12. El último lugar donde buscarían


Era tan alto que casi parecía tocar las estrellas.

En cada esquina tenía una torre. Entre una y otra, los blancos muros reflejaban con suavidad la luz de la luna. La parte frontal estaba recubierta de arcos, de extremo a extremo y unos encima de otros, que servían de soporte a los muros-cortina de piedra. Una amplia escalinata subía hasta los enormes portones, que estaban abiertos.

—Qué hermoso es… —Sonea suspiró.

Cery rió discretamente.

—Sí que lo es, ¿verdad? ¿Ves esas puertas? Son como cuatro veces más altas que un hombre.

—Tienen que pesar mucho. ¿Cómo las cerrarán?

—Supongo que con magia.

Sonea se puso tensa al ver aparecer una figura vestida con túnica azul en el umbral. El hombre se detuvo allí un momento y después bajó los escalones y se marchó hacia un edificio más pequeño que había a la derecha.

—No te preocupes. No pueden vernos —le aseguró Cery.

Sonea dejó marchar el aire que estaba reteniendo y se obligó a apartar la mirada de la silueta ya lejana.

—¿Qué hay dentro?

—Aulas. Eso es la universidad.

En la parte lateral del edificio había tres hileras de ventanas. Los árboles les bloqueaban casi por completo la visión de las dos filas inferiores, pero Sonea vio una cálida luz amarilla entre los huecos del follaje. A la izquierda del edificio había un gran jardín. Cery señaló la construcción que se levantaba al fondo del mismo.

—Ahí es donde viven los aprendices —explicó—. Al otro lado de la universidad hay otro edificio igualito que ese, que es donde viven los magos. Y allí —siguió diciendo mientras señalaba un edificio circular que había a unos cientos de pasos a su izquierda— es donde trabajan los sanadores.

—¿Y eso qué es? —preguntó Sonea, indicando un grupo de agujas curvadas que se alzaban de algún lugar en el interior del jardín.

Cery levantó los hombros y confesó:

—No lo sé. No lo he averiguado nunca. —Hizo un gesto hacia el camino que tenían delante—. Esto va hacia las casas de los sirvientes, allí abajo. —Se lo indicó señalando a la izquierda—. Y por allí, a la derecha, lleva hasta las caballerizas. Detrás de la universidad hay unas cuantas construcciones más, y también tienen otro jardín, delante del edificio de los magos. Ah, y subiendo un poco la colina hay más casas para magos.

—Cuántos edificios —dijo con un hilo de voz—. ¿Cuántos magos debe de haber?

—Aquí viven más de cien —le explicó Cery—. Hay otros que no. Algunos viven en la ciudad, otros en el campo y también hay muchísimos en otros países. Aquí también tienen como unos doscientos sirvientes. Hay doncellas, mozos de cuadra, cocineros, escribas, jardineros y hasta agricultores.

—¿Agricultores?

—Tienen campos de cultivo cerca de las casas del servicio.

Sonea frunció el ceño.

—¿Por qué no compran la comida y ya está?

—He oído decir que cultivan plantas de todos los tipos para hacer medicamentos con ellas.

—Ah. —Sonea miró a Cery, impresionada—. ¿Cómo has descubierto tantas cosas del Gremio?

Cery sonrió enseñando todos los dientes.

—Hice un montón de preguntas, sobre todo después de la última vez que vine a echar un vistazo.

—¿Por qué?

—Tenía curiosidad.

—¿Curiosidad? —se burló Sonea—. ¿Solo era curiosidad?

—Todo el mundo quiere saber a qué se dedican aquí. ¿Tú no?

Sonea dudó.

—Yo… a veces.

—Pues claro que quieres. Y tú tienes más razones que la mayoría. Bueno, ¿quieres espiar a unos cuantos magos?

Sonea miró los edificios.

—¿Cómo vamos a espiar dentro sin que nos vean?

—El jardín llega hasta la misma pared de los edificios —le dijo Cery—. Hay caminos que van de un lado a otro, y están rodeados de árboles y setos. Puedes andar entre los setos y no te ve nadie.

Sonea negó con la cabeza.

—A nadie más se le ocurriría hacer una locura como esta.

Él sonrió.

—Pero ya sabes que nunca corro riesgos a lo tonto.

Sonea se mordió el labio, todavía avergonzada de haber sospechado que Cery estaba traicionándola. Siempre había sido el chico más listo de la banda de Harrin. Si había alguna posibilidad de espiar al Gremio, él sabría cómo hacerlo.

Era consciente de que tendría que estar diciéndole que la llevara otra vez con Farén. Si los descubriera alguien… Pensarlo daba demasiado miedo. Cery la estaba mirando con emoción. «Sería una lástima no intentarlo —susurró una vocecilla desde el fondo de su mente—, y a lo mejor veo algo que me ayude.»

—Muy bien. —Suspiró—. ¿Adónde vamos primero?

Cery sonrió y señaló el edificio de los sanadores.

—Nos meteremos en los jardines de ahí abajo, donde el camino está oscuro. Tú sígueme.

Regresó al bosque correteando y empezó a avanzar en zigzag entre los árboles. Unos cientos de pasos más tarde, regresó al sendero y se detuvo junto a un árbol.

—Ahora mismo los magos están muy ocupados entrenando —murmuró—. O bien se han ido a sus habitaciones. Tenemos hasta que acaben las clases nocturnas, y luego nos retiraremos para escondernos. De momento solo hemos de preocuparnos de los sirvientes. Métete la capa bajo la camisa. Lo único que va a hacer es molestarte.

Ella obedeció. Cery la cogió de la mano y la llevó hasta el camino. Sonea miró las ventanas de la universidad con aire dudoso.

—¿Y si miran afuera? Van a vernos.

—No te preocupes —dijo él—. Las salas están muy iluminadas, así que no ven nada de lo que hay fuera a no ser que se pongan justo al lado de la ventana, y están muy atareados haciendo esas cosas que hacen para mirar afuera.

La cogió por el brazo y tiró de ella hasta el otro lado del camino. Sonea contuvo la respiración y escrutó las ventanas que tenía encima, casi esperando ver a alguien asomado, pero en ninguna de ellas había ninguna forma humana. Cuando se metieron en las sombras del jardín, suspiró de alivio.

Cery se tumbó boca abajo en el suelo y culebreó para cruzar la base de un arbusto. Sonea fue tras él y terminó agachada bajo una densa red de hojas.

—Ha crecido un poco desde que vine la última vez —murmuró Cery—. Tendremos que ir a gatas.

Siguieron adelante apoyados en las manos y las rodillas, con Cery abriendo camino por un denso túnel de vegetación. Cada veinte pasos más o menos, tenían que apretarse contra el tronco de un árbol para poder avanzar. Después de gatear varios centenares de pasos, Cery se detuvo.

—Estamos delante del edificio de los sanadores —le dijo—. Ahora cruzaremos un camino y luego nos meteremos entre los árboles que hay contra la pared. Yo voy primero. Asegúrate de que no hay nadie en el camino y luego ven detrás.

Volvió a ponerse boca abajo, apartó las ramas del seto para salir y desapareció. Sonea se acercó por el hueco que había dejado y echó un vistazo al exterior. El seto bordeaba un camino. Alcanzó a ver el agujero por donde Cery se había introducido en el seto del otro lado.

Salió al camino, lo cruzó a toda prisa y se metió entre la hojarasca. Encontró a Cery sentado en el espacio que había detrás, con la espalda apoyada en el tronco de un gran árbol, de cara a una pared.

—¿Crees que podrías trepar por aquí? —preguntó Cery en voz baja, dando una palmadita a la pared—. Tienes que llegar al segundo piso. Ahí es donde dan las clases.

Sonea examinó la pared. Estaba hecha de grandes ladrillos de piedra. La argamasa que los unía era vieja y se estaba deshaciendo. Había dos cornisas que rodeaban el edificio y constituían la base de las ventanas. Cuando llegara a una de ellas, podría apoyarse en la cornisa para mirar al interior.

—Fácil —susurró.

Cery entrecerró los ojos y empezó a rebuscar en sus bolsillos. Sacó un frasco pequeño, lo abrió y empezó a embadurnarle la cara con una pasta oscura.

—Ya está. Ahora te pareces a Farén. —Sonrió, pero volvió a ponerse serio al momento—. Que los árboles no dejen de taparte. Si veo que viene alguien, ulularé como un muluk. Tú quédate en tu sitio y mantente quieta y silenciosa como nunca.

Con un asentimiento, Sonea se volvió hacia la pared y metió con cuidado la punta del pie en una grieta. Hurgó con los dedos en la argamasa desmenuzada y buscó el siguiente punto para apoyar el pie. No tardó en estar colgando de la pared, con los pies al nivel de la cabeza de Cery. Lo miró y vio que los dientes le brillaban al sonreír.

Sus músculos protestaron a medida que iba izándose, pero no se detuvo hasta haber alcanzado la segunda repisa. Paró un momento para recobrar el aliento y giró la cabeza hacia la ventana más próxima.

Tenía el tamaño de una puerta y estaba compuesta por cuatro grandes láminas de cristal. Deslizó poco a poco las manos por la repisa hasta que pudo ver la habitación que había al otro lado.

Dentro había un grupo de magos con túnicas grises, sentados, todos mirando con atención algo que estaba en el rincón opuesto de la sala. Sonea dudó si debía echarle un vistazo, temiendo que alguno levantara la vista y la viera, pero nadie miraba en su dirección. Con el corazón desbocado, avanzó centímetro a centímetro hasta que pudo ver lo que miraban con tanto interés.

En la esquina contraria había un hombre con la túnica de color verde oscuro. Sostenía un grabado de un brazo, con líneas de colores y palabras garabateadas encima. El mago estaba usando un palo corto de madera para señalar las distintas palabras.

Sonea notó que se emocionaba. La voz del mago llegaba un poco amortiguada por el cristal, pero podía distinguir sus palabras si ponía atención.

Mientras lo hacía, creció en ella una familiar frustración. La lección que impartía el mago estaba compuesta en buena parte por palabras y frases extrañas. Para ella tenía el mismo sentido que un idioma distinto. Estaba a punto de ceder al dolor de sus dedos y volver con Cery cuando el profesor se giró y dijo en voz alta:

—Que entre Jenia.

Los aprendices miraron la puerta abierta. Una mujer joven entró en la sala, acompañada de un anciano sirviente. La muchacha tenía el brazo vendado, apoyado en un cabestrillo que llevaba atado al cuello.

La mujer sonrió con descaro y se rió de algo que había dicho uno de los aprendices. Bastó una mirada severa del maestro para que la clase quedara en silencio.

—Jenia se ha roto el brazo esta tarde al caerse del caballo —les dijo.

Indicó a la joven que tomara asiento. Cuando empezó a deshacer los vendajes, a ella se le borró la sonrisa de la cara.

Quedó a la vista un brazo con magulladuras e hinchazón. El profesor escogió a dos aprendices de la clase. Los dos pasaron suavemente las manos por el brazo herido, dieron un paso atrás e hicieron su valoración. El profesor asintió, complacido.

—Bien. —Levantó la voz para que llegara a toda el aula—. Lo primero que haremos es detener el dolor.

A una señal del maestro, uno de los aprendices tomó la mano de la mujer. Cerró los ojos y la sala quedó un momento en silencio. Por los rasgos de la joven pasó una expresión de alivio. El aprendiz la soltó e inclinó la cabeza hacia el profesor.

—Siempre es mejor dejar que el cuerpo se cure solo —siguió diciendo el mago—, pero podemos repararlo hasta el punto en que los huesos se unen y se alivia la hinchazón.

El otro aprendiz recorrió lentamente el brazo de la mujer con la palma de su mano. Las magulladuras perdieron el color bajo su contacto. Cuando el joven se apartó, la joven esbozó una sonrisa y probó a mover los dedos.

El profesor le examinó el brazo y a continuación volvió a ponérselo en cabestrillo, acto que la mujer contempló con un desdén evidente. El mago le ordenó con mucha seriedad que no utilizara el brazo en las próximas dos semanas. Uno de los aprendices dijo algo y los demás rieron.

Sonea se apartó de la ventana. Acababa de presenciar los legendarios poderes sanadores de los magos, cosa que pocos losdes contemplaban alguna vez en sus vidas. Era tan asombroso como ella había imaginado.

Pero no había aprendido nada acerca de cómo se hacía.

«Esto debe de ser una clase para aprendices avanzados», razonó. Los aprendices más nuevos no sabrían cómo tratar una herida como aquella. Si encontraba una clase para aprendices noveles, podría ser capaz de comprenderla. Descendió. Cuando sus pies tocaron el suelo, Cery la agarró del brazo.

—¿Has visto cómo curaban a alguien? —susurró.

Sonea asintió.

Cery sonrió de oreja a oreja.

—Ya te he dicho que era fácil, ¿a que sí?

—Puede que para ti —dijo ella, frotándose las manos—. Yo estoy desentrenada.

Fueron al siguiente árbol y la joven obligó a sus dedos cansados a meterse entre los ladrillos para auparse de nuevo.

La siguiente aula estaba presidida por una mujer, que también vestía una túnica verde. Guardaba silencio y vigilaba a sus aprendices, inclinados sobre sus pupitres, escribiendo como locos en sus papeles y hojeando unos gastados libros con cubiertas de cuero. Sonea cedió al dolor de sus brazos y regresó al suelo.

—¿Y bien? —preguntó Cery.

—Poca cosa —respondió ella, negando con la cabeza.

En la siguiente ventana había un aula con aprendices mezclando líquidos, polvos y pastas en unos tarros pequeños. La siguiente reveló a un solo joven con túnica verde, dormido con la cabeza apoyada en las páginas abiertas de un libro.

—Las otras habitaciones no tienen luz —le dijo Cery cuando regresó a tierra de nuevo—. Me parece que aquí ya no hay nada nuevo que ver. —Se volvió para señalar la universidad—. Allí dan más clases.

Ella asintió.

—Vámonos.

Se escurrieron fuera del seto, cruzaron el sendero a la carrera y se metieron entre las hojas del lado opuesto. Después de recorrer medio jardín, Cery se detuvo para señalar un hueco en el seto.

Mirando entre las hojas, Sonea comprendió que habían llegado a los extraños mástiles que había visto antes alzándose por encima del jardín. Se curvaban hacia dentro, como si estuvieran haciéndose reverencias entre ellos, y se iban estrechando hasta formar una punta en la cúspide. Estaban repartidos a intervalos regulares alrededor de una losa circular de piedra que estaba incrustada en el suelo.

Sonea se estremeció. El aire estaba contaminado por una vibración que le era familiar. Inquieta, puso una mano en la espalda de Cery.

—Vámonos de aquí.

Cery asintió y, tras una última mirada a las altas agujas, se la llevó.

Atravesaron otros dos caminos antes de llegar a la pared de la universidad. Cery puso una mano en la piedra.

—Esta no vas a poder escalarla —susurró—. Pero hay muchas ventanas al nivel del suelo.

Sonea tocó la pared. La piedra estaba cubierta de riachuelos y ondas que recorrían la superficie hacia arriba y hacia abajo. No distinguió ninguna grieta ni tampoco vetas en la piedra. Parecía que hubieran construido el edificio entero a partir de un solo bloque de piedra.

Cery se situó detrás de un árbol y entrelazó las manos. Sonea se incorporó y colocó un pie en el estribo. Aupándose, echó un vistazo por encima de la repisa al interior de la habitación.

Había un hombre vestido con una túnica de color violeta escribiendo en un tablero con un carboncillo. Llegó el sonido de su voz a los oídos de Sonea, pero no pudo entender lo que estaba diciendo. Los dibujos del tablón eran tan incomprensibles como la charla que daba el sanador. Con una punzada de decepción y frustración, hizo una señal a Cery para que la dejara bajar.

Se movieron con sigilo, sin separarse del edificio, hasta la siguiente ventana. La escena que había al otro lado era tan misteriosa como la primera. Los aprendices estaban tensos, sentados en sus asientos y con los ojos cerrados. Detrás de cada aprendiz sentado había otro de pie, con las palmas de las manos apoyadas en las sienes de su compañero. El maestro, un hombre de aspecto adusto con túnica roja, los contemplaba en silencio.

Sonea estaba a punto de bajarse cuando de repente el hombre habló.

—Ahora salid. —Tenía un tono sorprendentemente sereno para un hombre con el rostro tan severo. Los aprendices abrieron los ojos. Los que estaban de pie se frotaron sus propias sienes, entre muecas de dolor—. Como podéis ver, es imposible escudriñar en la mente de otra persona sin su consentimiento. Bueno, no es imposible del todo, como ha demostrado nuestro Gran Lord, pero está con mucho fuera del alcance de los magos comunes como vosotros y yo.

Sus ojos se desplazaron un breve instante a la ventana. Sonea se apresuró a agachar la cabeza. Cery la dejó bajar al suelo y ella se puso en cuclillas bajo la repisa de la ventana, apretando la espalda contra la pared e indicando por señas a Cery que hiciera lo mismo.

—¿Te han visto? —susurró Cery.

Sonea se llevó una mano al corazón, que le estaba palpitando a gran velocidad.

—No estoy segura.

¿Estaría el mago corriendo por la universidad en aquellos momentos, con la intención de registrar los jardines? ¿O estaría junto a la ventana, esperando a que salieran de debajo de la repisa?

Tragó saliva, con la boca reseca. Se volvió hacia Cery, dispuesta a sugerir que corrieran hacia el bosque, pero se contuvo. A su espalda, en el aula, el sonido amortiguado de la voz del profesor había regresado. Cerró los ojos y suspiró con alivio.

Cery se inclinó hacia delante y echó una mirada cautelosa a la ventana. Luego la miró a ella y se encogió de hombros.

—¿Seguimos?

Sonea respiró hondo antes de asentir. Se incorporaron, avanzaron junto al edificio y se situaron debajo de la siguiente ventana. Cery juntó las manos y aupó a Sonea.

Al mirar por la ventana, sus ojos se encontraron con destellos de movimiento. Miró la escena boquiabierta y sorprendida. Había unos pocos aprendices esquivando y lanzándose al suelo, haciendo lo posible por evitar un diminuto punto de luz que volaba por toda la habitación. De pie sobre una silla en un rincón, un mago de túnica roja seguía el recorrido de la mota con una mano extendida. Bramó a sus aprendices:

—¡Quedaos en el sitio! ¡Defended la posición!

Cuatro de los aprendices ya estaban quietos. Cuando la brillante mota se acercaba a ellos, salía despedida como si fuera un insecto despedido por un matamoscas. Poco a poco, los demás aprendices siguieron el ejemplo de los primeros, pero la chispa era muy rápida. Algunos de los jóvenes menos habilidosos tenían diminutas marcas rojas en los brazos y en la cara.

De repente la chispa se desvaneció. El profesor saltó de la silla y aterrizó con ligereza. Los aprendices se relajaron y empezaron a cruzar sonrisas. Sonea, temiendo que alguno echara un vistazo en su dirección, se dejó caer al suelo.

En la siguiente ventana observó a un mago de túnica violeta que estaba mostrando a su clase un experimento con líquidos de colores. En otra contempló a un grupo de aprendices que trabajaban con glóbulos de cristal fundido que flotaban en el aire, formando a partir de aquellas formas brillantes intrincadas esculturas que refulgían. Y en la siguiente aula escuchó a un hombre de aspecto amable, vestido con túnica roja, que daba una charla sobre la creación de fuego.

De pronto el tañido grave de una campana reverberó por todo el Gremio. El mago, sorprendido, levantó la mirada y los aprendices empezaron a levantarse de sus asientos. Sonea agachó la cabeza tras la ventana.

Cery la bajó hasta el suelo.

—Esa campana indica que se acaban las clases —dijo—. Ahora estaremos sin hacer ruido. Los magos van a salir de la universidad para ir a sus habitaciones.

Se acurrucaron cerca del tronco de un árbol. Durante unos minutos no se oyeron ruidos, y luego Sonea escuchó el sonido de unos pasos al otro lado del seto.

—… un día muy largo —estaba diciendo una mujer—. Estamos muy faltos de personal, ahora que se extiende este constipado invernal. Espero que la búsqueda termine pronto.

—Sí —se mostró de acuerdo otra mujer—. Pero el administrador ha sido razonable. Ha asignado casi todo el trabajo a los guerreros y los alquimistas.

—Cierto —admitió la primera—. Bueno, dime, ¿cómo está la esposa de lord Makin? Ya debe de pasar de los ocho meses…

Las voces de las magas se perdieron en la distancia y las reemplazó una risotada infantil.

—… te tenía engañado. ¡Casi te da una paliza, Kamo!

—Ha sido un simple truco —replicó un chico con un fuerte acento de Vin—. No le volverá a funcionar.

—¡Ja! —terció otro chico—. ¡Si esta ya es la segunda vez!

Los muchachos se echaron a reír, pero Sonea oyó otros pasos que se acercaban por su izquierda. Los chicos se callaron.

—Lord Sarrin —murmuraron con respeto cuando los pasos llegaron donde estaban ellos.

Cuando se hubieron alejado un buen trecho, sus voces volvieron a elevarse para continuar pinchándose mutuamente. Se alejaron y Sonea dejó de oírlos.

Pasaron otros grupos de magos. Casi todos caminaban en silencio. La actividad del Gremio fue menguando hasta apagarse. Cuando por fin Cery metió la cabeza por el seto para comprobar si el camino estaba desierto, llevaban casi una hora escondidos.

—Vamos a volver al bosque —le dijo—. Ahora ya no quedan clases para que las veas.

Sonea lo siguió al otro lado del camino y por el siguiente seto. Cruzaron el jardín y corretearon a través del primer sendero que habían atravesado, de vuelta al bosque. Cery se agachó sonriente bajo un árbol, con los ojos brillantes de emoción.

—Ha sido fácil, ¿verdad que sí?

Sonea miró el Gremio sobre su hombro y sintió que se le extendía una sonrisa en la cara.

—¡Sí!

—¿Lo ves? Piénsalo: mientras los magos están de caza allá fuera, en las barriadas, nosotros hemos estado fisgando en su territorio.

Los dos rieron bajito, y entonces Sonea respiró hondo y soltó un suspiro.

—Me alegro de que se haya acabado —admitió—. ¿Podemos volver ya?

Cery hizo un mohín.

—Ya que estamos aquí, me gustaría intentar otra cosa.

Sonea lo miró con recelo.

—¿Qué cosa?

En lugar de atender su pregunta, Cery se incorporó y caminó entre los árboles. Sonea vaciló un momento y salió corriendo tras él. La oscuridad creció a medida que se adentraban más en el bosque, y Sonea tropezó varias veces con raíces y ramas ocultas. Cery giró a la derecha y, al notar una superficie distinta bajo los pies, Sonea comprendió que volvían a atravesar el camino.

A partir de allí el terreno empezaba a ganar pendiente. Unos cientos de pasos más adelante cruzaron una vereda estrecha y la inclinación del terreno se acentuó. Cery señaló con el dedo.

—Mira.

Entre los troncos se veía un largo edificio de dos plantas.

—El dormitorio de los aprendices —dijo Cery—. Estamos en la parte trasera. Mira, se puede ver lo que hay dentro.

Una de las ventanas dejaba a la vista parte de una habitación. Contra una pared había una cama robusta y sin adornos, y en la otra se apoyaba una mesa estrecha con una silla. Colgaban dos túnicas marrones de unas perchas.

—No es muy lujoso.

Cery asintió.

—Son todas así.

—Pero esta gente es rica, ¿no?

—Me imagino que no les dejarán elegir sus cosas hasta que se hacen magos del todo.

—¿Cómo son los cuartos de los magos?

—Lujosos. —A Cery le brillaron los ojos—. ¿Quieres verlos?

Sonea asintió.

—Pues vamos.

Se internó pendiente arriba entre los árboles. Cuando volvieron a acercarse al borde del bosque, Sonea vio que detrás de la universidad había varios edificios y un amplio patio adoquinado. Una de aquellas estructuras se curvaba hacia abajo siguiendo el desnivel, como una larga e inmensa escalinata, brillando suavemente como si estuviera hecha solo con cristal fundido. Otra parecía un cuenco puesto boca abajo, liso y blanco. La zona entera estaba iluminada por dos hileras de faroles grandes y redondos, colocados en altos postes de hierro.

—¿Para qué son todos esos edificios? —preguntó Sonea.

Cery dejó de andar.

—No estoy seguro. Creo que el de cristal son las termas. ¿Los otros…? —Levantó los hombros—. No lo he podido averiguar.

Continuó a través del bosque. Cuando volvieron a tener el Gremio a la vista, ya habían pasado el patio y estaban más cerca del edificio de los magos. Cery se cruzó de brazos y torció el gesto.

—Todos tienen cortinas —dijo.

—Hum, a lo mejor si vamos por el lado podemos ver algo.

Cuando estuvieron de nuevo en los últimos árboles, a Sonea le dolían las piernas. Por la cara lateral el bosque crecía más cerca del edificio, pero solamente pudo vislumbrar algunos muebles por la ventana abierta que le señaló Cery. De pronto sintió más cansancio que curiosidad, y se dejó caer al suelo.

—No sé cómo voy a volver a las barriadas —gimió—. Las piernas no me sostendrán ni un paso más.

Cery sonrió mientras se acuclillaba a su lado.

—Sí que te has ablandado estos años.

La joven le dedicó una mirada fulminante. Él soltó una risita y volvió la mirada al Gremio.

—Quédate sentada y descansa un rato —le dijo, levantándose—. Quiero hacer una cosa. Será un momento.

Sonea frunció el ceño.

—¿Adónde vas?

—Más cerca. No te preocupes. Regreso enseguida. —Se volvió y desapareció entre las sombras.

Demasiado cansada para enfadarse, Sonea se quedó mirando el bosque. Se veía una cosa lisa y gris entre los troncos. Parpadeó, sorprendida, y se dio cuenta de que estaba sentada a no más de cuarenta pasos de un pequeño edificio de dos plantas.

Se incorporó y fue hacia la estructura, preguntándose por qué Cery no le habría enseñado ese edificio. A lo mejor no se había fijado en él. Estaba construido con una piedra distinta, más oscura que la de los otros edificios del Gremio, y resultaba casi invisible bajo la sombra de los árboles.

El edificio estaba rodeado por un seto, igual que la universidad. Unos pasos más adelante, Sonea notó la dura piedra de un camino adoquinado bajo sus pies. Las ventanas oscuras la invitaban a acercarse.

Miró atrás, preguntándose cuánto tardaría Cery en volver. Si no se entretenía demasiado, podía echar un vistazo por las ventanas del edificio y regresar antes que él.

Recorrió el camino sin hacer ruido, se metió detrás del seto y miró por la primera ventana. Era una habitación oscura y no pudo ver mucho. Algunos muebles, nada más. Pasó a la siguiente, y a la siguiente, pero la vista era la misma. Decepcionada, dio media vuelta para marcharse pero se quedó paralizada al oír pasos detrás de ella.

Se agachó para que la ocultara el seto y vio que alguien giraba por el lateral del edificio. Aunque distinguía poco más que una silueta, se percató de que el hombre no llevaba túnica. ¿Sería un criado?

El hombre fue hacia un lado de la casa y abrió una puerta. Sonea oyó cómo cerraba el pestillo después de entrar y sintió una oleada de alivio. Apoyó las manos para levantarse del suelo, pero se quedó como estaba al oír un tintineo en algún lugar cercano.

Miró en todas direcciones y observó una rejilla incrustada en la pared, a la altura del suelo. Se acercó a gatas y se inclinó para examinarla. El diminuto respiradero estaba lleno de polvo, pero a través de él se veía una escalera de caracol que bajaba hasta una puerta abierta.

El umbral llevaba a una habitación iluminada por el resplandor amarillo de una luz que no veía. Mientras miraba, apareció allí un hombre con el pelo largo y una pesada capa negra. Unos hombros le bloquearon la visión durante un momento cuando otra persona empezó a bajar la escalera para ir a la habitación. Sonea pudo entrever los ropajes de un sirviente antes de perder de vista al recién llegado.

Escuchó una voz, pero no pudo distinguir las palabras. El hombre de la capa asintió.

—Está hecho —dijo, retirando el broche y quitándose la capa de los hombros.

A Sonea se le atascó el aliento en la garganta al ver lo que había debajo. Aquel hombre llevaba las ropas raídas de un mendigo. Y tenían salpicaduras de sangre.

El hombre bajó la mirada e hizo una mueca de disgusto al contemplar su propio aspecto.

—¿Has traído mi túnica?

El criado murmuró una respuesta. Sonea ahogó un grito de sorpresa y horror. Ese hombre era un mago.

Agarró la camisa ensangrentada y se la sacó por la cabeza, dejando ver que llevaba puesto un cinturón de cuero. De él colgaba la vaina de una larga daga.

También se quitó el cinturón, lo arrojó a una mesa junto con la camisa, y se acercó una gran jofaina y una toalla. Mojó la toalla en el agua y se limpió con rapidez las manchas rojas de su pecho desnudo. Cada vez que enjuagaba la toalla, el agua adquiría una tonalidad rosada más intensa.

Entonces pudo ver un brazo, que sostenía un fardo de tejido negro. El mago cogió la ropa y se perdió de vista.

Sonea irguió la espalda y se quedó en cuclillas. ¿Túnica negra? No había visto nunca a un mago con la túnica negra. Ningún mago de la Purga había vestido de negro. Debía de tener una posición única en el Gremio. Volvió a inclinarse y meditó sobre la ropa manchada de sangre. Tal vez fuera un asesino.

El mago volvió a entrar en su campo de visión. Ahora llevaba puesta la túnica negra, se había cepillado el pelo y se lo había atado en una coleta. Recogió el cinturón y quitó el cierre a la funda de la daga.

Sonea cogió aire de golpe. La empuñadura de la daga brillaba a la luz. Las gemas que llevaba engarzadas reflejaron destellos rojos y verdes. El mago se acercó la daga a los ojos para examinar de cerca el filo largo y curvado, y después lo limpió minuciosamente con la toalla. Miró al sirviente que Sonea no podía ver.

—La pelea me ha debilitado —dijo—. Necesito tu fuerza.

Escuchó un murmullo en respuesta. Ahora Sonea vio las piernas del sirviente, y luego apareció todo su cuerpo excepto la cabeza: el hombre acababa de arrodillarse y estaba extendiendo un brazo. El mago cogió la muñeca del sirviente.

La volvió hacia arriba y pasó la daga suavemente por la piel del hombre. Se acumuló la sangre y el mago presionó la palma de su mano en la herida como si pretendiera curarla.

Entonces empezó a aletear algo en las orejas de Sonea. Se incorporó y movió la cabeza, pensando que le había entrado algún insecto en el oído, pero el zumbido no desapareció. Se quedó quieta y al momento notó que la abrumaba un estremecimiento al darse cuenta de que el ruido venía del interior de su cabeza.

La sensación se detuvo tan bruscamente como había empezado. Se inclinó hacia la rejilla y vio que el mago había soltado al criado. Estaba dando una vuelta completa lentamente, recorriendo las paredes con la mirada como si buscara algo.

—Qué raro —dijo—. Es casi como si…

«No busca nada en las paredes —pensó Sonea de pronto—. Busca algo que hay al otro lado.» La embargó el miedo. Se puso de pie, salió por el seto y se alejó de la casa.

«No corras —se dijo—. No hagas ningún ruido.» Contuvo el impulso de echar a correr hacia los árboles y se obligó a avanzar con cautela. Aligeró el paso cuando llegó al camino, aunque hacía una mueca cada vez que partía una ramita al pisar. El bosque parecía más oscuro que antes y sintió que la dominaba el pánico cuando se dio cuenta de que no tenía claro dónde había estado sentada cuando la dejó Cery.

—¿Sonea?

Casi dio un salto cuando salió una figura de entre las sombras. Al reconocer la cara de Cery, gimió aliviada. Su amigo llevaba algo grande y pesado en las manos.

—Mira —dijo, levantando el objeto.

—¿Qué es?

Cery sonrió.

—¡Libros!

—¿Libros?

—Libros de magia —explicó mientras la sonrisa se desvanecía—. ¿Dónde te habías metido? Acabo de volver y…

—Estaba allí. —Sonea señaló la casa y se estremeció. Ahora parecía más oscura, como una criatura que estuviera al acecho desde el borde de los jardines—. ¡Tenemos que irnos! ¡Ya!

—¡Has estado ahí! —exclamó Cery—. Ahí es donde vive su líder, el Gran Lord.

Ella le agarró el brazo.

—¡Creo que un mago me ha oído!

Cery puso los ojos como platos. Miró por encima del hombro de Sonea, dio media vuelta y emprendió la retirada por el bosque, alejándose el edificio sumido en las sombras.