32. Un obsequio


Algo hacía cosquillas en la nariz a Rothen; resopló y abrió los ojos.

Yacía boca abajo sobre hierba seca. Cuando se dio la vuelta, sintió una punzada de dolor en el hombro. Los recuerdos de la noche anterior se agolparon en su mente: la llegada de los carros, el joven guerrero acorralado por un ichani, la destrucción de los carros por parte de lord Yikmo, Kariko, la gema de sangre, el intento de huir…

Miró a su alrededor y vio que estaba en un granero. A juzgar por el ángulo de los rayos de luz que se colaban entre los listones de madera, era mediodía.

Cuando, con un gran esfuerzo, consiguió incorporarse, el dolor se agudizó. Deslizó una mano bajo la túnica y se tocó el hombro. Estaba más arriba de lo normal. Cerró los párpados, proyectó su mente hacia el interior y contempló su hombro, consternado. Mientras dormía, su cuerpo había encauzado las energías que empezaba a recuperar hacia la sanación de los huesos fracturados del brazo y el hombro. Sin embargo, algo no estaba del todo bien.

Suspiró. La autosanación subconsciente constituía una de las ventajas de ser un mago, pero no era un reflejo fiable. Los huesos se habían soldado en ángulos torcidos. Un sanador experto habría sabido romperlos de nuevo y recolocarlos, pero Rothen tendría que resignarse por el momento a la incomodidad y a la limitación de movimientos.

Al ponerse de pie, lo asaltó una breve sensación de mareo y también de hambre. Se acercó a la puerta del granero y se asomó. Había varias casas alrededor, pero todas ellas en silencio. El edificio más próximo le resultaba familiar. Lo recorrió un escalofrío cuando se percató de que era la casa en la que se había encontrado frente a frente con Kariko.

No tenía ningunas ganas de abandonar la seguridad del granero. Los sachakanos podían estar todavía en el pueblo, buscando vehículos de repuesto. Tendría que esperar al anochecer y escabullirse al amparo de la oscuridad.

Entonces vio al mago tumbado frente a la puerta trasera de la casa. Allí no había nadie la noche anterior. Solo podía tratarse de un mago: lord Yikmo.

Rothen salió al sol y se dirigió a paso veloz a la figura de túnica roja. Sujetó a Yikmo por los hombros y le dio la vuelta. Sus ojos inmóviles estaban vueltos hacia el cielo.

Tenía manchas de sangre seca en la barbilla, y la túnica desgarrada y cubierta de polvo. Hizo memoria y recordó el momento en que la fachada de la casa había estallado hacia dentro. Había dado por sentado que Yikmo había conseguido escapar. En cambio, parecía que la explosión lo había herido de muerte.

Sacudió la cabeza. Yikmo había sido una figura respetada y admirada en el Gremio. Aunque no poseía un gran potencial mágico, su mente aguda y su buena mano para instruir a los alumnos con dificultades para aprender le habían valido la consideración tanto de Balkan como de Akkarin.

«Y por eso Akkarin lo eligió como maestro para Sonea —pensó Rothen—. Creo que ella apreciaba a Yikmo. Se pondrá triste cuando se entere de su muerte.»

Al igual que el resto del Gremio. Se planteó la posibilidad de comunicar la noticia, pero algo lo hizo dudar. El Gremio debía de haber deducido, por el silencio posterior a la batalla, que todos habían muerto. Los sachakanos no podían saberlo con certeza. «Más vale no facilitarles más información de la que tienen», pensó.

Rothen se puso de pie y se encaminó hacia la casa. Entró con cautela y se dirigió hacia la habitación delantera. Un boquete considerable daba a la calle. Los restos de dos carros destrozados formaban dos montones en el centro. Se habían ido.

Tres cuerpos yacían entre los pedazos. Después de escrutar las casas de ambos lados, Rothen salió con cuidado.

—¡Mago!

Rothen se dio la vuelta rápidamente, y se tranquilizó al ver a un adolescente que corría hacia él. Reconoció en él al chico que, durante la evacuación del pueblo, se empeñaba en quedarse para presenciar la pelea. Yikmo había tenido que hablarle con firmeza para convencerlo de que se fuera con los demás.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Rothen.

El muchacho se detuvo y le dedicó una reverencia tan torpe que casi resultó cómica.

—He regresado para ver qué había pasado, milord —respondió. Sus ojos se desviaron hacia los carros—. ¿Esos eran los enemigos?

Rothen se acercó a los cadáveres y los examinó. Todos eran de sachakanos. Se fijó en las numerosas cicatrices que tenían en los brazos.

—Esclavos —dijo. Los inspeccionó con más atención—. Por lo visto resultaron heridos cuando lanzamos azotes contra los carros. Son heridas graves, pero nada que no pudiera curarse por medio de la sanación, ni que los matara en el acto.

—¿Cree que los sachakanos mataron a su propia gente?

—Tal vez —Rothen se enderezó y pasó la vista de un sachakano muerto a otro—. Sí. Esos cortes en sus muñecas no son debidos a astillas que se les hayan clavado.

—Supongo que no querían que sus esclavos fueran un lastre para ellos —aventuró el chico.

—¿Has echado una ojeada por todo el pueblo? —preguntó Rothen.

El adolescente asintió.

—¿Has visto a otros magos del Gremio?

El muchacho asintió de nuevo y luego bajó la mirada.

—Pero todos estaban muertos.

Rothen suspiró.

—¿Queda algún caballo?

El chico desplegó una gran sonrisa.

—Aquí no, pero puedo conseguirle uno. Mi padre entrena caballos de carreras para la Casa de Arran. La finca no está muy lejos. Puedo ir y volver corriendo en media hora.

—Entonces, ve a buscar un caballo —Rothen miró las casas que los rodeaban—. Y también a algunos hombres que se encarguen de los cadáveres.

—¿Adónde quiere llevarlos? ¿Al cementerio de Calia?

Un cementerio. Rothen pensó en el misterioso cementerio situado en el bosque, detrás del Gremio, y después en la afirmación de Akkarin de que la magia negra era de uso común antes de que la proscribieran. De pronto, entendió la razón de la existencia de las tumbas.

—Por el momento —contestó Rothen—, me quedaré a identificarlos, y después cabalgaré a la ciudad.

Como muchos de aquellos que la habían precedido, la mujer que entró en la habitación vaciló al ver a Sonea.

—Lo sé, el velo es una exageración —dijo esta, hablando con acento de las barriadas—. Dicen que tengo que llevarlo para que nadie sepa quiénes son los magos de los ladrones.

Lo del velo había sido idea de Takan. Gracias a él, podría absorber la energía de los cerca de cien magos en potencia sin que ellos le vieran la cara. Akkarin, que recibía a la gente en otra habitación, llevaba un antifaz.

—¿Sonea? —susurró la mujer.

Sonea, ligeramente alarmada, observó con atención a la mujer y, al reconocerla, se quitó el velo.

—¡Jonna!

Sonea rodeó rápidamente la mesa y abrazó con fuerza a su tía.

—Eres tú de verdad —dijo Jonna, tras inclinarse hacia atrás para contemplar a la joven—. Creía que el Gremio te había enviado lejos.

—Y así fue —dijo Sonea, sonriendo—. He vuelto. No podemos permitir que esos sachakanos nos dejen la ciudad hecha un asco, ¿verdad?

Varias emociones distintas asomaron al rostro de la mujer. La preocupación y el temor dieron paso a una sonrisa torcida.

—Desde luego, te pintas sola para meterte en toda clase de rascadas —paseó la mirada por la habitación—. Me han tenido horas esperando. Creía que me iban a pedir que cocinara o algo así, pero me han dicho que tenía algún tipo de poder mágico y que debía ayudar a su mago.

—¿En serio? —Sonea acompañó a su tía a la silla y regresó a su asiento, al otro lado de la mesa—. Entonces supongo que los poderes me vienen de la familia por parte de madre. Dame la mano.

Jonna se la tendió. Sonea la tomó y proyectó sus sentidos. Detectó una pequeña fuente de energía.

—No es mucho. Por eso te han hecho esperar. ¿Cómo están Ranel y mis primitos?

—Kerrel está creciendo muy deprisa. Hania está hecha una llorona, pero no dejo de repetirme que es cosa de la edad y que pronto se le pasará. Si Ranel hubiera sabido que estabas aquí, habría venido, pero creía que no podría hacer nada, por su cojera.

—Me encantaría verle. Tal vez después de todo esto… Voy a hacerte un corte pequeño en el dorso de la mano, si no te importa.

Jonna se encogió de hombros. Sonea abrió una caja que estaba encima de la mesa y sacó el pequeño cuchillo que Cery le había dado porque había supuesto que asustaría menos a los losdes que un cuchillo grande. Pero era tan diminuto que más de uno se había reído de él.

Sonea deslizó la hoja sobre el dorso de la mano de Jonna y posó un dedo sobre el corte. Al igual que los losdes anteriores, Jonna se relajó mientras Sonea absorbía su energía. Cuando esta terminó y le sanó el corte, la mujer irguió la espalda.

—Ha sido una sensación… muy rara —comentó Jonna—. No podía moverme, pero tenía tanto sueño que me daba igual.

Sonea asintió.

—Es lo que pasa a la mayoría de la gente. No sé si podría hacer esto si supiera que es desagradable. Bueno, cuéntame qué habéis estado haciendo Ranel y tú últimamente.

Los problemas que Jonna le refirió le parecieron maravillosamente simples y corrientes. Después de escuchar a su tía, Sonea le relató todo lo que había ocurrido desde la última vez que se habían visto, e incluso le expuso algunos de sus temores y dudas. Cuando acabó, Jonna le dirigió una mirada escrutadora.

—Cuesta creer que la niñita que tuve que criar se haya convertido en una persona tan importante —dijo—, y que te hayas juntado con ese Akkarin, el mismísimo Gran Lord del Gremio y todas esas cosas.

—Ya no lo es —le recordó Sonea.

Jonna agitó la mano.

—Da igual. ¿Realmente puedes fiarte de él? ¿Crees que te pedirá que os caséis?

Sonea notó un ardor en las mejillas.

—No… no lo sé. Yo…

—¿Le dirías que sí?

¿Estaba dispuesta a casarse? Tras una breve vacilación, Sonea asintió despacio.

—Pero no habéis hablado de ello, ¿verdad? —Jonna se inclinó hacia delante, ceñuda—. ¿Tomáis precauciones? —murmuró.

—Hay maneras… —Sonea tragó en seco—. Sé que hay maneras, mediante magia, de evitar que una mujer se quede… Es una de las ventajas de ser una maga. Akkarin no querría que pasara eso —sintió que las mejillas le ardían aún más—. Al menos, por ahora. No sería prudente, con todos estos conflictos.

Jonna asintió y le dio unas palmaditas en la mano.

—Claro. Tal vez dentro de un tiempo, entonces. Cuando todo esto haya terminado.

Sonea sonrió.

—Sí. Y cuando yo esté preparada, cosa que no sucederá de inmediato.

La mujer suspiró.

—Me alegro de verte, Sonea. Es un alivio saber que has vuelto —se puso seria—. Aunque, por otro lado, no lo es. Preferiría que estuvieras lejos de aquí, en un lugar seguro. Ojalá no tuvieras que luchar con esos sachakanos. ¿Tendrás… tendrás cuidado?

—Por supuesto.

—No hagas ninguna tontería.

—No lo haré. No me entusiasma la idea de morir, Jonna. Eso es un buen antídoto contra las tonterías.

Unos golpes en la puerta las interrumpieron.

—¿Sí? —contestó Sonea.

La puerta se abrió, y Cery entró cargado con un pesado saco. Sonreía de oreja a oreja.

—¿Qué, poniéndoos al día de vuestras cosas? —preguntó.

—¿Esto es obra tuya? —inquirió Sonea.

—Es posible —respondió Cery con picardía.

—Gracias.

Cery se encogió de hombros. Jonna se puso de pie.

—Es tarde. Tengo que volver con mi familia —dijo—. Ya llevo mucho rato fuera.

Sonea se levantó y rodeó de nuevo la mesa para abrazar a su tía.

—Cuídate —dijo—. Da a Ranel un beso de mi parte. Y dile que no comente a nadie que estamos aquí. A nadie.

Jonna asintió, dio media vuelta y salió de la habitación.

—Ya no quedan más —informó Cery a Sonea—. Te llevaré de vuelta a vuestros aposentos.

—¿Y Akkarin?

—Te espera allí. Vamos.

Se acercó a una puerta que estaba al fondo de la habitación y guió a Sonea por un pasillo. Cuando llegaron al final, entraron en un armario estrecho. Cery desató una cuerda que colgaba de un agujero en el techo; comenzó a soltarla poco a poco y el suelo del armario descendió lentamente.

—Hacéis buena pareja —dijo Cery.

Sonea se volvió hacia él con cara de extrañeza.

—¿Jonna y yo?

Él negó con la cabeza, sonriendo.

—Akkarin y tú.

—¿Tú crees?

—Eso espero. No me hace demasiada gracia que te haya metido en esta rascada, pero parece tan preocupado por tu supervivencia como yo.

El suelo del armario se detuvo frente a otra puerta. Cery la abrió y los dos salieron a un túnel que a Sonea le resultaba familiar. Unos pasos más adelante, atravesaron la gran puerta metálica de la sala de invitados de Cery. Akkarin estaba sentado a una mesa repleta de bandejas con comida recién preparada y sostenía una copa de vino en la mano. Takan estaba sentado a su lado.

Akkarin alzó la vista hacia Sonea y sonrió. Ella se percató de que Takan la miraba fijamente, y empezó a preguntarse de qué estarían hablando antes de que llegara.

—Ceryni —dijo Akkarin—. Una vez más, nos has atendido muy generosamente —levantó su copa—. Anuren oscuro, nada menos.

Cery hizo un gesto para restar importancia al asunto.

—No escatimamos gastos cuando se trata de agasajar a los defensores de la ciudad.

Sonea se sentó y se puso a comer. Aunque tenía hambre, la comida le sentó como piedras en el estómago, y no tardó en perder el apetito cuando ellos comenzaron a intercambiar impresiones sobre sus planes para el día siguiente. No llevaban mucho rato hablando cuando Akkarin se interrumpió y la miró con atención.

—Tu poder resulta detectable —dijo—. Tengo que enseñarte a disimularlo.

Akkarin le ofreció la mano. Cuando ella se la tomó, notó que la presencia de él se hacía más intensa en el borde de su mente. Cerró los ojos.

Esto es lo que yo percibo.

Ella captó de inmediato la energía que lo envolvía como una neblina brillante.

Entiendo.

Estás dejando que la energía se filtre a través de la barrera que rodea tu zona natural de influencia mágica. Tienes que fortalecer esa barrera. Así.

El brillo se desvaneció. Sonea se concentró en su propio cuerpo y percibió la reserva de energía de su interior. No había tenido ocasión de preguntarse cuánta fuerza de los losdes había acumulado. Había intentado contar a los voluntarios, pero tras llegar a los treinta había perdido la cuenta.

Se maravilló ante la inmensa cantidad de energía que tenía dentro, contenida por la barrera de su piel. Sin embargo, esa barrera solo era lo bastante resistente para contener su nivel habitual de fuerza. Tendría que utilizar parte de la magia obtenida para reforzarla. Se concentró y empezó a dirigir un flujo pequeño pero constante de energía hacia la barrera.

Eso es.

En vez de retirarse, la mente de Akkarin permaneció en contacto con la suya.

Mírame.

Ella abrió los ojos. Un escalofrío le bajó por la espalda al darse cuenta de que podía verlo y percibir su presencia al mismo tiempo. Tenía la expresión pensativa que era tan habitual en él cuando Sonea lo sorprendía mirándola… y en ese instante ella supo lo que él pensaba en esas ocasiones. Notó que se ruborizaba, y la comisura de los labios de Akkarin se curvó hacia arriba.

Entonces su mente se desvaneció, y él le soltó la mano. Cuando apartó la vista, ella sintió una vaga desilusión.

—Deberíamos hacernos gemas de sangre el uno para el otro. Habrá veces en que será conveniente que nos comuniquemos en privado durante los próximos días.

Gemas de sangre. La desilusión de Sonea cedió el paso al interés.

—Necesitaremos un trozo de vidrio —Akkarin miró a Takan.

El sirviente se levantó y se dirigió a la cocina. Al poco rato regresó y sacudió la cabeza.

—Allí no hay nada…

Akkarin cogió una copa de vino y se volvió hacia Cery.

—¿Te importa si rompo esto?

Cery se encogió de hombros.

—Qué va. Adelante.

El vidrio se hizo añicos cuando Akkarin lo golpeó contra la mesa. Recogió una esquirla y se la entregó a Sonea, y acto seguido cogió otra para sí. Cery lo observaba, con una curiosidad manifiesta.

Juntos, Sonea y Akkarin, fundieron los fragmentos de vidrio hasta formar unas esferas minúsculas. Akkarin cogió otro trozo de vidrio y se hizo un corte con él en la palma de la mano. Sonea lo imitó. Él le tomó de nuevo la mano y ella sintió que sus mentes se tocaban. Siguió sus instrucciones para aplicar la sangre y la magia al vidrio caliente.

Cuando las gemas se enfriaron, Takan depositó un pequeño cuadrado de oro sobre la mesa. Se elevó y flotó ante el rostro de Akkarin, antes de curvarse y torcerse, dando forma a dos anillos. Mientras Akkarin dejaba caer su gema de sangre en una de las sortijas, Sonea hacía lo propio con la suya. Advirtió que la piedra sobresalía de la cara interna de la montura, de modo que tocaba la piel del portador.

Las pinzas doradas de los anillos se cerraron sobre las gemas. Akkarin cogió las dos sortijas en el aire, sujetándolas por la parte metálica, y se volvió hacia Sonea con solemnidad.

—Con estos anillos podremos penetrar el uno en la mente del otro. Eso tiene algunos… inconvenientes. A veces, oír y saber lo que otra persona piensa de ti es una experiencia desagradable. Puede acabar con amistades, convertir el amor en resentimiento y destruir la autoestima —hizo una pausa—. Por otro lado, también puede favorecer la comprensión mutua. No debemos llevarlos durante más tiempo del necesario.

Sonea cogió el anillo de él y reflexionó sobre sus palabras. ¿Podía convertir el amor en resentimiento? Él nunca le había dicho que la amara. Pensó en las palabras de Jonna. «Pero no habéis hablado de ello, ¿verdad?»

«No había hecho falta —se dijo—. Bastaba con entrever sus pensamientos de vez en cuando.

»¿O no?»

Contempló el anillo y se encontró atrapada entre dos posibilidades: o él la amaba y temía que los anillos lo estropeasen todo, o no la amaba y temía que los anillos revelasen la verdad.

No obstante, estaba segura de que, hacía un momento, cuando la mente de Akkarin había permanecido en contacto con la suya, ella había percibido algo más que deseo.

Dejó la sortija sobre la mesa. Las necesitarían al día siguiente, y entonces descubrirían el precio que tendrían que pagar por llevarlas. Por el momento, ella no tenía necesidad de ver más de lo que había vislumbrado en la mente de Akkarin.

Cery se puso de pie con brusquedad.

—Me gustaría quedarme, pero tengo que ocuparme de otros asuntos —guardó silencio durante unos instantes y señaló el saco que había dejado en una silla—. Allí tenéis más ropa. He pensado que os vendría mejor que lo que lleváis puesto.

Akkarin asintió.

—Gracias.

—Buenas noches.

Cuando Cery se marchó, Takan se levantó también.

—Es tarde —dijo—. Si no me necesitan…

Akkarin negó con la cabeza.

—No. Duerme un poco, Takan —miró a Sonea—. Nosotros también deberíamos descansar.

Se puso de pie y se encaminó hacia el dormitorio. Sonea se dispuso a seguirlo, pero se detuvo al ver el saco en la silla. Lo asió y se lo llevó a la habitación.

Akkarin le echó un vistazo cuando ella lo dejó caer sobre la cama.

—¿Qué disfraz nos ha traído Cery esta vez?

Sonea abrió el saco, lo volcó, y un montón de ropa negra salió de él. Sonea echó una mirada a Akkarin y esparció las prendas sobre el colchón.

Eran túnicas. Túnicas de magos.

Akkarin los observó con expresión adusta.

—No podemos ponernos eso —dijo en voz baja—. No somos magos del Gremio. Sería un delito.

—Entonces mañana el Gremio estará demasiado ocupado deteniendo gente para combatir a los ichanis —replicó ella—. Habrá cientos de no-magos en la calle vestidos con túnicas, haciendo de cebo para intentar separar a los sachakanos.

—Esto es… distinto. A nosotros nos desterraron. Y estas túnicas son negras. No nos tomarán por simples magos.

Sonea contempló el saco, que seguía medio lleno. Metió la mano y extrajo dos pantalones y dos camisas, todo ello bastante holgado.

—Qué raro. ¿Por qué nos ha dado dos conjuntos a cada uno?

—Como alternativa.

—Tal vez se supone que debemos ponernos la túnica debajo de esta ropa.

Akkarin entrecerró los ojos.

—¿Para quitarnos la capa exterior en un momento determinado?

—Quizá. Tienes que reconocer que produciría un efecto intimidador. Dos magos negros…

Sonea inspiró, bajó la vista a la cama y sintió un extraño escalofrío al percatarse de que estaba mirando dos túnicas de cuerpo entero, las que correspondían a magos titulados.

—¡No puedo ponerme esto! —protestó.

Akkarin soltó una risita.

—Ahora que estás de acuerdo conmigo, empiezo a cambiar de opinión. Creo que a lo mejor tu amigo está obrando con la sutileza y la astucia que he llegado a esperar de él —se agachó para deslizar la mano sobre la tela—. No debemos mostrar las túnicas a menos que descubran nuestra identidad. Pero si eso ocurre, tal vez los sachakanos crean que el Gremio nos ha admitido. Las implicaciones de eso darían que pensar a Kariko.

—¿Y el Gremio?

Akkarin frunció el entrecejo.

—Si de verdad quieren que regresemos, tendrán que aceptar lo que somos —murmuró—. Después de todo, no podemos olvidar lo que hemos aprendido.

Sonea bajó la mirada.

—O sea, que son túnicas negras para magos negros.

—En efecto.

Ella arrugó el ceño. La idea de pavonearse delante de Rothen con una túnica negra… La congoja la acometió de nuevo. «Pero Rothen está muerto». Suspiró.

—Preferiría que la llamasen magia superior en vez de magia negra, pero si el Gremio volviera a admitirnos dudo que nos llamase «magos superiores». Ese título ya está cogido.

Akkarin sacudió la cabeza.

—No. Además, no hay que alentar a los magos negros a considerarse superiores a los demás.

Sonea lo miró con fijeza.

—¿Crees que nos aceptarán?

Las cejas de Akkarin se juntaron.

—Aunque el Gremio sobreviva, nunca volverá a ser el mismo —recogió las túnicas y las colocó plegadas sobre el respaldo de una silla—. Ahora deberíamos dormir. Puede que no volvamos a tener la oportunidad en unos cuantos días.

Mientras Akkarin comenzaba a desvestirse, Sonea se sentó en el borde de la cama y meditó sobre sus palabras. El Gremio ya había cambiado. Habían muerto tantos de sus miembros… Notó de nuevo que se le hacía un nudo en la garganta al pensar en Rothen.

—Nunca he visto a nadie dormir de pie —comentó Akkarin.

Sonea se volvió y lo vio tenderse bajo las mantas. Sintió una extraña mezcla de excitación y timidez. Despertar en una cama con él esa mañana había cambiado algo. «Desde luego, era más cómoda que la piedra —se dijo—, pero estar aquí acostados, juntos, era algo mucho más… deliberado.»

Puso a un lado el saco y el resto de la ropa, se desnudó y se metió lentamente en la cama. Akkarin tenía los párpados cerrados y respiraba con el ritmo pausado del sueño. Ella sonrió y extendió el brazo hacia la lámpara para apagarla.

Pese a que estaba oscuro y a que había sido un día agotador, no lograba conciliar el sueño. Creó un globo de luz diminuto y tenue, y se volvió para contemplar a Akkarin, conformándose con examinar los detalles y el contorno de su rostro.

De pronto, sus ojos se abrieron y se clavaron en ella. Unas leves arrugas de desaprobación aparecieron en su frente.

—Tendrías que estar durmiendo —murmuró.

—No puedo dormir —repuso ella.

Los labios de Akkarin se curvaron en una sonrisa.

—¿Cuándo he oído eso antes?

Cery entró en sus aposentos e inspiró profundamente. Un olor cálido y especiado flotaba en el aire. El ladrón sonrió y siguió el rastro hasta el cuarto de baño, donde encontró a Savara relajándose en una bañera.

—¿Otra vez bañándote? —preguntó.

Ella le dedicó una sonrisa traviesa.

—¿Te apetece bañarte conmigo?

—Creo que guardaré una distancia prudencial por el momento.

La sonrisa de Savara se ensanchó.

—Entonces cuéntame qué me he perdido.

—Iré a buscar una silla.

Cery salió a la sala de visitas, se detuvo en el centro y respiró hondo varias veces.

Una vez más, había tenido que reprimir el impulso de revelárselo todo. Había cerrado un trato con ella: debía mantenerla informada a cambio de consejos para matar a los ichanis. Una parte de él estaba convencida de que podía confiar en Savara, pero otra parte lo mantenía en guardia.

¿Hasta qué punto la conocía en realidad? Era una sachakana. Había buscado e identificado a sus compatriotas porque él se lo había pedido, aun sabiendo que con ello los condenaba a morir. Sin embargo, eso no quería decir que velase por los intereses de Kyralia. Le había dicho que trabajaba para otra «facción» de la sociedad sachakana, y era evidente que era leal a su gente.

Habían cerrado un trato, y por el momento ella había cumplido su parte…

Pero Cery no podía decirle que Akkarin y Sonea habían vuelto. Si la noticia de su llegada y sus preparativos se difundía, los ichanis ganarían. Si él se fiaba de Savara, y ella los traicionaba, la responsabilidad de la caída de Kyralia pesaría sobre sus hombros.

Además, Sonea podía resultar muerta. Cery se sintió vagamente culpable por ocultar información a la nueva mujer de su vida por el bien de su viejo amor. «Pero si pusiera en peligro la vida de mi viejo amor por fiarme del nuevo equivocadamente —razonó—, me sentiría mucho peor.»

No obstante, Savara acabaría por enterarse. A Cery lo asaltó un temor extraño que nunca antes había sentido y que le aceleró el pulso al preguntarse cómo reaccionaría ella.

«Lo entendería —se dijo—. ¿Qué clase de ladrón sería yo si divulgara tan fácilmente los secretos que se me confían? Además, no se quedará aquí por mucho tiempo. Cuando todo esto acabe, me dejará de todos modos.»

Respiró hondo, cogió una silla y la llevó al cuarto de baño. Savara cruzó los brazos sobre el borde de la bañera y apoyó el mentón en ellos.

—Bueno, ¿qué han decidido los ladrones?

—Les han gustado nuestras ideas —dijo Cery—. Limek ha puesto a su gente a confeccionar túnicas.

Ella sonrió.

—Espero que esa gente sepa correr deprisa.

—Escaparán de nuevo por el Camino de los Ladrones. Además, tenemos a algunos de los nuestros buscando los sitios más adecuados para tender trampas.

Savara asintió.

—El Gremio ha enviado hoy una llamada mental a Akkarin.

Cery fingió sorpresa.

—¿Y qué ha dicho él?

—No ha contestado.

Cery frunció el ceño.

—¿No creerás que está…?

—¿Muerto? —La chica se encogió de hombros ligeramente—. No lo sé. Tal vez. O tal vez le resulte demasiado peligroso contestar. Podría atraer la atención de quien no debe.

Él hizo un gesto afirmativo y no le costó en absoluto aparentar preocupación. Ella le hizo señas de que se acercara.

—Ven aquí, Cery —murmuró—. Me dejas sola todo el día… Eso puede ser bastante aburrido para una chica.

Él se puso de pie y cruzó los brazos.

—¿Todo el día? Por lo que he oído, has hecho una escapadita al mercado.

Savara rió entre dientes.

—Ya me imaginaba que te enterarías. He ido a buscar algo que había encargado a un joyero. Mira…

Una caja pequeña descansaba sobre el canto de la bañera. La cogió y se la tendió.

—Un regalo para ti —dijo—. Hecho con algunas piedras preciosas de mis cuchillos.

Cery levantó la tapa y se quedó sin aliento al ver el extraño colgante de plata que había dentro. Unas alas intrincadas y nervadas brotaban de un cuerpo alargado. Dos destellos amarillos formaban los ojos del insecto, que tenía su curva cola tachonada de piedras verdes. El abdomen era un rubí grande y liso.

—En mi país creen que da buena suerte que una inava se pose sobre ti justo antes de una batalla —explicó Savara—. También es la mensajera de los amantes separados. Me he dado cuenta de que en Kyralia los hombres no llevan joyas, pero podrías ponértela debajo de la ropa, pegada a la piel.

Cery sintió una punzada de culpabilidad. Sacó el colgante de la caja y se pasó la cadena por el cuello.

—Es precioso —dijo—. Gracias.

Savara apartó la vista por un momento, como si de pronto le avergonzara el sentimentalismo del obsequio. Luego sonrió con picardía.

—¿Por qué no vienes aquí y me das las gracias como es debido?

Cery se rió.

—De acuerdo. ¿Cómo rechazar esa oferta?