Rothen echó un vistazo al bullicioso Salón de Noche y comprendió que llegar temprano era un error. En lugar de tener un público al que dirigirse, varios grupos pequeños o personas sueltas habían estado haciéndole preguntas, con lo cual tuvo que dar las mismas respuestas una y otra vez.
—Empiezo a sonar como un aprendiz que repite fórmulas de memoria —murmuró irritado a Dannyl.
—A lo mejor deberías escribir un informe cada tarde con tus progresos y clavarlo en la puerta de tus aposentos.
—No creo que sirviera de nada. Seguro que pensarían que se les va a escapar algo si no me lo preguntan en persona. —Rothen negó con la cabeza y miró los corrillos de magos que conversaban—. Y por alguna razón, todos quieren que se lo cuente yo en persona. ¿Por qué a ti nunca te molestan?
—Por respeto a tu evidente antigüedad —respondió Dannyl.
Rothen miró de soslayo a su amigo.
—¿Evidente?
—Venga, toma un poco de vino para refrescar tus pobres y cansadas cuerdas vocales. —Dannyl hizo un gesto a un sirviente que llevaba una bandeja.
Rothen aceptó una copa y dio un sorbo, agradecido. De algún modo, se había convertido en el organizador extraoficial de la búsqueda de la chica. Todos, excepto Fergun y sus amigos, esperaban que Rothen les diera instrucciones. Aquello le había obligado a pasar menos tiempo buscando por sí mismo, y además tenía muchas interrupciones cada día, cuando la gente se comunicaba mentalmente con él para que identificara a las chicas que habían encontrado.
Rothen se estremeció al notar que una mano le tocaba el hombro. Al darse la vuelta, se encontró al administrador Lorlen de pie a su lado.
—Buenas tardes, lord Rothen, lord Dannyl —dijo Lorlen—. El Gran Lord desea hablar con ustedes.
Rothen miró al otro lado de la habitación; allí estaba el Gran Lord, sentado en su asiento favorito. El murmullo de voces se había ido transformando en un zumbido de interés a medida que los magos reparaban en su presencia. «Parece que me toca volver a repetirme», caviló Rothen mientras se aproximaba al líder del Gremio en compañía de Dannyl.
El Gran Lord levantó la mirada cuando estuvieron cerca, y los saludó con una inclinación de cabeza casi imperceptible. Tenía sus finos dedos curvados alrededor de una copa de vino.
—Siéntense, por favor. —Lorlen señaló dos butacas vacías—. Cuéntennos cómo progresa la búsqueda.
Rothen tomó asiento.
—Hemos entrevistado a más de doscientos informadores. Casi ninguno nos ha proporcionado ninguna pista útil. Algunos habían encerrado a mendigas normales y corrientes, a pesar de nuestra advertencia de no acercarse a la chica. Otros fingían una decepción de lo más convincente cuando el supuesto escondite de la chica resultaba estar vacío. Por desgracia, no tengo nada más de que informar por el momento.
Lorlen asintió.
—Lord Fergun cree que la protege alguien.
Los labios de Dannyl se comprimieron en una fina línea, pero no dijo nada.
—¿Los ladrones? —sugirió Rothen.
Lorlen encogió los hombros.
—O un mago rebelde. La verdad es que aprendió a ocultar su presencia muy deprisa.
—¿Un rebelde? —Rothen miró a Akkarin, recordando que el Gran Lord había negado la existencia de magos rebeldes en las barriadas—. ¿Creéis, milord, que ahora tenemos razones para sospechar que haya alguno?
—He sentido que alguien utilizaba la magia —respondió Akkarin en voz baja—. No mucha, y no durante mucho tiempo. Creo que la chica experimenta por su cuenta, ya que a estas alturas cualquier profesor le habría enseñado a ocultar sus actividades.
Rothen miró fijamente al Gran Lord. Le parecía asombroso, e incluso perturbador, que Akkarin pudiera sentir unos acontecimientos mágicos tan tenues en la ciudad. Los oscuros ojos del hombre buscaron la mirada de Rothen, y este bajó rápidamente la vista hasta sus manos.
—Eso es… una noticia interesante —dijo.
—¿Podríais… podríais localizarla? —preguntó Dannyl.
Akkarin frunció los labios.
—Está usando la magia en descargas cortas, a veces de forma aislada y en ocasiones varias veces seguidas en una hora. Sabiendo que van a producirse, si os mantuvierais alerta también las sentiríais, pero aun así no os daría tiempo para encontrarla y capturarla a no ser que utilizara su poder durante más rato.
—Pero sí podemos acercarnos un poco cada vez que lo utilice —dijo Dannyl lentamente—. Podríamos dispersarnos por la ciudad y esperar. Cada vez que haga un experimento, podemos avanzar hacia ella hasta que conozcamos su situación.
El Gran Lord asintió.
—Está en la parte norte del Círculo Exterior.
—Entonces mañana empezaremos por allí. —Dannyl se dio golpecitos en los dedos de una mano con los de la otra—. Pero tendremos que evitar ponerla sobre aviso de nuestra estrategia cuando nos movamos. Si la protege alguien, es posible que haya apostado vigías para andar a la mira de si aparece algún mago. —Levantó una ceja y miró al Gran Lord—. Tendríamos más posibilidades si nos disfrazáramos.
Las comisuras de la boca de Akkarin se curvaron hacia arriba.
—Unas capas bastarán para ocultar las túnicas.
Dannyl se apresuró a asentir.
—Por supuesto.
—Solamente tendrán una oportunidad —les advirtió Lorlen—. Si la chica descubre que pueden sentirla cuando usa la magia, huirá a un nuevo escondite después de cada experimento.
—Entonces debemos trabajar con rapidez… y cuantos más magos seamos, más deprisa podremos localizarla.
—Pediré más voluntarios.
—Gracias, administrador. —Dannyl inclinó la cabeza.
Lorlen sonrió y se recostó contra su respaldo.
—Confieso que nunca creí que me alegraría de que nuestra pequeña fugitiva empezara a usar sus poderes.
Rothen frunció el ceño. «Sí —pensó—, pero cada vez que lo hace, está un paso más cerca de perder el control sobre ellos por completo.»
El paquete pesaba, aunque era de reducido tamaño. Dio un satisfactorio golpe sordo cuando Cery lo dejó caer sobre la mesa. Farén lo cogió y le arrancó el envoltorio de papel para dejar a la vista una pequeña caja de madera. Al abrirla, unos diminutos discos de luz reflejada iluminaron al ladrón y la pared que tenía detrás. A Cery se le encogió el pecho cuando vio las monedas brillantes. Farén sacó una lámina de madera de la que sobresalían cuatro varillas. Los distintos agujeros de las monedas encajaban en las varillas: las de oro en la varilla redonda, las de plata en la cuadrada, las grandes de cobre en la triangular. La cuarta varilla, tallada para las monedas normales de cobre que Cery estaba más acostumbrado a ver, se quedó vacía. Cada vez que la pila de oro llegaba a diez monedas, Farén la traspasaba a un «gorro», un palito de madera con topes a los dos lados, y lo dejaba a un lado.
—Tengo otro trabajo para ti, Ceryni.
Cery obligó a su mirada a separarse de las riquezas extendidas ante él y se irguió; al comprender las palabras de Farén, frunció el ceño. ¿Cuántos «trabajos» más tendría que hacer antes de que le permitieran ver a Sonea? Desde que Farén la aceptó ya había pasado más de una semana. Cery se tragó su enfado y agachó la cabeza hacia el ladrón.
—¿En qué consiste?
Farén se reclinó, con los ojos amarillos brillantes de diversión.
—Este tal vez encaje mejor con tus talentos. Hay un par de matones que se están dedicando a asaltar tiendas en Ladonorte… tiendas que pertenecen a hombres con los que tengo tratos. Quiero que averigües dónde viven esos dos tipos y que les entregues un mensaje, de forma que no les quepa ninguna duda de que los observo de cerca. ¿Puedes hacerlo?
Cery asintió.
—¿Qué pinta tienen?
—He mandado a un hombre a preguntar a los tenderos. Que te lo cuente él. Toma esto. —Entregó a Cery un trozo de papel pequeño y doblado—. Espera en la habitación de fuera.
Cery dio media vuelta y luego se quedó pensativo. Volvió a mirar a Farén y se preguntó si sería buen momento para preguntarle por Sonea.
—Pronto —dijo Farén—. Mañana, si todo va bien.
Cery asintió, caminó hacia la puerta con paso firme y la cruzó. Aunque los fornidos guardias lo miraron con recelo, Cery les dedicó una sonrisa. Nunca te enemistes con los lacayos de alguien, le había enseñado su padre. Es más, esfuérzate por caerles de maravilla. Aquellos dos eran tan parecidos entre sí que debían de ser hermanos, aunque uno de ellos tenía una cicatriz en la mejilla que permitía distinguirlos sin problemas.
—Tengo que esperar aquí —les explicó. Señaló una silla—. ¿Está ocupada?
El de la cicatriz levantó los hombros. Cery se sentó a contemplar la habitación. Enseguida le llamó la atención una cinta de tela verde brillante que estaba colgada en una pared, con un incal bordado en oro en la punta.
—¡Yep! ¿Eso es lo que yo creo? —preguntó, incorporándose otra vez.
El hombre de la cicatriz sonrió de oreja a oreja.
—Exactamente.
—¿Una cinta de la silla de montar de Vientotrueno? —Jadeó—. ¿De dónde la has sacado?
—Tengo un primo que trabaja en las caballerizas de la Casa Arran —respondió el guardia—. Me la trajo él. —Se acercó a la cinta para acariciarla—. Ese caballo me hizo ganar veinte monedas de oro.
—Dicen que todos sus potros son buenos caballos de carreras.
—Nunca habrá otro como él.
—¿Viste la carrera?
—No. ¿Y tú?
Cery sonrió.
—Me colé sin que me vieran los amos de entrada, que no es cosa fácil de hacer. No sabía que iba a ser el gran día de Vientotrueno. Tuve suerte.
Al guardia se le empañaron los ojos mientras Cery describía la carrera.
Los interrumpió un golpe en la puerta. El guardia que no había hablado la abrió y dejó pasar a un hombre alto y espigado con un abrigolargo negro, que tenía una expresión avinagrada.
—¿Ceryni?
Cery dio un paso hacia él. El hombre lo miró de arriba abajo, con las cejas arqueadas, y a continuación hizo un gesto para que Cery lo siguiera. Él saludó a los guardias con la cabeza y salió al pasillo.
—Tengo que ponerte al tanto —dijo el hombre mientras empezaban a andar.
Cery asintió.
—¿Qué pinta tienen los matones?
—Uno es de mi altura pero más pesado, y el otro es pequeño y flaco. Los dos tienen el pelo negro y corto… a mí me da que se lo cortaron ellos mismos. Al más grande le pasa algo en un ojo. Un tendero me ha dicho que lo tenía de un color raro y, según otro, tenía bizquera. Por lo demás, son unos losdes normales y corrientes.
—¿Armas?
—Navajas.
—¿Sabes dónde viven?
—No, pero un tendero los ha visto en una casa de bol esta noche. Vete para allá, y así luego los sigues. Seguro que dan rodeos antes de llegar a su casa, así que ándate con ojo.
—Claro. ¿Qué estilo llevan?
El hombre lo miró a los ojos, con expresión indescifrable.
—Duro. A los tenderos y a algunos familiares los apalearon a base de bien. Pero luego no se quedaron a jugar, ojo. Se largaron cuando tuvieron lo que buscaban.
—¿Qué se llevaron?
—Moneda, sobre todo. Algo de beber si lo veían por ahí. Ya casi hemos llegado.
Salieron de los pasadizos a una calle oscura. El guía apagó la lámpara y llevó a Cery a una vía más ancha, donde se detuvo a la sombra de un portal. El ruido de jarana que llegaba desde el otro lado de la calzada hizo que Cery se fijara en una casa de bol.
Su acompañante hizo un gesto rápido, formulando una pregunta silenciosa. Cery siguió la mirada del hombre y captó un movimiento en un callejón próximo.
—Siguen ahí dentro. Esperaremos.
Cery se apoyó en la puerta. Su compañero se quedó callado, mirando la casa de bol con atención. Empezó a caer la lluvia, golpeteando contra los tejados y formando charcos. Mientras esperaban, la luna se alzó sobre los edificios e inundó de luz la calle antes de llegar a las nubes grises y convertirse en un brillo fantasmal en el cielo.
Hombres y mujeres fueron dejando la casa de bol en grupos pequeños. El compañero de Cery se puso tenso al ver salir juntos a bastantes hombres, entre risas y tropezones ebrios. Cery observó el grupo y vio a dos hombres que se separaban de los juerguistas discretamente. El vigía del callejón hizo otro gesto con las manos y el acompañante de Cery inclinó la cabeza.
—Son ellos.
Con un asentimiento, Cery avanzó bajo la lluvia. Siguió a los dos hombres calle abajo sin apartarse de las sombras. Uno de ellos iba claramente borracho; el otro esquivaba los charcos con aplomo. Mientras dejaba que le sacaran algo de ventaja, oyó cómo el borracho pinchaba a su amigo por haber bebido demasiado poco.
—No vaapasar nadena, Tullin —farfulló—. Somos muchio más listos quellos.
—Cierra el pico, Nig.
La pareja inició un trayecto circular por las barriadas. Cada cierto tiempo, Tullin se detenía y miraba a su alrededor, pero nunca descubrió a Cery en las sombras. Finalmente, harto de la cháchara de su amigo, tomó una ruta directa que los llevó varios cientos de pasos por el interior de las barriadas y finalmente hasta una tienda abandonada.
Cuando los dos hubieron desaparecido en su interior, Cery se acercó con sigilo y examinó el edificio. En el suelo, junto a la entrada, había un letrero caído. Reconoció la forma de la palabra que significaba «raka». Se palpó el pecho, comprobando que seguía llevando el mensaje en el bolsillo.
Farén quería que la forma de entregarlo metiera el miedo en el cuerpo a los atracadores. Debía quedarles claro que los ladrones lo sabían todo sobre ellos: quiénes eran, dónde se escondían, qué habían hecho y con qué facilidad podían terminar muertos. Cery se mordió el labio, considerando sus opciones.
Podría pasarles la nota por debajo de la puerta, pero sería demasiado sencillo. No asustaría a los matones tanto como descubrir que alguien había entrado en su escondrijo. Tendría que esperar a que volvieran a salir y entonces colarse.
¿O no? Encontrar una nota en su madriguera cuando volvieran a casa los asustaría, pero no tanto como despertar y darse cuenta de que allí había entrado alguien mientras ellos dormían.
Cery analizó el escondrijo con una sonrisa en los labios. Formaba parte de una hilera de tiendas, y cada una compartía una pared con la siguiente. Por tanto, solo tendría entradas por delante y por detrás. Fue hasta el final de la calle y volvió por el callejón adonde daban todas las puertas traseras. Estaba lleno de cajas de embalar vacías y montones de basura. Fue contando las puertas, pero supo cuál era la tienda de los matones por los apestosos sacos de hojas de raka podridas que estaban apilados contra la fachada. Se puso en cuclillas y echó un vistazo por la cerradura de la puerta trasera.
En la sala que había al otro lado ardía una lámpara. Nig se encontraba tumbado en una cama que estaba a un lado, roncando con suavidad. Tullin daba vueltas por la habitación, frotándose la cara. Cuando le dio la luz de la lámpara, Cery distinguió su ojo torcido y las profundas sombras que tenía debajo.
El grandullón llevaba algún tiempo sin dormir bien… tal vez le preocupara que los ladrones pudieran pasar a hacerle una visita. Pareció que Tullin le hubiera leído la mente, porque de repente se acercó a la puerta trasera dando zancadas. Cery se puso en tensión, listo para alejarse, pero Tullin no agarró la manecilla. Su mano se cerró sobre algo que había en el aire y lo fue siguiendo hacia arriba hasta perderse de vista. Un cordel, supuso Cery. No le hizo falta ver qué había colgando encima de la puerta para adivinar que Tullin había tendido una trampa para cualquier visitante inesperado.
Satisfecho, Tullin fue hacia la segunda cama. Se sacó una navaja del cinturón, la dejó en una mesita cercana y rellenó de aceite la lámpara. Echó un último vistazo a toda la habitación y se tumbó en la cama.
Cery reflexionó sobre la puerta. La raka llegaba a Imardin en forma de tallos con semillas, envueltas en sus propias hojas. Los tenderos arrancaban las semillas de los tallos y las tostaban. Las hojas y tallos solían desecharse por medio de una tolva que los depositaba en una cuba exterior, de donde los niños se lo llevaban todo para venderlo a las granjas cercanas a la ciudad.
Cery se desplazó a lo largo de la pared hasta dar con la portezuela exterior de la tolva. Estaba atrancada por dentro, pero solo con un cerrojo simple y fácil de abrir. Sacó de su abrigo un frasco diminuto y una fina caña hueca. Sorbió para que entrara un poco de aceite en la cañita y lo aplicó concienzudamente en el cerrojo y las bisagras de la gatera. Volvió a guardar el frasquito y la caña y sacó unas cuantas ganzúas y palanquetas, con las que empezó a manipular el cerrojo.
Era un trabajo lento, pero que dejaría tiempo de sobra para que Tullin cayese en un profundo sueño. Cuando la cerradura cedió, Cery abrió la portezuela con mucho cuidado y estudió el pequeño espacio que había dentro. Devolvió las ganzúas a su bolsillo y, de otro, extrajo una lámina de metal bruñido envuelta en un paño de tejido fino. Metió una mano en la tolva y usó el objeto para examinar la trampa que había preparado Tullin.
Al verla, poco le faltó para echarse a reír en voz alta. Había un rastrillo suspendido sobre la entrada. El extremo del mango estaba atado con cordel a una alcayata que habían clavado sobre el marco de la puerta. Los pinchos de hierro estaban apoyados contra una viga, posiblemente equilibrados en su sitio mediante un clavo. De los pinchos salía un cordel que llegaba a la manecilla de la puerta.
Demasiado fácil, caviló Cery. Buscó más trampas pero no encontró ninguna. Por fin retiró el brazo de la tolva, regresó a la puerta y volvió a sacar sus herramientas de engrasar. Una inspección rápida de la cerradura le reveló que alguien la había roto, seguramente los matones cuando entraron por primera vez en la tienda.
Sacó una cajita del abrigo, la abrió y escogió una fina cuchilla. En otro bolsillo llevaba una herramienta articulada, heredada de su padre. Enganchó la herramienta a la cuchilla, la metió por el ojo de la cerradura y tanteó en busca de la manecilla de la puerta. Cuando la hubo hallado, recorrió su longitud hasta dar con la leve resistencia que oponía el cordel. Ejerció una presión firme sobre él.
Después volvió a la tolva y confirmó, usando el espejo, que ahora el cable pendía inofensivo de las vigas. Satisfecho, guardó con cuidado sus herramientas, envolvió sus botas con unos trapos y respiró profundamente para tranquilizarse. Abrió la puerta en silencio. Pasó al interior y contempló a los dos hombres que dormían.
Su padre siempre decía que la mejor forma de acercarse a alguien a escondidas era no intentar hacerlo a escondidas. Se concentró en los matones. Ambos estaban dormidos, y el borracho roncaba ligeramente. Cery cruzó la habitación y examinó la puerta delantera. Había una llave en la cerradura. Dio media vuelta y volvió a observar a los dos hombres.
La navaja de Tullin destellaba en la oscuridad. Sacando el mensaje de Farén. Cery se colocó al lado del atracador. Cogió la navaja y, con mucho cuidado, clavó el papel a la mesa con ella.
«Con eso bastará.» Esbozó una sonrisa lúgubre, volvió a la puerta y agarró la llave. Al girarla, la cerradura emitió un chasquido. Los párpados de Tullin se movieron, pero no se abrieron. Cery abrió la puerta, salió a la calle y la cerró de un portazo.
Se oyó un grito en el interior. Cery ya había corrido como alma que lleva el diablo hasta las sombras que había bajo el portal de la tienda contigua, y se giró para mirar. Al cabo de un momento se abrió la puerta de los matones y Tullin buscó en la penumbra, con su cara pálida bajo la amortiguada luz de la luna. Llegó de la casa una voz quejumbrosa, seguida de una exclamación de horror. Tullin hizo una mueca y regresó a la tienda.
Sonriendo, Cery se internó en la noche.
Sonea maldijo a Farén por lo bajo.
En la chimenea que tenía delante había un palo corto. Después de probar con varios objetos, había decidido que la madera era el material más seguro para sus experimentos con la magia. No era barata —los troncos se talaban en las montañas del norte y bajaban flotando por el río Tarali—, pero a pesar de ello era prescindible, y en la habitación había muchísima.
Observó dudosa el palo, y entonces miró toda la sala para recordarse a sí misma que toda su frustración valía la pena. Estaba rodeada de mesas de madera barnizada y sillas acolchadas. En las habitaciones contiguas había camas blandas, despensas repletas de comida y un generoso surtido de licores. Farén estaba tratándola como si fuera la distinguida huésped de una de las grandes Casas.
Pero ella se sentía como una prisionera. El escondrijo no tenía ventanas y era completamente subterráneo. La única forma de acceder a él era usando el Camino, y estaba vigilado día y noche. Solo las personas de mayor confianza de Farén, sus «parientes», sabían de su existencia.
Sonea suspiró y relajó los hombros. A salvo de los magos y de los losdes más emprendedores, ahora se esforzaba por evadirse del aburrimiento. Había pasado seis días mirando las mismas paredes, y ya no la distraían ni siquiera los lujos de la habitación. Y aunque Farén se pasaba a verla de vez en cuando, allí había poco más que hacer aparte de experimentar con la magia.
Quizá esa fuera la intención de Farén. Miró de nuevo el palo y notó otra punzada de frustración. Había invocado sus poderes varias veces al día desde que llegó al escondite, pero nunca funcionaban de la forma que ella pretendía. Si quería quemar algo, se movía. Cuando le decía que se moviese, explotaba. Cuando lo animaba a romperse, ardía. El día que confesó sus fracasos a Farén, él se limitó a sonreír y decirle que siguiera practicando.
Con una mueca, Sonea volvió a centrarse en el palo. Respiró hondo y miró fijamente el trozo de madera. Entrecerró los ojos y lo forzó a rodar sobre las piedras de la chimenea.
No sucedió nada.
«Paciencia», se dijo. A menudo necesitaba varios intentos para que la magia funcionara. Enfocó toda su voluntad para formar una fuerza imaginaria y ordenó al palo que se moviera. Se quedó completamente quieto.
Suspirando, se acuclilló sobre sus talones. Todas las veces que la magia funcionaba, ella estaba enfadada, ya fuera por frustración o por el odio hacia el Gremio. Sí, podía forzar esas emociones pensando en algo que la pusiera furiosa, pero hacerlo era una tarea agotadora y deprimente.
Y sin embargo, recordó que los magos lo hacían a todas horas. ¿Guardarían una reserva de rabia y odio en su interior para tenerla disponible? La idea la asustó. ¿Qué clase de gente eran?
Mientras contemplaba el trozo de madera comprendió que tendría que hacerlo ella también. Debía acaparar su rabia, guardar su odio, almacenarlos para los momentos en que necesitara hacer magia. De lo contrario, fracasaría, y Farén la abandonaría para que cayese en manos del Gremio.
Se rodeó el cuerpo con los brazos, notando cómo la invadía una asfixiante desesperación. «Estoy atrapada —pensó—. Tengo dos opciones: o me convierto en una de ellos o dejo que me maten.»
Llegó a sus oídos un restallido leve, el sonido que haría un trozo de tela lanzado al aire y atrapado rápidamente al vuelo. Se sobresaltó y dio media vuelta.
Unas llamas de brillante color naranja bailaban por la superficie de una mesita que había entre dos sillas. Se apartó de un salto, con el corazón martilleando.
«¿Eso lo he hecho yo? —se preguntó—. ¡Pero si no estaba enfadada!»
El fuego empezó a crepitar mientras se multiplicaban las llamas. Sonea se acercó un poco, sin saber muy bien qué hacer. ¿Qué diría Farén cuando descubriera que su escondite había sido pasto de las llamas? Sonea resopló. Se irritaría, y sentiría cierta decepción, al saber que su mascota mágica había muerto.
El humo ascendía y se arremolinaba contra el techo. Sonea se aproximó cautelosa, gateando, y arrastró la mesa hacia delante agarrándola por una pata. El movimiento provocó una llamarada. Sonea se estremeció por el calor, pero levantó la mesa y la arrojó a la campana de la chimenea. La madera se asentó sobre la rejilla y continuó ardiendo.
Sonea suspiró mientras contemplaba la mesa consumiéndose por el fuego. Al menos, había descubierto algo nuevo. Las mesas no estallaban en llamas por sí solas. Al parecer, la desesperación era otro sentimiento capaz de despertar la magia.
«Furia, odio y desesperación —reflexionó—. Qué divertido es ser maga.»
—¿Has notado eso? —preguntó Rothen, con la voz tensa y emocionada.
Dannyl asintió.
—Sí. No ha sido como me esperaba. Siempre había pensado que notar la magia era como sentir alguien cantando. Eso se parecía más a un carraspeo.
—Un carraspeo de magia. —Rothen rió—. Una forma interesante de describirlo.
—Si no supieras cantar ni hablar, ¿no harías ruidos bruscos? Quizá la magia suena así cuando está descontrolada. —Dannyl parpadeó, se apartó de la ventana y se frotó los ojos—. Se nos ha hecho tarde, y yo me estoy poniendo demasiado abstracto para mi gusto. Deberíamos dormir un poco.
Rothen asintió, pero no se movió de la ventana. Miró al exterior, a las últimas luces que brillaban en la ciudad.
—Llevamos horas escuchando. No servirá de nada que sigamos haciéndolo más tiempo —dijo Dannyl a Rothen—. Ahora ya sabemos que podemos sentirla. Acuéstate un rato, Rothen. Mañana tendremos que estar despejados.
—Me parece increíble que esté tan cerca de nosotros y no hayamos sido capaces de encontrarla —murmuró Rothen—. ¿Qué habrá intentado hacer?
—Rothen —insistió Dannyl.
El mago más mayor suspiró y dio la espalda a la ventana. Compuso una sonrisa lánguida.
—De acuerdo. Intentaré dormir.
—Bien. —Dannyl, satisfecho, caminó hacia la puerta—. Nos veremos mañana.
—Buenas noches, Dannyl.
Dannyl quedó satisfecho con el último vistazo que dio antes de cerrar la puerta, ya que su amigo estaba andando hacia su dormitorio. Sabía que el interés de Rothen por encontrar a la chica iba más allá del deber. Mientras recorría el pasillo, sonrió para sí mismo.
Años atrás, cuando Dannyl era un aprendiz, Fergun había hecho correr rumores sobre él en venganza por una broma. Dannyl no se esperaba que alguien fuera a tomar en serio a Fergun, pero cuando los profesores y aprendices empezaron a tratarlo de forma distinta, y se dio cuenta de que no podía hacer nada para recuperar su estima, perdió todo el respeto por sus colegas. Todo el entusiasmo que había sentido por las clases lo abandonó, y fue quedándose más y más rezagado.
Y entonces Rothen lo cogió por banda y, con un optimismo y una decisión que parecían inagotables, recuperó el interés de Dannyl por la magia y el aprendizaje. Por lo visto, el deseo de rescatar a jóvenes conflictivos era superior a él. Dannyl estaba convencido de que la determinación de su amigo era tan intensa como siempre, pero no pudo evitar preguntarse si Rothen estaba realmente preparado para educar a esa chica. Tenía que haber una gran diferencia entre un aprendiz huraño y una chica de las barriadas que probablemente odiara a los magos.
Una cosa era segura: la vida iba a volverse muy interesante cuando la encontraran.