12. El precio de guardar un secreto letal


Rothen se levantó de la cama, descorrió la mampara de papel de una de las ventanas y suspiró. Un resplandor débil iluminaba un lado del cielo. Aún no había amanecido, y él ya estaba totalmente despierto.

Miró la residencia del Gran Lord, que se alzaba siniestra a la orilla del bosque. Pronto Sonea se levantaría y se encaminaría hacia las termas.

Él la había vigilado durante la última semana. Aunque no había vuelto a verla con Akkarin, era indudable que algo en su actitud había cambiado.

Caminaba con una seguridad en sí misma que antes no tenía. Durante el descanso de enmedio, se sentaba a estudiar en el jardín, lo que permitía a Rothen observarla desde las ventanas de la universidad. A lo largo de la última semana, Sonea se distraía con facilidad. Con frecuencia interrumpía su estudio y dirigía en torno a sí una mirada de inquietud o preocupación. De vez en cuando miraba al vacío con expresión sombría. En esas ocasiones parecía tan adulta que a Rothen le costaba reconocerla.

Pero era cuando contemplaba la residencia del Gran Lord cuando Rothen sentía un mayor temor. En esos momentos la veía muy pensativa, pero lo que más lo asustaba era lo que no veía en su semblante: ni el menor atisbo de repulsión o miedo.

Se estremeció. ¿Cómo podía Sonea mirar la casa de Akkarin sin mostrar siquiera cierta incomodidad? Antes la mostraba. ¿Qué había cambiado?

Rothen tamborileó con los dedos sobre el alféizar. Desde hacía año y medio obedecía la orden de Akkarin de mantenerse alejado de Sonea. Solo había hablado con ella en situaciones en que había otras personas presentes y habría causado extrañeza que no le dirigiese la palabra.

«Llevo mucho tiempo siendo sumiso. No creo que él le haga daño solo porque intente hablar con ella a solas una vez.»

El cielo estaba un poco menos oscuro. La claridad empezaba a inundar los jardines. Rothen solo tenía que bajar allí e interceptarla cuando se dirigiese hacia las termas.

Se apartó de la ventana y comenzó a vestirse. No fue sino cuando se disponía a salir que se paró a pensar. «Unas pocas preguntas —se dijo—. Eso es todo. Seguro que él ni siquiera se dará cuenta.»

El pasillo del alojamiento de los magos estaba desierto y en silencio. Las botas de Rothen repiquetearon a un ritmo rápido sobre la escalera que descendía hasta la salida. Cuando llegó al patio torció hacia los jardines.

Decidió esperar en uno de los cenadores próximos al sendero principal. No era visible desde la residencia del Gran Lord. Casi todo el jardín se abarcaba con la vista desde la planta superior de la universidad, pero era demasiado temprano para que hubiese magos vagando por allí arriba.

Media hora después, oyó unos pasos suaves que se acercaban. La vislumbró entre los árboles y suspiró aliviado. Sonea iba con retraso, pero seguía con la rutina de siempre. Entonces a Rothen el corazón empezó a latirle a toda prisa. ¿Y si ella se negaba a hablar con él? Se levantó y llegó a la entrada del cenador justo cuando la joven pasaba por delante.

—Sonea.

La chica se sobresaltó y se volvió hacia él.

—¡Rothen! —susurró—. ¿Qué haces aquí a estas horas de la mañana?

—Intentar encontrarme contigo, por supuesto.

Sonea estuvo a punto de sonreír, pero la cautela habitual volvió a su expresión mientras ella alzaba la vista hacia la universidad.

—¿Por qué?

—Quiero saber cómo te van las cosas.

La chica se encogió de hombros.

—Bastante bien. Ha pasado mucho tiempo. Me he acostumbrado, y he aprendido a evitarle.

—Ahora pasas allí todas las tardes.

La mirada de Sonea se tornó huidiza.

—Sí —después de vacilar unos instantes, esbozó una sonrisa—. Me alegra saber que me vigilas, Rothen.

—No tan de cerca como querría —Rothen respiró hondo—. Tengo que preguntarte una cosa. ¿Te… te ha obligado a hacer algo que no querías, Sonea?

Ella lo miró, pestañeando, y luego arrugó el entrecejo y bajó la vista.

—No, aparte de convertirme en su predilecta y hacerme estudiar mucho.

Rothen esperó a que alzase de nuevo la vista para mirarla a los ojos. Algo en el gesto de su boca le resultaba familiar. De eso ya hacía mucho tiempo, pero le recordaba el modo en que ella…

«… el modo en que sonríe cuando dice la verdad, pero sabe que no es toda la verdad.»

Rápidamente reformuló la pregunta:

—¿Te ha obligado a hacer algo que yo no querría que hicieras?

Una de las comisuras de los labios de Sonea se curvó hacia arriba de nuevo.

—No, Rothen, no me ha obligado.

El mago asintió, aunque la respuesta no lo había dejado más tranquilo. No podía evitar dar forma nueva a la pregunta una y otra vez. «Tal vez Ezrille tenga razón. Tal vez me preocupe demasiado.»

Sonea sonrió con tristeza.

—Yo también sigo esperando a que algo malo ocurra —dijo—, pero cada día aprendo más. Si llega el momento en que tenga que luchar, no será tan fácil vencerme —echó una mirada en dirección a la residencia del Gran Lord y retrocedió un paso para apartarse de Rothen—. Pero no le demos motivos a nadie para iniciar una pelea antes de tiempo.

—No —convino él—. Ten cuidado, Sonea.

—Lo tendré —dio media vuelta para marcharse, pero tras unos segundos de vacilación volvió la vista atrás—. Cuida de ti mismo, Rothen. No te preocupes por mí. Bueno, no demasiado.

Él consiguió sonreír. Al verla alejarse, sacudió la cabeza y suspiró. La joven le pedía un imposible.

Al llegar al centro de la Arena, Sonea se fijó en lo bajo que estaba el sol. Había sido un día largo, pero las clases pronto terminarían. Solo faltaba una.

Esperó a que los aprendices elegidos por Balkan ocuparan su posición. Un círculo de personas se formó alrededor de ella; eran doce, como los puntos de una brújula. Sonea dio una vuelta completa sobre sí misma, y clavó los ojos en cada uno de ellos. Los doce le devolvían la mirada con firmeza, sin duda envalentonados por su superioridad numérica. A ella le habría gustado sentirse tan segura de sí misma. Todos sus adversarios eran alumnos de cuarto y quinto curso, y la mayoría de ellos se estaban especializando en la disciplina de habilidades de guerrero.

—Empezad —indicó Balkan.

Los doce aprendices atacaron a la vez. Sonea generó un escudo resistente y lanzó una ráfaga de azotes de fuerza. Los aprendices unieron sus escudos para crear uno solo.

Aquello no habría ocurrido si ellos hubieran sido ichanis. Sonea frunció el ceño al recordar las lecciones de Akkarin.

«Los ichanis no pelean bien juntos. Llevan años luchando entre sí y desconfiando los unos de los otros. Pocos de ellos saben canalizar energía hacia otro, o erigir una barrera con la fuerza de varios magos o combatir en equipo.»

Con un poco de suerte, ella no tendría que hacer frente a ningún ichani; únicamente a sus espías, y solo en el caso de que Akkarin muriese. A no ser que el más reciente, la mujer, fuese una ichani. Pero Akkarin se encargaría de ella.

«Esos espías temen profundamente a los magos del Gremio, a pesar de lo que les dice Kariko. Planean y cometen los asesinatos con sumo cuidado para no llamar la atención del Gremio. Se fortalecen poco a poco. Si te enfrentas a uno de ellos debidamente preparada, deberías poder derrotarlo con rapidez y discreción.»

Los aprendices arreciaron su ataque, obligando a Sonea a concentrarse de nuevo en el combate. La chica contraatacó. Ninguno de ellos por separado habría sido rival para ella, pero juntos podrían acabar por vencerla. Sin embargo, bastaba con que Sonea alcanzase el escudo interno de un aprendiz para ganar el combate.

Se jugaba algo mucho más importante que el orgullo. Tenía que ganar, y además cuanto antes, para conservar su fuerza.

Cada noche, durante la última semana, había dado a Akkarin gran parte de su energía. Los rumores sobre los asesinatos en la ciudad crecían, pues a diario aparecían nuevas víctimas. Era difícil saber cuánta fuerza habría recuperado la sachakana durante ese tiempo. Akkarin, por su parte, solo contaba con Sonea y Takan como fuentes de energía.

Ella no debía agotarse durante aquel combate.

Pero evitarlo no le sería fácil. Saltaba a la vista que sus adversarios tenían mucha práctica en la unión de escudos. Ella recordó los primeros intentos que había hecho su propia clase de llevar a la práctica esa modalidad de lucha. Se equivocaban con facilidad, hasta que aprendieron a responder adecuadamente a los distintos tipos de ataque y a actuar al unísono.

«O sea, que debo hacer algo inesperado para confundirlos. Algo con lo que no se hayan encontrado jamás.»

Algo como lo que había hecho la noche en que Regin y sus amigos la habían atacado en el bosque, hacía tanto tiempo. Sin embargo, no podía deslumbrar a aquellos aprendices con una luz brillante en pleno día. Pero si hacía algo parecido para que sus adversarios no supiesen dónde estaba, podría acercarse sigilosamente por detrás a uno de ellos y…

Reprimió una sonrisa. Su escudo no tenía por qué ser transparente.

Bastó un leve cambio en su voluntad para que su escudo se transformara en un globo de luz blanca. El inconveniente, como advirtió demasiado tarde, era que ella tampoco podía verlos a ellos.

«Y ahora, el espejismo.» Creó varios escudos como el primero y los lanzó en distintas direcciones. Al mismo tiempo, echó a andar, llevando un escudo consigo.

Notó que la acometida de los aprendices perdía fuerza, y tuvo que taparse la boca para no reírse al imaginar el aspecto que debía de ofrecer la Arena, con varias burbujas blancas enormes flotando por todas partes. No obstante, no podía contraatacar, pues entonces delataría cuál era el escudo tras el que se resguardaba.

Los escudos se acercaron a sus adversarios, y ella notó que topaban con la barrera de los aprendices. Se detuvo y dejó que todos los escudos menos uno recularan ligeramente. Los aprendices centraron su ataque en el que seguía avanzando. Sonea hizo que uno de los escudos que no se movían parpadease y desapareciera: otra distracción.

Cuando revirtió el escudo que la rodeaba en uno transparente, vio que estaba cerca de tres aprendices. Hizo acopio de energía y descargó contra uno de ellos una despiadada serie de azotes de fuerza. Él dio un salto, y los que tenía cerca giraron para colocarse de frente a Sonea, pero los demás estaban demasiado distraídos con los otros escudos para percatarse de que sus aliados necesitaban ayuda.

La unión de escudos se tambaleó y cayó en pedazos ante ella.

—¡Alto!

Sonea se volvió y se encontró frente a Balkan. Se quedó atónita al ver que sonreía.

—Interesante estrategia, Sonea —comentó él—. Seguramente no la utilizaríamos en un combate real, pero sin duda ha resultado eficaz en la Arena. Has ganado el combate.

Sonea hizo una reverencia. Sabía que cuando asistiera a su próxima lección, su idea de los escudos múltiples le parecería del todo ineficaz. Sonó el gong de la universidad, que señalaba el final de la clase, y Sonea oyó suspiros entre los aprendices. Sonrió, más por haber salido airosa del combate sin haber gastado demasiada energía que por las evidentes muestras de alivio de sus adversarios.

—La clase ha terminado —anunció Balkan—. Podéis marcharos.

Los aprendices se inclinaron ante él y salieron de la Arena en fila. Sonea vio a dos magos de pie frente a la entrada. El corazón le dio un vuelco cuando los reconoció: eran Akkarin y Lorlen.

Abandonó la Arena detrás de los otros aprendices. Todos saludaron con reverencias a los magos superiores al pasar por su lado. Akkarin, sin prestarles la menor atención, hizo una seña a Sonea.

—Gran Lord —dijo, con una inclinación de cabeza—. Administrador.

—Lo has hecho bien, Sonea —dijo Akkarin—. Has valorado sus puntos fuertes, reconocido sus puntos débiles e ideado una respuesta original.

Ella lo miró sorprendida y, acto seguido, notó que se ruborizaba.

—Gracias.

—Sin embargo, yo no me tomaría demasiado en serio el comentario de Balkan —añadió Akkarin—. En un combate real, un mago utiliza cualquier estrategia que funcione.

Lorlen dirigió a Akkarin una mirada penetrante. Daba la impresión de que estaba desesperado por hacer una pregunta, pero no se atrevía. «O tal vez una docena de preguntas», se dijo Sonea. Sintió una punzada de compasión por el administrador, y de pronto se acordó del anillo que él llevaba.

Permitía a Akkarin percibir todo lo que Lorlen veía, sentía y pensaba. ¿Era consciente de ello Lorlen? Si lo era, debía de sentirse traicionado por su amigo. La chica se estremeció. Ojalá Akkarin pudiera revelar la verdad a Lorlen.

Por otra parte, si lo hiciera, ¿le diría también que ella había aprendido magia negra por voluntad propia? Pensar en ello le provocaba una sensación muy incómoda.

Akkarin se encaminó hacia la universidad. Sonea y Lorlen lo siguieron.

—El Gremio perderá su interés por el asesino una vez que el embajador Dannyl llegue con el descarriado, Lorlen —dijo Akkarin.

Sonea había oído hablar de los rebeldes que Dannyl había capturado. La noticia sobre el mago descarriado que iba a llevar al Gremio se había propagado entre los aprendices más deprisa que la tos invernal.

—Tal vez —contestó Lorlen—, pero no lo olvidarán. Nadie olvida una serie de asesinatos como esta. No me sorprendería que alguien exigiera al Gremio que tomase cartas en el asunto.

Akkarin exhaló un suspiro.

—Como si el hecho de poseer el don de la magia nos permitiese localizar fácilmente a una persona en una ciudad con miles de habitantes.

Lorlen abrió la boca para decir algo, pero miró a Sonea y al parecer cambió de idea. Guardó silencio hasta que llegaron a los escalones de entrada a la universidad, donde les dio las buenas noches y se alejó a toda prisa. Akkarin se dirigió hacia la residencia.

—¿O sea, que los ladrones no han encontrado todavía a la espía? —preguntó Sonea en voz baja.

Akkarin negó con un gesto.

—¿Es normal que tarden tanto?

Él la miró, enarcando una ceja.

—¿Tan ansiosa estás por vernos luchar?

—¿Ansiosa? —Sacudió la cabeza—. No, no estoy ansiosa. No puedo evitar pensar que cuanto más tiempo pase ella aquí, más asesinatos habrá —hizo una pausa—. Mi familia vive en Ladonorte.

La expresión de Akkarin se suavizó ligeramente.

—Sí. Sin embargo, las barriadas tienen muchos miles de habitantes. Las probabilidades de que ella ataque a uno de tus parientes es baja, sobre todo si se quedan en casa por la noche.

—Eso hacen… —suspiró—. Pero me preocupan Cery y mis viejos amigos.

—Estoy convencido de que tu amigo ladrón sabrá cuidar de sí mismo.

Sonea asintió.

—Seguramente tenéis razón.

Mientras caminaban junto a los jardines, ella pensó en el encuentro que había tenido por la mañana con Rothen. De nuevo la acometió un sentimiento de culpa. En rigor, ella no le había mentido. Akkarin nunca le había pedido que aprendiese magia negra.

Aun así, le remordía la conciencia solo imaginarse cómo se sentiría Rothen si se enterara de la verdad. Él la había ayudado mucho, y a veces parecía que ella no le había causado más que problemas. Tal vez era mejor que los hubiesen separado.

Y, muy a su pesar, tenía que reconocer que Akkarin había hecho más que Rothen para garantizar que ella recibiese el mejor entrenamiento. Sonea nunca habría llegado a dominar las habilidades de guerrero si él no la hubiese empujado a ello. Y por lo visto tendría que recurrir a esas habilidades para combatir a los espías.

Cuando llegaron a la residencia y la puerta se abrió, Akkarin se detuvo durante un instante y miró hacia arriba.

—Creo que Takan nos espera —entró en sus aposentos y se acercó al armario de los vinos—. Tú sube.

Mientras ascendía por la escalera, Sonea pensó en el comentario que Akkarin había hecho en la Arena. ¿Había habido un deje de orgullo en su voz? ¿Era posible que estuviese complacido con sus progresos como aprendiz? La idea le resultaba extrañamente atractiva. Tal vez ella se había ganado de verdad el título de predilecta del Gran Lord.

Ella. La chica de las barriadas.

Aflojó el paso. Al hacer memoria, no recordaba que él hubiese expresado jamás desdén o desagrado por sus orígenes. Se había mostrado amenazante, manipulador y cruel, cierto, pero ni una sola vez le había echado en cara que se hubiese criado en la zona más pobre de la ciudad.

«Por otro lado, ¿cómo va a mirar por encima del hombro a nadie? —pensó de pronto—. Él fue esclavo en otro tiempo.»

El barco, que pertenecía a la armada del rey de Elyne, era más grande que los navíos vindeanos en los que Dannyl había navegado antes. Construido para el transporte de personajes importantes más que de carga, había en él espacio suficiente para varios camarotes pequeños pero lujosos.

Aunque Dannyl había conseguido dormir durante casi todo el día, no había dejado de bostezar mientras se levantaba, se lavaba y se vestía. Un sirviente le había llevado una bandeja con harrel asado y verduras exquisitamente preparadas. Se sintió mejor después de comer, y una taza de sumi ayudó a despabilarlo del todo.

A través de las pequeñas escotillas del barco, veía las velas de los otros navíos teñidas de naranja por la luz del ocaso. Salió de su camarote y enfiló un largo pasillo hasta la celda de Farand.

En realidad no era una celda. Aunque se trataba del camarote más reducido del buque, estaba confortablemente amueblado. Dannyl llamó a la puerta. Un mago de baja estatura y cara redonda lo recibió.

—Le toca a usted, embajador —dijo lord Barene, visiblemente aliviado de que su turno hubiese llegado a su fin. Fijó la vista en Dannyl, sacudió la cabeza, masculló algo entre dientes y se marchó.

Farand, que yacía en la cama, miró a Dannyl, y este sonrió levemente. Había dos platos sobre una mesita. Por los huesos de harrel que vio en ellos, Dannyl supuso que había comido lo mismo que él.

—¿Cómo te encuentras, Farand?

El joven bostezó.

—Cansado.

Dannyl se sentó en uno de los sillones acolchados. Sabía que Farand no dormía muy bien. «Yo tampoco pegaría ojo —pensó— si creyera que tal vez dentro de una semana me iban a matar.»

El embajador dudaba que el Gremio fuera a ejecutar a Farand. No obstante, hacía más de un siglo que no se descubría a un mago descarriado, y debía admitir que no tenía la menor idea de lo que sucedería. Lo peor era que deseaba tranquilizar a Farand pero no podía. Sería una crueldad si resultaba estar equivocado.

—¿Qué has estado haciendo?

—Hablando con Barene. O más bien él ha estado hablándome a mí. Acerca de usted.

—¿De veras?

Farand suspiró.

—Royend está contando a todo el mundo lo suyo con su amante.

Dannyl sintió un escalofrío. O sea, que había comenzado.

—Lo siento —añadió Farand.

Dannyl lo miró, sorprendido.

—No lo sientas, Farand. Solo era parte del engaño, un modo de convencerlo de que se fiara de nosotros.

Farand arrugó el entrecejo.

—No me lo creo.

—¿No? —Dannyl forzó una sonrisa—. Cuando lleguemos a Kyralia, el Gran Lord lo confirmará. Fue idea suya que fingiéramos ser amantes, para que los rebeldes creyeran que podrían hacernos chantaje.

—Pero lo que está contando Royend es cierto —murmuró Farand—. Cuando les vi a ustedes dos juntos, me pareció evidente. No se preocupe, no le he dado a nadie mi opinión al respecto —bostezó de nuevo—. Mantendré la boca cerrada. Pero no puedo evitar pensar que se equivoca en lo relativo al Gremio.

—¿Por qué lo dices?

—Me repite una y otra vez que el Gremio es justo y razonable, pero por la manera en que los otros magos reaccionan a esta noticia sobre usted, empiezo a pensar que no lo es. Tampoco me parece justo que su Gran Lord lo obligase a revelar algo así si sabía que los demás reaccionarían de ese modo —los párpados se le cerraron; los abrió de golpe—. Estoy tan cansado… Y no me siento muy bien.

—Descansa un poco, entonces.

El joven cerró los ojos. Al momento su respiración se hizo más lenta, y Dannyl supuso que se había dormido. «Nada de conversaciones esta noche —se dijo—. Va a ser muy larga.»

Miró los otros barcos por la escotilla. Así que Royend se estaba vengando. «Da igual que Farand crea que es verdad —razonó—. Cuando Akkarin confirme que todo fue un engaño, nadie creerá a Royend.»

Pero ¿tenía razón Farand? ¿Era injusto que Akkarin los hubiese utilizado a Tayend y a él de ese modo? Dannyl no podía seguir fingiendo que no sabía que Tayend era un doncel. ¿Esperaría la gente que él lo evitara en adelante? ¿Qué dirían cuando él siguiese frecuentando la compañía del académico?

Suspiró. Detestaba vivir con miedo. Detestaba simular que Tayend no era para él más que un ayudante eficiente. Sin embargo, no se engañaba a sí mismo diciéndose que podía reconocer la verdad abiertamente y conseguir de alguna manera que los kyralianos cambiaran su actitud. Además, ya echaba de menos a Tayend, como si hubiera dejado una parte de sí mismo en Elyne.

«Piensa en otra cosa», se dijo.

Su mente vagó hasta el libro que Tayend había «tomado prestado» de Dem Marane y que ahora se hallaba guardado en el equipaje de Dannyl. No se lo había mencionado a nadie, ni siquiera a Errend. Aunque encontrar el libro lo ayudó a decidir que había llegado el momento de detener a los rebeldes, no había necesitado revelar su existencia. Además, no quería revelarla. Al leer aquellos pasajes, había infringido la ley que prohibía aprender nada relacionado con la magia negra. Seguía teniendo aquellas palabras frescas en la memoria…

«Entre las habilidades menores está la de crear piedras o gemas de sangre que incrementan la capacidad de mente-hablar con otra persona a distancia…»

Pensó en el excéntrico Dem al que él y Tayend habían visitado en las montañas hacía más de un año, durante su segundo viaje en busca de información sobre la magia ancestral. Entre la impresionante colección de libros y artefactos de Dem Ladeiri había un anillo, con el símbolo de la magia superior grabado en la «gema» de vidrio rojo que tenía engastada. Era un anillo que, según el Dem, permitía a quien lo llevaba comunicarse con otro mago sin que nadie pudiese espiar la conversación. ¿Era la piedra de ese anillo una de esas gemas de sangre?

Dannyl se estremeció. ¿Había manipulado un instrumento de magia negra? Solo de pensarlo se le helaba la sangre. Incluso había llegado a ponerse el anillo.

«… así como gemas o piedras de almacenaje, que permiten retener y liberar magia de maneras concretas.»

Tayend y él habían subido a las montañas cercanas a la casa de Ladeiri para ver las ruinas de una ciudad antigua. Habían descubierto un túnel oculto que, según la traducción de Tayend de la inscripción grabada en él, conducía a la llamada «Cámara del Castigo Último». Dannyl había recorrido el túnel hasta una espaciosa sala con el techo abovedado y recubierto de unas piedras brillantes que lo habían atacado con azotes mágicos. A duras penas había conseguido salir con vida.

Se le erizó el vello de la piel. ¿Estaba el techo de la Cámara del Castigo Último hecho de esas piedras de almacenaje? ¿Era a eso a lo que se refería Akkarin cuando le había dicho que había razones políticas para guardar el secreto de la existencia de la cámara? Era una sala llena de gemas negras mágicas.

Akkarin también había dicho que la cámara estaba perdiendo fuerza, o algo así. Era evidente que entendía su función. Saber reconocer esa magia y lidiar con ella sería responsabilidad del Gran Lord, razón de más para que el libro permaneciera oculto por el momento. Se lo entregaría a Akkarin cuando llegara.

Farand emitió un suave gemido de ansiedad mientras dormía. Dannyl alzó la mirada y frunció el ceño. El joven estaba pálido y tenía un aspecto enfermizo. La angustia provocada por su captura había dejado huella en él. Entonces Dannyl lo observó con mayor detenimiento. Farand tenía los labios oscuros, casi negros…

El embajador se acercó a la cama. Sujetó a Farand por los hombros y lo zarandeó. El hombre abrió los ojos, pero tenía la mirada perdida.

Dannyl le posó una mano en la frente, cerró los párpados y proyectó su mente. Se quedó sin aliento cuando percibió el caos que reinaba dentro del cuerpo de Farand.

Alguien lo había envenenado.

Dannyl invocó su poder y le envió energía sanadora, pero no sabía por dónde empezar. La aplicó primero a los órganos más afectados, pero el deterioro se extendía poco a poco por todo el cuerpo.

«Esto me sobrepasa —se dijo Dannyl, desesperado—. Necesito un sanador.»

Pensó en los otros dos magos que viajaban a bordo. Ninguno de ellos era sanador. Ambos eran de Elyne. Reflexionó sobre la advertencia de Dem Marane.

«¿Se le ha ocurrido que tal vez el rey preferiría matarlo a dejar que el Gremio se enterase de lo que él sabe, sea lo que sea?»

Barene había estado allí cuando le habían servido la comida. ¿Había administrado él el veneno a Farand? Más valía no llamarlo, por si acaso. El otro mago, lord Hemend, gozaba de la confianza del rey de Elyne. Dannyl tampoco se fiaba demasiado de él.

Solo le quedaba una salida. Dannyl cerró los ojos.

¡Vinara!

¿Dannyl?

Necesito tu ayuda. Alguien ha envenenado al descarriado.

Los otros dos magos oirían esa llamada, pero Dannyl no podía evitarlo. Selló la puerta con magia. Aunque eso no impediría la entrada a un mago por mucho tiempo, evitaría intrusiones o interrupciones inesperadas por parte de no-magos.

Percibió con mayor intensidad la personalidad de lady Vinara, llena de inquietud y apremio.

Descríbeme los síntomas.

Dannyl le mostró una imagen de Farand, con la piel muy blanca y una respiración trabajosa. Luego proyectó de nuevo su mente al interior del cuerpo del joven y transmitió a ella sus impresiones.

Debes eliminar el veneno y luego ocuparte de los daños.

Siguiendo sus instrucciones, Dannyl se embarcó en un proceso extremadamente complicado. Primero hizo vomitar a Farand. Luego cogió uno de los cuchillos que el hombre había usado para comer, lo limpió y lo afiló con magia, y le practicó un corte en una vena del brazo. Vinara le explicó cómo mantener en funcionamiento los órganos dañados, combatir los efectos del envenenamiento y estimular la fabricación de más sangre por parte del organismo mientras el líquido contaminado se escurría poco a poco.

Aquello causó estragos en el cuerpo de Farand. La magia sanadora no podía reemplazar los nutrientes necesarios para generar sangre y tejidos. Las reservas de grasa y parte del tejido muscular se agotaron. Cuando Farand despertara —si es que despertaba—, apenas le quedarían fuerzas para respirar.

Una vez que Dannyl hubo hecho todo cuanto estaba en su mano, abrió los ojos y, al tomar conciencia de lo que lo rodeaba, se dio cuenta de que alguien aporreaba la puerta.

¿Sabes quién ha hecho esto?, preguntó Vinara.

No, pero creo que sé por qué. Podría investigar

Que investiguen los demás. Tú debes quedarte a cuidar del paciente.

No me fío de ellos. Ya está. Lo había dicho.

Aun así, Farand está bajo tu responsabilidad. No puedes protegerlo y buscar al envenenador al mismo tiempo. Mantén los ojos bien abiertos, Dannyl.

Vinara tenía razón, en realidad. Dannyl se levantó de la cama, enderezó la espalda y se preparó para enfrentarse a quien estaba llamando a la puerta.