4. Bautizo de fuego
En ese momento llegaron las cocinas rodantes trayéndonos los alimentos, y nos pusimos a comer con tan buen apetito que nos pareció como si nada hubiera sucedido. Después dormimos tranquilamente la siesta.
Fue corto el tiempo que descansamos: fuimos despertados repentinamente por los potentes estampidos de los disparos de varias baterías de la artillería pesada francesa que habían venido a emplazarse en las mismas orillas del pueblo y cuyos cañones habían disparado sin cesar sobre las líneas alemanas. Desde lejos se oía el eco de otras baterías, ruidos que en conjunto formaban un estruendo continuo.
Pronto empezaron a llegar numerosos heridos que venían de las primeras líneas del frente, en su mayoría soldados de infantería y algunos de artillería; algo serio pasaba en las trincheras delante de nosotros; por los heridos que cada vez llegaban en mayor número, supimos que los alemanes estaban atacando, habiéndose posesionado de algunas trincheras. El tolonés formuló su opinión diciéndome: “esto va mal… seguramente habrá un contrataque de nuestra parte, así que probablemente entraremos en acción inmediata”. Esta perspectiva no me entusiasmó, considerando que ya bastantes sustos me había llevado ese día.
Seguimos en el pueblo hasta el anochecer. Después de comer, recibimos orden de formarnos para avanzar en dos filas y pronto nos internamos en las estrechas trincheras de comunicaciones. Mi compañero de armas no se había equivocado: íbamos directamente a la primera línea para contratacar; era completamente de noche y el fuego de artillería de ambos lados había cesado. En cambio, conforme avanzábamos oíamos con precisión el intermitente tableteo de las ametralladoras; cosa rara, me sentí con más valor y decisión en ese momento, cuando marchaba a la pelea, que cuando estaba descansando en el pueblo, pues lo que más deseaba era llegar cuanto antes para que acabase la interminable y fatigosa marcha en los pasadizos de enlace. Al fin, a medianoche, llegamos a la gran trinchera que nos habían asignado. Allí fuimos repartidos y bajamos a los distintos refugios cavados a varios metros bajo tierra; nos tendimos en el suelo envueltos en nuestras cobijas, con nuestra mochila como almohada, y como estaba cansado me dormí sin preocuparme en lo más mínimo por lo que pudiera suceder allá arriba.
Temprano, a la mañana siguiente, la artillería francesa de todos calibres comenzó nuevamente el bombardeo contra las posiciones y líneas de comunicación alemanas. Este era un fuego casi ininterrumpido; a las tres o cuatro de la tarde recibimos órdenes de salir de los refugios para alinearnos por toda la extensión de la trinchera. Estábamos directamente frente a la línea alemana, ubicada a más de mil metros de la nuestra. En ese intermedio de la “tierra de nadie” había varias trincheras abandonadas por estar casi destruidas, y en algunos lugares completamente arrasadas por los continuos bombardeos ejecutados durante los ataques y contrataques que habían hecho ambos contendientes para desalojarse de ellas, pasando la posición alternativamente a poder de los franceses y de los alemanes.
Había muertos a medio enterrar; hasta nosotros llegaba la fetidez de los cadáveres en plena descomposición.
Los obuses del cañoneo de la artillería francesa pasaban encima de nuestras cabezas en continuo zumbido para ir a explotar sobre las líneas enemigas. Como ningún tiro nos llegaba de esa dirección, me atreví a levantar la cabeza por encima del parapeto de la trinchera, como lo estaban haciendo otros del regimiento y la mayoría de los oficiales que seguían los efectos del bombardeo con sus prismáticos. Entonces pude ver cómo una lluvia de metralla caía sobre las posiciones alemanas; veía cómo los obuses de todos calibres estallaban atrás y encima de las trincheras enemigas en una mortífera lluvia de fuego; imposible me parecía que ser alguno quedase con vida frente a nosotros. Únicamente esperábamos con la bayoneta calada la orden de lanzarnos al ataque. El reconfortante espectáculo del intenso bombardeo me hacía pensar que muy pocos soldados alemanes quedarían resistiendo en sus líneas de defensa para disparar sobre nosotros cuando fuéramos al asalto, y esa idea me animaba, seguramente igual que a muchos de mis bisoños compañeros. Mi apreciación se la participé al tolonés, que estaba a mi lado, quien me contestó categóricamente:
–No te fíes mucho, que más de cuatro del regimiento vamos a quedarnos tendidos.
Esas palabras debilitaron un poco mi entusiasmo, pero de todos modos seguí creyendo que saldría ileso. Llegó el momento de ir al ataque, y a la voz de mando salimos en tropel de la trinchera. Brincamos por encima del parapeto y, con el cuerpo doblado hacia tierra y la bayoneta por delante, corrimos hacia al enemigo. El tolonés corría a mi lado. Nuestra artillería alargó el fuego para evitar que sus tiros nos alcanzaran, disparando en forma de barrera hasta atrás de la línea enemiga para impedir que llegasen refuerzos a las trincheras que estaban siendo atacadas. Ya habíamos recorrido más de la mitad del trayecto que nos separaba del enemigo, y cuando habíamos pasado las dos trincheras abandonadas, las primeras ametralladoras alemanas empezaron a disparar sobre nosotros. Vi entonces cómo caían pesadamente algunos de mis compañeros.
El tolonés ya no estaba a mi lado. Acatando el mando de los oficiales, abrimos un poco nuestra fila para presentar menos blanco y seguimos corriendo para acercarnos rápidamente a la posición enemiga, tanto que algunos de mis compañeros que llevaban granadas de mano pudieran tirarlas hasta allá y acallar un poco el fuego de las ametralladoras; hasta me pareció ver a algunos del regimiento cuando saltaban dentro de la trinchera alemana. Varios de los nuestros gritaban desaforadamente, no sé si para amedrentar al enemigo o darse valor. En ese momento, el fuego de unas ametralladoras que parecía salir de abajo de la tierra empezó a atacarnos enfilados y en tal forma que nos barría materialmente, por lo cual nos tiramos al suelo para evitar los efectos mortíferos de esos fuegos cruzados. Pero a los gritos de los oficiales volvimos a levantarnos y corrimos unos cuantos metros más para pararnos de nuevo en seco. Los disparos de las ametralladoras se habían juntado a un fuego de fusilería que nos segaba de muy cerca. El oficial que mandaba mi sección nos hizo levantar otra vez, pero en ese momento cayó muerto o herido. Algunos de mis compañeros dieron media vuelta y otros volvieron a tirarse pecho a tierra. Yo corrí unos metros más para resguardarme en un hueco hecho por un obús, pero sentí que un cuerpo pesadamente me caía encima. Molesto exclamé:
–¡Oiga, estúpido!, ¿qué espera para quitarse de encima?
Más viendo que no se movía, malhumorado traté de deshacerme de aquel cuerpo, pero quedé horrorizado al ver que era un compañero de armas con la cabeza atravesada por una bala que había penetrado bajo un ojo y éste había saltado fuera de su órbita. Estaba agonizando y al moverlo para tenderlo a mi lado, en un sordo estertor exhaló el último suspiro. Las balas seguían silbando sobre mi cabeza, teniendo a mi lado el cadáver del soldado con la cara ensangrentada vuelta hacia el cielo. No muy lejos se oían los gritos y ayes de los heridos. Sabía que estaba lejos de la línea francesa y cerca de la alemana, lo cual confirmé al oír una voz gutural que parecía dar órdenes en alemán.
Ese conjunto de circunstancias hizo que en ese momento sintiese lo que realmente era el miedo, al grado de ser presa de un temblor imposible de dominar. No tengo idea del tiempo que permanecí allí. El tabletear de las ametralladoras disminuía en intensidad, por lo cual comprendí que nuestro ataque había sido rechazado. Pronto escuché solamente de vez en cuando el crepitar de unas ráfagas de tiros que partían de la trinchera alemana, seguramente dirigidas contra algunos de mi regimiento que salían de sus escondites para replegarse a la línea francesa. Comprendí que esto también sucedería conmigo cuando intentara salir del hoyo donde me encontraba; pensé que lo mejor sería esperar la noche, pero no tenía el valor suficiente para quedarme más en ese lugar y menos tan cerca del enemigo. Saqué la cabeza por el borde del hoyo y distinguí, como a 15 metros, a un soldado alemán con la cabeza y los brazos fuera de su trinchera, instalando un “para-bala” de hierro sobre el parapeto de ésta. No reflexioné y, creo que empujado por el mismo miedo que sentía en esos momentos, levanté el fusil, apunté rápidamente y disparé sobre el enemigo, el cual cayó o saltó de su trinchera; en ese momento salí corriendo de mi escondite para ir a refugiarme a otro hoyo, unos metros más lejos. Ya me habían visto y una ametralladora me roció de tiros; las balas penetraron en el suelo cerca de mí, haciendo saltar chispitas de tierra, pero en ese instante me dejé caer en mi nuevo escondite. Luego comprendí que debía dominar mis nervios y, a fin de no presentar un blanco fácil, debía avanzar arrastrándome por las sinuosidades del terreno removido por el bombardeo, para taparme de la vista del enemigo y poder alejarme poco a poco, esto es, sin correr, si quería salvar la vida. Empecé a actuar de esa forma, oyendo intermitentemente disparos cuyas balas pasaban silbando y sin saber si éstas eran dirigidas a mí. En mi trayecto, pasé muy cerca de hombres que agonizaban y vi varios cadáveres. Llegué hasta la primera trinchera abandonada, en la cual bajé. Allí se encontraban en una fila, tendidos o recostados, numerosos heridos graves que se habían arrastrado hasta ese lugar; varios de ellos ya habían fallecido. Me aproximé a un herido del vientre que me llamaba con voz débil; consternado, reconocí a uno de mis dos paisanos y compañeros de sección en Tolón. Me pidió que lo llevase conmigo y le diera de beber. Yo, ignorante que era, le di de mi cantimplora, de la cual bebió con avidez. Después quiso levantarse para que le ayudase a caminar, y con dificultades pude sacarlo de la trinchera, desde donde lo arrastré en dirección a la línea francesa.
En ese momento oí zumbar los obuses que venían del lado alemán y comprendí que se iniciaba un bombardeo; tenía por fuerza que llegar pronto a la línea francesa si no quería quedarme al descubierto bajo la metralla. Quise avanzar más de prisa, pero el herido me impidió hacerlo; sin embargo, no quería abandonar a mi camarada; ya los obuses estaban explotando cerca de nosotros y tuve la intuición de que algo iba a sucederme. En efecto, apenas había pasado la segunda trinchera abandonada cuando oí un corto zumbido seguido de una explosión, tan cerca de nosotros que me sentí levantado del suelo envuelto en tierra y fuego; rodé dos o tres metros boca arriba, al tiempo que me faltaba la respiración, tuve la sensación de haber recibido un fuetazo en el rostro. Me llevé la mano a la cara y la sentí ensangrentada. Al momento me di cuenta de que tenía roto el antebrazo izquierdo; del mismo lado, la mano se me había cubierto de sangre y tenía un dedo mutilado, el cual había quedado colgando. También estaba herido de la cadera derecha y con dificultad movía la pierna de ese lado, por lo que, con mucho trabajo y una sola mano, me deshice de la fornitura, mochila, cantimplora y cartuchera. Dejé también el fusil… a pocos pasos estaba el cuerpo, sin vida, de mi compañero de armas, quien seguramente había sucumbido a nuevas heridas. Era un muchacho de baja estatura, simpático, robusto… allí quedaba su cuerpo, atravesado por la metralla. Pensé en su madre, de quien me había mostrado el retrato unos días antes en la estación del tren de Marsella.