrió preguntarme quiénes podían haber sido esas personas. Más aún, no hice el menor esfuerzo por comprender por qué no quería saberlo.
Los golpes empezaron de nuevo a la mañana siguiente. Cuando conseguí despertarme lo suficiente como para saber que no estaba soñando, oí ruido de llaves en el descansillo, un trueno estrepitoso que estalló en mi cabeza. Abrí los ojos y en aquel momento la llave entró en la cerradura. El pestillo se corrió, la puerta se abrió violentamente y Simón Fernández, el portero del edificio, entró en la habitación. Lucía su acostumbrada barba de dos días e iba vestido con los mismos pantalones color caqui y la misma camiseta blanca que llevaba desde principios de verano, un conjunto bastante mugriento a aquellas alturas, con manchas de hollín gris y huellas de varias docenas de comidas. Me miró directamente a los ojos y fingió no verme. Desde Navidad, cuando no le di el aguinaldo (otro gasto eliminado), Fernández se había vuelto hostil. Se acabaron los saludos, la charla sobre el tiempo y las historias sobre su primo Ponce, el que casi había conseguido entrar en el equipo de los Cleveland Indians. Fernández se vengaba actuando como si yo no existiera y hacía meses que no cruzábamos una palabra. Aquella mañana crucial, sin embargo, se produjo un cambio de estrategia. Se paseó por la habitación durante unos minutos, dando golpecitos en las paredes como si las estuviera inspeccionando y luego, al pasar junto a mi cama por segunda o tercera vez, se detuvo, se volvió e hizo un exagerado gesto de sorpresa como si me viera por primera vez.
—Vaya —dijo—. ¿Todavía usted está aquí?
—Todavía estoy aquí —dije—. Por así decirlo.
—Tiene que marcharse hoy —afirmó Fernández—. El apartamento está alquilado para el día uno, ¿sabe?, y Willie viene mañana por la mañana con los pintores. No querrá que los polis tengan que sacarle a rastras de aquí, ¿verdad?
—No se preocupe. Me marcharé con tiempo sobrado.
Fernández miró a su alrededor con aires de propietario, luego meneó la cabeza asqueado.
—Vaya sitio, amigo. Si no le molesta que se lo diga, me recuerda un ataúd. Una de esas cajas de madera en que entierran a los vagabundos.
—Mi decorador ha estado de vacaciones —dije—. Pensábamos pintar las paredes de un azul huevo de petirrojo, pero no estábamos seguros de si iría bien con los baldosines de la cocina. Decidimos pensarlo un poco más antes de lanzarnos.
—Un chico universitario tan listo como usted. ¿Tiene algún problema o qué?
—Ningún problema. Unos cuantos reveses financieros, eso es todo. El mercado ha estado bajo últimamente.
—Si se necesita dinero, hay que trabajar para ganarlo. Que yo sepa, usted se pasa todo el día sentado sobre su culo. Como un chimpancé en el zoo, ¿me entiende? No se puede pagar el alquiler si no se tiene un trabajo.
—Pero yo sí tengo un trabajo. Me levanto por la mañana como todo el mundo y luego intento ver si consigo llegar al final del día. Ese es un trabajo de jornada completa. Nada de diez minutos para el café, nada de fines de semana, nada de pagas extraordinarias, nada de vacaciones. No es que me queje, pero el sueldo es bastante bajo.
—Habla usted como un pirado. Un pirado universitario muy listo.
—No sobreestime la universidad. No es para tanto como se dice.
—Yo en su lugar, iría al médico —dijo Fernández, mostrando de repente cierta compasión—. Quiero decir, basta con mirarle. Está que da pena verle. Ya no le quedan más que huesos.
—He estado a dieta. No es fácil tener muy buen aspecto tomando dos huevos pasados por agua al día.
—No sé —dijo Fernández, siguiendo sus propios pensamientos—. A veces es como si todo el mundo se hubiera vuelto loco. Si quiere que le diga lo que pienso, la culpa es de esas cosas que están lanzando al espacio. Todas esas mierdas raras, los satélites y los cohetes. Si mandas gente a la luna, tiene que pasar algo. ¿Sabe lo que quiero decir? Eso hace que la gente haga cosas extrañas. No puedes joder el cielo y esperar que no pase nada.
Desplegó el ejemplar del Daily News que llevaba en la mano izquierda y me enseñó la primera página. Aquélla era la demostración, la prueba definitiva. Al principio no entendía, pero luego vi que era una fotografía aérea de una multitud. Había decenas de miles de personas, una gigantesca aglomeración de cuerpos, más cuerpos de los que yo había visto nunca reunidos en un sitio. Woodstock. Tenía tan poco que ver con lo que estaba sucediendo entonces que no supe qué pensar. Aquella gente era de mi edad, pero por lo identificado que me sentía con ellos, igual podían haber estado en otro planeta.
Fernández se fue. Yo me quedé donde estaba durante varios minutos, luego me levanté de la cama y me vestí. No tardé mucho en estar listo. Llené una mochila con unas cuantas cosas, me puse el estuche del clarinete debajo del brazo y salí por la puerta. Estábamos a finales de agosto de 1969. Tal y como lo recuerdo, el sol brillaba con fuerza aquella mañana y una ligera brisa soplaba desde el río. Me volví hacia el sur, me detuve un momento y luego di un paso. Después di otro y de esa forma eché a andar calle abajo. No miré atrás ni una sola vez.