Al cabo de media hora, el hedor a bol se hizo casi agradable. El aroma tenía una cualidad acogedora y cálida, la promesa de reconfortar a quien lo bebiera. Dannyl contempló la jarra que tenía delante.
Las historias sobre casas de fermentado poco higiénicas y sobre barriles de bol que tenían ravis ahogados flotando dentro lo habían vuelto reacio a probar aquel brebaje almibarado. Pero esa tarde lo acechaban recelos más sombríos. Si los losdes habían descubierto lo que era, ¿qué les impedía envenenar su bebida?
Probablemente sus miedos fueran infundados. Había vuelto a cambiar su túnica por los ropajes de mercader, procurando que su aspecto fuera algo desaseado. Los otros clientes lo habían medido con la mirada, que a grandes rasgos iba dirigida a la bolsa que llevaba sujeta a la cadera, y luego habían dejado de interesarse.
A pesar de ello, Dannyl no podía evitar la sensación de que cada hombre y mujer de la concurrida sala sabía quién y qué era. Formaban un grupo huraño, aburrido y apático. Habían entrado para resguardarse de la tormenta y ocupaban hasta el último rincón de la sala. En ocasiones los escuchaba maldecir el tiempo; otras veces maldecían al Gremio. Al principio le había divertido oírlos. Parecía que los losdes consideraban más seguro echar la culpa de sus problemas al Gremio que al rey.
Había un losde, un hombre con la cara llena de cicatrices, que no dejaba de mirarlo. Dannyl se incorporó en su asiento y movió los hombros para desentumecerlos, y luego recorrió la habitación con la mirada. Mientras el tipo se armaba de valor para encontrarse con el hombre que lo observaba, empezó a fijarse en que los guantes le apretaban demasiado. Dannyl tomó nota mental de la piel entre dorada y marrón del hombre y de su cara ancha antes de volver a centrarse en su bebida.
Había visto hombres y mujeres de todas las razas al visitar distintas casas de bol. Los más comunes eran los elyneos, de corta estatura, ya que su tierra natal colindaba con Kyralia. Los vindeanos eran más numerosos en las barriadas que en el resto de la ciudad, pues muchos de ellos viajaban al extranjero buscando trabajo. Los lanianos, artéticos y tribales, y los majestuosos lonmarianos eran más raros.
Aquel era el primer sachakano que Dannyl veía en años. Aunque Sachaka era vecina de Kyralia, la alta cordillera y el inmenso desierto que separaba las dos tierras desanimaba a quien pretendiera viajar de una a otra. Los pocos mercaderes que acometían la ruta regresaban contando historias de bárbaros que luchaban por su vida en el desierto y de una ciudad corrupta con poco que ofrecer en materia de negocios.
No siempre había sido así. Muchos siglos atrás, Sachaka era un gran imperio gobernado por sofisticados magos. La derrota en una guerra contra Kyralia y el recién formado Gremio habían cambiado la situación.
Una mano tocó el hombro de Dannyl. Al volverse vio a un hombre moreno, de pie a su lado. El hombre negó con la cabeza y se alejó.
Suspirando, Dannyl se levantó de su asiento y esquivó a los parroquianos de camino a la puerta. Ya fuera, cruzó penosamente los charcos que ocupaban casi todo el callejón. Habían pasado tres semanas desde que rastrearan a la chica hasta el escondite subterráneo y aquel lonmariano engañara a lord Jolen. Desde entonces, Gorín había rechazado cuatro peticiones de Dannyl para que le concediera audiencia.
El administrador Lorlen se resistía a aceptar que los ladrones estaban protegiendo a la chica. Dannyl comprendía sus motivos. No había nada que trastornara más a un rey que la presencia de un mago rebelde en su reino. A los ladrones los toleraban: mantenían a raya la clandestinidad criminal y nunca suponían más amenaza que la pérdida de impuestos por culpa del contrabando. Aunque el rey lograse encontrarlos a todos y eliminarlos, sabía que su lugar lo ocuparían otros.
Pero el rey estaría dispuesto a arrasar todas las barriadas hasta sus cimientos —y más abajo— si supiera a ciencia cierta que había un mago rebelde en la ciudad.
Dannyl se preguntó si los ladrones se habrían percatado de aquello. Nunca había comentado esa posibilidad durante sus charlas con Gorín, ya que no quería parecer poco razonable ni amenazador. Pero sí había advertido al ladrón del peligro que suponía la chica.
Llegó al final del callejón y cruzó a toda prisa una calle más ancha hasta llegar al estrecho espacio entre dos edificios. A partir de allí, las barriadas se convertían en un laberinto. El viento avanzaba trémulo por cada callejuela estrecha, gimiendo como un niño hambriento. En ocasiones desaparecía por completo, y en una de aquellas pausas Dannyl escuchó un sonido de pasos por detrás de él. Se dio la vuelta.
El callejón estaba desierto. Encogiéndose de hombros, siguió adelante.
Aunque intentaba no obsesionarse, su imaginación se aferraba a la idea de que alguien lo estaba siguiendo. En el intervalo de tiempo que transcurría entre sus propios pasos, le parecía oír el crujido de otras botas, o, mirando atrás, a veces vislumbraba un indicio de movimiento en una esquina. A medida que se convencía, Dannyl iba sacándose de quicio a sí mismo. Dobló un recodo, manipuló con rapidez la cerradura de una puerta y se coló en un edificio.
Lo alivió comprobar que la sala interior estaba desocupada. Echó un vistazo por el ojo de la cerradura y resopló suavemente al constatar que el callejón seguía vacío. Pero entonces entró una figura en su campo visual.
Frunció el ceño al reconocer las cicatrices en la amplia cara del hombre. Los ojos del sachakano iban de un lado a otro, buscando algo. Dannyl captó un reflejo y, bajando la mirada, vio una navaja de aspecto peligroso en la mano enguantada del hombre.
Dannyl rió por lo bajo. «Tienes suerte de que te haya oído seguirme», pensó. Se le pasó por la cabeza tumbar al atracador y llevarlo a la dependencia de la Guardia más cercana, pero decidió no hacerlo. Se acercaba la noche y le apetecía mucho regresar a la calidez de sus aposentos.
El sachakano examinó el terreno y después volvió sobre sus pasos. Dannyl contó hasta cien, volvió a cruzar la puerta y siguió su camino. Por lo visto, su temor de que los losdes supieran lo que era no tenía fundamento. Ningún losde sería tan idiota como para atacar a un mago con una simple navaja.
Sonea estaba inclinada sobre un libro de buen tamaño cuando Cery entró en el escondrijo. Ella levantó la mirada y sonrió.
—¿Cómo va la magia? —preguntó.
La sonrisa se evaporó.
—Como siempre.
—¿El libro no te sirve de nada?
Ella negó con la cabeza.
—Llevo cinco semanas practicando, pero solamente he mejorado leyendo. Leer no me servirá para pagar la protección de Farén.
—A eso que haces no se le puede meter prisa —dijo él.
«Y menos si solamente puedes practicar una vez al día», añadió en silencio.
Desde que casi la capturaron, había habido un grupo de magos que se iba acercando con paciencia a cada escondite de Farén cada vez que Sonea utilizaba la magia, con lo que obligaban al ladrón a buscar nuevos lugares. Cery sabía que Farén estaba cobrándose favores por todas las barriadas. También sabía que para el ladrón Sonea valía todas las monedas y favores que gastara.
—¿Qué crees que te hace falta para que tu magia funcione? —preguntó.
Ella apoyó la barbilla en una mano.
—Necesito que alguien me lo enseñe. —Levantó una ceja—. ¿Farén ha dicho algo de esa persona que iba a investigar?
Cery meneó la cabeza.
—A mí, nada. He oído algo sin que lo sepa, pero no suena bien.
La joven suspiró.
—Y supongo que tú no conocerás a ningún mago amistoso que esté de acuerdo en revelar los secretos del Gremio a los ladrones, ¿verdad? A lo mejor me lo podrías secuestrar.
Cery rió, pero se detuvo cuando empezó a formarse una idea en su mente.
—¿Crees que…?
—¡Chist! —susurró Sonea—. ¡Escucha!
Cery se puso en pie de un salto al oír el débil repiqueteo que venía del suelo.
—¡La señal!
Cery fue deprisa hasta la ventana que daba a la calle y miró las sombras que había más abajo. En lugar del centinela, vio una figura desconocida caminando en la penumbra. Agarró la capa de Sonea del respaldo de una silla y se la arrojó.
—Métetela debajo de la camisa —le dijo—, y sígueme.
Levantó un cubo de agua que había junto a la mesa y lanzó su contenido a las pocas brasas que aún quedaban en la chimenea. La madera emitió un siseo y el vapor subió por el tiro. Quitó la rejilla, se agachó para colocarse dentro y empezó a escalar la chimenea, metiendo la punta de sus botas en las grietas entre los ladrillos bastos y calientes.
—Tiene que ser una broma —murmuró Sonea desde abajo.
—Venga —la apremió—. Nos vamos por los tejados.
Murmurando una maldición, ella empezó a subir.
El sol salió de detrás de unas nubes de tormenta y bañó los tejados con su luz dorada. Cery se desplazó a la sombra de una chimenea.
—Hay demasiada luz —dijo—. Seguro que nos verán. Creo que deberíamos quedarnos aquí hasta que oscurezca.
Sonea se acomodó a su lado.
—¿Estamos lo bastante lejos?
Él miró atrás, en dirección al escondite.
—Eso espero.
Sonea miró alrededor.
—Estamos en el Camino Alto, ¿verdad? Todos esos puentes de cuerda y madera… los apoyaderos. —Sonrió al ver asentir a Cery—. Me traen recuerdos.
Cery casi rió ante la mirada nostálgica que se le había puesto a Sonea.
—Parece que hace muchísimo tiempo.
—Lo hace. La mayoría de las veces no me puedo creer que de verdad hiciéramos algunas cosas que hicimos. —Sacudió la cabeza—. Ahora no tendría agallas.
Él se encogió de hombros.
—Solo éramos unos críos.
—Unos críos que se colaban en las casas y mangaban cosas. —Sonrió—. ¿Te acuerdas de la vez que nos metimos en la habitación de aquella mujer y resultó que tenía todas esas pelucas? Te hiciste un ovillo en el suelo y te las echamos todas por encima, y luego, cuando entró, te pusiste a gruñir…
Cery soltó una carcajada.
—Esa mujer sabía chillar, sí.
Los ojos de Sonea brillaron a la luz del sol poniente.
—Tuve una rascada de campeonato cuando Jonna comprendió que por las noches me escapaba para ir con vosotros.
—Pero eso no te impidió seguir haciéndolo —le recordó Cery.
—No. Para entonces ya me habías enseñado a abrir cerraduras.
Cery la miró fijamente.
—¿Por qué dejaste de venir con nosotros, en realidad?
Sonea suspiró y se abrazó las rodillas.
—Las cosas cambiaron. La gente de Harrin empezó a tratarme distinto. Fue como si se hubieran acordado de que era una chica, y pensaran que iba con ellos por otras cosas. Dejó de ser divertido.
—Yo no te traté distinto… —Cery vaciló mientras se armaba de valor—. Pero también dejaste de venir conmigo.
Ella negó con la cabeza.
—No fue por ti, Cery. Creo que me acabé hartando. Tenía que crecer y parar de fingir. Jonna siempre me estaba diciendo que la honestidad era algo valioso y que robar estaba mal. Yo no pensaba que robar cuando no había más elección fuera malo, pero eso no era lo que hacíamos. Casi me alegré cuando nos mudamos a la ciudad, porque así ya no tendría que pensar en todo eso nunca más.
Cery asintió. Quizá había sido mejor que ella se marchara. Los chicos de la banda de Harrin no siempre habían sido amables con las jóvenes que se encontraban.
—¿Era mejor trabajar en la ciudad?
—Un poco. Te puedes llevar buenas rascadas si no vas con cuidado. Lo peor son los guardias, porque no hay nadie que les diga que paren de fastidiarte.
Se le nubló la expresión al intentar imaginársela rechazando a unos guardias demasiado interesados. ¿Existiría algún lugar seguro? Movió la cabeza y deseó poder llevársela a un sitio donde no hubiera ningún guardia ni mago que los molestara.
—Hemos perdido el libro, ¿verdad? —dijo Sonea de repente.
Recordando el tomo que estaba en la mesa del escondite, Cery soltó una palabrota.
—De todas formas no servía para mucho.
No había remordimiento en su voz. Cery frunció el ceño. Tenía que haber alguna otra forma de que aprendiera magia. Se mordió un poco el labio mientras regresaba a su mente la idea que ella le había dado.
—Me gustaría sacarte de las barriadas —dijo—. Esta noche los magos van a estar por todas partes.
Sonea se preocupó.
—¿Sacarme de las barriadas?
—Sí —respondió él—. Estarás más a salvo en la ciudad.
—¡En la ciudad! ¿Seguro?
—¿Por qué no? —Sonrió—. Es el último lugar donde buscarían.
Sonea lo meditó y levantó los hombros.
—Pero ¿cómo llegaremos allí?
—Por el Camino Alto.
—El Camino Alto no va más allá de las puertas.
Cery puso cara de pícaro.
—No tenemos por qué cruzar las puertas. Vámonos.
La Muralla Exterior destacaba por encima de las barriadas. Tenía una altura de diez pasos largos y estaba en buen estado gracias a la Guardia Ciudadana, aunque habían pasado muchos siglos desde la última vez que Imardin sufrió la amenaza de una invasión. Por la parte exterior discurría una calzada, que mantenía apartados los edificios de las barriadas.
No muy lejos de esa calzada, Sonea y Cery bajaron de los tejados a un callejón. Cery la cogió del brazo, la llevó hasta unos montones de cajas y se metió entre ellos. El aire de aquel espacio despedía un olor algo ácido, una mezcla de madera verde y fruta pasada.
Cery se puso en cuclillas y dio unos golpecitos al suelo. Para sorpresa de Sonea, se produjo un sonido metálico y hueco. Los desechos del suelo se movieron y un disco de buen tamaño giró sobre unas bisagras hasta ponerse vertical. Apareció una cara ancha, enmarcada por un círculo de oscuridad. Alrededor de la cabeza fluía un hedor nauseabundo que venía de abajo.
—Hola, Tul —dijo Cery.
La cara del hombre vaciló hasta componer una sonrisa.
—¿Cómo te va, Cery?
Cery alegró el semblante.
—Bien. ¿Quieres pagar una deuda?
—Claro. —Los ojos del hombre relucieron—. ¿Buscas paso?
—Para dos —dijo Cery.
El hombre asintió antes de descender al aire fétido. Cery sonrió a Sonea y le señaló el agujero.
—Después de usted.
Ella metió una pierna en el hueco y encontró el primer peldaño de una escalera. Tomó una última bocanada de aire fresco y descendió poco a poco a la oscuridad lóbrega. En la penumbra sonaba el agua fluyendo, y el aire estaba cargado de humedad. Cuando sus ojos se adaptaron a la falta de luz, vio que estaba sobre una estrecha repisa, junto a un túnel subterráneo de aguas negras. El techo era tan bajo que tuvo que agacharse.
La gruesa cara del hombre con quien habían hablado pertenecía a un cuerpo igualmente amplio. Cery le dio las gracias y entregó al hombre algo que le hizo sonreír.
Dejaron a Tul en su puesto y Cery la guió por el túnel en dirección a la ciudad. Unos cientos de pasos después empezaron a vislumbrar otra silueta y una escalera. Tal vez el hombre que había delante de ellos hubiera sido alto alguna vez, pero ahora tenía la espalda encorvada como si se hubiera adaptado para encajar en la curva del túnel. Levantó la vista y contempló su avance con unos ojos grandes y de pesados párpados.
El hombre se giró de pronto para mirar a sus espaldas. Llegaba un tenue repicar desde el fondo del túnel.
—Rápido —les dijo con voz rasposa.
Cery tomó el brazo de Sonea y la obligó a correr.
El hombre sacó un objeto de debajo de su abrigo y empezó a darle golpes con una vieja cuchara. En aquel lugar cerrado, el sonido resultó ensordecedor.
Se detuvo al llegar a la escalera de mano, y escucharon más repiques detrás de ellos. El jorobado gruñó y empezó a aletear con los brazos.
—¡Arriba! ¡Arriba! —gritó.
Cery trepó hasta la parte superior. Hubo un golpetazo metálico y entonces apareció un círculo de luz. Cery se aupó en él y desapareció. Mientras lo seguía, Sonea oyó un ruido lejano y grave en la cloaca. El jorobado salió detrás de ella y tiró de la escalera de mano hasta sacarla del hueco.
Sonea miró en todas direcciones. Estaban en una callejuela estrecha, ocultos por una densa oscuridad. Se giró hacia el túnel al oír de nuevo aquel ruido grave. El sonido fue ganando intensidad rápidamente hasta transformarse en un profundo rugido que, de pronto, se amortiguó cuando el jorobado cerró con cuidado la entrada del pasadizo. Un momento más tarde Sonea sintió una tenue vibración bajo los pies. Cery se acercó a ella para rozarle la oreja con los labios.
—Los ladrones llevan años usando estos túneles para pasar la Muralla Exterior —musitó—. Cuando la Guardia Ciudadana se enteró, empezaron a inundar los conductos. En realidad no es mala idea: así están limpios. Claro que los ladrones averiguaron a qué horas lo hacían y siguieron con sus negocios como siempre. Entonces fue cuando los guardias empezaron a inundarlos al azar.
Le indicó por gestos que se agachara junto a la tapa y luego la levantó con cautela. A unos pocos centímetros de su cara el agua pasaba en torrente y su fragor se extendió estrepitosamente por la calle. Cery se apresuró a cerrar de nuevo el acceso.
—Por eso tocan las campanas —susurró ella.
Cery asintió.
—Es un aviso.
Se volvió y entregó algo al jorobado antes de llevarla callejón abajo hasta un rincón oscuro, donde unos ladrillos que sobresalían de una pared les permitieron trepar al techo de una casa. Estaba refrescando, por lo que Sonea extendió su capa para envolverse los hombros con ella.
—Esperaba que saliéramos un poco más cerca —murmuró Cery—, pero… —Se encogió de hombros—. Desde aquí hay buena vista, ¿eh?
Sonea estaba de acuerdo. Aunque el sol ya se había hundido en el horizonte, el cielo seguía brillando. Los últimos resquicios de la tormenta pendían sobre la Cuaderna Meridional, pero las nubes se batían en lenta retirada hacia el este. La ciudad se extendía por debajo de ella, bañada en una luz anaranjada.
—Hasta se ve un trozo del Palacio Real —señaló Cery.
Por encima de la alta Muralla Interior se veían las elevadas torres de Palacio y el cénit de una brillante cúpula.
—Ahí no he estado nunca —susurró Cery—. Pero un día iré.
Sonea rió.
—¿Tú? ¿Al Palacio Real?
—Es una promesa que me he hecho a mí mismo —le dijo—, que entraré al menos una vez en todos los grandes lugares de la ciudad.
—Y hasta ahora, ¿dónde has estado?
Cery señaló hacia los portones abiertos del Círculo Interno. Por el umbral se entreveían las paredes y tejados de las mansiones que había en el interior, iluminadas por el resplandor amarillo de las farolas callejeras.
—En un par de casas de las grandes.
Sonea soltó un bufido de incredulidad. Cuando hacía recados para Jonna y Ranel, en ocasiones había tenido que entrar en el Círculo Interno. Las calles estaban patrulladas por guardias que interrogaban a cualquiera que no vistiese caros ropajes o llevara puesto el uniforme de la servidumbre de alguna Casa. Los clientes le habían proporcionado una pequeña ficha que demostraba que tenía asuntos legítimos en la zona.
En cada visita había descubierto maravillas. Recordaba contemplar unas casas extraordinarias, de fantásticos colores y formas, algunas con terrazas y unas torres tan finas y delicadas que parecía que fueran a derrumbarse por su propio peso. Hasta los alojamientos del servicio eran lujosos.
Las casas más sencillas que tenían ahora alrededor le eran más familiares. En la Cuaderna Septentrional vivían los mercaderes y los miembros de linajes menores. Tenían pocos criados y recurrían a los artesanos para todo lo que estos no pudieran atender. En los dos años que habían trabajado allí, Jonna y Ranel habían conquistado un pequeño grupo de clientes habituales.
Sonea miró las cortinas pintadas que cubrían las ventanas a su alrededor. Algunas dejaban ver las sombras de personas. Suspiró mientras pensaba en los clientes que habían perdido sus tíos cuando los guardias los desahuciaron de la casa de queda.
—Y ahora, ¿adónde vamos?
Cery sonrió.
—Tú sígueme.
Continuaron su avance por los tejados. A diferencia de los residentes de las barriadas, los de la ciudad no siempre complacían a los ladrones colocando puentes o agarraderos. En varias ocasiones Cery y Sonea se vieron obligados a descender al suelo cuando llegaban a un callejón o a una calle más ancha. Las vías principales estaban patrulladas por guardias, así que tenían que esperar a que los hombres pasaran de largo antes de cruzarlas a toda prisa.
Al cabo de una hora se detuvieron a descansar, y luego siguieron cuando una fina tajada de luna asomó por el horizonte. Sonea siguió a Cery en silencio, concentrada en no tropezar bajo aquella luz débil. Cuando por fin volvieron a parar, la asoló una oleada de cansancio y se sentó, dejando escapar un gemido.
—Mejor que lleguemos pronto —dijo—. Estoy casi para el arrastre.
—Ya no queda mucho —le aseguró Cery—. Es ahí mismo.
La joven saltó una valla detrás de Cery y llegaron a un jardín amplio y cuidado. Los árboles eran altos y simétricos. Cery la guió por la sombra de una pared que no parecía tener fin.
—¿Dónde estamos?
—Espera y lo verás —replicó Cery.
Se le enredó algo en el pie y el tropezón la echó contra un árbol. Se quedó sorprendida por lo áspera que era la corteza. Miró hacia arriba y a su alrededor. Ante ella se alzaba un número inacabable de árboles, dispuestos como centinelas. En la oscuridad acechaba un bosque extraño y siniestro de brazos terminados en garras.
«¿Un bosque?» Sonea arrugó la frente y entonces un escalofrío hizo presa en ella. «En la Cuaderna Septentrional no hay jardines, y en toda Imardin solamente hay un bosque…»
Se le empezó a acelerar el corazón. Corrió para alcanzar a Cery y le agarró el brazo.
—¡Yep! Pero ¿qué estás haciendo? —exclamó, sofocada—. ¡Estamos en el Gremio!
Los dientes de Cery lanzaron un destello.
—Eso es.
Sonea se lo quedó mirando. Era una silueta en el bosque iluminado por la luna, y no podía verle la expresión. La invadió una sospecha pavorosa. Seguramente no habría… él nunca haría… Cery no. No, él nunca, nunca jamás, la entregaría a los magos.
Notó que Cery le apoyaba una mano en el hombro.
—No te preocupes, Sonea. Piénsalo un momento. ¿Dónde están los magos? En las barriadas. En realidad estás más segura aquí que allí.
—Pero… ¿no hay guardias?
—Hay un puñado en las puertas, nada más.
—¿Patrullas?
—No.
—¿Alguna muralla mágica?
—No. —Rió sin hacer casi ruido—. Pensarán que la gente les tiene demasiado miedo para entrar sin permiso, digo yo.
—¿Cómo es que sabes que no hay muralla ni guardias?
Él soltó una risita.
—Ya he estado aquí.
Sonea cogió aire de golpe.
—¿Por qué?
—Cuando decidí que visitaría todos los lugares de la ciudad, entré aquí y cotilleé un poco. No podía creerme lo fácil que era. No intenté meterme en ningún edificio, claro; solo miré a los magos por las ventanas.
Sonea observó fijamente su cara ensombrecida, sin poder creérselo.
—¿Has espiado al Gremio?
—Pues claro. Fue interesantísimo. Tienen unos sitios donde enseñan a los magos nuevos, y otros donde viven. La última vez vi a los sanadores trabajando. Eso sí que fue para verlo. Había un chico con la cara toda llena de cortes. Cuando el sanador lo tocó, desaparecieron todos. Impresionante. —Dejó de hablar y Sonea vio cómo giraba la cabeza hacia ella bajo la luz tenue—. ¿No decías que querías que alguien te enseñara a usar la magia? A lo mejor, si los miras a ellos, ves algo que te ayude a aprender.
—Pero… es el Gremio, Cery.
Él se encogió de hombros.
—No te habría traído aquí si pensara que es peligroso de verdad, ¿a que no?
Sonea negó con la cabeza. Se sentía fatal por haber dudado de él. Si hubiera pretendido entregarla, habría dejado que los magos la capturaran en el escondite. Pero Cery nunca la traicionaría. Aunque su explicación era de lo más increíble. «Si esto es una trampa, ya estoy perdida.»
Apartó la idea de su mente y se concentró en lo que Cery estaba proponiendo.
—¿De verdad crees que podremos hacerlo?
—Seguro.
—Esto es de locos, Cery.
Él se rió.
—Por lo menos ven y echa un vistazo. Llegaremos al camino y podrás ver por ti misma lo fácil que es. Si no quieres que lo intentemos, nos volveremos. Venga.
Tragándose su miedo, Sonea lo siguió entre los árboles. El bosque se aclaró un poco, y pudo ver las paredes. Cery no se apartó de las sombras mientras avanzaba con precaución, hasta que estuvieron a menos de veinte pasos de un sendero. Entonces echó a correr y se colocó detrás del tronco de un árbol enorme.
Sonea se apresuró a pegar la espalda contra otro árbol. Sus piernas parecían haberse quedado casi sin fuerzas, y se notaba aturdida y mareada. Cery esbozó una amplia sonrisa y señaló entre los árboles.
Ella miró el edificio que tenían delante y ahogó un grito.