Se dice en Imardin que el viento tiene alma y que al barrer las estrechas calles de la ciudad se lamenta por lo que encuentra a su paso. El día de la Purga, silbaba entre los mástiles que se mecían en el Puerto, cruzaba en tromba las Puertas de Poniente y aullaba entre los edificios. Entonces, como abrumado por lo que había visto, se transformaba en un leve gemido.
O eso le parecía a Sonea. Mientras una nueva ráfaga de viento frío la azotaba, se envolvió en un abrazo y se apretó la raída capa al cuerpo. Bajó la mirada y frunció el ceño al ver que el sucio lodo le salpicaba los zapatos al andar. La tela que había metido en las botas porque le quedaban demasiado grandes ya estaba empapada, y los dedos de los pies le dolían por el frío.
Percibió un movimiento brusco a su derecha y se hizo a un lado: un hombre con greñas grises avanzaba dando tumbos hacia ella desde una bocacalle y terminó por caer de rodillas. Sonea se detuvo y le tendió una mano, pero el anciano no parecía verla. Se levantó a duras penas y se unió a las figuras encorvadas que caminaban calle abajo.
Con un suspiro, Sonea deslizó la mirada hasta donde se lo permitía la capucha. Había un guardia apostado con desgana en la boca del callejón. Torcía el gesto en una mueca de desdén, observaba distraído a los transeúntes. Sonea lo fulminó con los ojos, pero cuando el guardia giró la cabeza en su dirección, desvió de inmediato la mirada.
«Malditos guardias —pensó—. Así les salgan farenes venenosos a todos dentro de las botas.» El recuerdo de los nombres de unos pocos guardias bondadosos hizo que le remordiera la conciencia, pero no estaba de humor para excepciones.
Adaptó su paso al cansino caminar de los que la rodeaban y los siguió hasta que llegaron a una calle más ancha. Edificios de dos y tres plantas se elevaban a ambos lados. En las ventanas de los pisos superiores había un montón de caras. Desde una de las ventanas, un hombre bien vestido alzaba a un niño para que viera a la gente que había abajo. El hombre arrugó la nariz con desprecio y, cuando señaló la calle, el niño puso cara de asco.
Sonea los miró con furia. «Si les lanzara un pedrusco por esa ventana, se les acabarían los remilgos.» Buscó con la mirada sin demasiado empeño, pero si en aquel suelo había piedras, estaban bien ocultas bajo el fango.
Tras avanzar un poco más, distinguió a otros dos guardias en la entrada a un callejón. Ataviados con capas de cuero y yelmos de hierro, parecían el doble de corpulentos que los mendigos a los que vigilaban. Los dos llevaban escudo de madera, y de cada cinturón colgaba su kebin, una vara de hierro usada como porra pero que justo encima de la empuñadura tenía un gancho diseñado para trabar el cuchillo del adversario. Sonea bajó la mirada y pasó junto a los dos hombres.
—… cortarles el paso antes de que lleguen a la plaza —estaba diciendo uno de ellos—. Son como unos veinte. El jefe de la banda es grandote, tiene una cicatriz en el cuello y…
A Sonea el corazón le dio un vuelco. «¿Podría ser…?»
Un poco más adelante había un portal. Sonea se metió en el hueco, volvió la cabeza para echar un vistazo a los dos hombres, y dio un respingo: dos ojos oscuros le devolvían la mirada desde el portal.
Una mujer la observaba con ojos como platos por la sorpresa. Sonea dio un paso atrás. La extraña también retrocedió.
Entonces Sonea soltó una carcajada y la otra sonrió.
«¡Solo es un reflejo!» Extendió el brazo y sus dedos toparon con un recuadro de metal bruñido clavado en la pared. En la superficie había palabras grabadas, pero ella no conocía lo suficiente las letras para entender lo que ponía.
Examinó su reflejo. Una cara delgada y de mejillas hundidas. Pelo corto y oscuro. Nadie le había dicho jamás que fuera guapa. Si le convenía, aún podía hacerse pasar por un chico. Según su tía, se parecía más a su madre, muerta hacía mucho, que a su padre, pero Sonea sospechaba que la explicación era más simple: Jonna no quería ver en ella nada que le recordara a su desaparecido cuñado.
Se acercó más a su reflejo. Su madre había sido hermosa. «Si me dejara crecer el pelo y me pusiera ropa femenina, tal vez…», pensó.
«Bah, qué importa.» Enfadada por haberse distraído con semejantes fantasías, soltó un bufido de burla hacia sí misma y apartó la mirada.
—… hace unos veinte minutos —dijo una voz cercana.
Sonea se puso tensa al recordar por qué se había metido allí.
—¿Dónde piensan atraparlos?
—Y yo qué sé, Mol.
—Pues a mí me gustaría estar allí. Vi lo que le hicieron a Porlen el año pasado, menudos hijos de puta. El sarpullido le duró semanas, y no vio bien durante días. ¿No podría escaparme y…? ¡Yep! ¡Por ahí no, chaval!
Sonea no hizo caso del grito del soldado; sabía que ni él ni su compañero abandonarían su puesto en la entrada del callejón porque la gente podría aprovechar su ausencia para colarse por allí. Echó a correr entre la muchedumbre, cada vez más densa. De vez en cuando se detenía para buscar caras conocidas.
Sabía a qué banda callejera se referían los guardias. Las historias sobre lo que los muchachos de Harrin habían hecho en la última Purga se relataron una y otra vez en el duro invierno del año anterior. A ella le alegraba saber que sus viejos amigos seguían haciendo de las suyas, pero estaba de acuerdo con su tía en que más le valía mantenerse apartada de sus diabluras. Al parecer, los guardias estaban planeando su venganza.
«Lo que demuestra que Jonna tenía razón.» Sonea sonrió con amargura. «Como se entere de lo que estoy haciendo, me despelleja, pero tengo que avisar a Harrin.» Siguió buscando entre la multitud. «No voy a meterme otra vez en la banda. Solo he de encontrar un vigía y… ¡ahí está!»
Encorvado a la sombra de un portal, un joven miraba alrededor con evidente hostilidad. A pesar de su aparente desinterés, su mirada pasaba sin cesar de una bocacalle a otra. Cuando sus miradas se cruzaron, Sonea se colocó bien la capucha e hizo un gesto que muchos considerarían grosero. Él entrecerró los ojos y le devolvió la señal con rapidez.
Segura ya de que el muchacho era un vigía, Sonea se abrió camino entre la multitud, se detuvo a unos pasos de la puerta y fingió que se le había desatado una bota.
—¿Con quién estás? —preguntó él sin mirarla.
—Con nadie.
—La señal que has hecho es antigua.
—Hacía tiempo que no venía por aquí.
Él reflexionó.
—¿Qué quieres?
—He oído hablar a los guardias —explicó—. Planean pillar a alguien.
El vigía soltó un gruñido.
—¿Y por qué voy a creérmelo?
—Yo era amiga de Harrin —replicó ella, irguiéndose.
El chico la observó; luego salió del portal y la agarró del brazo.
—Pues vamos a ver si él se acuerda de ti.
El corazón le dio un vuelco cuando la arrastró entre el gentío. El fango resbalaba, y sabía que si se resistía acabaría despatarrada en el suelo. Musitó una maldición.
—No hace falta que me lleves con él —dijo—. Tú dile mi nombre y listos. Él sabe que yo nunca le engañaría.
El chico no le hizo caso. Los guardias los miraron con recelo. Sonea intentó zafarse, pero él la agarraba con fuerza. La arrastró hasta una bocacalle.
—Escúchame —insistió ella—. Me llamo Sonea. Harrin me conoce. Y Cery también.
—Entonces no te importará volver a verlos.
El joven le indicó con la cabeza la dirección a seguir.
Aquel callejón estaba lleno de gente, y todos parecían tener prisa. Sonea se aferró a una farola y lo obligó a detenerse.
—No puedo irme contigo. He quedado con mi tía. Deja que me vaya… —La multitud siguió calle abajo y los empujones cesaron. Sonea miró al cielo y gimió—: Jonna me va a matar.
Una hilera de guardias cruzaba la calle de lado a lado, quietos y con los escudos en alto. Varios jóvenes desfilaban ante ellos lanzándoles insultos y pullas. Sonea vio que uno arrojaba un pequeño objeto. El proyectil impactó contra un escudo y estalló en una nube de polvo rojo. Los guardias retrocedieron unos pasos y los jóvenes irrumpieron en gritos de júbilo.
Detrás, a varios pasos de distancia, se erguían dos figuras que Sonea conocía bien. Una, más alta y corpulenta que en sus recuerdos, tenía los brazos en jarras. Los dos años transcurridos habían eliminado el aspecto infantil de los rasgos de Harrin, pero Sonea supo por su postura que poco más había cambiado en él. Siempre había sido el líder incontestable de la banda, dispuesto a espabilar con un buen puñetazo a cualquiera que lo dudase.
A su lado había un joven que era casi la mitad de alto que él. Sonea no pudo reprimir una sonrisa. Cery no había crecido nada desde la última vez que lo había visto, y Sonea sabía lo mucho que aquello debía de fastidiarle. A pesar de su estatura, Cery siempre había sido un miembro muy respetado de la banda porque su padre había trabajado para los ladrones.
Mientras el vigía tiraba de ella, Sonea vio que Cery se chupó un dedo, lo alzó y asintió. Entonces Harrin gritó. Los jóvenes sacaron unos bultos pequeños de los bolsillos y los lanzaron contra los guardias. Una nube roja brotó de los escudos, y Sonea sonrió cuando los hombres empezaron a maldecir y aullar de dolor.
Una figura solitaria surgió entonces de un callejón, detrás de los guardias. A Sonea se le heló la sangre.
—¡Mago! —jadeó.
El chico, a su lado, ahogó un grito cuando vio a aquella figura vestida con túnica.
—¡Yep! ¡Mago! —exclamó.
Los jóvenes y los guardias se irguieron y se volvieron hacia el recién llegado.
Luego, una fuerte ráfaga de viento cálido los azotó y todos se tambalearon. Sonea percibió un olor desagradable y los ojos empezaron a picarle debido al polvo rojo que el aire le había arrojado a la cara. De pronto el viento cesó y se hizo el silencio y la calma.
Sonea se enjugó las lágrimas y, parpadeando, buscó con la mirada algo de nieve limpia con la que aliviar el picor. A su alrededor solo había fango, liso y aún sin pisar. Pero eso era imposible. Cuando se le aclaró un poco la visión, distinguió en el barro unas finas marcas con forma de olas… y todas ellas irradiaban de los pies del mago.
—¡Vámonos! —gritó Harrin.
Los jóvenes echaron a correr todos al mismo tiempo lejos de los guardias y dejaron atrás a Sonea. El vigía lanzó un aullido y tiró de ella para seguir a los demás.
Cuando vio que al final de la calle los esperaba otra fila de guardias, se le hizo un nudo en la garganta. ¡Esa era la trampa! «¡Y yo voy y me dejo atrapar!»
El vigía tiraba de ella tras la banda de Harrin, que corría hacia los guardias. Cuando ya los tenían cerca, los guardias se prepararon y alzaron los escudos. Pero el grupo de muchachos se metió por un callejón pocos pasos antes de llegar a los guardias. Sonea, que les pisaba los talones, vio a dos hombres de uniforme desplomados contra una pared en la entrada del callejón.
—¡Al suelo! —gritó una voz conocida.
Una mano la agarró y tiró de ella. Hizo una mueca de dolor cuando sus rodillas chocaron contra los adoquines, bajo el barro.
Oyó gritos a su espalda y se volvió: brazos y escudos, rodeados por una neblina de polvo rojo, llenaban el estrecho hueco entre los edificios.
—¿Sonea?
Era una voz familiar y llena de sorpresa. Sonea levantó la vista y sonrió al ver a Cery agachado junto a ella.
—Me ha dicho que los guardias preparaban una emboscada —dijo el vigía.
Cery asintió.
—Ya lo sabíamos. —Sus labios dibujaron lentamente una sonrisa, pero luego miró a los guardias y la sonrisa desapareció—. Vamos, todos, ¡hay que largarse!
Cogió la mano de Sonea, la ayudó a levantarse y la guió entre los jóvenes que seguían bombardeando a los guardias. De pronto, un estallido de una luz blanca y cegadora llenó el callejón.
—¿Qué ha sido eso? —gimió Sonea, pestañeando para tratar de borrar la imagen del callejón grabada en sus retinas.
—El mago —susurró Cery.
—¡Corred! —gritó Harrin, cerca de ellos.
Sonea, todavía deslumbrada, avanzó dando tumbos. Alguien chocó contra su espalda y la tiró al suelo. Cery le agarró los brazos, la levantó y guió sus pasos.
Salieron del callejón y aparecieron de nuevo en la calle principal. Los jóvenes aflojaron la marcha, se pusieron la capucha y se mezclaron con la multitud. Sonea hizo lo propio, y durante varios minutos Cery y ella caminaron en silencio. Alguien muy alto se colocó junto a Cery y escrutó a Sonea desde el interior de su capucha.
—¡Yep! ¡Mira quién es! —Harrin abrió los ojos como platos—. ¡Sonea! ¿Qué haces tú aquí?
—Meterme en líos otra vez por tus gamberradas, Harrin —replicó ella con una sonrisa.
—Se enteró de que los guardias planeaban una emboscada y vino a avisarnos —explicó Cery.
Harrin hizo un gesto despectivo con la mano.
—Ya sabíamos que intentarían algo, así que nos aseguramos una vía de escape.
Sonea asintió; recordaba a los dos guardias inconscientes en la bocacalle.
—Tendría que haber pensado que ya estarías al tanto.
—¿Dónde has andado? Han pasado… años.
—Dos años. Hemos estado viviendo en la Cuaderna Septentrional. Mi tío Ranel consiguió habitación en una casa de queda.
—Me han contado que los alquileres en esas casas de queda están por las nubes. Y que todo cuesta el doble solo porque vives dentro de las murallas de la ciudad.
—Es verdad, pero nos las apañamos.
—¿Cómo? —preguntó Cery.
—Remendando zapatos y ropa.
Harrin asintió.
—Por eso hacía tanto que no te veíamos.
Sonea sonrió. «Por eso y porque Jonna quería que me mantuviera apartada de tu banda.» Su tía no veía con buenos ojos a Harrin y sus amigos. En absoluto.
—No parece una vida muy emocionante —murmuró Cery.
Sonea lo observó y se dio cuenta de que, aunque apenas había crecido, ya no tenía cara de crío. Llevaba un abrigo largo, deshilachado por donde lo había acortado y, probablemente, cargado con una colección de ganzúas, cuchillos, baratijas y chucherías ocultas en los bolsillos y dentro del forro. Siempre se había preguntado a qué se dedicaría Cery cuando fuera demasiado mayor para birlar y forzar cerraduras.
—Era más seguro que andar por ahí con vosotros —dijo.
Cery entrecerró los ojos.
—Eso son palabras de Jonna.
Tiempo atrás, el comentario le habría dolido. En ese momento sonrió.
—Las palabras de Jonna nos sacaron a mi familia y a mí de las barriadas.
—A ver —intervino Harrin—. Si tienes habitación en una casa de queda, ¿por qué estás aquí?
Sonea arrugó la frente y su buen humor desapareció.
—El rey está echando a la gente de las casas de queda —explicó—. Dice que no quiere que en el mismo edificio viva tanta gente, que no es limpio. Los guardias nos han sacado a patadas esta mañana.
Harrin frunció el ceño y murmuró una maldición. Sonea percibió que la mirada burlona de Cery había desaparecido. Apartó la vista, agradecida, pero no reconfortada, por la comprensión de sus amigos.
Había bastado una palabra de Palacio para quitarles en una mañana todo aquello por lo que ella y sus tíos habían trabajado.
Ni siquiera habían tenido tiempo de pensar en las consecuencias mientras trataban de reunir sus pertenencias antes de que los sacaran a la calle.
—¿Dónde están Jonna y Ranel? —preguntó Harrin.
—Me han mandado por delante para ver si consigo una habitación donde vivíamos antes.
Cery la miró a los ojos.
—Si no te la dan, ven a verme.
Sonea asintió.
—Gracias.
La multitud salía poco a poco de la calle y se dispersaba por una gran superficie adoquinada. Estaban en la plaza Norte, donde cada semana se celebraba el mercadillo local. Sonea iba allí a menudo con su tía… No: había ido a menudo.
Varios cientos de personas se habían congregado en la plaza. Algunos seguían avanzando y atravesaban las Puertas Septentrionales, otros remoloneaban en el interior con la esperanza de encontrar a sus seres queridos antes de salir al caos de las barriadas, y unos pocos simplemente se negaban a moverse hasta que los obligaban.
Cery y Harrin se detuvieron junto a la fuente que había en el centro de la plaza. En ella, una imponente estatua del rey Kalpol emergía del agua. Aunque el antiguo monarca debía de rondar los cuarenta años cuando acabó con los bandidos de las montañas, el de la estatua era un hombre joven que en la mano derecha blandía una réplica de su famosa espada enjoyada, y en la izquierda, una copa igualmente ornamentada.
Antes allí había otra estatua, pero la habían derribado tres décadas atrás. Si bien a lo largo de los años se habían erigido varias estatuas del rey Terrel, todas, excepto una, habían sido demolidas, y se rumoreaba que a la única que había sobrevivido, protegida por las murallas de Palacio, le habían destrozado la cara. A pesar de todo lo que había hecho el rey Terrel, los ciudadanos de Imardin siempre lo recordarían como el hombre que instituyó las Purgas anuales.
El tío de Sonea le había contado la historia muchas veces. Treinta años atrás, los miembros más influyentes de las Casas se habían quejado de la inseguridad en las calles, y el rey ordenó a la guardia que echara de la ciudad a todos los mendigos, vagabundos y presuntos criminales. Enfurecidos, los más fuertes de los expulsados se unieron y, con las armas proporcionadas por los traficantes y los ladrones más ricos, contraatacaron. Viendo que las peleas y los disturbios se habían adueñado de las calles, el rey recurrió al Gremio de los Magos.
No había arma que los rebeldes pudieran utilizar contra la magia. Todos terminaron cautivos o expulsados a las barriadas. Y el rey quedó tan complacido por las fiestas que dieron las Casas para celebrar la victoria que proclamó un edicto: la purga de vagabundos se realizaría cada invierno.
Cinco años atrás, cuando el viejo rey murió, muchos albergaron la esperanza de que las Purgas terminarían, pero el hijo de Terrel, el rey Merin, mantuvo viva la tradición. Sonea miró alrededor y le costó imaginar qué amenaza podía suponer aquella gente frágil y enferma. Entonces se dio cuenta de que Harrin estaba rodeado de jóvenes que miraban a su líder expectantes. Un miedo repentino hizo que se le encogiera el estómago.
—Tengo que irme —dijo.
—No, no te marches —protestó Cery—. Acabamos de encontrarnos…
Sonea meneó la cabeza.
—Es tardísimo. Jonna y Ranel ya deben de estar en las barriadas.
—Entonces ya te has metido en líos —dijo Cery encogiéndose de hombros—. Aún te dan miedo las regañinas, ¿eh?
Sonea le lanzó una mirada de reproche. Cery no se inmutó y le devolvió una sonría.
—Toma. —Le puso algo en la mano.
Sonea examinó el paquetito envuelto en papel.
—¿Esto es lo que arrojabais a los guardias?
—Polvo de pemeino —dijo Cery—. Picor de ojos y sarpullido garantizados.
—Pero no contra los magos.
Cery sonrió de oreja a oreja.
—Una vez acerté a uno. Lo pillé por sorpresa.
Sonea hizo ademán de devolvérselo, pero Cery apartó la mano.
—Quédatelo —dijo—. Aquí no sirve de nada. Los magos siempre hacen un muro.
—Claro, y por eso vais vosotros y les tiráis piedras —replicó Sonea, moviendo la cabeza—. ¿Por qué os molestáis?
—Porque sienta bien. —Cery volvió sus ojos color gris acero hacia la calle por donde habían venido—. Porque si no lo hiciéramos, sería como si la Purga no nos importara. No vamos a dejarles que nos echen de la ciudad sin armar un poco de jaleo, ¿no?
Ella se encogió de hombros y miró a los jóvenes. Tenían un brillo de anhelo en los ojos. A ella siempre le había parecido que arrojar cualquier cosa a los magos era inútil y estúpido.
—Pero Harrin y tú casi nunca entráis en la ciudad… —dijo.
—Ya, pero deberíamos poder hacerlo si quisiéramos. —Cery sonrió—. Y esta es la única ocasión que tenemos de crear problemas sin que los ladrones anden metiendo las narices.
Sonea puso los ojos en blanco.
—O sea, que es eso.
—¡Yep! ¡Vamos allá! —gritó Harrin por encima del vocerío.
Mientras los jóvenes aclamaban a su líder y se alejaban, Cery la miró expectante.
—Vente. Será divertido —la animó.
Sonea negó con la cabeza.
—No hace falta que intervengas. Tú miras y ya está. Cuando acabemos, me voy contigo y busco un sitio para que os quedéis.
—Pero…
—Un momento. —Cery le quitó la bufanda. La plegó en un triángulo, se la pasó por la cabeza y se la ató al cuello—. Así tienes más pinta de chica. Aunque los guardias nos persiguieran, cosa que no hacen nunca, no pensarían que estás montando follón. Ya está. —Le dio una palmadita en la mejilla—. Mucho mejor. Y ahora, vamos. No voy a dejar que desaparezcas otra vez.
Sonea suspiró.
—De acuerdo.
La multitud había crecido, y la banda se abrió paso a empujones entre la gente. Para sorpresa de Sonea, nadie protestó ni respondió a los codazos. Al contrario, le ofrecían piedras y frutas podridas y le susurraban palabras de ánimo. Mientras seguía a Cery entre aquellas caras anhelantes, notó que empezaba a emocionarse. La gente razonable como sus tíos había salido ya de la plaza Norte. Los que seguían allí querían ver una demostración de rebeldía; no les importaba que no sirviera de nada.
La presión de la muchedumbre se redujo cuando la banda llegó al extremo de la plaza. A un lado Sonea vio que todavía entraba gente por una calle lateral. Al otro, los lejanos portones se elevaban sobre la multitud. Enfrente…
Sonea se detuvo y notó que la confianza la abandonaba. Cery siguió adelante, pero ella retrocedió un poco y se colocó detrás de una anciana. A menos de veinte pasos había una hilera de magos.
Inspiró profundamente y dejó escapar el aire despacio. Sabía que los magos no se moverían. No harían caso de la multitud hasta que decidieran sacarla de la plaza. No había razón para asustarse.
Tragó saliva y se obligó a apartar la mirada y buscar a los jóvenes. Harrin, Cery y los demás seguían avanzando sin prisa entre el menguante arroyo de recién llegados que se incorporaba a la muchedumbre.
Sonea devolvió su atención a los magos y se estremeció. Nunca había estado tan cerca de ellos ni había tenido oportunidad alguna de examinarlos con la mirada.
Todos vestían igual: túnicas de amplias mangas ceñidas a la cintura con un fajín. Según su tío Ranel, aquella ropa estuvo de moda muchos siglos atrás, pero ahora se consideraba un delito que cualquiera se vistiera como los magos.
Todos eran hombres. Desde su posición distinguía a nueve de ellos, solos o en parejas, formando parte de una línea que Sonea sabía que abarcaría toda la plaza. Algunos no tenían más de veinte años, pero otros parecían ancianos. Uno de los que estaban más cerca era un hombre rubio de unos treinta años, atractivo y de aspecto muy cuidado. Los demás eran sorprendentemente ordinarios.
Captó un movimiento brusco con el rabillo del ojo y se giró a tiempo para ver el movimiento del brazo de Harrin. Una piedra surcó el aire en dirección a los magos. A pesar de que sabía qué iba a pasar, Sonea contuvo la respiración.
La piedra se estampó contra algo duro e invisible y cayó al suelo. Sonea soltó el aliento mientras otros jóvenes empezaban a tirar piedras. Algunos magos levantaron la mirada hacia los proyectiles que repicaban contra el aire delante de ellos. Otros echaron un vistazo a los jóvenes y enseguida retomaron sus conversaciones.
Sonea observó el lugar donde se alzaba la barrera de los magos. No vio nada. Dio unos pasos, sacó uno de los paquetes que llevaba en el bolsillo, tomó impulso y lo lanzó con todas sus fuerzas. El paquete se desintegró contra la muralla invisible y, por un momento, en el aire se formó una nube de polvo aplanada por un lado.
Oyó una risita muy cerca y al volverse se encontró con la sonrisa de la anciana.
—Eso ha estado bien —dijo la mujer—. Que se enteren. Adelante.
Sonea metió la mano en un bolsillo y sus dedos se cerraron sobre una piedra grande. Dio unos pasos más en dirección a los magos y sonrió: había visto fastidio en sus caras. Era evidente que no les gustaba que les plantasen cara, pero algo les impedía enfrentarse a los jóvenes.
Desde el otro lado de la neblina de polvo llegaron unas voces. El mago de aspecto muy cuidado miró hacia arriba y se volvió hacia su compañero, un hombre mayor que él, con el cabello canoso.
—Qué chusma tan patética —dijo con desprecio—. ¿Cuánto falta para que podamos quitárnoslos de encima?
A Sonea se le revolvió el estómago y su mano apretó la piedra con más fuerza. La sacó del bolsillo y la sopesó. Era bastante pesada. Encarándose hacia los magos, hizo acopio de la rabia por haber sido expulsada de su hogar y de su odio innato hacia los magos y arrojó la piedra al que había hablado. Siguió la trayectoria del proyectil por el aire y, cuando se acercaba a la barrera mágica, lo animó a superarla y alcanzar su objetivo.
Se vieron unas ondas de brillante luz azul y a continuación la piedra se estrelló contra la sien del mago con un ruido sordo. El hombre se quedó inmóvil, con la mirada perdida, luego se le doblaron las rodillas y su compañero se acercó para sostenerlo.
Sonea contempló boquiabierta cómo el mago más viejo tendía en el suelo a su colega. Los gritos de los jóvenes se apagaron. El silencio se expandió como humo entre la multitud.
Luego, mientras otros dos magos se acercaban a toda prisa y se agachaban junto a su compañero caído, llegaron las exclamaciones. Los amigos de Harrin y otras personas prorrumpieron en gritos de júbilo. El ruido se adueñó de la plaza a medida que la gente explicaba, con murmullos o a gritos, lo que acababa de ocurrir.
Sonea se miró las manos. «Ha funcionado. He roto la barrera. Pero eso es imposible, a no ser…»
«A no ser que haya hecho magia.»
Un escalofrío le recorrió el cuerpo al recordar cómo había concentrado su rabia y su odio en la piedra, cómo había acompañado su recorrido con la mente y la había animado a romper la muralla. En su interior se despertó una sensación extraña, un ansia que la animaba a repetir aquellas acciones.
Vio que unos cuantos magos rodeaban a su compañero herido. Algunos estaban acuclillados junto a él, pero la mayoría observaba a la gente de la plaza; sus ojos buscaban. «Me buscan a mí», pensó Sonea de repente. Como si le hubiera leído el pensamiento, uno de ellos se volvió y la miró fijamente. Sonea se quedo paralizada por el terror, pero la mirada del mago se desplazó y siguió examinando a la multitud.
«No saben quién ha sido.» Suspiró con alivio. Miró alrededor y vio que la gente estaba unos pasos por detrás de ella. Los jóvenes estaban retrocediendo. Con el corazón desbocado, Sonea hizo lo mismo.
Entonces el mago más viejo se levantó. Sin vacilación alguna, sus ojos se clavaron en los de ella. La señaló, y los otros magos se volvieron a mirar. Cuando todos levantaron las manos, a Sonea la invadió el terror. Dio media vuelta y echó a correr hacia la gente. Con el rabillo del ojo vio que los demás jóvenes huían. La visión se le borró cuando varios estallidos de luz iluminaron los rostros que tenía delante; luego los gritos atravesaron el aire. La asaltó una oleada de calor y cayó de rodillas, jadeando.
—¡DETENEOS!
No sintió dolor. Comprobó aliviada que seguía teniendo todo el cuerpo en su sitio. Miró hacia arriba: la gente escapaba a la carrera, no hacía caso de la orden extrañamente amplificada que retumbaba en las paredes de la plaza.
Un olor a quemado llegó a su nariz. Pocos pasos detrás de ella había una persona tirada boca abajo en el suelo. Llamas voraces le devoraban la ropa, pero la figura yacía inmóvil. Sonea vio la masa negruzca que había sido un brazo y sintió náuseas.
—¡NO HAGÁIS DAÑO A LA CHICA!
Se puso en pie torpemente y se alejó del cadáver dando tumbos. Por ambos lados la adelantaba la gente que se sumaba a la huida de los jóvenes. Sonea se obligó a hacer un esfuerzo y emprendió una carrera tambaleante.
Alcanzó a la multitud cerca de las Puertas Septentrionales y se abrió paso a empujones. Con golpes y arañazos, se metió a la fuerza en aquella masa humana. Notó el peso de las piedras en sus bolsillos y se deshizo de ellas. Se le enredó algo en las piernas y tropezó, pero se irguió y siguió empujando.
Unas manos la agarraron bruscamente por detrás. Sonea se resistió y tomó aliento para chillar, pero las manos le dieron la vuelta y se encontró frente a los familiares ojos azules de Harrin.