16. Presentaciones


Al final de la mañana, Rothen notó que el cansancio tiraba de sus párpados. Los cerró para invocar un poco de magia curativa que lo refrescara, y luego levantó su libro y se obligó a leer.

Antes de poder acabar la página, se descubrió mirando de nuevo a la chica que dormía. Estaba tumbada en un pequeño dormitorio que formaba parte de sus aposentos, sobre la cama que una vez había pertenecido a su hijo. Otros magos habían discutido su decisión de tener a la joven en el edificio de los magos. Rothen no compartía la preocupación de los demás, pero sí le echaba un vistazo de vez en cuando… solo por si acaso.

De madrugada había permitido que Yaldin lo relevara en la guardia para poder descansar un poco. Pero en lugar de dormir, se había quedado tumbado, despierto, pensando en ella. Había tanto que explicarle… Quería estar preparado para todas las preguntas y acusaciones que, sin duda, ella querría hacer. Había repetido una y otra vez las posibles conversaciones en su mente, y al final había renunciado al sueño para regresar a su lado.

La chica había pasado casi todo un día durmiendo. Normalmente el agotamiento mágico afectaba a los jóvenes de ese modo. En los dos meses que habían transcurrido desde la Purga, su pelo oscuro había crecido un poco, pero tenía la piel pálida y pegada a sus huesos faciales. Rothen recordó lo poco que le había costado cargar con ella y negó con la cabeza. El tiempo que la joven había pasado con los ladrones no había mejorado su salud. Suspirando, centró su atención en el libro.

Volvió a levantar la mirada después de haber logrado leer otra página. Unos ojos oscuros se encontraron con los suyos.

Los ojos se posaron en la túnica. La chica se convirtió en un frenesí de movimiento mientras luchaba contra las sábanas ajustadas a la cama. Cuando se liberó, miró consternada el camisón de algodón que llevaba puesto.

Rothen dejó el libro en la mesa y se puso de pie, controlándose para no hacer movimientos bruscos. Ella apretó la espalda contra la pared más lejana, con los ojos muy abiertos. El mago se alejó de la cama, abrió las puertas de un armario que había al otro extremo de la habitación y sacó una gruesa bata.

—Toma —dijo, extendiendo el brazo y ofreciéndosela—. Esto es para ti.

Sonea miró la bata como si fuera un animal salvaje.

—Cógela —insistió Rothen mientras daba unos pasos hacia ella—. Debes de tener frío.

Con el ceño arrugado, la joven se acercó un ápice y le arrancó la bata de las manos. Sin quitar ojo al mago, metió los brazos en la prenda y envolvió con ella su delgado cuerpo, mientras retrocedía de nuevo hasta la pared.

—Me llamo Rothen —dijo el mago.

Ella siguió mirándolo sin decir nada.

—No tenemos intención de hacerte daño, Sonea —dijo él—. No tienes nada que temer.

Los ojos de la chica se estrecharon y su boca se convirtió en una fina línea tensa.

—No me crees. —Se encogió de hombros—. Yo tampoco lo haría, de estar en tu situación. ¿Recibiste nuestra carta, Sonea?

La chica frunció el ceño y luego en sus rasgos asomó una fugaz mueca de desprecio. Rothen controló el impulso de sonreír.

—Claro, eso tampoco te lo creerías, ¿verdad que no? Dime, ¿qué es lo que más te cuesta creer?

Sonea se cruzó de brazos, miró por la ventana y no respondió. El mago ignoró un ligero disgusto. Era de esperar que ofreciera resistencia, aunque fuese en la forma de aquel ridículo rechazo a responderle.

—Sonea, de verdad tenemos que hablar —dijo suavemente—. Hay un poder en tu interior que, te guste o no, debes aprender a controlar. Si no lo haces, te acabará matando. Sé que esto lo comprendes.

La chica arrugó el entrecejo, pero siguió mirando por la ventana en silencio. Rothen se permitió un suspiro.

—Sean cuales sean las razones de que no te caigamos bien, debes darte cuenta de que rechazar nuestra ayuda es una estupidez. Ayer no hicimos más que gastar la reserva de poder que tienes. Antes de que pase mucho tiempo, tus poderes volverán a ser fuertes y peligrosos. Medita sobre ello… —Hizo una pausa—. Pero no por mucho tiempo.

Se volvió hacia la puerta y agarró el picaporte.

—¿Qué tengo que hacer?

La voz de la chica sonaba aguda y débil. Rothen sintió la euforia del triunfo, pero controló su expresión rápidamente. Dio media vuelta y sintió una gran tristeza al ver el miedo en los ojos de Sonea.

—Tienes que aprender a confiar en mí —le dijo.

Aquel mago, Rothen, había regresado a su silla. El corazón de Sonea seguía acelerado, pero ya no tanto. La bata la hacía sentirse menos vulnerable. Sabía que no supondría ninguna protección contra la magia, pero al menos tapaba aquella cosa ridícula con que la habían vestido.

La habitación donde se hallaba no era muy grande. Había un armario alto en un extremo, la cama ocupaba el otro por completo y en el centro había una mesa pequeña. Todo el mobiliario estaba hecho de madera pulida y cara. En la mesa había algunos peines pequeños y material de escritura labrado en plata. En la pared, junto a la mesa, había un espejo, y la pared de detrás del mago estaba adornada con un cuadro.

—El control es una habilidad complicada —le dijo Rothen—. Para enseñártelo debo entrar en tu mente, pero no puedo hacerlo si te resistes.

El recuerdo de los aprendices del Gremio de pie en una habitación, presionando las manos sobre las sienes de sus compañeros sentados, afloró en la mente de Sonea. El profesor que los instruía había dicho lo mismo, a grandes rasgos. Sonea sintió una satisfacción incómoda por saber que aquel mago le decía la verdad. Ningún mago podía entrar en su mente sin invitación.

Entonces arrugó la frente, recordando la presencia que le había mostrado la fuente de su poder y la forma de usarla.

—Ya lo hiciste ayer.

Él negó con la cabeza.

—No. Te señalé tu propio poder, y luego te enseñé cómo se utilizaba con el mío. Son dos cosas bastante distintas. Para enseñarte a controlar tu poder, debo ir al lugar de tu interior donde reside ese poder, y para llegar allí debo meterme en tu mente.

Sonea apartó la mirada. ¿Dejaría que un mago entrara en su mente? ¿Qué iba a ver allí? ¿Todo, o solamente lo que ella le permitiera? ¿Tenía alguna otra opción?

—Habla conmigo —la instó el mago—. Hazme todas las preguntas que quieras. Si sabes más de mí, verás que soy digno de confianza. No tiene por qué caerte bien el Gremio entero, no tengo por qué caerte bien ni siquiera yo. Solo has de conocerme lo suficiente para saber que te enseñaré lo que debes aprender y que no haré nada que pueda dañarte.

Sonea examinó al mago. Era de mediana edad, o mayor. Aunque tenía el cabello oscuro salpicado de canas, sus ojos eran azules y vivos. Las arrugas en los bordes de los ojos y la boca le daban una expresión de buen humor. Tenía todo el aspecto de un hombre amable y paternal… pero ella no era tonta. Los embaucadores siempre se hacían pasar por personas honradas y amables. Si no se les daba bien, no se podían ganar la vida. Seguramente el Gremio se había encargado de que el primer mago que ella conociera fuese el más encantador.

Tenía que mirar más al fondo. Al concentrarse en sus ojos, el mago le sostuvo la mirada sin vacilar. Tanta confianza la perturbó. O bien estaba seguro de que no había nada censurable que encontrar, o bien creía poder engañarla para que lo pensara.

Fuera como fuese, Sonea decidió que no se lo iba a poner fácil.

—¿Por qué me tengo que creer nada de lo que me digas?

Él se encogió de hombros.

—¿Por qué iba a mentirte?

—Para conseguir lo que quieres. ¿Qué más razones puede haber?

—¿Y qué es lo que quiero?

La chica titubeó.

—Todavía no lo sé.

—Lo único que quiero es ayudarte, Sonea —dijo, con una voz que sonaba realmente preocupada.

—No te creo —le dijo.

—¿Por qué no?

—Porque eres un mago. Dicen que hacéis un juramento de proteger a la gente, pero yo os he visto matar.

Las arrugas que tenía el mago entre las cejas se hicieron más profundas, y asintió lentamente.

—Es cierto, lo has visto. Como te decíamos en la carta, aquel día no pretendíamos hacer daño a nadie, ni a ti ni al chico. —Suspiró—. Fue un error terrible. Si hubiera sabido lo que iba a ocurrir, nunca te habría señalado.

»Hay muchas formas diferentes de proyectar la magia, y la más común es el azote. El más débil de todos es el azote de paro, cuyo objetivo es paralizar, congelar los músculos de alguien para que no pueda moverse. Todos los magos que atacaron a ese joven estaban utilizando el azote de paro. ¿Recuerdas el color de los azotes?

Sonea negó con la cabeza.

—No estaba mirando. —«Estaba demasiado ocupada huyendo», pensó, pero no tenía ninguna intención de decirlo en voz alta.

Rothen frunció el ceño.

—Entonces tendrás que creerme si te digo que eran rojos. Los azotes de paro son rojos. Pero con tantos magos reaccionando, algunos de los azotes se juntaron y se combinaron, formando un azote de fuego más fuerte. Esos magos no tenían intención de hacer daño a nadie, solo de evitar que el chico se escapara. Te lo aseguro, nuestra equivocación nos ha provocado mucho malestar, y una rotunda desaprobación por parte del rey y de las Casas.

Sonea soltó un bufido.

—Como si les importara.

Las cejas del mago se elevaron.

—Claro que les importa. Admito que sus motivos están más relacionados con tener al Gremio bien atado que con la compasión por el chico o su familia, pero hemos tenido nuestro castigo por ese error.

—¿Qué castigo?

Rothen puso una sonrisa torcida.

—Cartas de protesta. Discursos públicos. Un aviso del rey. No parece gran cosa, pero en el mundo de la política las palabras son mucho más peligrosas que los palos, o que la magia.

Sonea movió la cabeza de un lado a otro.

—Vuestro trabajo es hacer magia. Se supone que es lo que mejor sabéis hacer. Puede que un mago se equivoque, pero no tantos como había allí.

Los hombros de Rothen se elevaron.

—¿Crees que nos pasamos el día preparándonos para cuando una pobre chica nos ataque con piedras dirigidas mágicamente? Nuestros guerreros se entrenan para las más sutiles maniobras y estrategias del combate, pero nada de lo que estudian en la Arena podría haberlos preparado para un ataque de su propia gente… de gente que consideraban inofensiva.

Sonea resopló, haciendo ruido. Inofensiva. Vio cómo Rothen apretaba los labios al oír el sonido. «Seguramente le doy asco», caviló. Para los magos, los de las barriadas eran sucios, feos y un engorro. ¿Tendría la más mínima idea de cuánto los odiaban a ellos los losdes?

—Pero ya habías hecho cosas casi igual de malas antes —le dijo—. He visto a gente con quemaduras que les hicieron los magos. Y también están los que caen aplastados cuando vosotros asustáis a la multitud y se echa a correr. Además, la mayoría muere de frío más tarde, en las barriadas. —Entrecerró los ojos—. Pero claro, a ti no te parecerá que eso sea culpa del Gremio, ¿verdad?

—En el pasado han ocurrido accidentes —admitió él—. Magos que ponían poco cuidado. Siempre que ha sido posible, la gente que salía herida la curaban nuestros sanadores y después era compensada. Y en cuanto a la Purga en sí… —Negó con la cabeza—. Muchos de nosotros pensamos que ya no es necesaria. ¿Sabes por qué se empezó a hacer?

Sonea abrió la boca para ofrecerle una réplica cortante, pero se detuvo. No le vendría mal saber cómo creía él que había empezado la Purga.

—Cuéntamelo tú.

La mirada de Rothen se perdió en el pasado.

—Hace más de treinta años, explotó una montaña muy lejos al norte. El cielo se llenó de hollín y bloqueó parte del calor que da el sol. El invierno siguiente fue tan largo y frío que no tuvimos un verano digno de ese nombre, y luego empezó el siguiente invierno. No hubo cosechas en toda Kyralia, ni tampoco en Elyne, y el ganado murió. Cientos, quizá miles de granjeros vinieron a la ciudad con sus familias, pero no había trabajo ni alojamiento para todos ellos.

»La ciudad se llenó de gente hambrienta. El rey distribuyó alimentos y dispuso que lugares como el Estadio se utilizaran para refugiarlos. Mandó a casa a algunos granjeros, con bastante comida para que aguantasen hasta el siguiente verano. Sin embargo, no había suficiente para alimentar a todos.

«Explicamos a la gente que el próximo invierno no sería tan malo, pero muchos de ellos no nos creyeron. Algunos incluso pensaban que el mundo iba a congelarse por completo y que todos moriríamos. Olvidaron todo rastro de decencia, y se aprovecharon de los demás creyendo que no quedaría nadie vivo para castigarlos. Se hizo peligroso caminar por las calles, hasta de día. Las bandas asaltaban las casas y la gente moría en sus camas. Fue una época terrible. —Meneó la cabeza—. No la olvidaré nunca.

»El rey envió a la Guardia para que expulsara a todas esas bandas de la ciudad. Cuando se hizo evidente que no podía llevarse a cabo sin derramar sangre, pidió ayuda al Gremio. El siguiente invierno también fue severo, y el rey vio que se empezaban a repetir unos problemas similares, así que decidió despejar otra vez las calles antes de que la situación se volviera peligrosa. Y así se ha hecho desde entonces. —Rothen suspiró.

»Hay muchos que opinan que la Purga debería haber terminado hace años, pero la gente no olvida, y las barriadas han multiplicado su tamaño desde aquel terrible invierno. Se teme lo que pueda ocurrir si no se despeja la ciudad cada invierno, sobre todo ahora que existen los ladrones. Tienen miedo de que los ladrones puedan aprovechar una situación así para apoderarse de la ciudad.

—¡Eso es ridículo! —exclamó Sonea.

La versión de la historia que le había dado Rothen era muy parcial, como había esperado, pero algunas razones que había ofrecido para la primera Purga le resultaban nuevas y extrañas. ¿Montañas que explotaban? No tenía sentido discutirlo. El mago se limitaría a señalar la ignorancia de Sonea sobre aquellos temas. Pero ella sabía algo que él desconocía.

—Fue por la Purga que empezaron los ladrones —le dijo—. ¿Piensas que solamente expulsabais a asaltadores y a bandas callejeras? Sacabais de la ciudad a todos esos granjeros hambrientos y a sus familias, y a otra gente como los mendigos o los traperos, que necesitaban estar en la ciudad para sobrevivir. Esa gente se unió para ayudarse entre ellos. Pudieron seguir adelante uniéndose a los sin ley, porque ya no veían razones para seguir las leyes del rey. Esos sin ley son los ladrones… y a los ladrones les trae sin cuidado la Purga porque pueden entrar y salir de la ciudad siempre que quieran.

Rothen asintió lentamente, con aire pensativo.

—Algo así sospechaba. —Se inclinó hacia delante—. Sonea, a mí me gusta la Purga tan poco como a ti, y no soy el único mago que opina lo mismo.

—Entonces ¿por qué vas a hacerla?

—Porque cuando el rey nos pide que hagamos algo, nuestro juramento nos obliga a obedecer.

Sonea resopló de nuevo.

—Y así podéis echar la culpa al rey por todo lo que hacéis.

—Todos somos súbditos del rey —le recordó el mago—. Debe quedar claro que el Gremio obedece sus órdenes, porque la gente tiene que saber que no pretendemos gobernar Kyralia nosotros. —Se reclinó contra el respaldo—. Si somos los asesinos sin remordimientos por quienes nos tomas, Sonea, ¿por qué no hemos hecho eso? ¿Por qué los magos no dominamos todas las tierras?

Sonea se encogió de hombros.

—No lo sé, pero para los losdes no habría ninguna diferencia. ¿Cuándo habéis hecho nada bueno por nosotros?

Rothen afiló la mirada.

—Hay mucho que no veis.

—¿Como qué?

—Mantenemos el Puerto libre de cieno, por ejemplo. Si no fuera por nosotros, los barcos no podrían atracar en Imardin y los negocios se marcharían a otra parte.

—¿Y por qué es bueno eso para los losdes?

—Crea trabajo para los imardianos de todas las clases sociales. Los barcos nos traen marineros que gastan dinero en alojamiento, comida y bienes. Los trabajadores empaquetan y cargan los bienes. Los artesanos fabrican los bienes. —Escrutó los rasgos de la chica y meneó la cabeza—. Es posible que nuestro trabajo esté demasiado separado de tu propia vida para que puedas verle el valor. Si lo que quieres es vernos ayudar directamente a la gente, piensa en la obra de los sanadores. Trabajan mucho para…

—¡Los sanadores! —Sonea puso los ojos en blanco—. ¿Quién tiene dinero para pagar un sanador? ¡La tarifa es diez veces lo que gana un buen ladrón en toda su vida!

Rothen se quedó un momento en silencio.

—Por supuesto, tienes razón —dijo con voz queda—. Los sanadores son muy escasos… casi no dan abasto para atender a la cantidad de enfermos que vienen buscando ayuda. Las tarifas costosas están para evitar que la gente con afecciones menores abuse del tiempo de los sanadores, y se destinan a enseñar a gente sin magia la forma de usar medicamentos que puedan tratar esas afecciones menores. Esos médicos son los que tratan al resto de los ciudadanos de Imardin.

—A los losdes, no —replicó Sonea—. Lo que tenemos nosotros son curis, pero esos lo mismo te matan que te ponen bueno. Cuando vivía en la Cuaderna Meridional solamente oí hablar de unos pocos médicos, y costaban un gorro de oro.

Rothen miró por la ventana y suspiró.

—Sonea, si fuera capaz de resolver el problema de las clases sociales y la pobreza en la ciudad, lo haría sin dudarlo un instante. Pero hay muy poco que nosotros podamos hacer, incluso siendo magos.

—¿Ah, no? Si de verdad no os gusta la Purga, negaos a ir. Decidle al rey que haréis todo lo demás que os diga, menos eso. Ya ha pasado antes.

Rothen frunció el ceño, claramente desconcertado.

—Hace mucho tiempo, cuando el rey Palen rechazó firmar la Alianza.

La joven reprimió una sonrisa ante la cara de sorpresa del mago.

—Pues convenced al rey para que construya buenas cloacas y cosas por el estilo en las barriadas. Si su bisabuelo lo pudo hacer para el resto de la ciudad, ¿por qué no tiene que hacerlo él para nosotros?

Rothen enarcó las cejas.

—¿No querríais que la gente de las barriadas se mudara al interior de la ciudad?

Sonea negó con la cabeza.

—Hay partes del Círculo Exterior que están bien. La ciudad no va a parar de crecer. A lo mejor el rey también tendría que levantar otra muralla.

—Las murallas están obsoletas. No tenemos enemigos. Pero todo lo demás es… interesante. —Le dedicó una mirada apreciativa—. ¿Y qué más dirías que hiciéramos?

—Salid a las barriadas y curad a la gente.

Rothen hizo una mueca.

—No somos bastantes.

—Unos pocos son mejores que ninguno. ¿Por qué ha de ser más importante el brazo roto del hijo de una Casa que el de un losde?

Entonces el mago sonrió, y de pronto Sonea albergó la preocupante sospecha de que las respuestas del mago eran solo una forma de divertirse. ¿A él qué le importaba, de todas formas? Solamente estaba intentando aparentar que la comprendía. Iba a necesitar más que eso si quería que confiase en él.

—No lo haréis nunca —gruñó—. No paras de decir que algunos de vosotros echaríais una mano si pudierais, pero la verdad es que si algún mago se preocupara, estaría ahí fuera. No hay ninguna ley que os lo impida, así que ¿por qué no va nadie? Ya te lo digo yo. Las barriadas huelen mal y son duras, y es mejor fingir que no existen. —Abarcó con un gesto la habitación y su lujoso mobiliario—. Todo el mundo sabe que el rey os paga muchísimo. Bueno, pues si todos lo sentís tanto por nosotros, deberíais dedicar algo de ese dinero a ayudar a la gente, pero no os da la gana. Preferís quedároslo todo.

El mago hizo un mohín, con la expresión pensativa. Sonea fue extrañamente consciente del silencio que reinaba en la habitación. Se dio cuenta de que se había dejado provocar por él, y apretó los dientes.

—Si la gente que conoces en las barriadas recibiera una importante suma de dinero —dijo él con lentitud—, ¿crees que lo dedicaría todo a ayudar a los demás?

—Sí —respondió Sonea.

Él levantó una ceja.

—Entonces ¿ninguno tendría la tentación de quedárselo?

Sonea se quedó callada un momento. Conocía a algunos que harían eso. Bueno, más que a algunos.

—Unos pocos, me imagino —admitió.

—Ah —dijo Rothen—. Pero no querrás que piense que todos los losdes son gente avariciosa, ¿verdad? Pues tampoco deberías creer tú que todos los magos son unos egoístas. Y sin duda me asegurarás que, por mucho que allí se viole la ley o se actúe con violencia, las personas que tú conoces son, en general, buena gente. Siendo así, no tiene sentido que ahora juzgues a todos los magos por los errores de unos pocos, ni por su alta cuna. La mayoría de nosotros, y esto te lo aseguro, nos esforzamos por ser personas decentes.

Frunciendo el ceño, Sonea apartó la mirada. Lo que decía Rothen tenía sentido, pero no la tranquilizaba en absoluto.

—Puede ser —respondió—, pero sigo sin ver a ningún mago ayudando a la gente en las barriadas.

Rothen asintió.

—Porque sabemos que los de las barriadas rechazarían nuestra ayuda.

Sonea vaciló. El mago estaba en lo cierto, pero si los losdes no querían la ayuda del Gremio era porque el Gremio les había dado a ellos razones para odiarlos.

—No rechazarían el dinero —señaló.

—Dando por hecho que tú no estás entre los que se lo guardarían, ¿qué harías si yo te diera cien piezas de oro para gastarlas a tu antojo?

—Compraría comida para la gente —contestó Sonea.

—Con cien oros podrías alimentar a unos cuantos durante muchas semanas, o a muchos durante unos días. Al cabo de ese tiempo, seguirían tan empobrecidos como antes. No habrías cambiado casi nada.

Sonea abrió la boca y volvió a cerrarla. No encontraba nada que replicar a eso. Tenía razón, y sin embargo no la tenía. Seguro que había algo malo en ni siquiera hacer el intento de ayudar.

Suspirando, bajó la mirada y torció el gesto al ver las ridículas vestiduras que llevaba. Sabía que cambiar de tema haría pensar al mago que había ganado la discusión, pero aun así dio un tirón al borde de la bata.

—¿Dónde está mi ropa?

Él se miró las manos.

—Ya no está. Te daré ropa nueva.

—Quiero la mía —le dijo.

—La he hecho quemar.

Sonea se lo quedó mirando, incrédula. Su capa, aunque estuviera sucia y quemada por algunos sitios, era de buena calidad… y se la había regalado Cery.

Alguien llamó a la puerta. Rothen se puso de pie.

—Ahora tengo que irme, Sonea —le dijo el mago—. Volveré dentro de una hora.

La joven vio cómo se alejaba y abría la puerta. Al otro lado pudo entrever otra sala llena de lujos. Después de que cerrara la puerta, Sonea esperó escuchar el sonido de una llave girando, y notó una punzada de esperanza cuando este no llegó.

Miró fijamente la puerta, concentrada. ¿La habría atrancado con magia? Se acercó un paso y entonces oyó el sonido amortiguado de unas voces que llegaban del otro lado del umbral.

No tenía sentido probar la puerta ahora, pero quizá más tarde…

El dolor le oprimía la cabeza sin piedad, pero pudo sentir que algo frío le goteaba por detrás de la oreja. Cery abrió los ojos y vio una cara borrosa entre la oscuridad. La cara de una mujer.

—¿Sonea?

—Hola. —No conocía aquella voz—. Ya era hora de que volvieras con nosotros.

Cery cerró los ojos con fuerza, y luego volvió a abrirlos. La cara se hizo más nítida. Un cabello negro y largo envolvía unos rasgos de hermoso exotismo. La piel de la mujer era oscura, pero no tan tiznada como la de Farén. Una nariz kyraliana, recta y familiar, añadía elegancia a aquella cara alargada. Era como si Sonea y Farén se hubieran fundido en una sola persona.

«Estoy soñando», pensó.

—No, no lo estás —respondió la mujer. Levantó la mirada hacia algo que estaba encima de su cabeza—. Debieron de darle bastante fuerte. ¿Quieres hablar ya con él?

—Por intentarlo que no sea.

La segunda voz era conocida. Cuando pudo ver a Farén, volvieron los recuerdos de Cery e intentó incorporarse. La oscuridad se disipó pero su cabeza se llenó de un dolor atroz. Notó unas manos en los hombros y, a regañadientes, permitió que volvieran a reclinarlo.

—Hola, Cery. Esta es Kaira.

—Se parece a ti pero en guapa.

Farén rió.

—Gracias. Kaira es hermana mía.

La mujer sonrió y salió de su campo visual. Cery oyó una puerta cerrándose a su derecha. Miró fijamente a Farén.

—¿Dónde está Sonea?

El ladrón se puso serio.

—La tienen los magos. Se la llevaron al Gremio.

Las palabras rebotaron una y otra vez en la mente de Cery. Notó que algo horrible le roía las entrañas. «¡Ya no está!» ¿Cómo podía haber pensado que podría protegerla? No, un momento. Se suponía que era Farén quien debía encargarse de que ella estuviera a salvo. Se encendió una chispa de rabia. Tomó aliento para hablar…

«No. Tengo que encontrarla. He de recuperarla. Puede que necesite la ayuda de Farén.»

La rabia desapareció por completo. Cery miró al ladrón con el ceño arrugado.

—¿Qué ha pasado?

—Lo inevitable —respondió Farén con un suspiro—. La alcanzaron. —El ladrón movió la cabeza a un lado y a otro—. No sé qué podría haber hecho para detenerlos. Ya lo había intentado todo.

Cery asintió.

—Y ahora, ¿qué?

Los labios del ladrón se torcieron en una media sonrisa lúgubre.

—Yo no fui capaz de honrar mi parte del acuerdo. Por su parte, Sonea nunca tuvo la oportunidad de usar su magia para mí. Los dos lo intentamos con todas nuestras fuerzas pero fallamos. Por lo que a ti respecta… —La sonrisa de Farén se esfumó—. Me gustaría que te quedaras conmigo.

Cery miró fijamente al ladrón. ¿Cómo podía abandonar tan deprisa a Sonea?

—Eres libre de marcharte, si quieres —añadió el lonmariano.

—¿Qué pasa con Sonea?

El ladrón frunció el entrecejo.

—Está en el Gremio.

—No es un sitio tan difícil para colarse. Yo ya lo he hecho.

El ceño de Farén se arrugó más.

—Eso sería una estupidez. Seguro que la tienen muy bien vigilada.

—Los distraeremos.

—No haremos tal cosa. —Hubo un destello en los ojos de Farén. Se apartó unos pasos y luego volvió caminando junto a Cery—. Los ladrones nunca se han enfrentado al Gremio, y nunca lo harán. No somos tan idiotas como para pensar que venceríamos.

—No son tan listos. Créeme, yo…

—¡Que no! —lo interrumpió Farén. Respiró hondo y soltó el aire poco a poco—. No es tan fácil como tú crees, Cery. Descansa un poco. Cúrate. Piensa en lo que estás sugiriendo. Volveremos a hablar pronto.

El ladrón se perdió de vista. Cery oyó la puerta abrirse con un chasquido y luego cerrarse con firmeza. Trató de levantarse, pero su cabeza pareció a punto de explotarle de dolor. Con un suspiro, cerró los ojos y se quedó tumbado, resollando.

Podía intentar convencer a Farén para rescatar a Sonea, pero sabía que no tendría éxito. No. Si había que salvarla, tendría que hacerlo él solo.