3. Viejos amigos, nuevos aliados


Cery firmó la carta, añadió una rúbrica y contempló su obra con satisfacción. Su caligrafía era pulcra y elegante. El papel era de buena calidad, y la tinta, oscura. A pesar de las expresiones coloquiales —había pedido a Serin que le enseñase a leer y a escribir, no a expresarse como un miembro de las Casas— y de que se trataba de un documento en el que solicitaba la ejecución de un hombre que lo había traicionado y huido a Ladosur, era una carta muy correcta y bien redactada.

Sonrió al recordar que había pedido a Farén, el ladrón que había ocultado a Sonea cuando el Gremio la buscaba, que le «prestase» a su escriba durante un rato. Por la expresión de Farén, entre reticente y agradecida, Cery supo que el ladrón se lo habría negado de no ser porque necesitaba desesperadamente reforzar su posición con aquel trato.

El prestigio de Farén como ladrón había estado en la cuerda floja durante todo un año después de que entregase a Sonea al Gremio. La capacidad de un ladrón para hacer negocios dependía de una red de personas dispuestas a trabajar para él. Aunque algunos prestaban sus servicios por dinero, otros preferían «echar una mano» y cobrar en especie más tarde. Los favores eran la segunda moneda de cambio de los bajos fondos.

Farén se había cobrado muchos de los favores que le debían para mantener a Sonea a salvo del Gremio, pero eso no habría conseguido frenarlo durante mucho tiempo. La gente sabía que había acordado con Sonea que la protegería del Gremio a cambio de que ella utilizase la magia para ayudarlo, pero él había faltado a su promesa. Los demás ladrones, preocupados porque el Gremio les advertía que los poderes de Sonea constituirían un peligro si nadie le enseñaba a controlarlos, habían «pedido» a Farén que la entregara. Aunque difícilmente habría podido desoír la petición de los otros líderes de los bajos fondos, era innegable que Farén había cerrado un trato. Los ladrones necesitaban que la gente creyese que tenían algo de integridad, o solo los más desesperados o insensatos querrían hacer negocios con ellos. Únicamente el hecho de que Sonea nunca había empleado la magia de forma útil, y por tanto había incumplido su parte del trato, había salvado a Farén del desastre absoluto.

Pese a todo, Serin se había mantenido leal. Había proporcionado a Cery muy poca información sobre los asuntos de Farén durante las clases de lectura y escritura; nada que Cery no supiera. Este aprendía deprisa, aunque lo atribuía a que había estado presente durante algunas de las lecciones que el escriba impartía a Sonea.

Y al demostrar que él —el amigo de Sonea— estaba dispuesto a tratar con Farén —el «traidor» de Sonea—, Cery daba garantías a la gente de que el ladrón seguía siendo digno de confianza.

Tras sacar un canuto seco del cajón de su escritorio, Cery enrolló la carta y la introdujo en el trozo de caña. Le puso un tapón y lo selló con cera. Acto seguido, cogió un yerim —un utensilio delgado de metal acabado en punta— y grabó su nombre a lo largo del tubo.

Lo dejó a un lado, sopesó el yerim en la palma y, con un movimiento de muñeca, lo lanzó a través de la habitación. Se clavó en uno de los paneles de madera de la pared opuesta. Cery dejó escapar un leve suspiro de satisfacción. Había mandado hacer unos yerims que estuviesen bien equilibrados para arrojarlos. Miró los tres que quedaban en el cajón, y se disponía a empuñar otro, pero se detuvo al oír unos golpes en la puerta.

Se puso de pie y cruzó la habitación para arrancar el yerim del panel antes de volver a sentarse frente a su escritorio.

—Adelante —dijo.

La puerta se abrió y entró Gol; la expresión de su rostro era de respeto. Cery lo estudió con mayor detenimiento. ¿Había en los ojos de Gol un destello de… expectación, quizá?

—Ha venido a verte una mujer, Ceryni.

Cery sonrió al oír a Gol pronunciar su nombre entero. Debía de tratarse de una mujer poco corriente, a juzgar por la actitud de Gol. ¿Sería enérgica, hermosa o importante?

—¿Nombre?

—Savara.

Cery no la conocía, a menos que en realidad no se llamase así. Por otro lado, no era un típico nombre kyraliano. Más bien parecía propio de Lonmar.

—¿Ocupación?

—No me la ha dicho.

«Entonces tal vez sí que se llama Savara», pensó Cery. Ya puestos a mentir sobre el nombre, ¿por qué no inventarse una ocupación también?

—¿Para qué ha venido?

—Dice que puede ayudarte con un problema, aunque no me ha aclarado de qué problema se trata.

Cery se quedó pensativo. «De modo que esa mujer cree que tengo un problema. Qué interesante.»

—Bien, hazla pasar.

Gol asintió y salió de la habitación. Cery cerró el cajón del escritorio y se reclinó en su silla a esperar. Al cabo de unos minutos, la puerta se abrió de nuevo.

La recién llegada y él se miraron, sorprendidos.

Ella tenía el rostro más extraño que Cery hubiese visto. Una frente amplia y unos pómulos prominentes descendían en ángulo oblicuo hasta un mentón afilado. Su cabellera espesa, negra y lisa le colgaba pesadamente hasta más abajo de los hombros, pero su rasgo más insólito eran sus ojos, grandes, con la comisura externa inclinada hacia arriba, y de un color cobrizo semejante al de su piel. Eran unos ojos extraños y exóticos… que lo observaban con una expresión divertida apenas disimulada.

Cery ya estaba acostumbrado a esa reacción. La mayoría de los clientes se quedaban desconcertados cuando lo conocían en persona y se fijaban en su estatura y en su nombre, que era también el de un pequeño roedor que abundaba en las barriadas. Luego se acordaban de la posición social de Cery y de las posibles consecuencias que tendría para ellos reírse en su cara.

—Ceryni —dijo la mujer—. ¿Usted es Ceryni? —Tenía una voz sonora y profunda, y hablaba con un acento que él no acertaba a identificar. Estaba claro que no era de Lonmar.

—Sí, y usted es Savara. —No empleó un tono interrogativo. Si la mujer había mentido sobre su nombre, Cery dudaba que si le preguntaba cuál era el verdadero ella se lo dijera sin más.

—En efecto.

Savara dio un paso hacia el escritorio, dirigiendo la vista a un lado y a otro para fijarse en detalles de la habitación, y luego miró a Cery.

—De modo que tengo un problema que usted puede arreglar —dijo él.

Una sombra de sonrisa asomó al rostro de ella, y él contuvo la respiración. «Si sonriese sin cohibirse seguro que estaría increíblemente hermosa.» Sin duda ese era el motivo de la emoción reprimida de Gol.

—Así es —la mujer frunció el entrecejo—. Lo tiene —su mirada se apartó de los ojos de él y lo recorrió de arriba abajo como si ella estuviese meditando sobre algo. De pronto, soltó—: Los otros ladrones dicen que es usted quien está buscando a los asesinos.

«¿Los asesinos? —Cery entornó los ojos—. O sea, que sabe que hay más de uno.»

—¿Cómo piensa ayudarme?

Savara sonrió, y Cery vio confirmada su suposición. La mujer estaba increíblemente hermosa. Sin embargo, él no había previsto la actitud desafiante y segura que esa sonrisa llevaría consigo. Ella sabía cómo aprovecharse de su aspecto para salirse con la suya.

—Puedo ayudarle a dar con ellos y matarlos.

A Cery se le aceleró el pulso. Si ella sabía quiénes eran los asesinos y se consideraba capaz de matarlos…

—¿Y cómo pretende hacer eso? —preguntó Cery.

La sonrisa de la joven se desvaneció. Avanzó otro paso hacia él.

—¿Lo de encontrarlos o lo de matarlos?

—Ambas cosas.

—Hoy no pienso hablar de mis métodos de matar. En cuanto a encontrarlos… —Una arruga apareció entre sus cejas—. Eso será más complicado, pero más fácil para mí que para usted. Tengo mis tácticas para reconocerlos.

—Yo también —señaló Cery—. ¿Por qué es mejor su táctica que la mía?

Savara sonrió de nuevo.

—Porque yo sé más sobre ellos. Déjeme decirle que hoy ha llegado a la ciudad el siguiente. Probablemente tardará un par de días en armarse de valor, y luego se enterará usted de su primer asesinato.

Cery analizó la respuesta. Si ella no supiese nada en realidad, ¿le habría ofrecido esa prueba? No, a menos que planease «fabricar» ella misma la prueba asesinando a alguien. La miró con atención, y se le heló el corazón cuando reconoció aquellas facciones duras y aquel tono de piel cobrizo. ¿Cómo no se había dado cuenta? Pero si nunca antes había visto a una mujer sachakana…

No le cabía la menor duda: era una mujer peligrosa. Estaba por ver si representaba un peligro para él o para sus compatriotas asesinos. Cuanta más información sobre sí misma le sonsacara, mejor.

—¿O sea, que tiene vigías en su país —aventuró— que le avisan cuando un asesino cruza la frontera con Kyralia?

Ella tardó unos instantes en responder.

—Sí.

Cery asintió con la cabeza.

—O bien esperará un par de días y matará a alguien usted misma.

Ella le dirigió una mirada fría como el acero.

—Entonces mande a sus sifones a vigilarme. Me quedaré en mi habitación y pediré que me lleven allí la comida.

—Los dos tenemos que demostrar que estamos del lado bueno —dijo él—. Es usted quien ha acudido a mí; o sea, que le corresponde probarlo primero. Le asignaré un vigía, y una vez que ese hombre haya realizado su trabajito, charlaremos. ¿Le parece bien?

—Sí —respondió ella, asintiendo una vez con la cabeza.

—Espere en la primera habitación. Yo me encargaré de todo, y pediré a un amigo que la acompañe de regreso a su casa.

La observó mientras se dirigía a la puerta, intentando captar todos los detalles posibles. Iba vestida con ropa sencilla, ni andrajosa ni cara. La camisa y los pantalones gruesos eran típicos de los kyralianos de a pie, pero por su forma de andar costaba imaginar que hubiese recibido muchas órdenes en su vida. No, las órdenes las daba ella.

Una vez que se marchó, Gol regresó a la habitación a paso veloz, con el semblante tenso por el esfuerzo de disimular su curiosidad.

—Encárgate de que cuatro sifones la vigilen —le indicó Cery—. Quiero que se me informe de todos sus movimientos, y que se tome buena nota de todo aquel que le lleve algo, ya sea comida u otra cosa. Ella sabe que estará bajo vigilancia, así que deja que vea a dos de los sifones.

Gol hizo un gesto afirmativo.

—¿Quiere ver lo que llevaba consigo? —Le tendió un fardo envuelto en una tela.

Cery lo contempló, levemente sorprendido. «Ella se ha ofrecido a matar a los asesinos —razonó—. Dudo que intente hacerlo con las manos desnudas.» Asintió con la cabeza.

Gol extendió con cuidado el trozo de tela sobre el escritorio. Cery soltó una risita al ver aquel arsenal de cuchillos y dagas. Los recogió uno por uno y los sopesó en la mano. Algunos llevaban unos dibujos extraños grabados, y otros, piedras preciosas engastadas en el metal. Dejó de reírse. Eran de Sachaka, seguramente. Dejó a un lado las armas enjoyadas más grandes e hizo una señal a Gol.

—Devuélveselas.

Gol asintió, lió de nuevo el hatillo y salió de la habitación con él. Cuando la puerta se cerró, Cery se inclinó hacia atrás en su silla y reflexionó sobre aquella extraña mujer. Si se confirmaba que todo lo que había dicho era cierto, sin duda ella le sería tan útil como afirmaba.

¿Y si mentía? Cery frunció el ceño. ¿Era posible que un ladrón la hubiese enviado? Ella había mencionado una conversación con «los otros ladrones». Sin embargo, a Cery no se le ocurría ninguna buena razón para que uno de ellos estuviese implicado. Habría que dedicar un tiempo a estudiar todas las posibilidades. Tendría que pedir informes constantes a sus vigías.

«¿Debería decírselo a “él”?», se preguntó. Como le resultaría imposible comunicárselo por medio de uno de los mensajes en clave preestablecidos, sería imprescindible concertar una reunión. ¿Era lo bastante importante el asunto?

Una sachakana con contactos en su país. Claro que lo era.

Pero algo le hizo dudar. Tal vez convenía esperar a que ella demostrase ser de utilidad. Además, Cery debía reconocer que no le gustaba tener que pedir permiso a alguien cada vez que variaba ligeramente sus tácticas. Por muy endeudado que estuviera con él.

Ya era hora de que idease sus propias estrategias.

Mientras Sonea esperaba a que comenzara la clase de habilidades de guerrero, cerró los ojos y se los frotó, reprimiendo el impulso de bostezar. Había terminado de leer el diario de Coren a altas horas de la noche, cautivada por los recuerdos del arquitecto y algo temerosa de que, si lo dejaba a medias, tal vez a la noche siguiente el libro habría desaparecido y ella nunca sabría cómo acababa la historia.

Cuando la noche dio paso a las primeras horas de la mañana, ella había leído la última entrada:

Lo he decidido. Cuando los cimientos de la universidad estén terminados, enterraré en secreto el arcón, con todo lo que contiene, en la tierra que hay debajo. Junto con aquellos terribles hallazgos sepultaré los míos propios, plasmados en este libro. Quizá, al ocultarlos de esta manera, consiga al fin acallar los remordimientos que me atormentan por lo que he aprendido y puesto en práctica. Si tuviera el valor suficiente, destruiría el arcón con todo lo que hay dentro, pero no me atrevo a obrar de manera distinta a la de aquellos que lo colocaron bajo tierra en un principio. Eran, sin duda alguna, hombres más sabios que yo.

Sin embargo, alguien debía de haber encontrado de nuevo el arcón, pues de lo contrario ella no tendría el diario de Coren entre sus manos. ¿Qué habría ocurrido con los otros libros? ¿Estaban en poder de Akkarin? ¿O era ese diario una falsificación creada por Akkarin para persuadir al Gremio de que la magia negra no era tan mala como se creía? Tal vez el Gran Lord había decidido probar primero con ella, para ver si el ardid daba resultado.

En ese caso, había cometido un error. Coren había renegado de la magia negra. Leer su relato, ya fuera real o ficticio, no convencería a nadie de lo contrario.

Si era auténtico, ¿por qué se lo había dado Akkarin? Sonea miró su libreta con el entrecejo fruncido. Él no le habría revelado su existencia solo por capricho. A buen seguro tenía un motivo.

¿Qué había descubierto? Que Coren había practicado magia negra y que gracias a ello había aprendido a manipular la piedra. Que otro mago —uno famoso— había cometido el mismo delito que él. Quizá Akkarin quería que ella pensase que él también se había iniciado en la magia negra sabiendo que era un error. Tal vez buscaba su empatía y su comprensión.

Sin embargo, Coren no había tomado a una aprendiz como rehén para mantener su delito en secreto.

¿Lo habría hecho si hubiese visto peligrar su poder, su posición o incluso su vida? Sonea negó con la cabeza. A lo mejor Akkarin solo pretendía echar por tierra la imagen idealizada que ella pudiera tener de un personaje famoso como Coren.

La brusca llegada de lord Makin la arrancó de sus pensamientos. El profesor depositó una caja grande sobre la mesa situada al frente del aula y se volvió hacia la clase.

—Hoy os hablaré de la ilusión —dijo el guerrero— y de cómo se utiliza en combate. Lo más importante que hay que recordar acerca de la ilusión es lo siguiente: se basa en el engaño. Una ilusión no puede hacerte daño, pero puede llevarte a estar en peligro. Lo ilustraré con un relato.

Makin se acercó a su silla y se sentó, con las manos enlazadas sobre la mesa. Los sonidos de botas al rozar el suelo y de los aprendices al removerse en sus asientos cesó de repente. Los relatos de lord Makin siempre eran interesantes.

—Nuestras crónicas nos dicen que, hace cinco siglos, dos hermanos vivían en las montañas de Elyne. Grind y Lond eran dos magos avezados en la lucha. Un día pasó por allí una caravana de viajeros encabezada por un mercader llamado Kamaka. Su hija, una joven hermosa, viajaba con él. Los dos hermanos avistaron la caravana y descendieron de su casa en la montaña para comprar mercancía. Cuando sus ojos se posaron en la hija de Kamaka, ambos se enamoraron al instante.

Makin suspiró y sacudió la cabeza con melancolía, lo que hizo sonreír a los aprendices.

—Se enzarzaron en una disputa por la joven. Como no pudieron resolver sus diferencias con palabras, acabaron por pelearse. Según se cuenta, el combate se prolongó durante días (cosa poco probable), pues los hermanos estaban igualados en fuerza y destreza. Fue Grind quien rompió ese equilibrio. Viendo que su hermano estaba al pie de un precipicio en cuya cima había una roca enorme, provocó la caída de esta, pero no sin antes crear otra roca ilusoria.

»Lond advirtió que su hermano estaba mirando hacia algo situado sobre su cabeza. Alzó la vista y vio una roca que caía hacia él, pero al instante le restó importancia, pues sabía que se trataba de una ilusión. Como es natural, no vio la segunda roca, que estaba oculta tras la ilusoria.

»Grind había supuesto que Lond detectaría el engaño. Al darse cuenta de que había matado a su propio hermano, lo embargó una profunda pena. La caravana siguió su camino, llevándose a la hija de Kamaka consigo. Ya lo veis —concluyó Makin—; aunque las ilusiones no son peligrosas, dejarse engañar por ellas puede serlo —el guerrero se puso de pie—. ¿Cómo se crean las ilusiones? Eso es lo que os enseñaré hoy. Para empezar, copiaremos los objetos que he traído. Seno, ven delante.

Sonea escuchó la explicación del mago acerca de las diferentes maneras de reproducir la imagen de algo con magia, y observó a Seno seguir las instrucciones del profesor. Una vez finalizada la demostración, Seno pasó frente al pupitre de Sonea cuando regresaba al suyo. La miró y sonrió. Por toda respuesta, ella dejó que la comisura de la boca se le curvase hacia arriba. El chico había estado especialmente simpático con Sonea desde que, hacía unas semanas, durante unas prácticas de combate, ella le había enseñado un truco que los magos débiles podían utilizar contra los más fuertes.

La clase prosiguió, y ella se concentró en aprender las técnicas de ilusión. Justo cuando había conseguido dar forma a un pachi ilusorio, algo se materializó en el aire frente a ella.

Era una flor con pétalos hechos con hojas de otoño de un color naranja vivo. Sonea alargó el brazo, y sus dedos atravesaron aquella extraña imagen, que se desintegró en mil chispas de luz que giraban y danzaban velozmente antes de desvanecerse.

—¡Bien hecho! —exclamó Trassia.

—No he sido yo —al volverse, Sonea vio a Seno sonriéndole de oreja a oreja, con una hoja anaranjada sobre el pupitre.

Al frente de la clase, lord Makin se aclaró la garganta sonoramente. Sonea se dio la vuelta y vio que el profesor la observaba con severidad. Ella se encogió de hombros en señal de inocencia. El profesor dirigió una mirada significativa al fruto que ella tenía ante sí.

Sonea se concentró hasta que una copia ilusoria apareció al lado del pachi. Era de un tono más rojizo, y la textura de su piel se parecía sospechosamente a la nervadura de una hoja. Le habría resultado más sencillo de no haber tenido el recuerdo de las hojas otoñales tan fresco en la memoria. Reprimió su irritación. Seno no pretendía distraerla. Solo quería lucirse.

Pero ¿por qué había ostentado su logro ante ella y no ante los demás? No podía ser que intentase impresionarla.

¿O sí?

Resistió la tentación de volverse para ver qué hacía él. Seno era un chico alegre y parlanchín que caía bien enseguida, y ella era seguramente la única chica kyraliana que no le sacaba más de una cabeza…

«¿En qué estoy pensando? —se reprendió al percatarse de que su ilusión se había transformado en una bola amorfa y brillante—. Aunque no tuviera que preocuparme por Akkarin, ¿qué pasa con Dorrien?»

Le vino a la memoria una imagen fugaz del hijo de Rothen junto al manantial, en el bosque que había detrás del Gremio, inclinándose hacia ella para besarla… Apartó el recuerdo de su mente.

Hacía más de un año que no veía a Dorrien. Cada vez que su pensamiento vagaba hacia él, Sonea se obligaba a concentrarse en otra cosa. No ganaba nada con arrepentirse, sobre todo teniendo en cuenta que era una relación imposible; ella tenía que quedarse en el Gremio hasta su graduación, y él vivía todo el año, salvo durante unas pocas semanas, en una aldea al pie de las montañas.

Sonea suspiró, centró su atención en el pachi y comenzó a reconstruir su ilusión.

Cuando Lorlen llegó frente a la puerta de su despacho oyó que una voz conocida lo llamaba. Echó una ojeada hacia atrás y sonrió al ver a su ayudante acercándose a él a grandes zancadas.

—Buenas tardes, lord Osen.

La cerradura mágica se desactivó por voluntad de Lorlen, y la puerta se abrió con un chasquido. Él se hizo a un lado y con un gesto indicó a Osen que entrase, pero su ayudante se quedó en el umbral, mirando al interior del estudio, con una expresión que pasó de la sorpresa al desagrado. Al seguir su mirada, Lorlen vio al hombre vestido de negro cómodamente sentado en uno de los sillones del despacho.

Akkarin tenía la costumbre de aparecer dentro de habitaciones cerradas con candado, pero eso no explicaba la expresión ceñuda de Osen. Lorlen miró de nuevo a su ayudante. El semblante del joven mago denotaba respeto; no quedaba el menor rastro de la desaprobación momentánea que Lorlen había percibido.

«No había notado su aversión hacia Akkarin —pensó Lorlen mientras caminaba hacia su escritorio—. Me pregunto cuánto hace que la siente.»

—Buenas tardes, Gran Lord —dijo Lorlen.

—Administrador —saludó Akkarin—. Lord Osen.

—Gran Lord —respondió Osen, con un leve movimiento de cabeza.

Lorlen se sentó frente a su escritorio y alzó la vista hacia Osen.

—¿Quería decirme algo?

—Sí —contestó Osen—. He encontrado a un mensajero esperando delante de la puerta hace media hora. El capitán Barran dice que tiene algo interesante que mostrarle, si no está usted muy ocupado.

«¿Otra víctima?» Lorlen reprimió un escalofrío.

—Entonces más vale que vaya a ver de qué se trata, a menos que el Gran Lord tenga motivos para retenerme —miró a Akkarin.

Entre las cejas del Gran Lord se habían formado unas profundas arrugas. «Parece preocupado de verdad —se dijo Lorlen—. Muy preocupado.»

—No —dijo Akkarin—. La petición del capitán Barran es más importante que los asuntos que yo he venido a tratar.

Se impuso un silencio breve e incómodo en el que Osen permaneció inmóvil junto al escritorio y Akkarin arrellanado en el sillón. Lorlen miró a uno y a otro, y luego se levantó.

—Gracias, Osen. ¿Puede pedirme un coche?

—Sí, administrador.

El joven mago inclinó la cabeza cortésmente hacia Akkarin y salió de la habitación a paso ligero. Lorlen escudriñó el rostro del Gran Lord, preguntándose si la antipatía que Osen sentía por él se había hecho evidente.

«Pero ¿qué estoy pensando? Claro que Akkarin lo sabe.»

Sin embargo, Akkarin había prestado poca atención a la marcha de Osen. Aún tenía el entrecejo fruncido cuando se puso de pie y siguió a Lorlen hasta la puerta.

—¿No os esperabais esto? —aventuró el administrador al salir al vestíbulo. Estaba lloviendo, de modo que se detuvo frente a la puerta para esperar su carruaje.

Akkarin entornó los ojos.

—No.

—Podéis acompañarme.

—Será mejor que te hagas cargo tú.

«Seguro que estará vigilando.» Lorlen bajó la vista al anillo que llevaba en el dedo.

—Bien, buenas noches —se despidió, vacilante.

La expresión de Akkarin se suavizó ligeramente.

—Buenas noches. Estoy ansioso por conocer tu punto de vista sobre esto —esbozó una leve sonrisa.

Acto seguido, le dio la espalda y echó a andar escalera abajo, mientras la lluvia repiqueteaba contra el escudo invisible que lo rodeaba.

Lorlen sacudió la cabeza al pensar en la broma que Akkarin acababa de hacer. Un carruaje salió de las caballerizas y se dirigió por el camino hacia la universidad. Se detuvo al pie de la escalinata, y el cochero se apeó de un salto para abrir la portezuela. Lorlen bajó a toda prisa y entró en el vehículo.

El trayecto a través de la ciudad hasta el cuartel de la Guardia le pareció más largo de lo habitual. Las nubes de lluvia ocultaban las estrellas, pero la calzada mojada reflejaba la luz de las farolas hacia los edificios. Las pocas personas que había en la calle avanzaban a paso rápido arrebujadas en su capa con capucha. Solo un chico repartidor se paró a ver pasar el carruaje.

El coche se detuvo al final frente al cuartel. Lorlen bajó y caminó hacia la puerta, donde lo recibió el capitán Barran.

—Siento haberle hecho venir esta noche tan desapacible, administrador —dijo Barran mientras guiaba a Lorlen por el pasillo en dirección a su despacho—. Me he planteado la posibilidad de retrasar mi mensaje hasta mañana, pero entonces lo que tengo que enseñarle le resultaría aún más desagradable.

Barran no se detuvo en su despacho, sino que bajó a la misma sala del sótano a la que ya había llevado a Lorlen. Cuando cruzaron la puerta, un olor penetrante a podredumbre los envolvió. Lorlen vio consternado que una forma humana yacía bajo una manta gruesa sobre una de las mesas.

—Tenga —el capitán se acercó rápidamente a un armario, del que sacó un frasco y dos rectángulos de tela. Destapó el frasco, vertió unas gotas de aceite amarillo sobre las telas y alargó una a Lorlen—. Tápese la nariz con esto.

Lorlen así lo hizo, y enseguida un olor medicinal intenso y conocido se impuso al hedor que dominaba en la habitación. Barran, llevándose su trozo de tela a la cara, se acercó a la mesa.

—A este hombre lo han encontrado hoy, flotando en el río —dijo, con la voz amortiguada—. Lleva muerto un par de días.

Levantó la manta que cubría al difunto para revelar un rostro pálido. Los ojos del cadáver estaban tapados con sendos cuadrados. Conforme Barran descubría el cuerpo, Lorlen se esforzaba por no fijarse en las señales de descomposición ni en lo que a él le parecieron mordeduras de peces. En cambio, observó la herida que presentaba sobre el corazón y el largo tajo que recorría el cuello.

—Otra víctima.

—No —Barran miró a Lorlen—. Lo han identificado dos testigos. Por lo visto este es el asesino.

Lorlen clavó la vista en Barran y luego en el cadáver.

—Pero si lo han matado de la misma manera.

—Sí. Como venganza, quizá. Fíjese en esto —el guardia señaló la mano izquierda del cadáver. Le faltaba un dedo—. Llevaba un anillo. Hemos tenido que cortárselo.

Barran volvió a cubrir el cuerpo con la manta y se acercó a un plato tapado que había sobre un banco próximo. El guardia retiró la tapa para revelar una sortija de plata sucia.

—Tenía una piedra engastada, pero se la arrancaron. Nuestro investigador ha encontrado esquirlas de vidrio en la piel, y las sujeciones de la montura estaban dobladas de una manera que parece indicar que alguien hizo pedazos el anillo. Él cree que la piedra era de vidrio.

Lorlen resistió el impulso de mirar su propio anillo. El anillo de Akkarin. «De modo que mis sospechas sobre la sortija del asesino quizá sean acertadas. Me pregunto…»

Volvió la mirada hacia el cadáver cubierto.

—¿Está seguro de que es el asesino?

—Los testigos fueron muy convincentes.

Lorlen se dirigió al cuerpo y destapó un brazo. Se preparó mentalmente, colocó dos dedos sobre la piel y proyectó sus sentidos. De inmediato detectó energía en el interior del cadáver y se sintió aliviado. Sin embargo, allí había algo extraño. Lo investigó y se echó atrás al descubrir de qué se trataba. La vida dentro del cuerpo se concentraba en torno al estómago, los pulmones, la piel y las heridas. El resto estaba prácticamente vacío.

«Claro —pensó—. Este hombre seguramente llevaba varios días flotando en el río. Es un tiempo más que suficiente para que lo invadan pequeños organismos. Un par de días más, y la verdadera causa de la muerte habría resultado indetectable.»

Lorlen se apartó de la mesa.

—¿Ha visto bastante? —preguntó Barran.

—Sí.

Lorlen hizo una pausa para limpiarse los dedos con la tela, que luego devolvió a Barran. Aguantó la respiración hasta que se encontraron de nuevo en el pasillo y la puerta de la sala estuvo firmemente cerrada.

—¿Y ahora qué? —se preguntó Lorlen en voz alta.

Barran suspiró.

—Esperaremos. Si los homicidios siguen produciéndose, sabremos sin lugar a dudas que tenemos que buscar a una banda de asesinos.

—Yo preferiría que los homicidios simplemente dejaran de producirse —repuso Lorlen.

—Al igual que la mayoría de los imardianos —convino Barran—. Aun así, tengo que encontrar al asesino del homicida.

El asesino del homicida. Otro mago negro. ¿Akkarin, tal vez? Echó un vistazo a la puerta por la que acababan de salir. Ese cadáver era la prueba de que había —o había habido— otros magos negros en la ciudad aparte de Akkarin. ¿Estaba la ciudad plagada de ellos? No era un pensamiento precisamente reconfortante. De pronto, Lorlen no tenía ganas de nada más que de regresar al Gremio, a la seguridad de sus aposentos, para intentar dilucidar las repercusiones de todo aquello.

Pero era evidente que Barran necesitaba comentarle otros aspectos de su hallazgo. Ahogando un suspiro, Lorlen siguió al guardia hasta su despacho.