Una nube de polvo causada por la destrucción de la muralla flotaba sobre las calles de la ciudad. Todo estaba desierto, pero de vez en cuando Lorlen entreveía algún movimiento tras la esquina de un edificio o al otro lado de una ventana. Unos minutos antes, Osen y él habían forzado la puerta de una de las casas cuyas ventanas daban al Palacio, y estaban esperando a que llegaran los ichanis y a que Balkan diese la orden de ataque.
No sabía cuántos magos habían sobrevivido ni cuánta energía les quedaba, pero pronto lo averiguaría.
—Ven, siéntate —murmuró Osen.
Lorlen apartó la vista de la ventana y vio a su ayudante con una silla antigua entre las manos. Cuando Osen la dejó en el suelo, Lorlen esbozó una sonrisa irónica.
—Gracias. Dudo que vaya a usarla durante mucho tiempo.
El joven mago devolvió la mirada a la calle.
—No. Ya están aquí.
Lorlen miró de nuevo por la ventana y divisó a seis figuras que emergían de la nube de polvo. Los sachakanos pasaron lentamente por delante de la casa, en dirección al Palacio. Kariko alzó la mirada hacia la muralla.
«No, no os daremos otra oportunidad de hacer saltar en pedazos las piedras de debajo de nuestros pies», pensó Lorlen mientras se acercaba a la puerta.
¡Atacad!
Al recibir la orden de Balkan, Lorlen abrió la puerta de un empujón y salió a la calle, seguido por Osen. Varios magos aparecieron y formaron un semicírculo alrededor de los sachakanos. Lorlen añadió su fuerza al escudo conjunto, y a continuación descargó un azote contra los ichanis.
Los sachakanos se volvieron rápidamente hacia ellos. La imagen de uno de los ichanis acudió a la mente de Lorlen. De inmediato, el Gremio entero atacó a aquel hombre. La fuerza de sus azotes hizo recular a los ichanis hacia la pared del Palacio, hasta que el fuego de réplica de los sachakanos obligó al Gremio a centrarse en reforzar el escudo.
Los impactos que recibía el escudo del Gremio eran brutales. El miedo y la ansiedad se adueñaron de Lorlen cuando el semicírculo de magos empezó a retroceder. El Gremio no tardaría en debilitarse si seguía soportando semejante castigo.
Retirada.
En respuesta a la orden de Balkan, los magos del Gremio se retiraron hacia las casas y los callejones de los que habían salido. Los ichanis empezaron a avanzar.
—Tenemos que quitar de en medio al menos a uno de ellos —dijo con voz entrecortada Osen.
—Tú cubres, yo ataco —dijo Lorlen—. Pero antes acerquémonos un poco más a la casa.
Caminaron cautelosamente hacia la puerta. Cuando llegaron frente a ella, Lorlen se detuvo.
—¡Ya!
Lorlen abandonó su escudo y concentró toda la energía que le quedaba en un azote que lanzó contra el ichani debilitado. El sachakano se tambaleó, y los azotes llovieron sobre él cuando los magos del Gremio se percataron de su vulnerabilidad. El hombre profirió un grito inarticulado de rabia y miedo al constatar que su escudo cedía. La siguiente descarga lo arrojó contra la pared del Palacio, que se combó tras su espalda. Su cuerpo se dobló, inerte, y cayó al suelo.
Los magos prorrumpieron en gritos de júbilo, pero callaron de golpe cuando los ichanis contraatacaron con potentes ráfagas. Osen soltó un quejido ahogado.
—Regresa… adentro —dijo, apretando los dientes.
Lorlen siguió la mirada de Osen y sintió un nudo en el estómago al ver que Kariko, el jefe de los ichanis, caminaba hacia ellos, lanzando un azote tras otro contra el escudo de Osen. Lorlen sujetó a este del brazo para ayudarlo a volver a la casa. Saltaron astillas y trozos de ladrillo cuando los azotes de Kariko atravesaron el portal. Entonces el escudo de Osen comenzó a debilitarse.
—No —gimió Osen—. No tan pronto.
Lorlen lo aferró por los hombros y lo empujó a un lado. Se oyó un estampido, y la fachada de la casa se derrumbó hacia dentro. Unas grietas se extendieron por el techo. Algo golpeó a Lorlen en los hombros con fuerza y lo hizo caer de rodillas.
Acto seguido se encontró en el suelo, derribado por otro golpe. Supuso que el techo se había venido abajo. Un peso enorme lo oprimió y aplastó el aire de sus pulmones. Cuando todo quedó inmóvil por fin, Lorlen tomó conciencia del dolor. Proyectó la mente hacia su interior, y se le heló la sangre al ver los huesos rotos y los órganos reventados. Comprendió lo que eso significaba.
Solo quedaba una cosa por hacer.
La tierra y el polvo caían sobre él mientras se llevaba la mano hacia el bolsillo en que guardaba el anillo.
En los túneles que discurrían bajo el Círculo Interno reinaba el silencio. Algún que otro voluntario esperaba junto a una salida. El guía de Akkarin y de Sonea se detuvo al ver que un mensajero se dirigía a toda prisa hacia ellos.
—Un mago sachakano… se ha quedado… con los esclavos… —logró decir entre jadeos el hombre—. Están en… las barriadas… en Ladonorte.
—Así que ya hay uno separado de los demás —observó Sonea—. ¿Deberíamos encontrarlo a él primero?
—Tardaremos un buen rato en llegar hasta allí —dijo Akkarin. Miró en dirección al Palacio—. Me gustaría ver cómo se defiende el Gremio, pero… ese ichani solitario podría intentar reunirse con Kariko cuando se entere de la derrota del Gremio —asintió despacio y se volvió hacia el guía—. Sí, llévanos a las barriadas.
—Yo les comunicaré que están ustedes en camino —dijo el mensajero antes de alejarse corriendo.
El guía echó a andar de nuevo por el pasillo, y ellos lo siguieron. Varios minutos después, los abordó una mujer de mediana edad.
—El túnel se ha hundido —informó—. No podéis ir por allí.
—¿Cuál es la ruta alternativa más rápida?
—Hay otro túnel cerca de la muralla del Gremio —dijo el guía.
Akkarin alzó la vista.
—La brecha de la muralla está casi encima de nosotros.
—Salir por allí sería más rápido —observó el guía—, pero podrían verles.
—El Gremio y los ichanis están fuera del Palacio. Cualquier otra persona nos tomaría por dos imardianos normales y corrientes que huyen de la ciudad. Llévanos a una salida que esté lo más cerca posible de la muralla.
El guía hizo un gesto afirmativo y los condujo por el túnel. Tras girar varias veces a derecha e izquierda, se detuvo frente a una escalera de mano atornillada a una pared y señaló la trampilla que había en lo alto.
—Por allí llegarán a un almacén. Hay una puerta que da a un callejón —les indicó cómo llegar a una entrada de los túneles situada al otro lado de la muralla—. Allí encontrarán a otros guías que conocen la Cuaderna Septentrional mejor que yo.
Akkarin empezó a subir. Sonea lo siguió y se encontró en medio de una amplia habitación llena de víveres. Atravesaron una puerta y salieron a un estrecho callejón sin salida. Akkarin avanzó con sigilo y se detuvo frente a la entrada. Cuando Sonea se colocó a su lado, advirtió que estaban al otro lado de la calzada que rodeaba la Muralla Interior. Se le cayó el alma a los pies al ver las ruinas.
Una ráfaga de viento se llevó consigo el polvo, y Sonea distinguió entre los escombros unos colores que le eran conocidos. Al mirar con más atención, se dio cuenta de que eran túnicas de magos.
—El camino está despejado —murmuró Akkarin.
Cuando salieron del callejón, Sonea dio unos pasos hacia los magos, pero notó que Akkarin la sujetaba del brazo.
—Están muertos, Sonea —murmuró con delicadeza—. De lo contrario, el Gremio no los habría dejado aquí.
—Lo sé —respondió ella—. Solo quiero saber quiénes son.
—No es el momento. Ya habrá tiempo para eso más tarde.
Akkarin tiró de Sonea hacia la brecha de la muralla. Los cascotes que cubrían el suelo entorpecían su avance. Acababan de llegar a la base de las puertas derribadas cuando él se detuvo. La chica lo miró y la asaltó una gran inquietud. Akkarin, con el rostro extraordinariamente blanco, contemplaba un punto situado muy por debajo del suelo.
—¿Qué ocurre?
—Lorlen —se volvió bruscamente hacia el Círculo Interno—. Tengo que encontrarlo. Tú sigue adelante. Encuentra al ichani, pero no hagas nada hasta que yo llegue.
—Pero…
—Vete —la interrumpió, y clavó en ella una mirada fría—. Tengo que hacer esto yo solo.
—¿Hacer qué?
—Haz lo que te pido, Sonea.
Ella no pudo evitar sentirse dolida y algo enfadada al notar su tono de impaciencia. No era un buen momento para que Akkarin se mostrara misterioso y reservado con ella. Si se separaban, ¿cómo volverían a encontrarse? Entonces Sonea se acordó del anillo.
—¿Me pongo tu anillo de sangre ahora mismo? Dijiste que debemos llevarlos cuando no estemos juntos.
Un brillo de alarma asomó a los ojos de Akkarin, pero suavizó su expresión enseguida.
—Sí —respondió—, pero no te pongas el tuyo todavía. No quiero mostrarte lo que me temo que voy a ver dentro de la hora siguiente.
La joven lo miró a los ojos. ¿Qué iba a ocurrir que él no quería que viera? ¿Tendría algo que ver con Lorlen?
—Debo irme —dijo Akkarin.
Ella asintió y lo observó alejarse a paso ligero.
Cuando Akkarin despareció, Sonea se internó rápidamente en la Cuaderna Septentrional. Tras resguardarse en la sombra de un callejón, se sacó el anillo del bolsillo y se quedó contemplándolo. La advertencia que Akkarin le había hecho la víspera resonaba en sus oídos: «A veces, oír y saber lo que otra persona piensa de ti es una experiencia desagradable. Puede acabar con amistades, convertir el amor en resentimiento…».
Sin embargo, tenían que poder comunicarse mientras estuvieran separados. Dejó a un lado sus dudas y deslizó el dedo dentro del anillo. No apareció la menor sensación de la presencia de Akkarin en el borde de su mente. Lo buscó, pero no percibió nada. Tal vez el anillo no funcionaba.
«No —pensó—, el creador controla cuánta información recibe el portador.» Pero el creador, por su parte, no podía dejar de percibir los pensamientos y experiencias del portador. Eso significaba que su mente estaba totalmente al alcance de Akkarin en aquel momento.
¿Hola?, pensó.
No obtuvo respuesta. Sonrió y se encogió de hombros. Fuera lo que fuese lo que él estuviese haciendo, no querría que lo distrajera, y lo último que ella deseaba era desviar su atención cuando necesitaba concentrarse más que nunca.
Siguiendo las indicaciones del guía, la chica encontró fácilmente la entrada al túnel. Para su sorpresa, Farén estaba esperando dentro. Su segundo, el hombre callado que lo acompañaba cuando ella lo había abordado solo un día antes, estaba a su lado.
—El Gremio ha matado a un ichani —dijo Farén con entusiasmo—. Estaba deseando contártelo.
Sonea sonrió y le vinieron ganas de relajarse un poco.
—Vaya, eso sí que es una buena noticia. ¿Qué hay del resto de los ichanis?
—La mujer está vagando por ahí, sola. El que está con los esclavos sigue en Ladonorte, según el último informe. Supongo que los demás se dirigen hacia el Palacio. ¿Dónde está tu compañero inseparable?
Ella arrugó el entrecejo.
—Tenía que encargarse de algo por su cuenta. Tengo que encontrar al ichani que está con los esclavos y sentarme a esperar.
Farén sonrió.
—Pues vayamos a buscarlo.
Tras caminar durante algunos minutos, salieron a una callejuela. Farén guió a Sonea hasta una pila alta de cajas y pasó por un agujero estrecho. En el centro había un espacio abarrotado. Se agachó y dio unos golpecitos en un objeto metálico.
Sonea reprimió un gruñido cuando se abrió una trampilla y un olor desagradable azotó su olfato.
—Otra vez las alcantarillas.
—Eso me temo —contestó Farén—. Son el camino más directo para salir de la ciudad.
Descendieron hacia las tinieblas. Un hombre de rostro ancho estaba de pie junto a la escalera, con un farol en una mano y otro a sus pies, proyectando un círculo de luz alrededor de él. El ladrón cogió la lámpara del suelo y echó a andar a lo largo del saliente que discurría por un lado del túnel. Había varios guardias vigilando las tapas de alcantarilla. En cierto momento, Farén dijo a Sonea que acababan de pasar por debajo de la Muralla Exterior. Cuando salieron de las alcantarillas, ella vio que estaban en una zona de las barriadas que conocía. Farén la condujo rápidamente a través de una abertura en una pared y llegaron al Camino de los Ladrones.
Un muchacho que aguardaba dentro les comunicó que el ichani solitario y los esclavos se hallaban a solo unas calles de allí.
—Se dirigen hacia la calle principal —dijo el chico.
—Avisa a todos que se preparen, y vuelve para informarnos.
El muchacho asintió con la cabeza y se alejó apresuradamente.
Avanzaron unos pasos más, ascendieron hasta una casa y después, por una escalera desvencijada, a la primera planta. Farén guió a Sonea hasta una ventana, desde donde ella echó un vistazo al exterior y vio a los esclavos sachakanos abajo, en la calle. El ichani observaba a dos esclavos que salían de una panadería con bandejas llenas de bollos. Varios de los animales parecidos a limeks se peleaban por los restos de un reber. No había carros a la vista.
El muchacho del Camino de los Ladrones entró en la habitación. Los ojos le brillaban de emoción.
—Todo está a punto —anunció.
Sonea dirigió a Farén una mirada inquisitiva.
—¿Para qué?
—Hemos tendido algunas trampas a los sachakanos —explicó Farén—. Ha sido idea de Cery.
Ella sonrió.
—Como no podía ser de otra manera. ¿En qué consiste el plan?
Farén se acercó a una ventana lateral. Debajo había un pequeño patio cercado cuya parte trasera daba a un angosto callejón. Dos hombres de constitución robusta sujetaban contra la pared una larga vara de metal con la punta afilada. Dirigían miradas nerviosas a la ventana. Farén les hizo señas de que esperaran.
—Hay dos más al otro lado del callejón —dijo a Sonea—. En cada pared hay un agujero tapado con argamasa falsa. Uno de nuestros magos impostores atraerá al ichani a la callejuela. Cuando llegue al sitio adecuado, los hombres lo ensartarán.
Sonea lo contempló con incredulidad.
—¿Ese es vuestro plan? Es imposible que dé resultado. El escudo del ichani lo protegerá.
—Tal vez le dé pereza crear uno y suponga que las paredes son protección suficiente.
—Tal vez —dijo ella—, pero es muy poco probable. Estaréis corriendo un riesgo muy grande.
—¿Crees que quienes nos ayudan no lo saben? —preguntó Farén en voz baja—. Saben que lo más seguro es que no dé resultado, pero están tan decididos como tú a combatir a los sachakanos.
Sonea suspiró. No era de extrañar que los losdes quisieran luchar, aunque eso entrañara un peligro enorme.
—Bueno, por si no funciona, yo debería estar allí abajo para…
—Demasiado tarde —dijo el segundo de Farén—. Mirad.
Sonea se dirigió de nuevo hacia la ventana que daba a la calle y se percató de que el ichani y sus esclavos se acercaban. Un grupo de jóvenes pasó corriendo al otro lado de la calle y comenzó a tirarles piedras. Mientras el ichani hacía ademán de seguirlos, Sonea oyó un grito ahogado y vio a un hombre con una túnica salir a la calle desde algún lugar situado justo debajo de donde ella estaba. Avanzó hacia el ichani con paso resuelto y se detuvo en la entrada del callejón. Al ver al falso mago, el ichani sonrió.
Un azote destelló en el aire. El mago falso lo esquivó por muy poco y se lanzó a la carrera por el callejón.
Sonea corrió hacia la ventana lateral. Los dos hombres que empuñaban la lanza se pusieron en posición. Aquello no podía funcionar. Pero ¿y si…? Se le puso el vello de punta al darse cuenta de lo que sucedería si conseguían lo que se proponían.
—Farén, tengo que bajar.
—No queda tiempo —repuso él—. Mira.
El ichani enfiló el callejón con grandes zancadas. El hombre de la túnica se había detenido. Sonea alcanzó a ver el tenue brillo de una barrera que le impedía el avance. Cuando el ichani se encontraba a un paso de los hombres escondidos, el mago falso gritó algo. Las lanzas salieron disparadas de la pared…
… y se hundieron en el cuerpo del ichani. El sachakano profirió un alarido de sorpresa y dolor.
—¡Ha funcionado! —exclamó Farén.
Sonea oyó gritos de triunfo similares procedentes de fuera, aunque amortiguados por la ventana. Se estremeció de compasión al ver la agonía en el rostro del ichani. Empezaron a flaquearle las piernas, y supo que no podría llegar hasta él antes de que muriese.
Aun así, rompió el cristal de la ventana y advirtió a los hombres de abajo:
—¡Apartaos de él!
Ellos la miraron, desconcertados.
De pronto, todo se tornó blanco.
Sonea creó un escudo alrededor de sí, de Farén y de su segundo. Instantes después, la pared de la habitación explotó hacia dentro. Un calor abrasador se coló a través del escudo, lo que la obligó a reforzarlo. Notó que el suelo se inclinaba y se desplomaba, y después la sensación de precipitarse al vacío. Cuando sus pies tocaron el suelo, cayó de rodillas.
Entonces, la magia que había liberado el cuerpo del ichani muerto cesó de repente. Ella descubrió que estaba en cuclillas sobre una pila de ladrillos y restos de madera humeante. Se puso de pie y vio que la rodeaba un círculo de cascotes.
Todo en cien pasos a la redonda había quedado reducido a montones de escombros calcinados. Sonea dirigió la mirada hacia el callejón, pero no quedaba rastro de los hombres de las lanzas. La invadió una tristeza profunda. «Podría haberlos salvado si hubiera sabido lo que pretendían.»
Farén y su segundo se levantaron con dificultad y contemplaron aquel panorama desolador.
—Cery dijo que podría pasar algo así —comentó Farén—. Dijo que todos debían alejarse lo más rápidamente posible, pero no nos advirtió que la explosión podía llegar tan lejos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó su segundo con un hilillo de voz.
Sonea trató de hablar, pero tenía un nudo en la garganta. Tragó saliva y lo intentó de nuevo.
—Lo que pasa siempre que muere un mago —consiguió decir—. La magia que tiene acumulada en su interior se libera.
Él la miró con los ojos como platos.
—¿A ti… a ti te pasará lo mismo?
—Me temo que sí, a menos que agote mi energía, o que los ichanis me la arrebaten toda.
—Ah —el hombre se estremeció y desvió la vista.
—Hemos tenido suerte de que estuvieras aquí —dijo Farén en voz baja—. De lo contrario, habríamos acabado como esos esclavos de ahí abajo.
Sonea siguió la dirección de su mirada hacia la calle. Varias figuras yacían en el suelo. La chica sintió un escalofrío. Al menos su muerte había sido rápida.
Farén soltó una risita.
—Bueno, no hace falta pensar qué vamos a hacer con ellos, ¿verdad?
—¡Ayudadme!
Dannyl alzó la vista, arrancado de su estupor por la súplica. Lord Osen se encontraba de pie ante un gran boquete abierto en el costado de una casa. Estaba cubierto de polvo, y tenía la cara surcada de lágrimas.
—Lorlen está sepultado —dijo entre jadeos Osen—. ¿A alguno de vosotros os quedan fuerzas?
Dannyl miró a Farand y sacudió la cabeza.
—Entonces… ayudadme a desenterrarlo al menos.
Siguieron a Osen al interior de la casa, donde descubrieron un enorme montón de escombros. El sol entraba filtrado por el polvo. Al levantar la mirada, Dannyl vio que la planta de arriba y el tejado habían desaparecido.
—Está aquí, creo —dijo Osen al tiempo que se detenía ante la puerta principal, que estaba medio enterrada. Se puso de rodillas y comenzó a excavar con las manos desnudas.
Dannyl y Farand se unieron a él. No podían hacer otra cosa. Echaban los cascotes a un lado, pero avanzaban muy despacio. Dannyl se cortó con unos trozos de vidrio que había entre el polvo. Empezaba a preguntarse cómo podía haber sobrevivido alguien bajo todas aquellas ruinas, cuando de pronto el montón entero se movió. Ladrillos, vigas de madera y vidrios rotos empezaron a deslizarse hacia la pared del fondo de la casa.
Osen sacudió la cabeza para despejarse la mente y recorrió la habitación con la vista. Sus ojos se fijaron en un punto situado detrás de Dannyl y se abrieron desorbitadamente.
Dannyl se dio la vuelta al instante y vio una silueta de pie frente al agujero de la pared lateral, recortada contra la luz intensa del exterior. Logró distinguir que el desconocido llevaba ropa normal, pero la sombra ocultaba su rostro.
El ruido de los escombros se redujo hasta dejar paso al silencio.
—Has vuelto —dijo una voz familiar pero débil.
Dannyl se volvió, con el corazón lleno de esperanza, y vio a Lorlen, desenterrado. El administrador tenía la túnica recubierta de polvo y el rostro magullado, pero le brillaban los ojos.
—Sí. He vuelto.
Dannyl soltó un grito ahogado cuando reconoció la voz. Akkarin. El mago desterrado se adentró en la habitación mientras Dannyl lo miraba fijamente.
—¡No! —dijo Lorlen—. No te… no te me acerques.
Akkarin se detuvo.
—Te estás muriendo, Lorlen.
—Lo sé —Lorlen respiraba trabajosamente—. No… no permitiré que desperdicies tu energía conmigo.
Akkarin dio otro paso.
—Pero…
—Detente, o estaré muerto antes de que llegues —gimió Lorlen—. Me queda muy poca energía, y la estoy usando para permanecer consciente. Lo único que tendría que hacer es gastarla más deprisa.
—Lorlen —dijo Akkarin—. Bastará un poco de magia, apenas la suficiente para mantenerte con vida hasta que…
—Hasta que vengan los ichanis a rematarme —Lorlen cerró los ojos—. Te recuerdo que yo era sanador. Sé lo que haría falta para curarme. Demasiada magia. Y la necesitaréis toda para detenerlos —abrió los párpados y contempló a Akkarin—. Entiendo por qué lo hiciste, por qué me mentiste. La seguridad de Kyralia era más importante que nuestra amistad. Lo sigue siendo. Solo quiero saber una cosa. ¿Por qué no respondiste cuando te llamé?
—No podía —dijo Akkarin—. Si el Gremio hubiera sabido que yo estaba aquí, los ichanis se habrían enterado al leer la mente a su primera víctima y permanecerían juntos. Son vulnerables cuando están solos.
—Ah —dijo Lorlen con una leve sonrisa—. Ya veo.
Los ojos se le cerraron de nuevo. Akkarin dio otro paso hacia su amigo. Los párpados de Lorlen se abrieron de golpe.
—No, ni se te ocurra —susurró—. Quédate donde estás. Cuéntame… ¿qué ha sido de Sonea?
—Vive —contestó Akkarin—. Está…
Aunque Akkarin no terminó la frase, los labios de Lorlen se torcieron en una sonrisa.
—Me alegro —dijo.
Entonces sus facciones se relajaron y exhaló un largo suspiro. Akkarin se abalanzó hacia delante y se agachó. Tocó la frente a Lorlen, y una expresión de dolor asomó a su rostro. Luego le tomó la mano, con la cabeza gacha, y le quitó un anillo.
—Lord Osen —dijo.
—¿Sí?
—Ni usted, ni el embajador Dannyl ni… —miró a Farand— ni su acompañante… ninguno de ustedes debe contar a nadie que me han visto. Si los ichanis descubren que Sonea y yo estamos aquí, toda posibilidad de derrotarlos se irá al traste. ¿Me han entendido?
—Sí —se apresuró a decir Osen en voz baja.
—Todos los ichanis están en el Palacio. Abandonen la ciudad mientras puedan.
Akkarin se irguió y les dio la espalda con un movimiento brusco.
Se acercó al agujero que había en la pared. Durante un momento, antes de que saliera, Dannyl pudo verle la cara. Aunque tenía el semblante firme y decidido, sus ojos brillaban intensamente al sol.
A varios cientos de pasos de las afueras de las barriadas, Rothen salió del camino. Alcanzaba a divisar el gran hueco que se había abierto allí donde antes se alzaban las Puertas Septentrionales. A través de él, había visto el boquete aún más grande en la Muralla Interior.
Sin embargo, no tenía por qué entrar en la ciudad por allí. Siempre estaba la brecha de la Muralla Exterior que daba a los terrenos del Gremio.
Se preguntó por qué los ichanis habían optado por desperdiciar su energía destruyendo las puertas de la ciudad. Sin duda habían averiguado que existía la brecha en la Muralla Exterior al leer la mente a los magos que habían capturado y matado en el Fuerte y en Calia. Tal vez habían querido demostrar al Gremio la superioridad de sus fuerzas. O quizá pretendían recuperar la magia que habían perdido arrebatándosela a imardianos corrientes.
Fuera como fuese, debían de sentirse seguros de que su fuerza, o su capacidad para recobrarla, les permitiría conquistar Kyralia. Mientras Rothen espoleaba a su caballo en dirección a la colina boscosa que se alzaba detrás del Gremio, lo embargó un temor creciente. ¿Llegaría demasiado tarde? ¿Encontraría el Gremio destruido y a los ichanis esperando? Debía acercarse con cautela.
Dejó que la yegua aflojara el paso cuando llegó a los primeros árboles. El bosque no tardó en espesarse, hasta que él se vio obligado a descabalgar y a conducirla a pie. Una imagen apareció ante sus ojos. «No, otra vez no…»
Siguió andando mientras la experiencia de la muerte se superponía a su entorno real. Esta vez se trataba de un guardia de Palacio. La visión se disipó y Rothen suspiró, aliviado.
«¿Cuántos llevan ya? —se preguntó—. ¿Veinte? ¿Treinta?»
La pendiente se hizo más pronunciada. Siguió adelante, dando traspiés sobre hierbas, troncos, piedras y hoyos. Cuando llegó a un calvero, alzó la mirada y vislumbró algo blanco entre los árboles que tenía enfrente.
Al ver los edificios, el alivio y la alegría se apoderaron de él. Apuró el paso hasta llegar a la orilla del bosque. Docenas de casas pequeñas ocupaban todo un claro, más abajo. «Es como una aldea diminuta», pensó.
«Una aldea desierta», se corrigió. Aunque había vivido a pocos cientos de pasos de aquel lugar, solo lo había visto una vez antes, cuando era aprendiz. Aquel caserío era conocido como el alojamiento de los sirvientes.
Empezó a descender hacia los edificios. En ese momento se abrió una puerta. Un hombre con uniforme de sirviente salió apresuradamente a su encuentro.
—Milord —dijo el hombre, y le dedicó una breve reverencia—. ¿Cómo marcha la batalla?
—No lo sé —respondió Rothen—. Acabo de llegar. ¿Por qué sigues aquí?
El hombre se encogió de hombros.
—Me ofrecí voluntario para vigilar las casas hasta que regrese todo el mundo.
Rothen levantó la mirada hacia su yegua.
—¿Queda alguien de las caballerizas?
—No, pero si lo desea puedo ocuparme de su caballo.
—Gracias —Rothen entregó las riendas al sirviente—. Si al anochecer no ha vuelto nadie, márchate. Llévate la yegua, si quieres.
El hombre parecía sorprendido. Se inclinó ante él, dio unas palmaditas a la yegua en el hocico y se alejó con ella. Rothen dio media vuelta y echó a andar por el camino que conducía al Gremio.
Habían transcurrido tres horas desde que Cery se había despedido de Sonea y de Akkarin. Según los informes que había recibido, ella se había ido a las barriadas a encargarse del ichani solitario. Akkarin había desaparecido en el Círculo Interno, y Takan no sabía lo que estaba haciendo su amo.
Se había escogido la guarida subterránea de un contrabandista en el Círculo Interno como lugar de reunión. Era un espacio grande, repleto hasta el techo de mercancías. Cuando tres figuras bajaron por el pasillo entre los estantes, Cery se dirigió hacia ellos con una sonrisa.
—Vuestro Gremio ha matado a un ichani —dijo—. Uno menos y quedan siete.
—No —Sonea sonrió—. Dos menos y quedan seis.
El ladrón se volvió hacia Farén.
—¿El de las barriadas?
—Sí, aunque yo no he tenido nada que ver.
Cery sonrió de oreja a oreja, complacido.
—¿O sea, que una de mis trampas ha funcionado?
—Creo que deberías echar un vistazo al estado en que han quedado las barriadas antes de presumir tanto —repuso Farén con sequedad. Su segundo asintió, como dándole la razón.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Cery a Sonea.
—Farén te lo explicará después —la chica miró por encima del hombro del ladrón, quien se volvió para ver a Takan acercarse—. ¿Alguno de vosotros sabe dónde está Akkarin?
El sirviente negó con un gesto de cabeza.
—Hace dos horas que no tengo noticia de él.
Sonea frunció el ceño. Al ver la misma expresión en la cara de Takan, Cery supuso que, fuera lo que fuese lo que estaba haciendo Akkarin, quería guardarlo en secreto. ¿Qué era tan importante para que se lo ocultara a sus dos seres más próximos?
—¿Dónde están los otros ichanis? —quiso saber Farén.
—Cinco están en el Palacio, y uno deambula por ahí —dijo Cery.
—Déjame que adivine —dijo Sonea—. El que deambula es la mujer.
—En efecto.
Sonea suspiró.
—Supongo que debería quedarme aquí a esperar que Akkarin regrese.
Cery sonrió.
—Tengo aquí escondido a alguien que quiero que conozcas.
—¿Ah, sí? ¿Y quién es?
—Un mago. Lo he salvado de la mujer ichani y está muy agradecido. De hecho, está tan agradecido que se ha ofrecido voluntario a hacer de señuelo para la pequeña trampa que acabamos de tender.
Siguiendo a Cery, Sonea rodeó una pila de cajas y llegó a un pequeño compartimiento lleno de sillas. El aprendiz estaba sentado en una de ellas. Alzó la vista cuando llegaron, y a continuación se puso de pie y sonrió.
—Hola, Sonea.
La joven se quedó mirándolo, desalentada. Tal como el aprendiz esperaba, ella reaccionó haciendo rechinar los dientes.
—Regin.