Aunque había recibido la noticia de un asesinato que presentaba todas las características que se le había indicado que buscara, Cery había dejado pasar una semana desde su reunión con Savara antes de comunicarle que tenía razón. Quería ver cuánto tiempo aguantaba en su encierro voluntario en la habitación de alquiler. Cuando se enteró de que la joven había propuesto a uno de sus «guardias» que se ejercitase con ella en la lucha, Cery supo que a Savara se le estaba agotando la paciencia. Y la curiosidad se apoderó de él cuando el hombre admitió haber perdido todos los combates.
Cery caminaba de un lado a otro de la habitación mientras esperaba a que ella llegase. No había sacado mucho en claro de sus investigaciones. El propietario de la habitación solo pudo decirle que Savara se la había alquilado pocos días antes de ir a ver a Cery. Únicamente dos de los vendedores de armas de la ciudad habían identificado como sachakano el cuchillo de Savara. Las personas de los bajos fondos a quienes sobornaron y alentaron con otros medios para que dijeran la verdad declararon que ninguna de las armas con las que traficaban se parecía a aquella. Cery dudaba que pudiese encontrar en la ciudad a alguien que le diese más información.
Se paró en seco al oír que llamaban a la puerta. Regresó a su silla y se aclaró la garganta.
—Adelante.
Ella lucía una cálida sonrisa cuando entró en la habitación. «Desde luego, sabe que es preciosa y cómo aprovecharse de ello para conseguir lo que quiere», pensó él, aunque se mostró impasible.
—Ceryni —dijo la joven.
—Savara. Me comentan que ha estado midiendo sus fuerzas con mi sifón.
Una arruga minúscula se formó entre las cejas de la joven.
—Sí, un tipo vigoroso, pero a él le hacía más falta el entrenamiento que a mí —hizo una pausa—. Tal vez los otros habrían sido rivales más dignos.
Cery reprimió una sonrisa. Se había percatado de que había más de un vigía. Muy observadora.
—Es demasiado tarde para averiguarlo —dijo Cery, encogiéndose de hombros—; les he encomendado otras tareas.
La arruga en el entrecejo de Savara se hizo más profunda.
—¿Qué hay del esclavo? ¿Ha matado o no?
—¿El «esclavo»? —repitió Cery.
—El hombre que ocupó el lugar del asesino anterior.
Interesante. ¿Esclavos propiedad de quién?
—Ha matado, como usted dijo —confirmó Cery.
Un destello de triunfo brilló en los ojos de ella al oír esa noticia.
—Entonces ¿aceptará mi ayuda?
—¿Puede llevarnos hasta él?
—Sí —respondió Savara sin vacilar.
—¿Qué quiere a cambio?
Ella se acercó a su escritorio.
—Que no hable de mí a su señor.
Cery sintió un escalofrío.
—¿Mi señor?
—El que le ha ordenado que mate a esos hombres —dijo Savara en voz baja.
Ella no debía saber nada de «él». Ni siquiera debía saber que Cery obedecía órdenes de otra persona.
Aquello lo cambiaba todo. Cery cruzó los brazos y comenzó a cavilar acerca de ella. Investigar si Savara podía serle o no de utilidad sin consultar a quien había organizado la caza le había parecido un riesgo mínimo. En ese momento se le antojaba un peligro mucho mayor de lo que había imaginado.
La joven sabía demasiado. Lo mejor sería que enviase a su mejor cuchillo a despacharla. O que la matase él mismo. En ese instante.
Incluso mientras lo pensaba, sabía que no sería capaz. «Y no solo porque la encuentre interesante —se dijo—. Necesito indagar cómo ha averiguado tanto sobre el asunto. Esperaré, la mantendré vigilada y veremos adónde nos lleva esto.»
—¿Le ha hablado de mí? —preguntó Savara.
—¿Por qué no quiere que le hable de usted?
La expresión de ella se ensombreció.
—Por dos motivos. Los asesinos creen que solo un enemigo les sigue la pista. Me resultará más fácil ayudarle si ellos no saben dónde me encuentro. Además, hay personas en mi país que sufrirían represalias si el amo de los esclavos se enterase de que estoy aquí.
—¿Y cree que esos esclavos la descubrirían si mi «amo», como usted lo llama, lo supiese?
—Tal vez sí, tal vez no. Prefiero no arriesgarme.
—No me lo había pedido antes. A estas alturas podría haber hablado a mi cliente de usted.
—¿Lo ha hecho?
Cery negó con la cabeza. Savara sonrió, visiblemente aliviada.
—Supuse que no lo haría, al menos hasta que comprobara que soy capaz de hacer lo que le dije. Bueno, ¿tenemos un trato, como decís los ladrones?
Cery abrió el cajón de su escritorio y sacó el cuchillo de Savara. La oyó ahogar un grito. Las joyas de la empuñadura centelleaban a la luz de la lámpara. Él lo empujó hasta el otro lado de la mesa.
—Lo que harás por nosotros esta noche es espiar a ese hombre. Eso es todo. Nada de matar. Quiero estar seguro de que es quien tú dices antes de liquidarlo. A cambio, yo mantendré el pico cerrado respecto a ti. Por el momento.
Ella sonrió, con un brillo de entusiasmo en los ojos.
—Estaré en mi habitación hasta entonces.
Cery la observó mientras se dirigía con aire despreocupado hacia la puerta, y notó que se le aceleraba el pulso. «¿A cuántos hombres habrá hecho perder la razón con esos andares… o con esa sonrisa? —se preguntó—. Ah, pero apuesto a que algunos perdieron algo más que la razón.»
«Eso no me pasará a mí —pensó—. La vigilaré muy de cerca.»
Sonea cerró el libro que había estado intentando leer y paseó la vista por la biblioteca. Le costaba demasiado concentrarse. No conseguía quitarse de la cabeza a Akkarin y las crónicas.
Hacía una semana que él se las había dado, y aún no había regresado a recogerlas. El recuerdo de lo que tenía sobre el escritorio de su habitación, oculto bajo una pila de apuntes, era como un picor que no podría aliviar por mucho que se rascase. No se tranquilizaría hasta que el Gran Lord se llevase esos libros.
Por otra parte, la aterraba volver a ver a Akkarin. Temía la inevitable conversación con él. ¿Le llevaría más libros? ¿Qué información contendrían? Hasta entonces, solo le había mostrado fragmentos de la historia olvidada. Ella no había encontrado instrucciones para usar la magia negra, y no obstante, el arcón secreto que el cronista había enterrado —seguramente el mismo que el arquitecto lord Coren había descubierto y vuelto a enterrar— debía de contener información suficiente sobre el «arma secreta» de la magia negra para que un mago pudiese aprenderla. ¿Qué debía hacer ella si Akkarin le daba a leer uno de esos libros?
Aprender magia negra iba contra las leyes del Gremio. Si Sonea se diese cuenta de que tenía delante unas instrucciones sobre su uso, se negaría a seguir leyendo.
—¡Mira, ahí está lord Larkin!
Era una voz femenina, de alguien que estaba cerca. Al volverse, Sonea detectó movimiento al final de una estantería. Apenas alcanzó a vislumbrar a una chica que estaba junto a una de las ventanas de la biblioteca de los aprendices.
—¿El profesor de arquitectura y construcción? —preguntó otra voz de chica—. Nunca me había fijado en él, pero podría decirse que es bastante guapo.
—Y sigue soltero.
—Por lo que he oído, no es que muestre un gran interés en casarse.
Se oyeron risitas. Sonea se inclinó hacia atrás en su silla y reconoció a la primera chica como una de las aprendices de quinto.
—¡Eh, mira! Por ahí va lord Darlen. Me gusta.
La otra chica emitió un sonido de admiración.
—Qué pena que esté casado.
—Mmm —convino la primera—. ¿Qué opinas de lord Vorel?
—¡Vorel! ¿Me tomas el pelo?
—No te van mucho los guerreros fuertes, ¿verdad?
Sonea supuso que las chicas estaban mirando a los magos que se dirigían al Salón de Noche. Las escuchó, divertida, mientras evaluaban las cualidades de los magos jóvenes.
—No… Mira allí… A ese sí que no le diría que no.
—Desde luego —le dio la razón la otra, en voz baja—. Mira, se ha parado a hablar con el rector Jerrik.
—Aunque es un poco… frío.
—Oh, seguro que habrá alguna manera de hacerlo entrar en calor.
Las aprendices ahogaron unas risitas. Cuando estas cesaron, una de ellas exhaló un suspiro de anhelo.
—Es tan apuesto… Lástima que sea demasiado mayor para nosotras.
—No sé —repuso la otra—. No es tan viejo… Mi prima se casó con un hombre mucho mayor. Tal vez aparente más edad, pero el Gran Lord no tendrá más de treinta y tres o treinta y cuatro años.
Sonea se puso rígida, presa de la sorpresa y la incredulidad. ¡Estaban hablando de Akkarin!
Naturalmente, no sabían cómo era en realidad. Lo veían solo como a un hombre soltero que era misterioso, poderoso y…
—Es hora de cerrar.
Sonea se volvió bruscamente y se encontró con Tya, la bibliotecaria, que se acercaba dando grandes zancadas por el pasillo entre las estanterías. Tya le sonrió al pasar. Las chicas que miraban por la ventana suspiraron una última vez y se marcharon.
Sonea se puso de pie y comenzó a recoger sus libros y apuntes. Los levantó, se detuvo y volvió la vista hacia la ventana. ¿Seguiría él allí?
Se acercó y echó un vistazo al exterior. En efecto, Akkarin estaba fuera, con Jerrik. Unas arrugas le surcaban la frente. Tenía una expresión atenta, pero que no delataba sus pensamientos.
«¿Cómo pueden esas chicas considerarlo atractivo?», se preguntó Sonea. Era huraño y distante. No tenía una mirada vivaz y cálida como la de Dorrien, ni siquiera un porte elegante como lord Fergun.
Si las aprendices cuya conversación había oído no hubieran ingresado en el Gremio, las habrían casado para establecer alianzas familiares. Tal vez todavía buscaban en los hombres poder e influencia, por costumbre o siguiendo una larga tradición. Sonrió con tristeza.
«Si supieran la verdad —pensó—, Akkarin no les parecería tan atractivo.»
A medianoche, a tres horas de trayecto en carruaje desde las luces de Capia, reinaba una oscuridad densa e impenetrable. Solo los pequeños círculos de luz que proyectaban los faroles del coche iluminaban su camino. Dannyl, contemplando la negrura, se preguntó cómo verían el carruaje quienes vivían en las casas de campo ocultas en las sombras; seguramente como un cúmulo móvil de luces visibles desde varias millas a la redonda.
El vehículo coronó una cuesta y un punto brillante apareció más adelante, junto al camino. Se acercaron rápidamente, y Dannyl vio que se trataba de una farola que iluminaba débilmente la fachada de un edificio. El carruaje empezó a reducir la velocidad.
—Hemos llegado —murmuró Dannyl.
Oyó que Tayend se revolvía en su asiento para mirar por la ventana. El académico bostezó mientras el coche se acercaba al edificio y se detenía con un ligero cabeceo. El letrero de la casa de descanso decía: «Reposo del Río: cama, comida y bebida».
El cochero farfulló para sí mientras bajaba del pescante con dificultad para abrir la portezuela. Dannyl le entregó una moneda.
—Espérenos dentro —indicó—. Proseguiremos el viaje dentro de una hora.
El hombre se inclinó en señal de respeto y fue a llamar a la puerta. Al cabo de unos instantes, se abrió una ventanilla en medio de esta. Dannyl notó una respiración sibilante al otro lado.
—¿Qué se le ofrece, milord? —preguntó una voz apagada.
—Una copa —contestó Dannyl— y una hora de descanso.
No hubo respuesta, pero se oyó un ruido metálico y la puerta se abrió hacia dentro. Un hombre de baja estatura con el rostro arrugado hizo una reverencia y los acompañó a una gran estancia repleta de sillas y mesas. El olor denso y dulzón a bol impregnaba el aire. Dannyl sonrió con nostalgia cuando le vinieron a la mente recuerdos de su ya lejana búsqueda de Sonea. Hacía mucho tiempo que no probaba el bol.
—Me llamo Urrend. Bueno, ¿qué quieren beber? —preguntó el hombre.
Dannyl suspiró.
—¿Tiene rumia de Porreni?
El hombre rió entre dientes.
—Tienen muy buen gusto para el vino. Pero ¿de qué me sorprendo? Se ve que son ustedes dos señores de alcurnia. En el piso de arriba tengo un bonito cuarto de huéspedes para ricos. Síganme.
El cochero se había dirigido con unos andares arrogantes al banco donde se servía el bol. Dannyl se preguntó, ya demasiado tarde, si había hecho bien al darle la moneda. No quería que el carruaje volcase a medio camino de la casa donde vivía la hermana de Tayend.
Subieron por una escalera estrecha detrás del posadero hasta un pasillo. El hombre se detuvo frente a una puerta.
—Es la mejor habitación que tengo. Espero que la encuentren confortable.
Abrió la puerta con un empujón suave. Dannyl entró despacio y tomó buena nota de los muebles gastados, de la segunda puerta y del hombre que estaba sentado cerca de ella.
—Buenas noches, embajador —el hombre se levantó y se inclinó con elegancia—. Soy Royend de Marane.
—Es un honor —contestó Dannyl—. Tengo entendido que ya conoce a Tayend de Tremmelin, ¿verdad?
El hombre asintió con la cabeza.
—En efecto. He pedido algo de vino. ¿Les apetece?
—Sí, pero tomaremos solo un poco, gracias —respondió Dannyl—. Tenemos que reanudar el viaje dentro de una hora.
Dannyl y Tayend se acomodaron en dos de las sillas. El Dem se paseó por la habitación, inspeccionando el mobiliario con una mueca de repugnancia, y luego se detuvo para mirar por las ventanas. Era más alto que el elyneo medio, y tenía el cabello negro. Dannyl se había enterado por boca de Errend de que la abuela de Dem Marane había sido kyraliana. Él era un hombre de mediana edad, casado, con dos hijos, y muy, muy rico.
—Bien, ¿qué le parece Elyne, embajador?
—El lugar ha acabado por gustarme —respondió Dannyl.
—¿No le gustaba al principio?
—No es que el país me gustara o me disgustara. Es solo que me ha llevado un tiempo acostumbrarme a las diferencias. Algunas me atraían, otras me resultaban extrañas.
El Dem enarcó las cejas.
—¿Qué tenemos de extraño, según usted?
Dannyl soltó una risita.
—Los elyneos dicen lo que piensan, aunque no siempre de forma clara.
Una sonrisa se dibujó en el rostro del hombre, pero desapareció cuando sonaron unos golpes en la puerta. Cuando se dirigía hacia ella, Dannyl agitó la mano y proyectó su voluntad. La puerta se abrió por sí sola. Royend se paró en seco y, al percatarse de que Dannyl había utilizado la magia, una mirada de ansia y deseo frustrado asomó a su rostro. Pero esta se desvaneció instantes después, cuando el propietario de la casa de descanso entró en la habitación con una botella de vino y tres copas.
Nadie dijo una palabra mientras el hombre destapaba la botella y servía el vino. En cuanto se marchó, el Dem cogió una copa y se sentó en una silla.
—Entonces ¿qué le resulta atractivo de Elyne?
—Tienen ustedes un vino excelente —Dannyl alzó su copa y sonrió—. Son tolerantes y abiertos de mente. Aquí se aceptan muchos comportamientos que horripilarían y escandalizarían a los kyralianos.
Royend dirigió una mirada a Tayend.
—Debe de estar usted al tanto de esos sucesos horripilantes y escandalosos, pues de lo contrario no los incluiría entre esas peculiaridades nuestras que tan atractivas le parecen.
—¿Sería yo un digno embajador del Gremio si fuese ajeno a dichos asuntos… como la corte de Elyne cree que soy?
El Dem sonrió, aunque seguía mirándolo con dureza.
—Ya ha demostrado estar mejor informado de lo que yo creía. Me da que pensar. ¿Es usted tan tolerante y abierto de mente como nosotros, o sostiene las mismas opiniones rígidas que los otros magos kyralianos?
Dannyl miró a Tayend.
—No soy el típico mago kyraliano —repuso. El académico le dedicó una sonrisa torcida y sacudió la cabeza—. Aunque me he vuelto un experto en fingir que lo soy —continuó Dannyl—. Creo que si mis iguales me conocieran mejor, no me considerarían en absoluto un representante digno del Gremio.
—Ah —se apresuró a intervenir Tayend—, pero la cuestión es si tú no eres digno del Gremio, o si el Gremio no es digno de ti.
Royend rió ligeramente al oír el comentario.
—Y no obstante le ofrecieron el puesto de embajador.
Dannyl se encogió de hombros.
—Y gracias a eso estoy aquí. A menudo desearía que el Gremio se hubiese originado en una cultura menos rígida. Los puntos de vista diferentes estimulan el debate, lo que favorece el entendimiento. Últimamente tengo más motivos para desearlo. Tayend posee un gran potencial. Es una lástima que no pueda desarrollarlo simplemente porque los kyralianos no toleran a los hombres de su naturaleza. Puedo enseñarle algunas cosas sin infringir las leyes del Gremio, pero tiene talento para mucho más.
La mirada de Dem Marane se aguzó.
—¿Y se las ha enseñado?
—No —Dannyl negó con la cabeza—. Pero no me importaría alterar un poco las normas del Gremio por él. En cierta ocasión maté a un hombre para salvar la vida a Tayend. La próxima vez quizá yo no esté a su lado para ayudarlo. Me gustaría enseñarle a sanar, pero eso significaría rebasar un límite y exponer a Tayend a un peligro tal vez aún mayor.
—¿Por parte del Gremio?
—Sí.
Dem Marane sonrió.
—Solo si ellos se enterasen. Es un riesgo, pero ¿vale la pena correrlo?
Dannyl frunció el entrecejo.
—Yo no correría un riesgo semejante sin prepararme antes para lo peor. Si llegara a descubrirse que Tayend ha aprendido magia, él debería estar en condiciones de ponerse a salvo del Gremio. No tiene a nadie a quien acudir excepto a sus familiares y a sus amigos de la biblioteca. Y me temo que ellos no podrían serle de mucha ayuda.
—¿Y qué hay de usted?
—Nada asusta más al Gremio que el hecho de que un mago totalmente entrenado se descarríe. Si yo desapareciese, nos buscarían a ambos con mucho más empeño. Así pues, me quedaría en Capia y haría lo posible por ayudar a Tayend a evitar que lo capturasen.
—Da la impresión de que necesita que otros lo protejan. Personas que sepan cómo ocultar a un fugitivo.
Dannyl asintió.
—¿Y qué estaría dispuesto a ofrecerme a cambio?
Dannyl entrecerró los ojos y observó al hombre.
—Nada que pudiera utilizarse para hacer daño a otros. Ni siquiera al Gremio. Conozco a Tayend. Tendría que estar muy seguro de las intenciones de otras personas para fiarme de ellas como me fío de él.
El Dem movió la cabeza lentamente en un gesto afirmativo.
—Desde luego.
—Bueno —prosiguió Dannyl—, ¿cuál cree que será el precio de la protección de Tayend?
Dem Marane cogió la botella y se llenó de nuevo la copa.
—No lo sé con certeza. Interesante pregunta. Tendría que preguntárselo a unos colegas.
—Por supuesto —dijo Dannyl con afabilidad. Se puso de pie y bajó la vista hacia el hombre—. Estoy ansioso por conocer su opinión. Y ahora me temo que debemos partir. La familia de Tayend nos espera.
Royend de Marane se levantó e hizo una reverencia.
—Ha sido un placer conversar con ustedes, embajador Dannyl, Tayend de Tremmelin. Espero que tengamos muchas oportunidades de conocernos más a fondo en el futuro.
Dannyl inclinó la cabeza cortésmente. Hizo una pausa y pasó la mano por encima de la copa del Dem para calentar el vino con un poco de magia. Sonriendo ante su expresión de sorpresa, se dio la vuelta y caminó hacia la puerta, seguido por Tayend.
Una vez que estuvieron en el pasillo, Dannyl volvió la vista atrás. Dem Marane sujetaba la copa entre las manos ahuecadas, en actitud pensativa.