5. La recompensa


—¿Cery?

El joven levantó su cabeza de la mesa y parpadeó. Supuso que debía de ser por la mañana, aunque bajo tierra siempre era difícil estar seguro. Se incorporó y miró la cama. La vela estaba casi consumida y daba poca luz, pero le bastó para distinguir el brillo en los ojos de Sonea.

—Estoy despierto —dijo, desperezándose para desentumecer los hombros.

Cogió la vela de la mesa y la acercó a la cama. Sonea estaba tumbada con los brazos debajo de la cabeza y la mirada fija en el techo bajo. Al verla, Cery fue presa de una incomodidad extraña e irresistible. Se había sentido igual dos años atrás, justo antes de que ella se marchara de la banda. Tras la desaparición de Sonea, Cery se había dado cuenta demasiado tarde de que ya sabía que un día ella los abandonaría.

—Buenos días.

Sonea compuso una sonrisa, pero no logró ahuyentar la angustia que se leía en sus ojos.

—¿Quién era ese chico de la plaza, el que murió?

Cery se sentó en la esquina de la cama y suspiró.

—Se llamaba Arrel, creo. En realidad no lo conocía. Creo que antes su madre trabajaba en Las Bailarinas Resbaladizas.

Sonea asintió lentamente. Permaneció callada mucho tiempo y luego frunció el ceño.

—¿Has visto a Jonna y Ranel desde ayer?

—No —respondió Cery.

—Los echo de menos. —De pronto Sonea rió—. En realidad nunca había pensado que los echaría tanto de menos. ¿Sabes qué? —Rodó para quedar tumbada de lado y lo miró directamente—. Los echo de menos más que a mi madre. ¿No es raro?

—Ellos te han cuidado casi toda tu vida —le recordó Cery—. Y tu madre murió hace mucho tiempo.

La joven asintió.

—A veces la veo en sueños, pero cuando me despierto ya no recuerdo cómo era. Pero sí que me acuerdo de la casa donde vivíamos. Era increíble.

—¿Tu casa? —Aquella historia era nueva para Cery.

Sonea negó.

—Mi madre y mi padre trabajaban de sirvientes para una de las Familias, pero acusaron a mi padre de robar no sé qué y los echaron a los dos.

—¿Y lo había robado? —preguntó Cery con una sonrisa.

—Probablemente. —Sonea bostezó—. Siempre que hago algo que Jonna piensa que está mal, le echa a él la culpa. Robar le parece horrible, aunque sea a alguien rico y tacaño.

—¿Y tu padre dónde está ahora?

Sonea alzó los hombros.

—Se marchó al morir mi madre. Una vez volvió cuando yo tenía seis años. Dio un poco de dinero a Jonna y volvió a desaparecer.

Cery quitó un poco de cera derretida de la vela.

—Los ladrones mataron a mi padre cuando pensaron que estaba engañándolos.

Sonea abrió los ojos de par en par.

—¡Pero eso es horrible! Ya sabía que estaba muerto, pero eso no me lo habías contado nunca.

Esta vez fue Cery quien se encogió de hombros.

—No conviene demasiado decir a la gente que tu padre era un blinga. El muy tonto se arriesgó demasiado y lo pillaron. O al menos, eso dice mi madre. Pero me enseñó un montón de cosas, eso sí.

—El Camino de los Ladrones —comprendió Sonea. Él asintió—. Es por donde íbamos, ¿verdad? —Otro asentimiento. Sonea sonrió con malicia—. Entonces era cierto, ¿no? ¡Sí que trabajas para los ladrones!

—Qué va —replicó Cery, apartando la mirada—. El Camino me lo enseñó mi padre.

—Entonces ¿tienes permiso para usarlo?

—Sí y no —respondió Cery, haciendo un gesto vago.

Sonea arrugó la frente pero no insistió.

Cery posó la mirada en la vela y rememoró el día, tres años antes, en que se había metido en los pasadizos para huir de un guardia a quien no había hecho mucha gracia que alguien le hurgase en los bolsillos. En la oscuridad había aparecido una sombra que agarró a Cery por el cuello de la camisa y lo arrastró hasta una habitación que había en un túnel, y lo encerró allí. Cery era muy diestro con las ganzúas, pero de allí no pudo salir. Unas horas más tarde se abrió la puerta y el muchacho quedó deslumbrado por un farol tan brillante que solo pudo distinguir la silueta del hombre que lo sostenía.

—¿Tú quién eres? —le había preguntado el extraño—. ¿Cómo te llamas?

—Ceryni —había chillado él.

Una pausa antes de que la luz se acercara.

—Sí que lo pareces —había comentado el extraño en tono divertido—. Y eres un roedor que me suena, además. Ya te sifono, ya. El hijo de Torrin. Hum, ¿sabes cómo castigamos a quienes usan el Camino sin el permiso de los ladrones?

Aterrado, Cery había asentido.

—Pues ahí lo tienes, pequeño Ceryni. Te has metido en una buena rascada, ¿sabes?, pero a lo mejor puedo darte un poco de espacio. No te acostumbres a usar el Camino, pero si de verdad te hace falta, tira adelante. A quien te pregunte, le dices que Ravi te ha dado permiso. Pero cuidado: me debes una. Cuando te pida algo, me lo darás. Si me das bote, no pisarás ningún otro camino en tu vida. ¿Me sigues?

Cery había vuelto a asentir, demasiado aterrado para abrir la boca.

El extraño se había reído.

—Muy bien. Y ahora, largo de aquí.

La luz había desaparecido y, a continuación, unas manos invisibles habían empujado a Cery hasta la salida del Camino más cercana a la habitación y lo habían echado a la calle.

Desde entonces había procurado pisar lo menos posible el Camino de los ladrones. Las pocas veces que había regresado al laberinto, le había sorprendido ver que aún recordaba sus recovecos. En alguna ocasión se había cruzado con más viajeros, pero nunca lo habían detenido ni le habían hecho ninguna pregunta.

Sin embargo, los últimos días había estado desobedeciendo la regla de los ladrones hasta un punto que le preocupaba. Si se veía obligado a responder ante alguien por hacerlo, no tendría más remedio que confiar en que el nombre de Ravi aún conservara su influencia. Pero no pensaba contar nada de aquello a Sonea. Se asustaría demasiado.

Cery la miró y volvió a sentir aquella rara incomodidad.

Siempre había albergado la esperanza de que un día regresara, aunque nunca lo había creído posible. Esa chica era diferente. Especial. Cery sabía desde siempre que en algún momento saldría de las barriadas.

Y, desde luego, era especial, aunque de una forma que nunca habría adivinado. ¡Tenía magia! Pero también tenía un pésimo sentido de la oportunidad. ¿No podía haberlo descubierto mientras preparaba una taza de raka, o mientras daba betún a unos zapatos? ¿Qué necesidad había de hacerlo delante del Gremio de los Magos?

Pero así había ocurrido, y ahora Cery debía hacer todo lo posible para que no la atraparan. El único consuelo era que eso los obligaba a pasar mucho tiempo juntos. Aunque aquello significara arriesgar su acuerdo con Ravi, merecía la pena. Pero no soportaba verla tan inquieta…

—No te preocupes. Mientras los magos estén metiendo las narices en los túneles, a los ladrones les va a dar igual que…

—¡Chist! —lo interrumpió ella, levantando una mano para silenciarlo.

Cery la vio salir de la cama y situarse en el centro de la habitación. Giró sobre sí misma, mirando atenta las paredes, escrutando cada detalle. Se quedó parada escuchando, pero no oyó nada fuera de lo normal.

—¿Qué pasa?

Sonea meneó la cabeza y de repente se estremeció. En su cara apareció una expresión de sorpresa y terror. Cery se incorporó de golpe, alarmado.

—¿Qué pasa? —repitió.

—Están buscando —susurró ella.

—Yo no oigo nada.

—No, tú no puedes —dijo Sonea con la voz temblorosa—. Los puedo ver, pero no es como mirarlos. Es más como oírlos, pero tampoco, porque no sé lo que están diciendo. Se parece más a… —Aspiró una bocanada de aire y dio unas vueltas, buscando con la mirada algo que estaba fuera del alcance de sus sentidos—. Están buscando con la mente.

Cery le dirigió una mirada de impotencia. Si albergaba alguna duda de que su amiga tenía poderes mágicos, aquello las disipó del todo.

—¿Te pueden ver?

La mirada de Sonea reflejaba su miedo.

—No lo sé.

Cery cerró los puños y luego los relajó. Había estado seguro de que podía mantener a Sonea lejos de los magos, pero no había lugar adonde llevarla ni muros que la protegieran de aquello.

Tomó aliento, dio un paso adelante y le cogió las manos.

—¿Puedes hacer que dejen de verte?

Con las manos en alto, ella dijo:

—¿Cómo? No sé usar la magia.

—¡Prueba! —pidió Cery—. Prueba algo. ¡Lo que sea!

Ella negó con la cabeza, se puso tensa y ahogó un grito. Cery vio cómo su cara perdía todo el color.

—Parecía que ese me miraba directamente… —Se volvió hacia Cery—. Pero ha pasado de largo. Todos estaban mirando lo que tengo detrás. —En su cara se dibujó una lenta sonrisa—. No pueden verme.

Cery buscó algún rastro de duda en los ojos de Sonea.

—¿Estás segura?

Ella asintió.

—Sí.

Soltó las manos de Cery y se sentó en la cama con el rostro pensativo.

—Creo que ayer hice algo cuando ese mago casi nos pilló. Me hice invisible, o algo parecido. Creo que si no lo hubiera hecho, me habría encontrado. —De pronto miró hacia arriba, pero enseguida se tranquilizó y compuso una sonrisa—. Es como si estuvieran ciegos.

Cery se permitió un suspiro de alivio. Meneó la cabeza.

—Me tenías preocupado de verdad, Sonea. Te puedo esconder de los ojos de los magos, pero esconderte de sus mentes es pedir un poco demasiado. Creo que será mejor que volvamos a moverte. Estoy pensando en un sitio, cerca del Camino, que podría valernos para unos días.

El Salón Gremial estaba en silencio salvo por el rumor de las respiraciones. Rothen abrió los ojos y miró las caras alineadas.

Siempre le daba cierta vergüenza contemplar a otros magos cuando estaban absortos en el trabajo mental. No podía evitar sentirse como si los estuviera espiando, como si se entrometiera en su intimidad.

Sin embargo, las distintas expresiones de sus caras le divertían como a un niño. Algunos magos fruncían el ceño, y otros parecían dudosos o sorprendidos. La mayoría de ellos bien podría estar durmiendo, con el rostro tranquilo y sereno.

Rothen sonrió al escuchar un suave ronquido. Lord Sharrel estaba reclinado en el respaldo de su silla, con la cabeza calva bajando lentamente hacia su pecho. Los ejercicios para calmar y enfocar la mente habían sido demasiado efectivos, sin duda.

Sharrel no es el único que no se concentra en el trabajo, ¿eh, Rothen?

Dannyl abrió un ojo y sonrió. Rothen hizo un gesto de disgusto y comprobó las otras caras por si su amigo les había perturbado la concentración. Dannyl hizo un ligerísimo encogimiento de hombros y volvió a cerrar el ojo.

Rothen suspiró. A aquellas alturas, ya deberían haberla encontrado. Volvió a mirar las hileras de magos y negó con la cabeza. Media hora más, decidió. Inhaló profundamente mientras cerraba los ojos y retomó su ejercicio de calma mental.

A última hora de la mañana, la neblina que cubría la ciudad se había retirado ante la radiante luz del sol. Dannyl se tomó un momento junto a la ventana para disfrutar del silencio. Las imprentas eran más eficientes que los escribas, pero el estruendo de zumbidos y traqueteos siempre hacía que le pitaran los oídos.

Apretó los labios. Ahora que la última tanda de anuncios para la recompensa estaba imprimida y enviada, no le quedaba nada que hacer allí. La búsqueda mental había fracasado y Rothen se había marchado a las barriadas. Dannyl dudaba entre alegrarse por salir con buen tiempo o lamentarse por tener que seguir registrando casuchas.

—Lord Dannyl —dijo una voz—. A las puertas del Gremio se agolpa una gran cantidad de personas; desean hablar con usted.

Dannyl, sobresaltado, se volvió para encontrar al administrador Lorlen en el vano de la puerta.

—¿Tan pronto? —exclamó.

Lorlen asintió, dibujando con los labios una sonrisa perpleja.

—No me explico cómo pueden estar ahí. Para llegar a nosotros han tenido que evitar dos controles de la Guardia de Puertas y entrar en el Círculo Interno… a menos que sean vagabundos que se nos escaparon en la Purga.

—¿Cuántos son?

—Unos doscientos —contestó Lorlen—. Según nuestros guardias, todos afirman saber dónde está la chica desaparecida.

La idea de tener tantos ladrones y mendigos amontonados junto a las puertas hizo que Dannyl se llevara una mano a la frente y refunfuñara.

—Exactamente —dijo Lorlen—. ¿Qué va a hacer ahora?

Dannyl se apoyó en la mesa y lo meditó. No había pasado más de una hora desde que los primeros mensajeros empezaron a repartir copias del anuncio. La gente que había a las puertas era solo la avanzadilla de la horda de informadores que, sin duda, estaba por venir.

—Necesitamos algún lugar para interrogarlos —caviló en voz alta.

—Dentro del Gremio, no —replicó Lorlen—, o la gente empezará a inventarse historias solo para echar un vistazo por aquí.

—En algún lugar de la ciudad, entonces.

Lorlen hizo tamborilear los dedos contra el marco de la puerta.

—La Guardia tiene varias dependencias en la ciudad. Me encargaré de que preparen una de ellas para nuestro uso.

Dannyl asintió.

—¿Podría pedir también que se quedaran algunos guardias para mantener el orden?

—Estoy seguro de que no tendrán ganas de marcharse —afirmó el administrador.

—Veré si puedo encontrar voluntarios para entrevistar a los informadores.

—Parece que lo tiene usted todo bajo control —dijo Lorlen, dando un paso atrás desde el umbral.

Dannyl sonrió e inclinó la cabeza.

—Gracias, administrador.

—Si necesita alguna otra cosa, envíeme un mensajero. —Lorlen saludó con la cabeza y se marchó.

Dannyl cruzó la habitación, recogió los instrumentos que había utilizado para bosquejar el cartel y los metió en su estuche de madera. Salió al pasillo y caminó a buen paso hacia sus aposentos, pero se detuvo cuando un aprendiz salió de un aula cercana en dirección a la escalera.

—¡En, tú! —lo llamó Dannyl. El joven paró en seco y dio media vuelta. Cruzó la mirada con Dannyl y luego la bajó al suelo al hacer una reverencia. Dannyl fue casi corriendo hacia él y le puso el estuche en las manos—. Lleva esto a la Biblioteca de los Magos y dile a lord Jullen que lo recogeré más tarde.

—Sí, lord Dannyl —respondió el aprendiz, y casi se le cayó la caja cuando se inclinó de nuevo. Dio media vuelta y se marchó a toda prisa.

Dannyl continuó hasta el final del pasillo y empezó a bajar la escalera. En el recibidor de entrada había varios magos, todos ellos contemplando la verja exterior desde los portones de la universidad. Larkin, un joven alquimista recién graduado, miró a Dannyl, que ya llegaba al rellano.

—¿Estos son sus confidentes, lord Dannyl? —preguntó con una sonrisa taimada.

—Cazadores de recompensas —replicó Dannyl en tono seco.

—No irá a meterlos aquí, ¿verdad? —interrumpió una voz hosca.

Dannyl, reconociendo el tono ácido del rector de la universidad, se giró hacia el mago.

—¿Le gustaría que lo hiciera, rector Jerrik? —preguntó.

—¡En absoluto!

Dannyl oyó cómo Larkin se carcajeaba por lo bajo detrás de él y resistió la tentación de sonreír. Jerrik no cambiaría nunca. Seguía siendo el mismo viejo amargado y negativo de los tiempos en que Dannyl era un aprendiz.

—Voy a enviarlos a una dependencia de la Guardia —informó al anciano rector.

Se volvió, pasó entre los otros magos que pululaban por el vestíbulo y empezó a bajar los peldaños.

—¡Buena suerte! —le deseó Larkin desde arriba.

Dannyl contestó levantando una mano. Enfrente de él había una oscura multitud de cuerpos que se movían sin rumbo junto a los barrotes ornamentados de las Puertas del Gremio. Dannyl puso mala cara y buscó una mente conocida.

¡Rothen!

¿Sí?

Mira esto. Dannyl envió una imagen mental de la escena. Sintió la alarma del otro mago, que rápidamente se transformó en diversión al comprender quién era aquella gente.

¡Ya tienes informadores! ¿Qué vas a hacer con ellos?

Decirles que vengan más tarde, replicó Dannyl, y que no daremos dinero a nadie hasta que tengamos a la chica.

Y pasó a explicarle, con toda la rapidez y claridad que permitía la comunicación mental, que el administrador Lorlen estaba buscando un lugar en la ciudad para entrevistar a los «informadores».

¿Quieres que vuelva y te ayude?

No podría mantenerte alejado ni aunque lo intentara.

Dannyl sintió el regocijo del otro mago y notó que la presencia de Rothen se desvanecía.

Al acercarse más a la puerta, Dannyl vio que la gente se apretaba contra los barrotes y se empujaban unos a otros. Todos empezaron a llamarlo al mismo tiempo, formando un desconcertante clamor. Los guardias miraron a Dannyl con una mezcla de alivio y curiosidad.

Se detuvo aproximadamente a diez pasos de las puertas. Irguió la espalda para aprovechar todo el efecto de su altura, se cruzó de brazos y esperó. El ruido fue menguando poco a poco. Cuando la multitud se hubo tranquilizado, Dannyl hizo que el aire que lo rodeaba amplificara su voz.

—¿Cuántos de vosotros habéis venido con información relativa a la chica que buscamos?

Le respondió un coro de voces. Dannyl asintió y levantó una mano para volver a silenciarlos.

—El Gremio aprecia vuestra ayuda en este asunto. Tendréis la oportunidad de hablar con nosotros uno por uno. Estamos haciendo que preparen una dependencia de la Guardia a ese efecto. Haremos pública la situación de esa dependencia dentro de una hora, colgando carteles aquí y en las puertas de la ciudad. Mientras tanto, regresad a vuestras casas, por favor.

Se oyeron algunas quejas al fondo de la muchedumbre. Dannyl levantó la barbilla y añadió a su voz un matiz de advertencia.

—No se entregará ninguna recompensa hasta que la chica esté, sana y salva, bajo nuestra protección. Solo entonces se pagará a los informadores, y únicamente a quienes nos proporcionen datos útiles. No os acerquéis a la chica por vuestra cuenta. Puede ser peli…

—¡Está aquí! —chilló una voz.

Aunque intentó controlarse, la esperanza llenó a Dannyl de emoción. Observó un movimiento entre la multitud y la gente gruñó al paso de alguien que avanzaba entre ellos a empujones.

—Dejadla pasar —ordenó.

El gentío se abrió y una anciana arrugada llegó hasta la puerta. Metió un brazo huesudo entre los barrotes y gesticuló para que Dannyl se acercara. Con la otra mano llevaba cogida a una niña delgada, vestida con ropa sucia y raída.

—¡Es esta! —dijo la mujer, mirándolo con sus ojos enormes.

Dannyl inspeccionó a la chica atentamente. Un cabello mal cortado rodeaba su cara delgada y de mejillas hundidas. La muchacha estaba escuálida, y de su figura desmañada colgaba una ropa que le venía grande. Cuando Dannyl posó la mirada en ella, la niña se echó a llorar.

En aquel momento lo asaltaron las dudas, al caer en que no recordaba la cara que Rothen había proyectado en el Salón Gremial.

¿Rothen?

¿Sí?

Dannyl envió al mago una imagen de la chica.

No es ella.

Dannyl suspiró, aliviado.

—No es la que buscamos —anunció, negando con la cabeza.

Dio media vuelta.

—¡Yep! —protestó la mujer. Dannyl se giró de nuevo y se topó con una mirada de odio. La aguantó sin flaquear y la anciana no tardó en mirar al suelo e intentar persuadirlo—: ¿Está seguro, milord? No la ha podido ver de cerca.

El mar de caras lo contempló expectante, y Dannyl comprendió que aquella gente necesitaba algún tipo de prueba visible. Si no los convencía de que era imposible engañarlo, seguirían trayéndole chicas jóvenes con la esperanza de llevarse la recompensa… y no podía pedir a Rothen que identificara a todas las que le llevaran.

Se acercó despacio a la puerta. La chica había dejado de llorar, pero se puso pálida de terror al ver llegar a Dannyl.

Dannyl le tendió una mano y sonrió. La niña tuvo miedo e intentó escabullirse, pero la anciana le agarró el brazo y lo introdujo entre los barrotes de la puerta.

Dannyl tomó su mano y exploró mentalmente a la chica. De inmediato, sintió en ella un pozo de poder durmiente. La sorpresa le hizo vacilar un momento antes de soltar la mano y dar un paso atrás.

—No es la que buscamos —repitió.

Los informadores empezaron a gritar de nuevo, pero esta vez había menos prisa y exigencia en el barullo. Retrocedió un poco y levantó los brazos. La gente dio un paso atrás.

—¡Marchaos! —gritó Dannyl—. Volved esta tarde.

Giró bruscamente sobre sí mismo para que el revoloteo de la túnica tuviese un efecto teatral y se alejó con paso firme. La muchedumbre lanzó una grave exclamación de asombro. Dannyl, sonriendo, alargó sus zancadas.

Pero la sonrisa se esfumó al recordar el poder que había notado en la pequeña mendiga. No era especialmente fuerte. Si la chica proviniera de alguna Casa, era poco probable que la hubieran enviado al Gremio para adiestrarla. A su familia le habría convenido más entregarla en matrimonio para reforzar el linaje mágico de su Casa. Sin embargo, de haber sido un segundo o tercer hijo varón, habrían estado encantados. Incluso un mago débil confería algo de prestigio a su apellido.

Dannyl caminó hacia la universidad con aire abatido. Que la única persona de las barriadas que había examinado tuviera potencial mágico era una simple coincidencia. Tal vez su madre fuera alguna prostituta que había concebido a la hija de un mago. Dannyl no se llevaba a engaño sobre las costumbres de sus iguales.

Entonces recordó las palabras de lord Solend: «Si esa joven es nata, cabe esperar que su poder supere al de la mayoría de los aprendices y, posiblemente, incluso al de la mayoría de los magos». La chica que estaban buscando tal vez lo igualara en fuerza. Incluso podría superarlo…

Dannyl se estremeció. De repente no era tan difícil imaginar la existencia de ladrones y asesinos esgrimiendo en secreto unos poderes que solo los magos del Gremio deberían poseer. Era una idea inquietante, y supo que ya no iba a sentirse tan completamente invulnerable la próxima vez que explorase las barriadas.

El aire del ático era deliciosamente cálido. La luz del final de la tarde entraba por dos ventanucos y dibujaba sendos cuadrados brillantes en las paredes. El olor a lana de reber competía con el del humo por el dominio de la habitación. Aquí y allá había grupitos de niños sentados y envueltos en mantas, hablando en voz baja.

Sonea los observó desde el rincón donde se había instalado. Cuando se abrió la trampilla del desván, miró hacia allí ilusionada, pero el chico que subió a la estancia no era Cery. Los otros niños recibieron con alegría al recién llegado.

—¿Os habéis enterado? —dijo él, sentándose en un montón de mantas—. Los magos dicen que darán una recompensa al que les diga dónde está la chica esa.

—¡Una recompensa!

—¿En serio?

—¿De cuánto?

El chico abrió mucho los ojos.

—De cien oros.

Se extendió un murmullo emocionado. Los niños rodearon al recién llegado, formando un círculo de caras ansiosas. Unos pocos lanzaron miradas pensativas en dirección a Sonea.

La joven se obligó a mirarlos con cara inexpresiva. Habían estado dedicándole miradas curiosas desde que llegó. Aquel desván era un refugio para niños sin hogar. Estaba en la zona donde las barriadas lindaban con los mercados, y los ventanucos dejaban ver el Puerto. Ella era demasiado mayor para que la admitieran allí, pero Cery conocía al propietario —un amable mercader retirado llamado Norin— y le había prometido devolverle el favor más adelante.

—Los magos tienen muchas ganas de atrapar a esa chica, ¿verdad? —dijo una de las niñas.

—Solo quieren tener magia ellos, nadie más —replicó un niño achaparrado.

—Habrá un montón de gente buscándola —dijo el recién llegado, asintiendo con aires de sabiduría—. Es muchísimo dinero.

—Dinero de sangre, Ral —respondió la niña, arrugando la nariz.

—¿Y qué? —replicó Ral—. A alguna gente le da igual. Quieren el dinero y punto.

—Bueno, pues yo no la entregaría —dijo ella—. Odio a los magos. Hace años quemaron a mi primo.

—¿En serio? —preguntó otra chica, con los ojos brillantes de curiosidad.

—En serio —confirmó la primera chica—. Fue durante la Purga. Pero la verdad es que Gilen se la estaba jugando. Yo creo que se lo pescó él sólito. Un mago de esos le dio con su magia. Le quemó todo un lado de la cara. Ahora tiene una cicatriz grandota y roja.

Sonea tuvo un escalofrío. Lo quemaron. El recuerdo de un cuerpo calcinado se apoderó de su mente. Apartó la mirada de los niños. El desván ya no le parecía tan acogedor. Quería levantarse y marcharse de allí, pero Cery había insistido en que se quedara quieta y no llamara la atención.

—Una vez mi tío intentó robar a un mago —dijo una chica que llevaba el pelo largo y enmarañado.

—Tu tío era tonto —murmuró un chico a su lado.

Ella frunció el ceño y lanzó una patada contra su espinilla, que él esquivó con facilidad.

—No sabía que era un mago —explicó la chica—. Llevaba una capa enorme por encima de la túnica.

El chico resopló, y la chica levantó el puño.

—¿Decías? —preguntó él con inocencia.

—Intentó rajar su bolsa —continuó la chica—, pero el mago le había puesto un hechizo para enterarse si la tocaba alguien. Bueno, pues se giró a toda pastilla, le dio con su magia y le rompió los brazos.

—¿Los dos brazos? —preguntó uno de los niños más pequeños.

Ella asintió.

—Y sin tocarlo. Lo único que hizo fue levantar los brazos así… —Alzó sus manos con las palmas hacia delante—. Y la magia pegó a mi tío como si le hubieran tirado una pared a la cara. Él lo contaba así.

—¡Yep! —El niño suspiró.

La habitación quedó unos minutos en silencio, y luego se elevó otra voz:

—A mi hermana la mataron por culpa de los magos.

Todas las caras se volvieron hacia un niño muy delgado que se sentaba con las piernas cruzadas al borde del corro.

—Estábamos rodeados de gente —dijo—. Los magos empezaron a soltar sus luces en la calle por detrás de nosotros y todo el mundo echó a correr. A mamá se le cayó mi hermanita, pero no pudo pararse porque había muchísima gente corriendo. Papá volvió y la encontró. Yo oí las maldiciones que les echaba, diciendo que ellos tenían la culpa de que hubiera muerto. Que la habían matado los magos. —Entrecerró los ojos y miró al suelo con rabia—. Los odio.

En el círculo hubo varias cabezas que asintieron. Se hizo un silencio pensativo, y luego la primera chica carraspeó con petulancia.

—Ya lo veis —dijo—. ¿Vosotros ayudarías a los magos? Yo no. Esa chica les dio una buena lección, ya lo creo que sí. A lo mejor la próxima vez puede pegar a más magos.

Los niños sonrieron de oreja a oreja y asintieron mirándose entre ellos. Sonea dejó escapar un suspiro, más tranquila. Oyó el crujido de la trampilla al abrirse y sonrió al ver a Cery subiendo al desván. Se acercó y se sentó junto a ella, con expresión animada.

—Alguien nos ha traicionado —murmuró—. Están a punto de registrar la casa. Sígueme.

A Sonea se le heló el corazón. Lo miró fijamente y se percató de que sus ojos no sonreían. Cery volvió a ponerse de pie, y ella se apresuró a imitarlo. Algunos chicos giraron la cabeza cuando pasaron, pero Sonea evitó cruzar la mirada con ellos.

Notó crecer el interés a su alrededor mientras Cery se detenía para abrir las puertas de un enorme armario que había en el fondo de la habitación.

—Aquí hay una puerta secreta que da a los pasadizos —murmuró, metiendo una mano en el armario. Dio unos tirones suaves a algo y entonces frunció el ceño y tiró más fuerte—. Está atrancado desde la otra parte. —Masculló una maldición.

—¿Estamos atrapados?

Cery volvió la mirada hacia la habitación. Ahora casi todos los niños los estaban mirando. Cerró la puerta del armario y fue hacia una de las ventanas.

—Ya no tiene sentido que finjamos. ¿Qué tal trepas ahora?

—Hace ya bastante tiempo… —Sonea miró hacia arriba.

Las ventanas estaban en el tejado de la casa, que bajaba en pendiente casi hasta la calle.

—Ayúdame a subir.

Sonea hizo estribo con las manos y el peso de Cery le provocó una mueca. Cery trepó a sus hombros y la hizo tambalearse. Se apoyó en una viga del techo para mantener el equilibrio, sacó un cuchillo de su abrigo y empezó a forzar la ventana.

Llegó el ruido de un portazo, en algún lugar bajo el desván, y luego el sonido amortiguado de una discusión a viva voz. Se abrió la trampilla y Sonea montó en pánico, pero solo era Yalia, la sobrina de Norin.

La mujer abarcó de un solo vistazo a los niños, a Sonea y a Cery en equilibro sobre sus hombros.

—¿Qué pasa con la puerta? —preguntó.

—Bloqueada —dijo Cery.

Yalia torció el gesto y luego miró a los niños.

—Han venido los magos —dijo—. Van a registrar la casa.

Los niños empezaron a hacer preguntas. Por encima de Sonea, Cery murmuró una pintoresca maldición. Estuvo a punto de caer al suelo, pero lo evitó cambiando bruscamente el peso del cuerpo.

—¡Yep! Eres malísima como escalera, Sonea.

De pronto, el peso de Cery abandonó los hombros de Sonea. Le dio un golpe involuntario en el pecho con la bota, y ella ahogó la réplica cortante que le venía a los labios mientras se agachaba para esquivar las patadas de Cery.

—No nos harán daño —estaba diciendo Yalia a los niños—. No se atreverían. Se darán cuenta enseguida de que todos sois demasiado pequeños. Les interesa más…

—¡Yep! ¡Sonea! —Llegó un susurro áspero desde arriba. Ella levantó la mirada y vio que Cery ya había pasado las piernas por el marco de la ventana y estaba colgando del tejado con las manos extendidas hacia ella—. ¡Venga!

Sonea alzó los brazos y agarró las manos de su amigo. Cery tiró de ella con una fuerza sorprendente y la izó hasta que la joven pudo agarrarse al alféizar. Se quedó colgando un instante y luego empezó a desplazarse por el marco hasta que estuvo agarrada a la parte más elevada. Levantó las piernas, apoyó la punta de un pie en una esquina del antepecho y por fin se halló en el exterior.

Se quedó tumbada sobre las frías tejas, jadeando de cansancio. El aire gélido empezó a calarle enseguida la ropa. Levantó la cabeza y divisó un mar de tejados. El sol estaba bajo en el cielo.

Cery estiró un brazo con la intención de cerrar la ventana, pero de pronto se quedó inmóvil. Oyeron cómo se abría la trampilla del desván, y luego el murmullo sobrecogido y temeroso de los niños. Sonea asomó la cabeza y echó un rápido vistazo al interior.

Junto a la trampilla abierta había un hombre vestido con túnica roja que revisaba furioso la habitación. Tenía el pelo claro y peinado hacia atrás, muy pegado al cuero cabelludo. Había una pequeña cicatriz roja en su sien. Sonea apretó el cuerpo contra las tejas, con el corazón acelerado. Aquel mago le sonaba de algo, pero no pensaba arriesgarse a mirar otra vez.

Llegó a sus oídos la voz del hombre.

—¿Dónde está? —exigió saber.

—¿Dónde está quién? —replicó Yalia.

—La chica. Me han informado de que estaba aquí. ¿Dónde la has escondido?

—Yo no he escondido a nadie —intervino la voz de un anciano.

Debía de ser Norin, supuso Sonea.

—¿Y qué es este lugar? ¿Qué hacen aquí todos estos mendigos?

—Les dejo que se queden. No tienen ningún otro lugar adonde ir durante el invierno.

—¿La chica ha estado aquí?

—Yo nunca les pregunto cómo se llaman. Si esa chica que busca usted estaba entre ellos, no lo sabía.

—Creo que mientes, viejo. —El tono de voz del mago se hizo más tétrico.

Se elevaron los lamentos y algunos niños rompieron a llorar. Cery agarró la manga de Sonea y le dio un tirón.

—Le digo la verdad —insistió el viejo mercader—. Nunca tengo ni idea de quiénes son, pero estos niños siempre…

—¿Sabes cuál es el castigo por ocultar a enemigos del Gremio, viejo? —le espetó el mago—. Si no me enseñas dónde has escondido a la chica, haré que derriben tu casa piedra a piedra y…

—Sonea —susurró Cery.

Ella se volvió para mirarlo. Cery la apremió con un gesto para que lo siguiera y empezó a desplazarse poco a poco por el tejado. Sonea se obligó a mover los brazos y las piernas para ir tras él.

No se atrevía a dejarse resbalar demasiado deprisa, temiendo que la oyera el mago. Fue bajando lentamente hacia el borde del tejado. Al llegar, giró la cabeza y vio que Cery había desaparecido. Captó un movimiento fugaz y distinguió unas manos agarradas al canalón que tenía por debajo.

—Sonea —susurró Cery—. Tienes que bajar aquí conmigo.

Dobló las piernas lentamente y resbaló hasta que estuvo tumbada a lo largo del canalón. Miró por encima del borde y vio a Cery colgando dos pisos por encima del suelo. El chico señaló con la cabeza una casa de una sola planta que estaba cerca de la del mercader.

—Vamos a ir ahí —le dijo—. Fíjate bien, Sonea, y haz lo mismo que yo.

Cery se aferró a una tubería que bajaba por la fachada, desde el canalón hasta el suelo. La tubería emitió un alarmante crujido al recibir todo su peso, pero Cery descendió con rapidez apoyando los pies en las abrazaderas que sujetaban la tubería a la pared. Al llegar a la altura del otro tejado extendió una pierna hasta él, y luego miró arriba e indicó a Sonea que bajara hasta allí.

Sonea respiró hondo, agarró el canalón y dejó que su cuerpo rodara sobre el borde del tejado. Las manos le dolieron al quedarse colgando sobre el vacío, y estiró un brazo para agarrar la tubería. Bajó por ella tan rápidamente como pudo y pasó al tejado de la otra casa.

Cery sonrió.

—¿Ves qué fácil?

Ella se frotó los dedos, que se habían puesto rojos por el filo de las abrazaderas, y se encogió de hombros.

—Sí y no.

—Venga, alejémonos de aquí.

Cruzaron el tejado con cautela, soportando el viento frío e intenso. Llegaron hasta la casa colindante y treparon a su tejado. Desde allí, bajaron por otra tubería de desagüe hasta el estrecho callejón que había entre los edificios.

Cery se llevó un dedo a los labios y empezó a recorrer el callejón. Se detuvo a medio camino y, después de mirar atrás para confirmar que no había nadie más, levantó una pequeña reja que había en una pared. Se tumbó en el suelo boca abajo y serpenteó rápidamente para entrar en el hueco. Sonea lo siguió.

Se detuvieron a descansar un momento en la oscuridad. Los ojos de Sonea se fueron adaptando lentamente hasta que distinguió las paredes de ladrillo de un estrecho pasadizo. Cery contemplaba fijamente la oscuridad, con la cabeza vuelta hacia la casa de Norin.

—Pobre Norin —susurró Sonea—. ¿Qué va a pasarle?

—No lo sé, pero sonaba bastante mal.

A Sonea le remordió la conciencia.

—Y todo por mi culpa.

Él se giró y la miró sin pestañear.

—No —gruñó—. La culpa es de los magos… y del que nos ha traicionado, sea quien sea. —Volvió a fruncir el ceño mirando el pasadizo—. Ojalá pudiera volver y averiguar quién ha sido, pero tengo que llevarte a algún lugar seguro.

Sonea estudió a su compañero y vio en sus rasgos una tenacidad que hasta entonces nunca le había notado. De no ser por él, la habrían capturado días atrás, y probablemente estaría muerta.

Le necesitaba, pero ¿qué tendría que sacrificar Cery para ayudarla? Ya había pedido varios favores por ella, y también se había cobrado los que le debían, y ahora se estaba arriesgando a sufrir el rechazo de los ladrones por utilizar sus túneles.

Si los magos la encontraban, ¿qué le ocurriría a él? Si estaban dispuestos a tirar abajo la casa de Norin solo por sospechar que la estaba ocultando, ¿de qué serían capaces con Cery? «¿Sabes cuál es el castigo por ocultar a enemigos del Gremio, viejo?» Sonea tuvo un escalofrío y agarró el brazo de su amigo.

—Hazme una promesa, Cery.

Él se giró hacia ella, con los ojos muy abiertos.

—¿Una promesa?

Sonea asintió.

—Prométeme que, si alguna vez nos atrapan, fingirás que no me conoces. —Cery abrió la boca para protestar, pero ella no dejó que hablara—. Y si te ven ayudarme, echa a correr. No te dejes atrapar tú también.

Él negó con la cabeza.

—Sonea, yo nunca…

—Dime que lo harás. Yo… no podría soportar que te mataran por mi culpa.

Cery puso los ojos como platos y a continuación apoyó una mano en el hombro de Sonea y sonrió.

—No te atraparán —dijo—. Y si lo hicieran, yo te rescataría. Eso sí que te lo prometo.