4. La búsqueda continúa


El primer sol de la mañana dio una capa de oro a las ventanas cubiertas de escarcha. El aire de la habitación era deliciosamente tibio, caldeado por una esfera brillante que flotaba tras un panel de cristal translúcido, empotrado en la pared. Rothen se anudó el fajín de la túnica y fue a la sala de invitados para recibir a sus amigos.

Un segundo panel permitía que el globo de calor templara al mismo tiempo el dormitorio y la sala de invitados. Había un mago anciano junto al cristal del otro lado, apoyando en él las palmas de las manos. Aunque Yaldin ya rebasaba con creces los ochenta, seguía siendo un hombre robusto y de ingenio aguzado, que disfrutaba la longevidad y la buena salud que le otorgaba su capacidad mágica.

Había otro mago, más alto y más joven, al lado de Yaldin. Dannyl tenía los ojos entrecerrados y parecía estar a punto de caer dormido allí mismo.

—Buenos días —dijo Rothen—. Parece que hoy tendremos un tiempo despejado.

Yaldin esbozó una sonrisa torva.

—Lord Davin opina que aún nos quedan unos pocos días cálidos antes de que el invierno se asiente del todo.

Dannyl torció el gesto.

—Davin lleva semanas diciendo lo mismo.

—Bueno, no ha dicho en qué momento cambiaría el tiempo. —Yaldin rió—. Solo ha dicho que ocurriría.

Rothen sonrió. En Kyralia había un viejo dicho que rezaba: «El sol no busca complacer a los reyes, ni siquiera a los magos». Lord Davin, un excéntrico alquimista, había iniciado un estudio del clima tres años atrás, decidido a demostrar la falsedad del dicho. Últimamente había empezado a compartir sus «predicciones» con el Gremio, aunque Rothen sospechaba que su tasa de éxitos se debía más a la casualidad que al genio.

Se abrió la puerta principal de los aposentos y entró Tania, la sirviente de Rothen. Llevó una bandeja a la mesa y la dejó allí. En ella había un juego de tacitas con adornos de oro y un plato rebosante de pasteles dulces y minuciosamente decorados.

—¿Sumi, milords? —preguntó.

Dannyl y Yaldin asintieron con anhelo. Mientras Rothen les ofrecía asiento, Tania midió unas cucharadas de hojas secas, las introdujo en un cazo dorado y añadió agua caliente. Yaldin suspiró, desanimado.

—Para ser sincero, no sé por qué me he prestado voluntario a salir hoy. No lo habría hecho si Ezrille no hubiera insistido. Le he dicho: «Si solo vamos la mitad de los nuestros, ¿qué probabilidades tenemos?». Y me ha contestado: «Más que si no fuerais ninguno».

—Tu esposa es una mujer razonable —dijo Rothen con una sonrisa.

—Yo pensaba que la gente se interesaría más por ayudar cuando los consejeros reales anunciaron que, si no es una rebelde, quieren que la entrenemos —dijo Dannyl.

Yaldin hizo una mueca.

—Sospecho que algunos han retirado su apoyo a modo de protesta. No quieren que aceptemos a una chica de barriadas en el Gremio.

—Bueno, pues ya no tienen elección. Y tenemos un ayudante nuevo —les recordó Rothen mientras aceptaba la taza que le ofrecía Tania.

—Fergun. —Dannyl hizo un sonido grosero—. Esa chica tendría que haber lanzado la piedra con más fuerza.

—¡Dannyl! —Rothen apuntó un dedo tembloroso hacia el mago más joven—. Fergun es la única razón por la que aún hay medio Gremio buscándola. En la Reunión de anoche estuvo muy convincente.

Yaldin esbozó una sonrisa hosca.

—Me extrañaría que siguiera así mucho tiempo. Cuando por fin regresamos anoche, me fui directo a las termas, pero Ezrille dijo después que aún olía a barriadas.

—Ojalá nuestra pequeña maga fugitiva no huela tan mal. —Dannyl dedicó a Rothen una sonrisa torcida—. O me temo que la primera lección que le demos tendrá que ser sobre limpieza.

Al recordar la cara sucia y hambrienta de la chica, y sus ojos abiertos como platos ante lo que acababa de hacer, Rothen tuvo un escalofrío. La noche anterior había soñado con las barriadas. Recorría las casuchas de finas paredes bajo la atenta mirada de gente con aspecto enfermizo y de ancianos harapientos que temblaban y de niños flacuchos que comían alimentos a medio podrir y de lisiados que se retorcían…

Una suave llamada a la puerta interrumpió sus pensamientos. Rothen giró la cabeza y envió una orden mental. La puerta se abrió hacia dentro y dejó entrar a un joven con ropa de mensajero.

—Lord Dannyl. —El mensajero hizo una profunda reverencia al mago más joven.

—Habla —ordenó Dannyl.

—El capitán Garrin le envía un mensaje, milord. Me ha pedido que le informe de que los guardias Ollin y Kerran han sido hallados después de que les robaran y les dieran una paliza. El hombre al que usted buscaba no desea hablar con ningún mago.

Dannyl se quedó un momento mirando al sirviente y frunció el ceño, meditando sobre aquella noticia. El silencio se prolongó y el joven movió los pies, incómodo.

—¿Están malheridos? —preguntó Rothen.

El mensajero negó con la cabeza.

—Magullados, milord. No tienen nada roto.

Dannyl movió una mano para despedir al mensajero.

—Dale las gracias al capitán por su informe. Puedes retirarte.

El mensajero se inclinó de nuevo y salió por la puerta.

—¿Qué ha sido todo eso? —preguntó Yaldin después de que la puerta se cerrara.

Dannyl frunció los labios.

—Parece que los ladrones no nos tienen en mucha estima.

—¡Pues claro que no! ¿Por qué deberían…? —El anciano mago se detuvo y escrutó al más joven con los ojos entornados—. No habrás…

Dannyl se encogió de hombros.

—Valía la pena intentarlo. Al fin y al cabo, se supone que están al tanto de todo lo que ocurre en las barriadas.

—¡Has intentado ponerte en contacto con los ladrones!

—Que yo sepa, no he violado ninguna ley.

Yaldin gimió, disgustado.

—No, Dannyl —dijo Rothen—, pero dudo mucho que el rey y las Casas vean con buenos ojos que el Gremio y los ladrones lleguen a un acuerdo.

—¿Quién ha dicho que vayamos a llegar a un acuerdo? —Dannyl sonrió y tomó un sorbito de su taza—. Piénsalo un momento. Los ladrones conocen las barriadas mucho más de lo que nosotros seremos capaces nunca. Están en mejor posición para encontrar a la chica… y estoy seguro de que preferirán buscarla ellos mismos a que nosotros nos dediquemos a fisgonear en su territorio. Si logramos que el rey se lleve la impresión de que hemos persuadido o intimidado a los ladrones para que nos entreguen a la chica, tendremos todo el apoyo que necesitamos.

Rothen puso una cara larga.

—Te va a costar sudor y lágrimas convencer a los magos superiores para que apoyen la idea.

—De momento no tienen por qué saberlo.

Rothen se cruzó de brazos.

—Sí tienen por qué —dijo con firmeza.

Dannyl hizo una mueca de dolor.

—Supongo que sí, pero estoy seguro de que lo pasarían por alto si funcionase, y si les proporciono una manera de justificarse ante el rey.

Yaldin dio un bufido.

—Quizá haya sido mejor que no funcione.

Rothen se levantó y se acercó a una ventana. Apartó un poco de escarcha con la mano y echó un vistazo a los jardines, diseñados y cuidados con esmero. Pensó en la gente hambrienta y temblorosa que había visto. ¿Era así como vivía aquella joven? ¿Acaso los magos la habían obligado a abandonar el dudoso refugio que podía ofrecerle una de aquellas casuchas y la habían dejado en la calle por perseguirla? Se acercaba el invierno, y no sería difícil que muriese de frío o de hambre mucho antes de que sus poderes se volvieran inestables y peligrosos. El mago tamborileó con los dedos contra el alféizar.

—Existen distintos grupos de ladrones, ¿verdad?

—Sí —contestó Dannyl.

—¿Ese hombre con el que intentaste establecer contacto habla en nombre de todos?

—No lo sé —reconoció Dannyl—. Tal vez no.

Rothen dio media vuelta para contemplar a su amigo.

—No haría ningún daño que lo averiguásemos, ¿verdad?

Yaldin miró fijamente a Rothen y se dio una palmada en la frente.

—Entre los dos vais a conseguir meternos en líos a todos —gimió.

Dannyl dio unas palmaditas en el hombro al anciano.

—No te apures, Yaldin. Solo hace falta que vaya uno de nosotros. —Sonrió a Rothen—. Dejádmelo a mí. Mientras tanto, hagamos que los ladrones hallen motivos para ayudarnos. Me gustaría ver más de cerca esos pasadizos subterráneos que encontramos ayer. Apostaría algo a que les conviene más que no tengamos razones para cotillear por ahí abajo.

—No me gustan nada estas habitaciones subterráneas —dijo Donia—. No tienen ventanas. Me dan muy mala espina.

Sonea frunció el ceño y empezó a rascarse las diminutas picaduras que le habían salido durante la noche. Su tía limpiaba con frecuencia las camas y las mantas con una infusión de hierbas que eliminaba los bichos, y, por una vez, Sonea echó de menos aquellas fastidiosas costumbres. Suspiró y paseó la mirada por la habitación polvorienta.

—Espero que Cery no tenga ninguna rascada por esconderme aquí.

Donia se encogió de hombros.

—Lleva años haciendo encargos para Opia y las chicas de Las Bailarinas Resbaladizas. No les va a importar que te quedes unos días en su almacén. Su madre trabajaba aquí, ¿lo sabías? —Donia dejó un gran cuenco de madera en la mesa, frente a Sonea—. Agacha la cabeza.

Sonea obedeció, y se puso tensa cuando le cayó agua helada en la cabeza. Donia le practicó varios enjuagues antes de llevarse el cuenco, que ahora estaba lleno de agua turbia y verdosa. Frotó el pelo de Sonea con una toalla raída antes de dar un paso atrás y examinar su obra con expresión crítica.

—No ha servido para nada —afirmó.

Sonea se pasó una mano por el pelo. Seguía pringoso por la pasta que le había aplicado Donia.

—¿Nada de nada?

Donia se acercó y arrancó un pelo a Sonea.

—Bueno, está un poco más claro, pero a primera vista no se nota. —Suspiró—. Y ya no te lo podemos cortar mucho más. Pero… —Volvió a apartarse y se encogió de hombros—. Si los magos andan buscando a una chica, como dice la gente, a lo mejor no se fijan en ti. Con el pelo así pareces un chico, al menos a simple vista. —Puso los brazos enjarras y se alejó un poco más—. Por cierto, ¿a qué viene llevarlo tan corto?

Sonea sonrió.

—Para parecer un chico. Así no me dan tanto la lata.

—¿En la casa de queda?

—No. Casi todos los repartos y recogidas de Jonna y Ranel los hacía yo. Ranel iba lento por lo de su pierna, y Jonna trabajaba mejor con las manos. A mí no me gustaba estar encerrada todo el día en la casa de queda, así que iba yo. —Hizo una mueca—. La primera vez que tuve que llevar un pedido a un mercader, vi que un artesano y un mozo de cuadra molestaban a la chica de una panadería. No me daba la gana aguantar esas cosas, así que empecé a vestirme como un chico y a actuar como ellos.

Donia arqueó las cejas.

—¿Y te funcionó?

—Casi siempre. —Sonea sonrió con ironía—. A veces parecer un chico no compensa. ¡Una vez se enamoró de mí una criada! Otra vez me acorraló un jardinero y yo creía que había adivinado que era una chica, hasta que me agarró. Casi se desmaya del susto, y luego se puso todo rojo y me hizo prometer que no lo contaría a nadie. Por ahí fuera hay gente de todo tipo.

Donia soltó una risita.

—Las chicas de por aquí los llaman «minas de oro». Opia cobra más dinero por los chicos, porque como se entere la Guardia la cuelgan. Pero la ley no dice nada de las chicas. ¿Te acuerdas de Kaia?

Sonea asintió, recordando a la chica flaca que había trabajado en la casa de bol que había junto al mercado.

—Pues resulta que su padre llevaba años vendiéndola a los clientes —dijo Donia, meneando la cabeza—. ¡Su propia hija! El año pasado se escapó y empezó a trabajar aquí con Opia. Dice que así, al menos, se lleva parte del dinero. Esas cosas hacen que te des cuenta de la suerte que tienes, ¿verdad que sí? Mi padre vigila que nadie se ponga maleducado conmigo. Lo peor que me…

Dejó de hablar y miró hacia la puerta, y al instante corrió a echar un vistazo por el ojo de la cerradura. Se le iluminó la cara de alivio y abrió.

Cery se deslizó al interior de la habitación y entregó un paquete a Donia. Miró a Sonea con ojo crítico.

—Estás igualita.

Donia suspiró.

—El tinte no ha funcionado. El pelo kyraliano no es nada fácil de cambiar.

Él se encogió de hombros y luego señaló el paquete con la barbilla.

—Te he traído ropa, Sonea —dijo, volviendo a la puerta—. Avisa cuando termines.

Mientras la puerta se cerraba detrás de Cery, Donia abrió el paquete.

—Más ropa de chico —dijo despectiva, lanzando unos pantalones y una camisa de cuello cerrado a Sonea. Desenrolló un largo tejido, grueso y negro, y asintió—. Pero la capa es buena.

Sonea se puso la ropa. Aún se estaba echando la capa sobre los hombros cuando llamaron a la puerta.

—Nos vamos —dijo Cery mientras entraba deprisa en el cuarto.

Harrin llegó tras él, con un pequeño farol en la mano. Sonea vio sus expresiones ceñudas y le dio un vuelco el corazón.

—¿Ya se han puesto a buscar?

Cery asintió y avanzó hasta una vieja cómoda de madera que había en el fondo de la habitación. La abrió y tiró de los estantes que había dentro. Se deslizaron hacia fuera con suavidad, haciendo temblar levemente los objetos que sostenían. El fondo de la cómoda giró hacia dentro sobre unas bisagras y dejó a la vista un rectángulo de oscuridad.

—Llevan horas buscando —dijo Harrin a Sonea mientras cruzaba la puerta secreta hacia un pasadizo.

—¿Tan pronto?

—Aquí abajo es fácil perder la noción del tiempo —explicó Harrin—. Fuera ya es más de media mañana.

Cery metió prisa a Harrin y a Donia para que pasaran por el hueco. Sonea oyó un chirrido casi imperceptible mientras del farol de Harrin asomaba una rendija de luz que se reflejó en las húmedas paredes del pasadizo. Cery volvió a montar las estanterías de la cómoda, cerró la puerta secreta y se volvió hacia Harrin.

—Sin luz. Conozco mejor el camino a oscuras.

Harrin volvió a cerrar la solapa del farol y el pasadizo se esfumó.

—Y sin hablar. Sonea, agárrate a mi abrigo y pon la otra mano contra la pared.

La joven estiró el brazo y asió el basto tejido del abrigolargo de Cery. Una mano se posó suavemente en su hombro. Empezaron a andar y sus pasos despertaron ecos en el pasadizo.

Avanzaron sin que los iluminara ni un rayo de luz mientras tanteaban las paredes para doblar los recovecos del camino. Un débil eco de gotas de agua llegaba y desaparecía, y luego se escuchaba de nuevo. Sonea recordó que el burdel de Opia estaba cerca del río, así que era muy posible que aquellos túneles estuvieran por debajo del nivel del agua. No era una idea tranquilizadora.

Cery se detuvo un momento; su abrigolargo escapó de la mano de Sonea al desplazarse súbitamente hacia arriba. Sonea extendió el brazo y tocó una tabla de madera sin pulir, y otra por encima. Temía perder a Cery si esperaba demasiado, por lo que subió a toda prisa; como recompensa, recibió una patada de su bota. Contuvo una maldición y siguió ascendiendo con más cuidado. Oyó por debajo de ella que los zapatos de Harrin y Donia raspaban suavemente la madera al seguirla.

Arriba apareció un recuadro de oscuridad más pálida. Cruzó una trampilla detrás de Cery y llegó a un pasadizo recto. Las ocasionales grietas que había en una pared dejaban pasar una luz tenue. Dieron más de cien pasos por aquel pasillo hasta que, a punto de doblar una esquina, Cery se paró de repente.

El pasillo que tenían delante había empezado a resplandecer, reflejando una fuente de iluminación que había a la vuelta de la esquina. Sonea distinguió la silueta de Cery muy pegada a la pared. Llegó a sus oídos una voz lejana, masculina y culta:

—¡Ah! Otro pasaje oculto. Veamos hasta dónde llega este.

—¡Están en los pasadizos! —susurró Donia.

Cery giró sobre sus talones e hizo gestos frenéticos a Sonea. La joven no necesitaba ningún aviso: se volvió para ver que Harrin y Donia ya estaban regresando de puntillas por el pasillo.

Aunque los cuatro retrocedían con toda la rapidez y sigilo de que eran capaces, sus pasos resonaron diáfanos en aquel espacio estrecho. Sonea escuchó con atención, esperando que llegara un grito por detrás en cualquier momento. Vio que su propia sombra se iba haciendo más definida a medida que la luz que tenían detrás se aproximaba a la esquina.

El pasadizo se extendía hacia una oscuridad infinita. Sonea miró atrás. Ahora la luz era tan brillante que estuvo segura de que el mago estaba a punto de llegar al recodo. Dentro de un momento, los vería…

Dio un grito ahogado cuando unas manos la agarraron por los hombros y la detuvieron bruscamente. Cery la empujó contra la pared y no le soltó los hombros. El enladrillado del pasillo cedió a la presión de su espalda y Sonea tropezó hacia atrás.

Sus omóplatos toparon con otro muro. Cery la empujó a un lado, contra una pared lateral, y entró en el pequeño nicho para colocarse junto a ella. Sonea notó el codo de su amigo clavándose en su costado y escuchó el seco sonido de los ladrillos que raspaban entre sí al volver a su sitio.

Sus respiraciones sonaban atronadoras en aquel espacio estrecho. El corazón le estaba dando mazazos en el pecho, pero Sonea afinó el oído hasta que le llegó el sonido amortiguado de unas voces a través de los ladrillos. Una luz se coló por las grietas de la pared. Sonea se inclinó hacia delante y acercó el ojo a una abertura entre los ladrillos.

Vio, justo delante de ella, una brillante bola de luz que flotaba en el aire. Contempló fascinada cómo avanzaba por el pasadizo hasta perderse de vista, dejando su visión moteada de manchas rojas. Entonces apareció una mano pálida, seguida de una amplia túnica púrpura y del pecho de un hombre… un hombre vestido con túnica… ¡un mago!

El corazón se le aceleró. El mago estaba tan cerca… lo tenía al alcance de la mano. Solamente los separaba una fina pared de viejos ladrillos.

Y el mago se había detenido.

—Un momento. —La voz del mago sonaba desconcertada.

Se quedó un momento quieto y en silencio, y luego se volvió lentamente hacia ella.

Se quedó petrificada de miedo. Era el mismo mago de la plaza Norte, el que la había visto. El que había intentado señalarla a los demás. Tenía una expresión distraída, como si escuchara algún sonido lejano, y su mirada parecía atravesar la pared como si no existiera, directamente hacia los ojos de Sonea.

Notaba la boca seca y llena de polvo. Tragó saliva con dificultad y trató de sofocar el terror que crecía en su interior. Le daba la impresión de que sus fuertes latidos acabarían por traicionarla. ¿Los oiría él? ¿Percibiría el sonido de su aliento?

«A lo mejor es que escucha los pensamientos de mi cabeza.»

Sonea notó que le fallaban las piernas. Se rumoreaba que los magos eran capaces de hacer cosas como aquella. Cerró los ojos con fuerza. «No puede verme —se dijo—. No existo, no estoy aquí. No soy nada. Nadie puede verme. Nadie puede oírme…»

La embargó una sensación extraña, como si le hubieran enrollado una manta en la cabeza y todos sus sentidos se hubieran amortiguado. Se estremeció, inquieta por la certeza de haber hecho algo… solo que, esta vez, se lo había hecho a sí misma.

«O también puede ser que el mago me haya hechizado», pensó de repente. La idea la espantó y le hizo abrir los ojos. Solo vio oscuridad.

El mago y su luz se habían marchado.

Dannyl observó disgustado el edificio que tenía enfrente. Era la más reciente de las construcciones del Gremio, y carecía de la majestuosidad y la belleza que siempre había admirado en los edificios más antiguos. Había quienes apreciaban su estilo moderno, pero a ojos de Dannyl el edificio era tan ridículo y pretencioso como su nombre.

El Siete Arcos era un rectángulo plano, con siete arcos simples y sin decorar en la fachada. El edificio contenía tres estancias: el Salón de Día, donde se recibía a los huéspedes importantes, el Salón de Banquetes y el Salón de Noche, lugar donde los magos mantenían reuniones informales cada cuartodía para relajarse, tomar vino caro e intercambiar habladurías.

Rothen y él se dirigían hacia aquella última sala. Era una tarde fría, pero un poco de aire fresco nunca había logrado disuadir a los habituales del Salón de Noche. Dannyl sonrió al entrar. Ya en el interior, podía olvidarse del fracaso arquitectónico que suponía la existencia de aquel edificio y disfrutar del buen criterio con que estaba decorado su interior.

Miró alrededor, disfrutando el novedoso punto de vista sobre aquella lujosa estancia que había adquirido al pasar dos días enteros en los callejones húmedos y fríos de las barriadas. En las ventanas había cortinas estampadas en tonos dorados y azules. La habitación tenía lujosas y cómodas butacas. Las paredes estaban adornadas con cuadros y grabados de los mejores artistas de todas las Tierras Aliadas.

Observó que se habían reunido más magos que los habituales. A medida que Rothen y él se internaban entre el gentío, fue reconociendo a algunos de los magos menos sociables. Entonces entrevió una mancha negra que le hizo detenerse.

—El Gran Lord nos honra con su presencia esta noche —murmuró.

—¿Akkarin? ¿Dónde? —Rothen recorrió el salón con la mirada y arqueó las cejas al localizar a la figura de túnica negra—. Interesante. ¿Cuánto tiempo hacía? ¿Dos meses?

Dannyl asintió mientras cogía una copa de vino a un sirviente que pasaba a su lado.

—Como mínimo.

—¿Le acompaña el administrador Lorlen?

—Por supuesto —respondió Dannyl. Calló un momento para tomar un sorbo de vino—. Lorlen está hablando con alguien, pero no veo con quién.

Lorlen levantó la mirada y observó la estancia. Su mirada se posó en Dannyl y Rothen. El administrador alzó una mano.

Dannyl. Rothen. Me gustaría hablar con vosotros.

Sorprendido y un poco preocupado, Dannyl siguió a Rothen al otro lado de la estancia. Pararon detrás de la butaca que mantenía oculto al otro acompañante de Lorlen. Llegó a sus oídos una voz culta.

—Las barriadas son una lacra horrible en esta ciudad. Un nido de crímenes y enfermedad. El rey jamás debió permitir que se extendieran tanto. Tenemos ante nosotros la oportunidad perfecta para librar a Imardin de ellas.

Dannyl dominó su expresión y bajó la mirada hasta el ocupante de la butaca. Su pelo rubio, inmaculadamente cepillado, reflejaba la luz de la habitación. El hombre tenía los ojos entrecerrados, las piernas cruzadas y la cara vuelta en dirección al Gran Lord. Llevaba un pequeño vendaje cuadrado en la sien.

—¿Cómo propone usted que hagamos eso, lord Fergun? —preguntó Lorlen con delicadeza.

Fergun se encogió de hombros.

—No debería resultarnos complicado despejar la zona. Las casas no están particularmente bien construidas, y derrumbar los túneles que se extienden por debajo no supondría un gran esfuerzo.

—Pero todas las ciudades crecen y se expanden —señaló Lorlen—. Es normal que la gente construya fuera de las murallas cuando ya no queda espacio en el interior. Hay algunas zonas de las barriadas que no tienen un aspecto tan distinto al de las cuadernas. Los edificios están bien levantados y las calles cuentan con un efectivo sistema de drenaje. Los habitantes de esas zonas han empezado a referirse a las barriadas como «el Círculo Exterior».

Fergun se inclinó hacia delante.

—Pero incluso esas casas tienen pasajes ocultos por debajo. Se lo aseguro, sus ocupantes son los más sospechosos de todos. Cualquier casa que se alce sobre dichos túneles debe considerarse parte de una conspiración criminal y ser derribada hasta los cimientos.

Akkarin levantó levemente las cejas al oír aquello. Lorlen miró al Gran Lord y sonrió.

—Ojalá fuera tan sencillo resolver el problema de los ladrones. —Dedicó una sonrisa a Rothen—. Buenas tardes, lord Rothen, lord Dannyl.

Fergun levantó la vista. Sus ojos pasaron de Dannyl a Rothen y su boca dibujó una sonrisa.

—Ah, lord Rothen.

—Buenas tardes, Gran Lord, administrador —contestó Rothen, inclinando la cabeza ante los dos magos superiores—. Y lord Fergun. ¿Ya se encuentra mejor?

—Sí, sí —respondió Fergun, llevándose una mano al vendaje de la frente—. Gracias por preocuparse.

Dannyl se obligó a no mostrar ninguna expresión. Se consideraba descortés que Fergun «olvidara» saludarle, pero no era inusual. Fue una sorpresa, sin embargo, que se hubiera atrevido a omitir el saludo en presencia del Gran Lord.

Lorlen juntó las manos.

—Me he fijado en que ustedes dos se han quedado más tiempo en las barriadas que los demás. ¿Han hallado alguna pista sobre el paradero de la muchacha?

Rothen meneó la cabeza y empezó a narrar sus incursiones en los pasadizos subterráneos de las barriadas. Dannyl observó en silencio al Gran Lord y sintió la acostumbrada punzada de nerviosismo. «Me gradué hace diez años, pero sigo reaccionando ante su presencia como si fuera un aprendiz», caviló.

Los intereses y obligaciones de Dannyl pocas veces lo ponían en contacto con el líder del Gremio. Como siempre, se sorprendió levemente por la juventud de Akkarin. Recordó las discusiones que habían surgido, cinco años antes, cuando se eligió para ocupar el puesto de Gran Lord a un mago joven. Los líderes del Gremio se seleccionaban entre los magos más fuertes, aunque por lo general se favorecía a los más viejos, por su madurez y experiencia.

Akkarin había demostrado unos poderes mucho más fuertes que los de ningún otro mago, pero fueron su sabiduría y las habilidades diplomáticas que había adquirido en sus viajes las que decantaron al Gremio en su favor. Un líder gremial debía hacer gala de fuerza, habilidad, dignidad y autoridad, cualidades que Akkarin poseía en grado sumo. Durante la elección de Akkarin muchos señalaron que la edad era un factor trivial para el puesto: los asuntos importantes se decidían siempre por votación, y el día a día del Gremio era responsabilidad del administrador gremial.

Aunque el argumento parecía razonable, Dannyl sospechaba que seguía habiendo dudas sobre la edad del Gran Lord. No se le había escapado que Akkarin lucía ahora el mismo peinado distinguido y pasado de moda que preferían los hombres más mayores: largo y bien recogido en la nuca. Lorlen también había adoptado el mismo estilo.

Dannyl contempló al administrador, que estaba escuchando atentamente a Rothen. Lorlen era el mejor amigo del Gran Lord, y se había convertido en ayudante del anterior administrador cuando lo propuso Akkarin. Dos años atrás, el administrador se había retirado y Lorlen pasó a ocupar su lugar.

Había demostrado ser una buena elección para el puesto. Era un hombre eficiente, dotado de autoridad y, sobre todo, accesible. Su cargo no era fácil de ejercer, y Dannyl no envidiaba a Lorlen las muchas horas que debía dedicarle. Entre los distintos puestos de gobierno, el suyo era el más agotador.

Lorlen tenía una expresión abatida cuando Rothen terminó de relatarle su jornada.

—Por las descripciones de las barriadas que he escuchado, no sé cómo vamos a encontrarla. —Suspiró—. El rey ha ordenado que se abra el Puerto mañana.

Fergun frunció el ceño.

—¿Tan pronto? ¿Y si la chica escapa en barco?

—Me sorprendería que el embargo pudiese impedir que abandonara Imardin si de verdad quisiera hacerlo. —Lorlen miró a Rothen y sonrió con ironía—. Como solía decir el viejo tutor de Rothen, «Kyralia estaría muy bien gobernada si gobernar fuera un delito».

Rothen rió entre dientes.

—Sí, lord Margen solía hacer comentarios de ese estilo. De todos modos, no creo que hayamos agotado todas nuestras opciones. Dannyl me ha señalado esta mañana que los más capaces de encontrar a esa chica serían la propia gente de las barriadas. Creo que tiene razón.

Dannyl miró boquiabierto a su amigo. ¡Más valía que no se le ocurriera revelar sus intenciones antes de poder hablar con los ladrones!

—¿Por qué querrían ayudarnos? —preguntó Lorlen.

Rothen lanzó una mirada rápida a Dannyl y sonrió.

—Podríamos ofrecer una recompensa.

Dannyl dejó escapar lentamente el aliento que había estado conteniendo. «¡Deberías haberme avisado, viejo compinche!»

—¡Una recompensa! —exclamó Lorlen—. Sí, podría funcionar.

—Una idea excelente —convino Fergun—. También deberíamos multar a quienes nos estorben.

Lorlen dedicó una mirada de reproche a Fergun.

—La recompensa será suficiente. Sin embargo, no entregaremos ningún dinero hasta que la chica aparezca, o la población entera de las barriadas asegurará que la ha visto. —Frunció el ceño—. Hum, también deberíamos evitar que la gente intentara capturarla por su cuenta…

—Podríamos colocar carteles en las esquinas con su descripción y los términos de la recompensa, y añadir un aviso de que nadie debe acercarse a ella —sugirió Dannyl—. También deberíamos fomentar que la gente nos informe si la ve; eso nos indicará qué zonas frecuenta la chica.

—Podemos trazar un mapa de las barriadas para llevar la cuenta de los avistamientos —aportó Fergun.

—Hum, eso nos vendría muy bien —dijo Dannyl, fingiéndose sorprendido a su pesar por la sugerencia.

Recordando el laberinto de pasadizos y calles, comprendió que una tarea como aquella mantendría a Fergun apartado de ellos durante meses. Rothen lanzó una mirada torva a Dannyl, pero no dijo nada.

—La oferta de recompensa —dijo Lorlen a Dannyl—. ¿Se encargará usted de ella?

Dannyl asintió.

—Mañana mismo.

—Yo informaré por la mañana a los demás buscadores —dijo Lorlen. Miró a Rothen y Dannyl con el rostro animado—. ¿Alguna idea más?

—La chica debería emitir su presencia —dijo el Gran Lord en voz baja—. No ha recibido formación, por lo que no sabrá ocultarla; ni siquiera será consciente de tenerla. ¿La ha buscado alguien ya?

Todos quedaron un instante en silencio, y luego Lorlen sonrió, avergonzado.

—No puedo creer que no se me haya ocurrido. No, nadie ha mencionado que buscara la presencia de la chica. —Negó con la cabeza—. Es como si todos hubiéramos olvidado lo que somos… y lo que es ella.

—Una presencia —dijo Rothen con un hilo de voz—. Creo que…

Lorlen frunció el ceño cuando Rothen dejó su frase sin terminar.

—¿Sí?

—Organizaré una búsqueda mental para mañana —se ofreció Rothen. Lorlen sonrió.

—Entonces a los dos les espera un día ajetreado.

Rothen inclinó la cabeza.

—Entonces lo mejor será que descansemos bien. Buenas noches, administrador, Gran Lord, lord Fergun.

Los tres magos asintieron en respuesta. Dannyl siguió a Rothen, que caminaba a buen paso hacia las puertas del Salón de Noche. Tan pronto como salieron al aire helado, Rothen liberó un suspiro explosivo.

—¡Ahora lo entiendo! —exclamó, dándose una palmada en la frente.

—¿Qué entiendes? —preguntó Dannyl, perplejo.

—Hoy he notado algo cuando recorría los pasadizos. Como si alguien me observara.

—¿Una presencia?

—Quizá.

—¿La has investigado?

Rothen asintió.

—Era imposible que estuviera allí. Lo que he detectado tendría que estar justo a mi lado, pero allí no había nada más que una pared de ladrillos.

—¿Has buscado puertas ocultas?

—No, pero… —Rothen titubeó, con aire pensativo—. Luego ha desaparecido.

—¿Ha desaparecido? —Dannyl parecía desconcertado—. ¿Cómo puede desaparecer sin más? Las presencias no se esfuman… a menos que alguien las oculte. Y ella no está entrenada para hacerlo.

—¿O sí? —La sonrisa de Rothen fue lúgubre—. Si de verdad era ella, entonces alguien le ha enseñado a hacerlo, o tal vez lo haya aprendido por sí misma.

—No es una habilidad difícil —señaló Dannyl—. Nosotros la enseñamos jugando al escondite.

Rothen asintió lentamente mientras consideraba aquella posibilidad, y luego se encogió de hombros.

—Supongo que mañana lo sabremos. Será mejor que vuelva adentro, a ver si puedo conseguir más ayuda. Es probable que una búsqueda mental atraiga más a los que no quieren volver a las barriadas. Me gustaría que te unieras, Dannyl. Tienes unos sentidos particularmente agudos.

—Si me lo pones así, ¿cómo voy a negarme? —aceptó, encogiéndose de hombros.

—Empezaremos pronto, creo. Tendrás que imprimir los carteles de la recompensa y distribuirlos muy temprano.

—Oh, no —dijo Dannyl con un gesto de dolor—, a madrugar otra vez.