3. Viejos amigos


—Es una sifona.

La voz era masculina, joven y desconocida. «¿Dónde estoy? —pensó Sonea—. Tumbada en algo blando, eso seguro. ¿Una cama? No recuerdo haberme metido en la cama…»

—Imposible.

Esa voz era de Harrin. Comprendió que su amigo la estaba defendiendo, entendió lo que había sugerido el desconocido y entonces sintió un alivio tardío. En el argot de las barriadas, un sifón era un espía. Si Harrin hubiera estado de acuerdo con el otro, ahora tendría problemas… Pero ¿para quién pensaba que estaba espiando?

—¿Qué otra cosa puede ser? —contestó la primera voz—. Tiene magia. Los magos pasan muchísimos años aprendiendo. ¿Quién más de por aquí es capaz de lo que ella hizo?

«¿Magia?» Los recuerdos se agolparon en su memoria: la plaza, los magos…

—Con magia o sin magia, la conozco desde hace tanto tiempo como a Cery —replicó Harrin—. Siempre ha tenido buen lado.

Sonea apenas lo escuchaba. Estaba reviviendo la escena en su mente, viéndose arrojar la piedra, contemplando el destello que emitió al cruzar la barrera y recordando cómo golpeó al mago. «Eso lo hice yo —pensó—. Pero es imposible…»

—Tú mismo lo has dicho: lleva unos años sin dar señales de vida. No sabemos con quién ha podido juntarse.

Sonea recordó invocar algo que había en su interior, algo que no debería estar en ella…

—No se ha separado de su familia en todo este tiempo, Búrril —dijo Harrin—. Yo confío en ella y Cery también, y no hay más que hablar.

«… ¡y el Gremio sabe que lo hice yo!» Aquel mago viejo la había visto y se la había señalado a los demás. La asaltó el recuerdo del cadáver humeante y un escalofrío le recorrió todo el cuerpo.

—Yo ya te he avisado. —Búrril no había cambiado de opinión, pero en su tono se distinguía una sensación de derrota—. Si luego os hace la de blinga, acuérdate de que yo…

—Creo que se está despertando —murmuró otra voz conocida.

Cery. Estaba cerca de ella.

Harrin suspiró.

—Fuera, Búrril.

Sonea escuchó unas pisadas que se alejaban y luego una puerta cerrándose.

—Ya no hace falta que te hagas la dormida, Sonea —susurró Cery.

Una mano le tocó la cara y ella abrió los ojos de golpe. Cery estaba inclinado hacia ella, luciendo una amplia sonrisa. Sonea se apoyó en los codos para incorporarse. Estaba tumbada en una vieja cama, en una habitación que no había visto nunca. Bajó las piernas al suelo, mientras Cery le dirigía una mirada valorativa.

Estaban en una zona de las barriadas que se conocía como Ladonorte. Los habitantes de aquella zona llamaban a las barriadas «el Círculo Exterior», en contra de la opinión mayoritaria en el distrito interior: que las barriadas no formaban parte de la ciudad.

Sonea supuso que se hallaba en una de las habitaciones que Gellin alquilaba a sus clientes. Una cama, la maltrecha silla donde estaba sentada Donia y una mesita ocupaban casi todo el reducido espacio. Las ventanas estaban cubiertas por viejas mamparas de papel descolorido. Dejaban pasar una tenue luz que indicaba que debían de ser las primeras horas de la mañana.

Harrin se giró hacia Donia y le hizo un gesto para que se acercara. Cuando la chica se levantó de la silla, Harrin la agarró por la cintura y la atrajo hacia él. Ella le dedicó una sonrisa de afecto.

—¿Podrías pescarnos algo de comer? —pidió Harrin.

—Veré qué puedo hacer. —Donia fue con paso tranquilo hacia la puerta y salió de la habitación.

Sonea interrogó con la mirada a Cery y recibió una sonrisa petulante por respuesta. Harrin se dejó caer en la silla, miró a Sonea y frunció el ceño.

—¿Seguro que estás mejor? Anoche caíste redonda.

Ella se encogió de hombros.

—En realidad me encuentro de maravilla. Como si hubiera dormido de un tirón.

—Es justo lo que has hecho. Casi un día entero. —Harrin la examinó con atención—. ¿Qué pasó, Sonea? Esa piedra la tiraste tú, ¿verdad?

Sonea tragó saliva; de repente se le había secado la garganta. Por un momento se preguntó si serviría de algo negarlo. Cery le puso una mano en el hombro y lo apretó un poco.

—No te preocupes, Sonea. No diremos a nadie nada que tú no quieras. La joven asintió.

—Fui yo, pero… no sé lo que pasó.

—¿Hiciste magia? —preguntó Cery, ilusionado.

Sonea apartó la mirada.

—No lo sé. Yo solo quería que la piedra cruzara la barrera… y eso hizo.

—Atravesaste el muro de los magos —dijo Harrin—. Para eso hay que hacer magia, ¿no? Normalmente las piedras no pasan al otro lado.

—Y también hubo una luz muy fuerte —aportó Cery.

Harrin asintió.

—Y está claro que los magos se enfuegaron de lo lindo.

Cery se inclinó hacia delante.

—¿Crees que podrías hacerlo otra vez?

Sonea se quedó mirándolo.

—¿Otra vez?

—No hace falta que sea lo mismo, claro. Tampoco vamos a tenerte todo el día tirando piedras a los magos… no parece que les guste demasiado. Alguna otra cosa. Si funciona, sabremos que puedes usar la magia.

Sonea se estremeció.

—No creo que quiera saberlo.

Cery rió.

—¿Por qué no? ¡Piensa en todo lo que podrías hacer! ¡Sería genial!

—Nadie te daría ninguna rascada, para empezar —dijo Harrin.

Sonea meneó la cabeza.

—Ahí te equivocas. Si acaso, les daría más motivos. —Hizo un mohín—. Todo el mundo odia a los magos. Me odiarían a mí también.

—Todo el mundo odia a los magos del Gremio —la corrigió Cery—. Toda esa gente ha salido de las Casas, y no se preocupan de nadie más que ellos. Todo el mundo sabe que tú eres una losde, igual que nosotros.

Una losde. Tras dos años viviendo en la ciudad, sus tíos habían dejado de referirse a sí mismos con la denominación que empleaban para sí los de las barriadas. Habían logrado salir de la barriada y preferían hacerse llamar artesanos.

—Los losdes estarían encantados de tener sus propios magos —insistió Cery—, sobre todo cuando empieces a hacer cosas buenas por ellos.

Sonea negó con la cabeza.

—¿Qué cosas buenas? Los magos nunca hacen nada bueno. ¿Por qué iban a pensar los losdes que yo soy distinta?

—¿Y lo de curar? —propuso él—. ¿Ranel no tenía una pierna mala? ¡Se la podrías dejar como nueva!

La chica contuvo la respiración. Recordar el dolor que sufría su tío le había hecho comprender el entusiasmo de Cery. Era cierto: sería maravilloso poder curar la pierna a su tío. Y si podía ayudarlo a él, ¿por qué no a otros?

Entonces recordó la opinión que merecían a Ranel los «curis» que le habían tratado la pierna. Volvió a menear la cabeza.

—La gente no se fía de los curis. ¿Por qué tendrían que confiar en mí?

—No se fían porque piensan que, la mitad de las veces, los curis te ponen más enfermo en vez de mejorarte —dijo Cery—. Les asusta que los dejen peor de lo que estaban.

—La magia aún les asusta más. Creerán que a lo mejor trabajo para los magos, y estoy aquí para librarme de ellos.

Cery rió.

—Eso sí que es una tontería. No se le ocurriría a nadie.

—¿Ni a Búrril?

Cery hizo una mueca.

—Búrril es un caraboñiga. No todos piensan igual que él.

Sonea resopló, incrédula.

—De todas formas, yo no sé nada de magia. Como a todo el mundo le dé por pensar que puedo curarlos, se dedicarán a perseguirme de un lado a otro y entonces no podré hacer nada para ayudarles.

Cery frunció el ceño.

—Eso sí que es verdad. —Se volvió hacia Harrin—. Sonea tiene razón. Las cosas podrían ponerse feas. Aunque Sonea quisiera volver a probar la magia, tendríamos que guardar el secreto por un tiempo.

Harrin frunció los labios y a continuación asintió.

—Sonea, si alguien nos pregunta si tienes magia le diremos que no hiciste nada. Nos inventaremos que los magos se desconcentraron, o algo por el estilo, y que por eso la piedra pasó al otro lado.

Sonea lo miró fijamente mientras esa posibilidad la llenaba de esperanza.

—A lo mejor eso fue justamente lo que pasó. Puede ser que yo no hiciera nada.

—Si intentas hacer magia y no te sale, lo sabrás seguro. —Cery le dio un golpecito en el hombro—. Si resulta que sí que puedes, nosotros nos encargaremos de que no se entere nadie. Dentro de unas semanas todo el mundo pensará que los magos cometieron un error, sin más. Deja que pasen uno o dos meses y la gente ni se acordará de que existes.

Alguien llamó a la puerta, sobresaltando a Sonea. Harrin se puso de pie y abrió para que entrara Donia. Llevaba una bandeja cargada de jarras y un plato grande de pan.

—Aquí tenéis —dijo, dejando la bandeja en una mesa—. Una jarra de bol cada uno, para celebrar el regreso de una vieja amiga. Harrin, mi padre quiere que vayas.

—Será mejor que baje a ver qué quiere. —Harrin cogió una jarra y la vació de un sorbo—. Nos veremos por aquí, Sonea —se despidió.

Agarró a Donia por la cintura y la sacó de la habitación entre risitas. Sonea negó con la cabeza mientras la puerta se cerraba.

—¿Cuánto tiempo hace que están así?

—¿Ellos dos? —preguntó Cery con la boca llena de pan—. Casi un año, me parece. Harrin dice que va a casarse con ella y heredará la posada.

Sonea se rió.

—¿Gellin lo sabe?

Cery sonrió.

—Todavía no ha echado a Harrin a patadas.

Sonea cogió un trozo de aquel pan oscuro. Estaba hecho de granos de curren y espolvoreado con especias. Al morderlo, su estómago le hizo saber que había estado descuidándolo más de un día entero, y Sonea empezó a comer con voracidad. El bol era amargo, pero sabía a gloria después del pan salado. Cuando acabaron con la comida, Sonea se sentó en la silla y suspiró.

—Cuando Harrin esté ocupado llevando la posada, ¿qué harás tú, Cery?

Él se encogió de hombros.

—Un poco de todo. Robar bol a Harrin. Enseñar a sus hijos a forzar cerraduras. De momento, este invierno estaremos calentitos. ¿Qué planes tienes tú?

—No lo sé. Jonna y Ranel decían… ¡Oh! —Se puso en pie de un salto—. Al final no me he reunido con ellos. ¡No saben dónde estoy!

Cery quitó importancia al asunto con un gesto.

—Andarán por aquí.

Sonea se palpó la ropa buscando su bolsa del dinero y descubrió que aún la tenía en el cinturón.

—Esos ahorros que llevas ahí no están nada mal —comentó Cery.

—Ranel dijo que nos lleváramos cada uno un poco de camino a las barriadas, y que fuéramos por separado. Sería muy mala suerte que los guardias nos registraran a todos. —Miró a Cery de soslayo—. Sé exactamente cuánto dinero había ahí dentro.

El chico rió.

—Y yo también; lo tienes todo en la bolsa. Venga, te ayudaré a buscar a tus tíos.

Se incorporó y condujo a Sonea al otro lado de la puerta, que daba a un pasillo corto. Ella lo siguió por una escalera estrecha que bajaba hasta una taberna que ya conocía. Como de costumbre, el ambiente estaba cargado por los efluvios del bol, las risas y las palabrotas amistosas. Había un hombre corpulento con los codos apoyados en la barra donde se servía el denso licor.

—¡Buenos días, Gellin! —dijo Cery en voz muy alta.

El tabernero dirigió una mirada miope a Sonea y luego sonrió de oreja a oreja.

—¡Yep! Conque esta es la pequeña Sonea, ¿eh? —Se acercó a ellos y le dio una palmada entre los omóplatos—. Cuánto has crecido. Aún me acuerdo de cuando me afanabas jarras de bol, chiquilla. Estabas hecha una ladronzuela de lo más fina, ya lo creo que sí.

Sonea alegró el semblante y lanzó una mirada a Cery.

—Y seguro que además todo era idea mía, ¿verdad, Cery?

Cery levantó las manos y parpadeó con aire de inocencia.

—¿De qué estás hablando, Sonea?

Gellin soltó una risita.

—Eso es lo que pasa cuando vas por ahí con ladrones. Bueno, ¿cómo están tus padres?

—¿Se refiere a mi tía Jonna y a mi tío Ranel?

Él movió una mano.

—A ellos, sí.

Sonea se encogió de hombros y le explicó brevemente cómo habían expulsado a su familia de la casa de queda. Gellin asintió, comprensivo con su desgracia.

—Seguro que se preguntan dónde me habré metido —dijo Sonea al tabernero—. Yo…

Se sobresaltó al cerrarse de golpe la puerta de la posada. Se hizo el silencio en la habitación y todos miraron hacia la entrada. Harrin estaba apoyado contra el marco, respirando pesadamente y con la frente perlada de sudor.

—¡Ten cuidado con mi puerta! —gritó Gellin.

Harrin miró en su dirección, palideció visiblemente al ver a Sonea y a Cery y empezó a andar hacia ellos. Llegó casi a la carrera, la cogió por el brazo y la empujó por una puerta que llevaba a la cocina de la posada, con Cery siguiéndolos de cerca.

—¿Qué pasa? —susurró Cery.

—Los magos están registrando las barriadas —contestó Harrin jadeando.

Sonea le dedicó una mirada de horror.

—¿Están aquí? —exclamó Cery—. ¿Por qué?

Harrin dirigió una mirada expresiva a Sonea.

—Me buscan a mí —dijo ella con un hilo de voz.

Harrin asintió con amargura y se dirigió a Cery.

—¿Adonde podemos ir?

—¿Están muy cerca?

—Mucho. Han empezado en la Muralla Exterior y se mueven hacia fuera.

Cery silbó.

—Pues sí que están cerca.

Sonea se apretó una mano contra el pecho. Su corazón latía demasiado deprisa. Se notaba mareada.

—Solo tenemos unos minutos —les dijo Harrin—. Hay que salir de aquí. Están registrando todos los edificios.

—Entonces debemos ir a algún sitio por el que ya hayan pasado.

Sonea recordó el cadáver ennegrecido de la plaza y tuvo que apoyarse en la pared, sintiendo que le flaqueaban las rodillas.

—¡Van a matarme! —resolló. Cery la miró.

—No, Sonea —le dijo con firmeza.

—A ese chico lo mataron… —Tuvo un escalofrío.

Él la agarró de los hombros.

—No vamos a dejar que te pase lo mismo, Sonea.

Le dedicó una mirada larga y directa, con una expresión severa muy poco característica en Cery. Sonea mantuvo el contacto visual, buscando cualquier traza de duda en los ojos de su amigo, pero no halló ninguna.

—¿Confías en mí? —preguntó él.

Sonea asintió. Cery le lanzó una sonrisa fugaz.

—Pues vámonos.

La apartó de la pared y la empujó hasta el otro lado de la cocina, con Harrin pisándoles los talones. Salieron a un callejón embarrado. El frío aire invernal caló enseguida por la ropa de Sonea y le provocó escalofríos.

Se detuvieron cerca del final del callejón y Cery les hizo esperar mientras comprobaba si tenían vía libre. Se quedó un momento en la esquina antes de regresar a la carrera, negando con la cabeza. Gesticuló para que sus compañeros se apresuraran a volver sobre sus pasos.

Cuando habían recorrido medio callejón, Cery se detuvo y abrió una rejilla baja que había en una pared. Harrin miró a su amigo con expresión dudosa, pero aun así se agachó y se metió por el hueco. Sonea fue la siguiente en deslizarse por la abertura, que daba a un pasadizo oscuro. Cery pasó también, mientras Harrin ayudaba a Sonea a levantarse y la apartaba a un lado para dejarle espacio. La reja se cerró sin hacer ruido, lo que daba a entender que sus goznes se engrasaban con regularidad.

—¿Estás seguro de esto? —susurró Harrin.

—Los ladrones van a tener demasiado jaleo preocupándose de que los magos no encuentren sus cosas; a nosotros no van a prestarnos atención —respondió Cery—. Además, no vamos a estar mucho rato aquí abajo. No me quites la mano del hombro, Sonea.

Ella obedeció agarrándolo por el abrigo. Harrin apoyó firmemente la mano en el hombro de Sonea. Cuando empezaron a avanzar por el pasadizo, Sonea escrutó la oscuridad y notó que se le desbocaba el corazón. Sabía, por los reparos de Harrin, que estaban en el Camino de los Ladrones.

Estaba prohibido recorrer sin permiso la red de túneles subterráneos, y se contaban historias horrorosas sobre los castigos que los ladrones infligían a los intrusos.

Desde que Sonea tenía uso de razón, la gente había bromeado diciendo que Cery era amigo de los ladrones. Pero en las burlas siempre había matices de miedo y respeto. Sonea sabía que el padre de Cery había sido contrabandista, por lo que este podía haber heredado algunos privilegios y contactos. Sin embargo, ella nunca había visto nada que demostrara sus conexiones, y sospechaba que el propio Cery alentaba los rumores para mantener su prestigio como segundo líder en la banda de Harrin. Si había que basarse en los hechos, Cery no tenía ninguna conexión con los ladrones y ahora mismo ella caminaba hacia su muerte.

Pero era mejor arriesgarse a que la encontraran los ladrones que enfrentarse a una muerte segura en la superficie. Al menos los ladrones no estaban buscándola.

El camino se fue oscureciendo hasta que Sonea no distinguió nada más que distintas tonalidades de penumbra, y luego volvió a iluminarse gradualmente a medida que se acercaban a otra rejilla. Cery torció por un pasadizo y después volvió a cambiar de dirección hacia la oscuridad absoluta de un túnel lateral. Doblaron varios recodos más antes de que Cery se detuviera.

—Por aquí ya deberían haber pasado —dijo Cery a Harrin en voz baja—. Nos quedaremos el tiempo justo para comprar algo y luego seguiremos adelante. Tú deberías buscar a los demás y asegurarte de que no hayan hablado con nadie de Sonea; no queremos que alguien piense en amenazarnos con decir a los magos dónde estamos para aprovecharse de nosotros.

—Los reuniré a todos —le aseguró Harrin—. Averiguaré si han hablado y me ocuparé de que tengan la jarra bien cerrada.

—Vale —respondió Cery—. Ahora escuchadme: solo hemos venido aquí a comprar polvo de iker, nada más.

En la oscuridad se oyó el eco de unos leves sonidos, y al poco tiempo se abrió una puerta y los tres salieron a la brillante luz del día… en un corral lleno de rasuks.

Al ver que las invadían, las aves desplegaron sus pequeñas alas inútiles y clocaron escandalosamente. El ruido se reflejó en las cuatro paredes de un pequeño patio interior. Una mujer salió por una puerta y, al ver a Sonea y a Harrin en su corral, descompuso la cara en una mueca de furia.

—¡Yep! ¿Quiénes sois vosotros?

Sonea se volvió hacia Cery y lo encontró acuclillado detrás de ella, pasando la mano por el suelo polvoriento. Se levantó y sonrió a la mujer.

—Hemos venido a hacerte una visita, Laria —dijo.

La mujer lo miró con atención. Su mueca desapareció y la reemplazó una sonrisa.

—¡Ceryni! Qué alegría verte. ¿Estos son amigos tuyos? ¡Bienvenidos, bienvenidos! Pasad a mi casa y tomaos una taza de raka.

—¿Cómo va el negocio? —preguntó Cery mientras salían del corral y seguían a Laria por la puerta hasta una minúscula habitación.

Una cama estrecha ocupaba la mitad del espacio, y en el resto apenas cabían un fogón y una mesa. La frente de la mujer se llenó de pliegues.

—He tenido un día ajetreado. Hace menos de una hora ha venido a visitarme una gente muy fisgona.

—¿Esos visitantes llevaban túnica? —preguntó Cery.

Laria asintió.

—Me he llevado un susto de muerte. Lo han registrado todo, pero no han visto nada, tú ya me entiendes. Los guardias sí, por desgracia. Estoy segura de que volverán, pero entonces aquí ya no habrá nada que puedan encontrar. —Soltó una risita—. Ya será demasiado tarde. —Calló un momento mientras ponía agua a hervir en el fogón—. Bueno, ¿qué es lo que queréis?

—Lo de siempre.

Laria los miró con un brillo travieso en los ojos.

—Vais a acostaros tarde unas cuantas noches, ¿eh? ¿Qué me ofreces?

Cery sonrió.

—Me debías un favor, si no recuerdo mal.

La mujer frunció los labios y entornó sus agudos ojos.

—Esperad aquí.

Desapareció por la puerta. Cery suspiró y se dejó caer en la cama, que protestó con un fuerte crujido.

—Tranquila, Sonea —le dijo—. Ya han pasado por aquí. No vendrán a buscar otra vez.

Ella asintió. Aún tenía el corazón desbocado y el estómago revuelto. Respiró hondo y dejó que su espalda se apoyara en la pared. Cuando el agua rompió a hervir, Cery cogió un tarro lleno de polvo oscuro y depositó unas cucharadas en las tazas que había preparado Laria. La habitación se impregnó de un aroma acre, familiar y relajante.

—Me parece que ya podemos estar seguros, Sonea —dijo Harrin mientras Cery le pasaba una taza.

Ella arrugó el entrecejo.

—¿Seguros de qué?

—Lo que hiciste tuvo que ser magia. —Harrin sonrió—. Si ellos no lo creyeran, no te estarían buscando, ¿verdad?

Dannyl expulsó la humedad de su túnica con un gesto impaciente. De la tela emanaron chorros de vapor. Los guardias se asustaron y luego, mientras una helada ráfaga de viento dispersaba la neblina, los cuatro hombres regresaron a sus puestos.

Caminaban en formación: dos al lado de Dannyl y dos a sus espaldas. Era una medida absurda. Ningún losde sería tan estúpido como para asaltarlos. Además, aunque lo hicieran, Dannyl sabía que los guardias esperarían que él los protegiera.

Vio que uno de sus hombres parecía ensimismado y sintió remordimientos. A primera hora de la mañana los guardias se habían mostrado nerviosos y deferentes con él. Sabía que tendría que soportar aquello durante todo el día, por lo que se había esforzado en mostrarse amistoso y accesible.

Los guardias se tomaban la búsqueda como unas vacaciones, una actividad infinitamente más entretenida que pasar horas y horas plantados junto a una puerta de la ciudad o que patrullar las calles. Se morían de ganas de entrar en los almacenes de contrabandistas y en las casas de putas, pero no habían servido de mucho en la búsqueda. Dannyl no necesitaba ayuda para forzar puertas ni para abrir embalajes, y la gente de las barriadas estaba dispuesta a colaborar, aunque fuese a regañadientes.

Suspiró. Ya había pasado allí el tiempo suficiente para comprender que la mayoría de aquella gente estaba muy acostumbrada a ocultar lo que no quería que se descubriera. También les había visto conteniendo la sonrisa al mirarlo. ¿Qué posibilidad tenían, siendo solo cien magos, de encontrar a una chica de aspecto corriente entre los miles de habitantes de las barriadas?

Ninguna en absoluto. Dannyl tensó la mandíbula al recordar las palabras que había pronunciado lord Balkan la tarde anterior: «¿Qué pasaría si desenmascarasen a uno de nosotros vestido como un miserable mendigo? Se burlarían de nosotros en todas las Tierras Aliadas».

Soltó un bufido. «¿Acaso ahora mismo no estamos quedando como unos idiotas?»

Su olfato se llenó de un hedor acre. Miró la alcantarilla, embozada de inmundicias. La gente que estaba cerca se alejó a toda prisa. Dannyl hizo un esfuerzo para inspirar profundamente y controlar su expresión.

No le gustaba asustar a la gente. ¿Impresionarlos? Sí. ¿Sobrecogerlos? Aún mejor. Pero no aterrarlos. Le molestaba que la gente se apartara de la calzada cuando él se acercaba, y también que lo miraran fijamente al pasar. Los chiquillos eran más valientes y correteaban tras él, pero huían en el instante en que los miraba. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, todos lo contemplaban con cautela. Todos parecían duros y astutos. Dannyl se preguntó cuántos de ellos trabajarían para los ladrones.

Dejó de andar.

«Los ladrones…»

Los guardias resbalaron al detenerse y lo miraron dubitativos. Él no les hizo caso.

Si las historias eran ciertas, los ladrones eran quienes más sabían acerca de las barriadas. ¿Sabrían dónde estaba la chica? Y en caso negativo, ¿serían capaces de encontrarla? ¿Estarían dispuestos a ayudar al Gremio? Tal vez, si la recompensa fuera atractiva…

¿Cómo reaccionarían los otros magos si les sugería que llegaran a un acuerdo con los ladrones? Se quedarían horrorizados. Enfurecidos.

Observó la zanja poco profunda y maloliente que servía de alcantarilla. Cuando los magos hubieran pasado unos días recorriendo las barriadas, posiblemente verían la idea con otros ojos. Por tanto, cuanto más tiempo esperase antes de plantear la sugerencia, mayores probabilidades tendría de que fuera aprobada.

Sin embargo, cada hora que pasaba daba más tiempo a la chica para esconderse mejor. Dannyl apretó los labios. Sería conveniente averiguar si los ladrones estaban dispuestos a negociar antes de presentar la idea al Gremio. Si esperaba a contar con su aprobación y luego los ladrones no colaboraban, habría desperdiciado mucho tiempo y esfuerzo.

Se volvió para hablar con el guardia de mayor edad.

—Capitán Garrin, ¿sabe usted cómo se puede contactar con los ladrones?

Las cejas del capitán se alzaron tanto que desaparecieron por debajo de su yelmo. Negó con la cabeza.

—No, milord.

—Yo sí, milord.

Dannyl se volvió hacia el guardia más joven de los cuatro, un hombrecillo desgarbado llamado Ollin.

—Antes vivía por aquí, milord —admitió Ollin—, antes de alistarme en la Guardia. Siempre hay gente aquí y allá que puede enviar mensajes a los ladrones, si uno sabe dónde buscarlos.

—Ya veo. —Dannyl se mordió el carrillo mientras pensaba—. Hágame el favor de buscar a una de esas personas. Pregunte si los ladrones estarían dispuestos a trabajar con nosotros. Cuando lo averigüe, vuelva a informarme, y no hable con nadie más de esto.

Ollin asintió y miró al capitán. La boca del hombre mayor se tensó en una mueca de objeción, pero asintió y luego movió la cabeza en dirección a otro guardia.

—Llévate a Keran.

Dannyl observó cómo los dos hombres retrocedían por la calle y a continuación siguió andando mientras consideraba las posibilidades. A poca distancia, una figura conocida salió de una casa. Dannyl sonrió y aceleró el paso.

¡Rothen!

El hombre se detuvo y la túnica ondeó a su alrededor movida por el viento.

¿Dannyl?

El envío de Rothen fue débil e inseguro.

Estoy aquí.

Dannyl hizo llegar una rápida imagen de la calle al otro mago, acompañándola de una sensación de cercanía. Rothen se giró hacia él e irguió la espalda al ver a Dannyl. Ya estaba acercándose cuando Dannyl observó la angustia en los ojos azules y muy abiertos de Rothen.

—¿Ha habido suerte?

—No. —Rothen meneó la cabeza. Miró las improvisadas construcciones que había a un lado de la calle—. No tenía ni idea de cómo son las cosas por aquí.

—Parece una madriguera de harrels, ¿verdad? —Dannyl rió—. Un desastre absoluto.

—Ah, sí, pero yo me refería a la gente. —Rothen hizo un ademán que abarcó a la multitud que los rodeaba—. Las condiciones son tan horribles… Nunca lo habría imaginado…

Dannyl encogió los hombros.

—No tenemos la menor esperanza de encontrarla, Rothen. Simplemente no somos suficientes.

Rothen asintió.

—¿Crees que los demás habrán tenido mejor fortuna?

—Si la hubieran tenido, ya habrían contactado con nosotros.

—Tienes toda la razón. —Rothen frunció el ceño—. Hoy se me ha ocurrido una idea: ¿por qué estamos tan seguros de que la chica sigue en la ciudad? Podría haber escapado al campo. —Meneó la cabeza—. Me temo que estás en lo cierto. Aquí no hacemos nada. Volvamos al Gremio.