6. Encuentros clandestinos


El letrero que había en la casa de bol rezaba: EL CUCHILLO AUDAZ. El nombre no era muy halagüeño, pero bastaba una rápida mirada a su interior para constatar que era un establecimiento muy pacífico. Los parroquianos, al contrario que en las casas de bol que había visitado Dannyl antes, estaban calmados y hablaban en voz baja.

El mago empujó la puerta y pasó adentro. Unos pocos clientes miraron en su dirección, pero la mayoría no le hizo caso. Aquello también supuso un cambio agradable. Pero Dannyl no estaba tranquilo del todo. ¿Por qué aquel lugar era tan distinto de los demás?

Antes de aquel día nunca había entrado en una casa de bol ni había deseado hacerlo, pero las instrucciones del guardia que había enviado a buscar a los ladrones eran muy específicas: ir a una casa de bol, decir al propietario con quién quería hablar y pagar lo estipulado cuando apareciera un guía. Al parecer, esa era la forma correcta de hacerlo.

Obviamente no podía entrar en una casa de bol vestido con túnica y esperar la clase de cooperación que necesitaba, por lo que había desobedecido a sus iguales y se había puesto las ropas sencillas de un mercader.

Había elegido su disfraz con meticulosidad. Por muy humilde que fuera su vestimenta, sabía que su altura inusual, su evidente salud y su habla cultivada seguirían delatándolo. Había inventado la historia de una inversión desafortunada y un endeudamiento atroz. No había nadie dispuesto a prestarle dinero. Los ladrones eran su último recurso. Cualquier mercader que se hallara en esa situación estaría igual de pez en la materia que Dannyl, aunque también muchísimo más asustado.

Respiró hondo y cruzó la estancia hasta la barra. El tabernero era un hombre delgado con los pómulos prominentes y una expresión severa en el rostro. Su pelo moreno tenía mechones grises. Contempló a Dannyl con hostilidad.

—¿Qué va a ser?

—Una copa.

El hombre sacó una jarra de madera y la llenó de uno de los toneles que tenía tras la barra. Dannyl sacó de su monedero una moneda de cobre y otra de plata. Mantuvo oculta la de plata y dejó caer la de cobre en la mano extendida del hombre.

—Andarás buscando un cuchillo, ¿no? —preguntó el tabernero en voz baja. Dannyl miró sorprendido al hombre, que le dirigió una sonrisa lúgubre—. ¿Para qué otra cosa ibas a venir al Cuchillo Audaz? ¿Habías hecho esto alguna vez?

Dannyl negó con la cabeza mientras pensaba con rapidez. Por el tono del hombre, daba la impresión de que prefería llevar la adquisición de ese «cuchillo» con cierta discreción. No existía ninguna ley contra la posesión de armas de filo, por lo que «cuchillo» debía de ser la forma de llamar a un objeto ilegal… o a un servicio ilegal. No tenía ni idea de cuál podía ser, pero aquel hombre acababa de indicarle que esperaba hacer algún trato turbio, lo cual se le antojaba un buen principio.

—No quiero un cuchillo. —Dannyl dedicó una sonrisa nerviosa al hombre—. Quiero entrar en contacto con los ladrones.

El tabernero enarcó las cejas.

—¿Eh? —Miró a Dannyl de soslayo—. Hará falta un poquito de color para que les interese hablar, ¿sabes?

Dannyl abrió la mano para mostrar la moneda de plata y volvió a cerrarla cuando su interlocutor intentó cogerla. El hombre resopló y luego se volvió hacia un lado.

—¡Yep, Kollin!

Por la puerta que había tras la barra apareció un chico. Al ver a Dannyl, sus ojos vivos lo recorrieron de las botas al cabello.

—Lleva a este hombre al matadero.

Kollin hizo a Dannyl un gesto para que fuera con él. Dannyl entró detrás de la barra, pero el tabernero le cortó el paso y abrió una mano extendida.

—Hay una cuota. Plata.

Dannyl miró la mano frunciendo el ceño, dudoso.

—No te preocupes —dijo el hombre—. Si se enterasen de que me dedico a timar a los que buscan su ayuda, me despellejarían y colgarían la piel de las vigas para dar una lección a los demás.

Dannyl no estaba seguro de que no estuvieran estafándole, pero apretó la moneda de plata contra la palma del hombre, que por fin se hizo a un lado y permitió a Dannyl llegar hasta el umbral donde esperaba Kollin.

—Ven conmigo, pero no abras la boca —dijo el chico.

Entró en una minúscula cocina, abrió otra puerta y comprobó el callejón que había fuera antes de salir de la casa.

El chico anduvo con rapidez y llevó a Dannyl a través de un laberinto de callejones estrechos. Dejaron atrás portales de los que emanaba el olor del pan horneándose, o de guisos de carne y verduras, o el penetrante aroma del cuero engrasado. El guía se detuvo y señaló una bocacalle. El callejón rebosaba de barro y desperdicios, y terminaba sin salida a los veinte pasos.

—El matadero. Entra ahí —dijo el chico, indicándole el fondo del callejón.

Le dio la espalda y desapareció a toda prisa.

Dannyl examinó dubitativo el callejón mientras se adentraba en él. No había puertas. No había ventanas. No salió nadie a recibirlo. Cuando llegó a la pared del fondo, dio un suspiro. Sí que le habían estafado. Teniendo en cuenta el nombre de aquel lugar, como mínimo había esperado una emboscada.

Se encogió de hombros, dio media vuelta y encontró a tres hombres fornidos en la entrada del callejón.

—¡Yep! ¿Buscabas a alguien?

—Sí. —Dannyl fue hacia ellos con paso decidido.

Los tres llevaban guantes y gruesos abrigolargos. El del centro tenía una cicatriz vertical en una mejilla que la cruzaba de arriba abajo. Le devolvieron la mirada con frialdad. «Los típicos matones», pensó Dannyl. Quizá sí fuera una emboscada.

Se detuvo a unos pasos de distancia y miró el fondo del callejón por encima del hombro, sonriendo.

—Así que esto es el matadero. Qué apropiado. ¿Ahora vais a escoltarme vosotros?

El matón del centro extendió un brazo.

—A cambio de un precio.

—Ya he pagado al hombre del Cuchillo Audaz.

El matón hizo un gesto de impaciencia.

—¿Quieres un cuchillo o no?

—No. —Dannyl suspiró—. Quiero hablar con los ladrones.

El hombre miró a sus compañeros, que sonreían enseñando todos los dientes.

—¿Con cuál?

—Con el que tenga la influencia más amplia entre ellos.

El matón del centro soltó una risita.

—Te refieres a Gorín. —Uno de sus compañeros reprimió una carcajada. Sin dejar de sonreír, el líder hizo un gesto a Dannyl para que lo siguiera—. Ven conmigo.

Los otros dos se apartaron. Dannyl siguió a su nuevo guía hasta el principio de una calle más ancha. Echó un vistazo atrás y comprobó que los otros dos estaban mirándolo, sin dejar de sonreír de oreja a oreja.

Siguieron por una serie de calles y callejuelas serpenteantes. Dannyl empezó a preguntarse si las partes traseras de todas las panaderías, curtidurías, casas de bol y sastrerías tenían el mismo aspecto. Entonces reconoció un letrero y paró en seco.

—Ya hemos pasado por aquí. ¿Por qué me haces andar en círculos?

El matón se volvió para observar a Dannyl y, a continuación, se acercó a una pared cercana. Se agachó, agarró el borde de una reja de ventilación y tiró de él. La reja se abrió hacia ellos. El matón señaló el hueco.

—Tú primero.

Dannyl se puso en cuclillas y miró al interior. No se veía nada. Resistió la tentación de crear un globo de luz y metió una pierna por el agujero, pero donde esperaba encontrar el suelo solo había vacío. Levantó la mirada hacia su guía.

—La calle queda más o menos a la altura del pecho —explicó el matón—. Venga.

Dannyl se agarró al borde del hueco mientras hacía pasar la pierna. Encontró una cornisa donde apoyarla, metió la otra pierna y la bajó hasta tocar el suelo con un pie. Dio un paso atrás y sus hombros chocaron con una pared. El matón se coló en el pasadizo con la facilidad de quien está muy acostumbrado a hacerlo. Dannyl, incapaz de ver más que la silueta del hombre bajo aquella luz tenue, se mantuvo a distancia.

—Sígueme —dijo el hombre.

Empezó a caminar por el pasadizo y Dannyl lo siguió unos pasos por detrás, tocando las paredes de ambos lados con las manos. Avanzaron durante varios minutos, doblando numerosos recodos, hasta que cesaron los pasos delante de Dannyl. El mago oyó un golpeteo que procedía de algún lugar cercano.

—Te queda mucho camino por delante —dijo el matón—. ¿Estás seguro de esto? Si has cambiado de idea, puedo llevarte de vuelta.

—¿Por qué iba a cambiar de idea? —preguntó Dannyl.

—Porque a lo mejor quieres hacerlo, nada más.

Apareció una rendija de luz junto a ellos, que enseguida ganó amplitud. Se perfiló en ella la silueta de otro hombre. Dannyl, deslumbrado, no pudo distinguir su cara.

—Este va para Gorín —dijo el matón. Miró a Dannyl e hizo un gesto rápido antes de volver sobre sus pasos y esfumarse entre las sombras.

—Gorín, ¿eh? —dijo el otro hombre desde la puerta. La voz podía ser la de cualquiera entre los veinte y los sesenta años—. ¿Cómo te llamas?

—Larkin.

—¿A qué te dedicas?

—Vendo tapetes simba. —Los últimos años, los talleres de tapetes habían surgido como hongos por toda Imardin.

—Un mercado muy competitivo.

—¿A mí me lo cuentas?

El hombre gruñó.

—¿Por qué quieres hablar con Gorín?

—Eso es asunto de Gorín.

—Por supuesto. —El hombre se encogió de hombros y estiró un brazo para coger algo del interior de la habitación—. Ponte de espaldas. A partir de aquí, llevarás los ojos vendados.

Dannyl titubeó, pero acabó por girarse de mala gana. Ya se había esperado algo parecido. Un trozo de tela le cubrió los ojos y sintió cómo el hombre se lo ataba a la nuca. La débil luz del farol solo pudo revelarle el basto tejido de la venda.

—Sígueme, por favor.

Una vez más, Dannyl caminó con las manos sobre las paredes. Su nuevo guía se movía deprisa. Dannyl contó los pasos que iba dando mientras pensaba que, tan pronto como tuviera la ocasión, mediría qué distancia recorría normalmente con cada mil pasos.

De pronto notó contra el pecho el contacto de algo, posiblemente una mano, y dejó de andar. Oyó una puerta abriéndose y lo empujaron hacia delante. Un olor a especias y flores le llenó los sentidos, y la blandura que sintió bajo las botas debía de ser una alfombra.

—Quédate aquí. No te quites la venda de los ojos.

La puerta se cerró.

Desde arriba llegaba el tenue sonido de voces y pasos, y Dannyl supuso que se hallaba bajo una de las casas de bol más ruidosas. Escuchó el alboroto y luego se puso a contar las veces que respiraba. Cuando se aburrió de hacerlo, levantó las manos hacia la venda. Oyó un suave golpe a sus espaldas, como el sonido de un talón desnudo pisando una alfombra. Se giró y agarró la venda para quitársela, pero se detuvo en seco cuando oyó que alguien giraba el picaporte. Irguió la espalda y se apresuró a soltar el tejido.

La puerta no se abrió. Dannyl esperó, concentrándose en el silencio de la habitación. Hubo algo que llamó su atención. Era más sutil que el débil sonido que había escuchado antes. Una presencia.

Flotaba por detrás de él. Inspiró profundamente, extendió los brazos y fingió buscar las paredes a tientas. Al volverse, la presencia se movió.

En aquella habitación había otra persona. Alguien que buscaba pasar desapercibido. La alfombra mitigaba sus pasos, y el ruido de la casa de bol tapaba cualquier sonido involuntario. Los ligeros olores corporales quedarían ocultos por el perfume a flores que impregnaba el aire. Si Dannyl sabía que no estaba solo, era solo gracias a los sentidos propios de un mago.

Se trataba de una prueba. Era improbable que estuvieran evaluando el sigilo de su acompañante. No, lo probaban a él. Querían averiguar si notaba algo. Averiguar si era un mago.

Proyectó sus sentidos y captó una segunda presencia tenue. Esta permanecía estática. Estiró los brazos y echó a andar hacia delante otra vez. La primera presencia daba vueltas rápidas a su alrededor, pero Dannyl hizo como si no estuviera. A los diez pasos dio con una pared. Puso las manos sobre la áspera superficie y empezó a desplazarse en dirección a la otra presencia. La primera se alejó un poco y, acto seguido, se lanzó hacia él. Notó un leve movimiento en el aire que rodeaba su cuello. Ignorándolo, siguió adelante.

Sus dedos encontraron el marco de la puerta, y luego una manga y un brazo. Alguien le quitó la venda de los ojos y Dannyl se encontró mirando a un anciano.

—Lamento que hayas tenido que esperar —dijo el hombre. Dannyl reconoció la voz de su guía. ¿Habría llegado a salir de la estancia? El guía, sin darle más explicaciones, abrió la puerta—. Si no te importa seguirme, por favor…

Dannyl contempló la habitación, ahora vacía, y salió al pasadizo.

Continuaron su recorrido a ritmo más relajado, mientras el farol oscilaba en la mano del anciano. Las paredes estaban bien construidas. En cada esquina había una pequeña placa incrustada en los ladrillos, con extraños símbolos grabados. Era imposible saber qué hora era, pero ya hacía muchas horas que Dannyl había entrado en la primera casa de bol. Se sintió orgulloso de haber comprendido que dejarlo vendado en la habitación era una prueba. ¿Lo habrían llevado hasta los ladrones si hubiera demostrado ser un mago? Lo dudaba mucho.

Tal vez hubiera más pruebas; tendría que ir con cuidado. No sabía cuánto tiempo pasaría antes de hablar con Gorín. Mientras tanto, debía averiguar cuánto pudiera sobre las personas con quienes quería hacer tratos. Midió a su acompañante con la mirada.

—¿Qué es un «cuchillo»?

—Un asesino —gruñó el anciano.

Dannyl parpadeó y luego contuvo una sonrisa. Así pues, El Cuchillo Audaz era un nombre muy apropiado. ¿Cómo era posible que el propietario siguiera impune, si se anunciaba con tanto descaro? Se preocuparía de aquello más tarde. De momento, había cosas más útiles de que enterarse.

—¿Hay algún otro nombre alternativo que deba saber?

El anciano sonrió.

—Si alguien te manda un mensajero, o bien estás recibiendo una amenaza o bien alguien la está cumpliendo.

—Entiendo.

—Y un blinga es alguien que traiciona a los ladrones. No te interesa ser uno de esos. Tienen una vida muy corta.

—Lo tendré en cuenta.

—Si todo va bien, te llamarán «cliente». Depende de lo que andes buscando aquí. —Se detuvo y dio media vuelta para contemplar a Dannyl—. Supongo que es hora de averiguarlo.

Dio unos golpes en la pared. No hubo más que silencio, hasta que los ladrillos se plegaron hacia dentro como una puerta de dos hojas. El hombre señaló la abertura con un brazo.

La habitación que había al otro lado era pequeña. Tenía una mesa encajada entre las paredes, que en la práctica impedía llegar hasta el hombre descomunal que se sentaba tras ella. Detrás de él había otra puerta doble entreabierta.

—Larkin el tapetero —dijo el hombre. Tenía una voz sorprendentemente profunda.

Dannyl inclinó la cabeza.

—¿Y usted es…?

El hombre sonrió.

—Gorín.

No había más sillas. Dannyl se acercó a la mesa. Gorín no era un hombre atractivo, pero su corpulencia era más de músculo que de grasa. Tenía el cabello espeso y rizado, y la mandíbula cubierta por una barba lanosa. Ciertamente hacía honor al animal del que provenía su nombre, la enorme bestia que tiraba de las bateas a contracorriente en el río Tarali. Dannyl se preguntó si todo aquello no sería una broma del matón, si la influencia de Gorín sería la más amplia entre los ladrones.

—¿Usted es quien dirige a los ladrones? —le preguntó Dannyl.

—A los ladrones no los dirige nadie —respondió Gorín con una sonrisa.

—Entonces ¿cómo sé que estoy hablando con la persona adecuada?

—¿Quieres hacer un trato? Lo harás conmigo. Si rompes el trato, te castigaré. Puedes considerarme alguien que está a medio camino entre un padre y un rey. Te ayudo, pero si me traicionas, te mataré. ¿Lo entiendes?

Dannyl apretó los labios.

—Yo tenía en mente un trato más equilibrado. ¿De padre a padre, quizá? No me atrevería a sugerir de rey a rey, aunque la verdad es que me gusta cómo suena.

Gorín sonrió de nuevo, pero su mirada permaneció impasible.

—¿Qué quieres, Larkin el tapetero?

—Quiero que me ayude a encontrar a una persona.

—Ah. —El ladrón asintió. Sacó un pequeño cuaderno, pluma y tintero—. ¿A quién?

—A una chica. Entre catorce y dieciséis años. Complexión ligera, pelo oscuro, delgada.

—¿Se te ha escapado o qué?

—Sí.

—¿Por?

—Hubo un malentendido.

Gorín asintió con la cabeza, comprensivo.

—¿Adonde crees que puede haber ido?

—A las barriadas.

—Si aún sigue viva, la encontraré. Si ha muerto, o si no la encontramos dentro de cierto tiempo que acordaremos después, ahí acaban tus obligaciones hacia mí. ¿Cómo se llama la chica?

—Todavía no sabemos su nombre.

—¿No sab…? —Gorín alzó la mirada y entrecerró los ojos—. ¿Sabemos?

Dannyl se permitió una sonrisa.

—Vais a tener que diseñar una prueba más efectiva.

Los ojos de Gorín se ensancharon levemente. Tragó saliva y a continuación se reclinó en su asiento.

—Conque esas tenemos, ¿eh?

—¿Qué pensabais hacerme si no hubiera aprobado el examen?

—Llevarte a algún lugar alejado. —Se pasó la lengua por los labios y se encogió de hombros—. Pero aquí estás. ¿Qué es lo que quieres?

—Como ya te he dicho, queremos que nos ayudéis a encontrar a la chica.

—¿Y si nos negamos?

Dannyl dejó que se apagara la sonrisa de su cara.

—Entonces morirá. La matarán sus propios poderes, que también destruirán parte de la ciudad… aunque no puedo decirte lo grande que será la parte, ya que ignoro cuánta fuerza tiene. —Se adelantó un paso, apoyó las dos manos en la mesa y miró al ladrón a los ojos—. Si nos ayudas, no tiene por qué ser un acuerdo sin beneficios… aunque debes entender que hay un límite a lo que podemos hacer en público.

Gorín contempló al mago, fijamente y en silencio. Luego dejó a un lado la pluma y el papel. Se apoyó en el respaldo y giró un poco la cabeza.

—¡Yep, Dagan! Trae una silla a nuestro visitante.

La habitación estaba oscura y llena de moho. Contra una pared había cajas de embalar apiladas, casi todas rotas. En las esquinas se habían formado charcos, y todo lo demás estaba recubierto por una gruesa capa de polvo.

—¿Aquí es donde tu padre escondía sus cosas? —preguntó Harrin.

Cery asintió.

—El viejo almacén de papá.

Quitó el polvo a una caja y se sentó.

—No hay cama —dijo Donia.

—Ya improvisaremos algo —replicó Harrin.

Se acercó a las cajas y empezó a hurgar en ellas.

Sonea se había quedado de pie en el rellano, abatida por tener que pasar la noche en un lugar tan frío e incómodo. Con un suspiro, se sentó en el escalón más bajo. Aquella noche ya se habían trasladado tres veces para esquivar a los cazarrecompensas. Se sentía como si llevara varios días sin pegar ojo. Cerró los párpados y se dejó llevar por la modorra. La conversación de Harrin y Donia se fue haciendo lejana, así como el sonido de pasos que llegaba por el pasadizo que tenía detrás.

«¿Pasos?»

Volvió a abrir los ojos, giró el cuello y vio una luz distante que se balanceaba entre la oscuridad.

—¡Yep! Viene alguien.

—¿Qué? —Harrin cruzó el almacén como una exhalación y escrutó el pasadizo. Escuchó durante un momento y luego ayudó a Sonea a levantarse y señaló el extremo opuesto de la habitación—. Ponte allí. Que no se te vea.

Mientras Sonea se alejaba de la puerta, Cery se incorporó para unirse a Harrin.

—Aquí nunca viene nadie. En el polvo de la escalera no había huellas.

—Entonces nos deben de haber seguido.

Cery fijó la vista en el pasadizo, maldiciendo. Se volvió hacia Sonea.

—Tápate la cara. A lo mejor buscan a otra persona.

—¿No nos vamos? —preguntó Donia.

Cery negó con la cabeza.

—Este sitio no tiene salida. Antes había un túnel, pero los ladrones lo cerraron hace años. Por eso no os había traído aquí antes.

Los pasos ya se oían mejor desde el interior del almacén. Harrin y Cery se alejaron de la puerta y esperaron. Sonea se puso la capucha de su capa y se acercó a Donia en el extremo opuesto de la habitación.

En el pasadizo aparecieron unas botas, seguidas de pantalones, camisas y caras cuando los recién llegados bajaron los últimos escalones. Cuatro chicos cruzaron el umbral. Miraron a Harrin y a Cery y después, al localizar a Sonea, intercambiaron miradas codiciosas.

—Búrril —dijo Harrin—. ¿Qué haces tú aquí?

Un joven fornido, de brazos musculosos, se acercó para encararse a Harrin con aire arrogante. Sonea tuvo un escalofrío. Era el mismo chico que la había acusado de espiarlos.

Mirando a los otros jóvenes, le sorprendió reconocer a uno de ellos. Recordaba a Evin, uno de los chicos más tranquilos de la banda de Harrin. Él le había enseñado a hacer trampas jugando a las fichas. Sin embargo, ahora en la mirada de Evin no se apreciaba ningún cariño; estaba haciendo rodar una pesada barra de hierro con una mano. Sonea se estremeció y apartó la mirada.

Los otros dos jóvenes llevaban toscos palos de madera. Seguramente habrían recogido aquellos garrotes improvisados de camino hacia allí. Sonea intentó hacer pronósticos. Cuatro contra cuatro. Le extrañaría que Donia supiera pelear, y también que alguna de ellas fuera rival para cualquiera de los aliados de Búrril. Sin embargo, tal vez entre las dos fueran capaces de reducir a uno de ellos. Se agachó y tomó un listón de madera que había formado parte de una caja de embalar.

—Hemos venido a por la chica —dijo Búrril.

—Así que te has vuelto un blinga, ¿eh, Búrril? —El desprecio oscurecía la voz de Harrin.

—Eso es lo que iba a decirte yo a ti —contestó Búrril—. Hace días que no se te ve el pelo. Y entonces oímos lo de la recompensa y de repente todo tiene sentido. Quieres quedarte el dinero para ti solo.

—No, Búrril —dijo Harrin en tono firme. Miró a los otros chicos—. Sonea es una amiga. Yo no vendo a mis amigos.

—No es amiga nuestra —replicó Búrril, mirando de reojo a sus compañeros.

Harrin se cruzó de brazos.

—Conque esto es lo que hay. Has tardado muy poco en cogerle el gusto a mandar. Ya sabes las reglas, Búrril. O estás conmigo o estás fuera. —Volvió a mirar a los aliados de Búrril—. Y lo mismo va por vosotros. ¿Queréis juntaros con este blinga?

Aunque no se movieron de donde estaban, los jóvenes lanzaron una mirada a Búrril, otra a Harrin y por último se miraron entre ellos. Sus expresiones eran cautas.

—Cien de oro —dijo Búrril sin levantar la voz—. ¿Vais a pasar de ese dinero solo por seguir a este idiota? Podríamos vivir como reyes.

Los semblantes de los chicos se endurecieron.

Harrin entornó los párpados.

—Sal de aquí, Búrril.

De repente apareció una navaja en la mano de Búrril. Señaló con ella a Sonea.

—No me marcharé sin la chica. Entrégamela.

—No.

—Entonces tendremos que cogerla nosotros.

Búrril dio un paso hacia Harrin. Mientras sus compañeros se desplegaban para rodearlo, Cery se situó junto a su amigo con la mirada de acero y las manos en los bolsillos.

—Venga, Harrin —musitó Búrril—. No tenemos por qué hacer esto. Deja que me la lleve. Nos partiremos el dinero, como en los viejos tiempos.

La cara de Harrin se retorció de rabia y desdén. De pronto ya se había lanzado a la carga, navaja en mano. Búrril esquivó la embestida y asestó una cuchillada. Sonea contuvo la respiración cuando el tajo alcanzó la manga de Harrin y dejó una línea de color rojo. Evin intentó un golpe con la barra de hierro, pero Harrin saltó fuera de su alcance.

Donia agarró el brazo de Sonea.

—Haz que paren, Sonea —la apremió con un susurro—. ¡Usa la magia! Sonea se quedó mirando a la chica.

—Pero… ¡no sé cómo hacerlo!

—Intenta algo. ¡Lo que sea!

Los otros dos chicos avanzaron en dirección a Cery, quien sacó dos dagas de sus bolsillos. Al verlas, los atacantes vacilaron.

Sonea se fijó en que las dagas tenían correas para sujetarlas firmemente a las palmas de las manos, de forma que Cery pudiera agarrar y empujar sin perder sus armas. No logró contener una sonrisa. Estaba claro que no había cambiado en absoluto.

Cuando el más grande de los dos arremetió, Cery le cogió la muñeca y tiró de ella, aprovechando su propio impulso para desequilibrarlo. El chico trastabilló y Cery le retorció la muñeca y lo obligó a soltar el garrote, que cayó al suelo. Luego le retorció el brazo y lo impelió hacia arriba, y aturdió al atacante sacudiéndole en la cabeza con la empuñadura de su daga.

El chico tropezó y quedó de rodillas. Cery evitó el ataque de su compañero. Por detrás de él, Harrin esquivó un nuevo golpe de Búrril. Los cuatro luchadores se separaron un momento mientras Evin se escabullía del grupo en dirección a Sonea.

Sonea observó aliviada que Evin tenía las manos vacías. No sabía dónde había dejado la barra de hierro. Quizá la llevara escondida en el abrigo…

—¡Haz algo! —gimió Donia, apretando con más fuerza el brazo de Sonea.

Sonea miró el listón de madera que tenía en la mano y comprendió que sería inútil intentar repetir lo que había hecho en la plaza Norte. Ahora no había ningún escudo mágico que atravesar, y dudaba mucho que fuera a detener a Evin lanzándole el listón.

Tenía que intentar algo distinto. ¿Podría hacer que su trozo de madera golpeara con más fuerza? «¿Es posible? —Miró a Evin—. ¿Debería? ¿Y si le pasa algo horrible de verdad?»

—¡Hazlo! —susurró Donia, retrocediendo ante el avance de Evin.

Sonea respiró hondo y arrojó su listón de madera a Evin, poniendo toda su voluntad en que lo hiciera caer al suelo. El chico lo desvió a un lado sin inmutarse. Alargó un brazo hacia Sonea, pero Donia se interpuso entre ellos.

—¿Cómo puedes hacer algo así, Evin? —le preguntó—. Antes eras amigo nuestro. Os recuerdo jugando a las fichas, a Sonea y a ti. Esto es…

Evin agarró los hombros de Donia y la apartó de un empujón. Sonea se arrojó hacia delante y le dio un puñetazo en el abdomen con todas sus fuerzas. Evin resopló y dio un paso atrás, protegiéndose la cara ante los sucesivos golpes que estaba lanzando Sonea.

Un grito ahogado retumbó en el almacén. Sonea levantó la mirada hacia el adversario de Cery, que retrocedía agarrándose un brazo. Entonces algo le golpeó en el pecho y la hizo caer hacia atrás. Se retorció en el suelo, intentando rodar para alejarse de Evin, pero él se tendió encima de ella y usó su peso para impedir que Sonea se incorporara.

—¡Apártate de ella! —chilló Donia.

Donia estaba junto a Evin, con un listón de madera en las manos. Lo descargó contra la cabeza del atacante y le arrancó un grito de dolor. El joven rodó a un lado, y el segundo golpe de Donia lo alcanzó en una sien. Se quedó sin fuerzas en el suelo.

Donia amenazó con su arma al chico inconsciente, pero entonces se relajó y sonrió a Sonea. La ayudó a levantarse. Las dos se giraron hacia Búrril y Harrin, que seguían enzarzados. Cery no perdía de vista a los otros dos muchachos: uno se apretaba un costado y el otro jadeaba, apoyado en una pared, y se presionaba la cabeza con una mano.

—¡Yep! —exclamó Donia—. ¡Me parece que van ganando!

Búrril se apartó de Harrin y la miró. Echó mano a un bolsillo e hizo un movimiento brusco. El aire que rodeaba la cabeza de Harrin se llenó de una neblina rosa.

Harrin gritó una palabrota mientras el polvo de pemeino empezaba a escocerle en los ojos. Pestañeó muy deprisa, retrocediendo para alejarse de Búrril.

Donia hizo ademán de lanzarse en ayuda de Harrin, pero Sonea la agarró del brazo para impedírselo.

Harrin esquivó una nueva embestida de Búrril, pero le faltó velocidad. Un grito de dolor y el repiqueteo de su navaja al caer sobre el suelo. Cery saltó hacia Búrril, que se volvió justo a tiempo para afrontar el ataque. Harrin se puso en cuclillas para buscar su navaja mientras seguía frotándose los ojos.

Búrril apartó a Cery de un empujón y metió una mano en el abrigo, hizo otro gesto brusco y, de nuevo, brotó de sus manos un reguero rojo. Cery tardó demasiado en agacharse. Su cara se retorció de dolor y trastabilló hacia atrás mientras Búrril avanzaba.

—¡Los va a matar! —sollozó Donia.

Sonea recogió otro listón de madera del suelo. Cerró un momento los ojos, intentando recordar lo que había hecho en la plaza Norte. Agarró su nueva arma con firmeza mientras hacía acopio de su rabia y su miedo. Se concentró en el listón y lo lanzó a Búrril con todas sus fuerzas.

El chico gruñó al recibir el impacto en su espalda, y se giró para mirarla con odio. Tuvo que levantar los dos brazos cuando Donia empezó a arrojarle todo lo que tenía a mano.

—Usa tu magia —insistió Donia mientras Sonea se ponía a su lado.

—Ya lo he intentado. No funciona.

—Vuelve a probar —jadeó Donia.

Búrril metió la mano en el bolsillo y sacó un bulto minúsculo. Al comprender qué era, la rabia inundó a Sonea. Se preparó para arrojar el listón que tenía en la mano, pero dudó.

Tal vez estuviera poniendo demasiado empeño en tirar las cosas con fuerza. La magia no era algo físico. Vio cómo Donia arrojaba una caja a Búrril. No había ninguna necesidad de que fuera ella quien lanzara los proyectiles…

Se centró en la caja y le dio un empujón mental, animándola a salir disparada hacia delante y dar a Búrril un fuerte golpe que lo dejara inconsciente.

Notó que algo se liberaba en su mente.

Un fogonazo de luz iluminó la estancia, y la caja fue pasto de las llamas. Búrril dio un grito al ver el fuego que rugía en su dirección y se lanzó a un lado para evitarlo. La caja se estrelló contra el suelo y siguió arrastrándose hasta llegar a un charco, donde el agua empezó a evaporarse siseando.

El paquetito de polvo de pemeino cayó al suelo. Búrril miró fijamente a Sonea. Ella, sonriente, se agachó para coger otro listón, se incorporó y lo miró con ojos entornados.

La cara del chico perdió todo su color. No dedicó ni una sola mirada a sus aliados; saltó hacia la puerta y se marchó de allí a trompicones.

Sonea alcanzó a oír un ruidito a su espalda y se giró para encontrar a Evin de pie, consciente, a muy poca distancia de ellas. El chico retrocedió dos pasos y luego echó a correr hacia la puerta. Sus otros dos amigos, al ver marcharse a sus compañeros, se levantaron con dificultad y salieron tras ellos.

La risa de Harrin llenó la habitación mientras desaparecía el sonido de pasos. Se puso en pie, se tambaleó y caminó con dificultad hacia la puerta.

—¿Qué os pasa? —gritó—. ¿Pensabais que Sonea dejaría que os la llevarais así como así? —Se volvió para guiñar un ojo a Sonea, sonriente—. ¡Yep! ¡Bien hecho!

—Ha sido un final muy bueno —convino Cery.

Se frotó los ojos e hizo una mueca de dolor. Sacó del bolsillo un frasco pequeño y empezó a enjuagarse los ojos con su contenido. Donia se acercó a Harrin corriendo y le examinó las heridas.

—Esto hay que vendarlo. ¿Te han hecho daño, Cery?

—No. —Cery le pasó el frasco.

Donia se puso a lavar la cara de Harrin. Tenía la piel roja e irritada.

—Te va a doler durante varios días. ¿Crees que podrías curarlo, Sonea?

Sonea frunció el ceño y negó con la cabeza.

—No lo sé. Esa madera no tenía que ponerse a arder. ¿Y si intento curar a Harrin y resulta que le pego fuego?

Donia miró a Sonea con los ojos como platos.

—Qué idea más horrible.

—Tienes que practicar —intervino Cery.

Sonea giró la cabeza para mirarlo.

—Para practicar me hace falta tiempo, y también un sitio donde no llame la atención.

Él sacó un trapo del abrigo y limpió sus dagas con él.

—Cuando corra la voz de lo que ha pasado, la gente tendrá demasiado miedo para intentar atraparte. Eso nos dejará un poco de cuerda.

—No es verdad —dijo Harrin—. Me juego lo que quieras a que Búrril y los otros no van a contar nada de todo esto. Y aunque lo hicieran, algunos pensarán que lo pueden hacer mejor.

Cery arrugó la frente y maldijo.

—Pues mejor que nos marchemos de aquí bien rápido —dijo Donia—. ¿Adónde vamos, Cery?

Él se rascó la cabeza y luego sonrió.

—¿Quién tiene dinero?

Harrin y Donia miraron a Sonea.

—No es mío —protestó ella—. Es de Jonna y Ranel.

—Seguro que no les importará que te lo gastes para salvar la vida —dijo Donia.

—Y si no lo hicieras pensarían que eres tonta —añadió Cery.

Sonea, con un suspiro, buscó dentro de su camisa hasta dar con la hebilla del monedero.

—Si alguna vez salimos de este lío, supongo que podré devolvérselo. —Miró a Cery—. Más vale que los encuentres pronto.

—Lo haré —le aseguró—. Cuando tú estés a salvo. De momento, me parece que tendríamos que separarnos. Volveremos a reunimos dentro de una hora. Se me ha ocurrido un sitio donde creo que no te buscará nadie. Solo podremos quedarnos unas horas, pero así nos será posible pensar adónde vamos después.