3. Al frente de batalla
Pasé en compañía de mis padres los dos días que tuve de permiso, excepto al anochecer, cuando iba a pasarme algunas hora con María, Alberto y los demás, pero de todos modos volvía temprano a casa. Terminada mi licencia, volví a Tolón en compañía de María. Llevé la misma vida que el primer día de mi llegada al cuartel. Alberto, su señora y La Tía seguían viniendo a pasar los domingos con nosotros. Transcurrieron tres meses y la instrucción militar en tierra, o sea de infantería, ya estaba terminada. En ese momento, en tiempos normales, mi adiestramiento, el de marino, habría tenido que efectuarse a bordo de un buque de la armada, pero a esas fechas la ofensiva enemiga se desencadenó en forma violenta e imprevista. Era el último esfuerzo que hacía Alemania antes de sucumbir: sus tropas llegaron cerca de Bauvais y amenazaron París; al mismo tiempo emprendía una ofensiva por el norte, al parecer sobre Calais. Se necesitaban urgentes refuerzos en el frente, lo cual provocó una orden a nuestro cuartel para que todos los hombres disponibles fueran mandados rumbo al norte a incorporarse al Primer Regimiento de Fusileros Marinos que combatían en tierra. Nos dejaron el uniforme de marino, pero cambiamos el corto chaquetín azul por la larga capota azul celeste de la infantería. Salimos como mil hombres del depósito naval; sólo pude avisar de mi partida a María, quien siguió a mi destacamento hasta la estación para despedirme mientras esperábamos la salida del tren militar que nos conduciría al frente de batalla. Entonces comprendí que esa mujer me quería verdaderamente y tenía un buen corazón, porque lloraba amargamente por mi partida.
Escribí rápidamente unas líneas para mis padres, y ella, que en vista de los acontecimientos volvía a Marsella, les llevó el recado con la instrucción de informales, para tranquilizarlos, que no iba yo al frente, sino que era trasladado al puerto de Brest. Más tarde supe que con motivo de llevar la carta a mis padres, María había sabido granjearse el cariño de ellos y todos los días los visitaba, platicándoles de mí y reconfortando a mi madre. Cuando el tren se puso en marcha quedaron en el andén de la estación algunas mujeres llorando, unas con hijos de los que partían, así como hombres cuyos años pasaban la edad de movilización, pero en su mayoría ancianos. Algunos familiares de carácter más enérgico dominaban su pena para no afligir a los que se alejaban, muchos de ellos para no volver jamás. Yo veía a María agitar su mano diciéndome “adiós” hasta que el tren se perdió de vista. Entonces busqué asiento y me puse a pensar en mis padres, principalmente en mi madre. Por mi mente desfiló la forma en que viví todo el año anterior: recordé los disgustos y sufrimientos que por mi mala conducta había hecho padecer a mi familia. Sentía remordimiento; después pensé en lo que podía sucederme en el frente, y comprendí que, si algo me pasaba, mucho sufriría mi madre. Eso me preocupó más que mi propia suerte. Recordaba el cariño de María, mi fraternal amistad con su hermano y, en fin, todo lo que estaba ligado a mi vida. Reflexioné después en que pensar mucho me trastornaría y traté de evitarlo. Saqué de mi mochila algunos sándwiches que María me había comprado y empecé a comer.
La mayoría de mis compañeros eran jóvenes reclutas como yo, que como voluntarios habían podido escoger el arma que preferían. Muchos de ellos se habían enganchado antes que fuera llamada a las armas su clase respectiva, no tanto por patriotismo o porque la marina les gustara más que algunos otros cuerpos del ejército, sino porque creían que la contienda duraría más años y como la marina en esta guerra entraba muy poco en combate, pensaron que su existencia peligraría menos que al ser enrolados a su tiempo con muchas probabilidades de ser incorporados en la infantería, la más expuesta de todas las armas. No se imaginaban que la guerra iba a terminar pronto ni que estando en la marina podrían ser llevados a pelear a tierra, como estaba sucediendo.
Durante mi estancia en el cuartel, mis compañeros predilectos fueron tres integrantes de mi sección: dos marselleses de mi edad enrolados al mismo tiempo que yo, y un tolonés de 27 años, casado y padre de familia, que ya había estado en el frente con el Primer Regimiento de Fusileros en el principio de la guerra. Él combatió en la “batalla Ypre-Yser” y fue gravemente herido, por lo cual se le envío al Hospital Militar, donde a causa de la misma herida fue internado varias veces hasta que se le dio de alta definitivamente y se quedó en el cuartel, donde yo lo conocí. Mis otros dos compañeros y yo muy poca atención habíamos puesto hasta la fecha en sus relatos de la guerra, creyendo que no nos tocaría ir al frente, pero ahora nos interesaba oírlo para poder darnos cuenta y tener una idea de lo que era el lío a donde íbamos. Al mismo tiempo los tres pensábamos, con un secreto deseo, que las explicaciones sobre un combate iban a demostrarnos como lo suponíamos; y mientras el tolonés hablaba, nosotros comíamos escuchando con interés todo lo que nos relataba; pero pronto comprobamos que el cuentecito no tenía nada de tranquilizador: al contrario, nos quitaba el apetito. Seguramente mis dos paisanos pensaban lo mismo que yo, porque uno dijo:
–Es mejor no hablar más de la guerra, que para allá vamos todos, y esto lo podremos juzgar por nosotros mismos.
Encontramos su razonamiento muy sensato y optamos por dejar la conversación sobre el tema.
A las pocas horas el tren hacía su arribo a la estación de Marsella; allí permaneció un cuarto de hora, tiempo que pasé mirando por la ventanilla del vagón; pude ver, a través de los grandes postigos vidriados de la estación, parte del caserío de la ciudad, y pensé que no estaba muy retirado de mi casa; no obstante, era imposible despedirme de mi madre o que ella, a pesar de estar yo tan cerca, hubiera venido a verme para darme un abrazo de despedida. A mi lado estaba uno de mis paisanos, quien tristemente miraba por la misma ventanilla y seguramente pensaba lo mismo que yo. Me puso una mano sobre el hombro, diciéndome lacónicamente:
–La viejita, ¿no?
Al instante lo miré a la cara y en nuestros ojos brillaban las lágrimas, ¡teníamos 18 años!
En esos momentos llegaron unas señoritas de la Cruz Roja, repartiéndonos sándwiches, chocolates, cigarros y algunas otras chucherías. Eso bastó para hacerme olvidar las penas. Repentinamente, de un extremo a otro del tren se escuchó un canto: era el de la Madelón. Todos nos pusimos a cantar; luego el tren se puso en marcha y algunos compañeros enviaban besos con las manos a las muchachas de la Cruz Roja, quienes nos contestaban con risas y deseos de buena suerte. El viaje duró cuatro días para hacer un recorrido que en tiempos normales sólo necesitaba 18 horas. En el trayecto nos cruzamos con varios trenes hospitales del sur de Francia, donde iban muchos hombres con caras cadavéricas y vendajes ensangrentados, los más graves estaban en camillas, como cadáveres, algunos gemían de dolor.
Naturalmente, ver esos trenes sanitarios nos causó una impresión desagradable. Uno de mis compañeros dijo que era insensato que los trenes provenientes del frente y repletos de moribundos se cruzaran con el nuestro, pues era como mostrarnos por anticipado lo que a nosotros nos esperaba.
Por fin dejamos el tren y después de una marcha forzada de tres horas en la noche, llegamos a un pueblo evacuado por todos los civiles, pero eso sí, con soldados de todas las armas que allí habían acampado. Nos encontrábamos en las dunas del norte, cerca del mar y no muy lejos de la frontera belga; en el pueblo estaba el Primer Regimiento de Fusileros Marinos, que allí esperaba ser reorganizado y reforzado con nuestro contingente. Por consiguiente, al otro día fuimos repartidos en las diferentes compañías que formaban el regimiento, mezclándose en esta forma los de mi destacamento, casi en su totalidad elementos bisoños, con elementos fogueados. De esa forma, me separé de mis dos paisanos, no así del tolonés. Nuestro regimiento estaba completo y pasaba de 300 hombres, lo cual, según el tolonés, tenía un mal significado. Descansamos tres días en la población y al anochecer del tercero recibimos órdenes de marchar a otro pueblo más cercano a la línea de fuego, a donde llegamos a la medianoche. El lugar estaba semiderruido, así que ocupamos las casas que estaban en mejor estado.
Al día siguiente, en la mañana, por primera vez veía caer los obuses de grueso calibre de la artillería alemana, que estallaban en la llanura bastante lejos del pueblo, sitio donde se encontraban los emplazamientos franceses de la artillería pesada, y desde la orilla del pueblo divisaba las explosiones, las cuales veía más por morbosa curiosidad que por gusto, porque durante la observación de ese espectáculo no estaba yo exento de temores. Me sentí peor horas más tarde, cuando aviones alemanes volaron sobre el pueblo dejando caer su cargamento de bombas sobre las casas en donde estábamos. Las explosiones de las bombas y los disparos de los cañones antiaéreos contra los aviones enemigos hacían un ruido que me parecía infernal. Primero procuré ocultarme en las ruinas de una casa, pero el tolonés me dijo que era peligroso, que mejor nos protegiéramos en unas trincheras estrechas ubicadas en las orillas del pueblo como refugio. No tuvo necesidad de repetirme el consejo dos veces: salí disparando tras de él, al mismo tiempo que vi a unos 30 metros de distancia caer una pared, por el estallido de una bomba, sobre unos soldados del regimiento que pasaban corriendo cerca del lugar. Algunos de ellos cayeron heridos por los fragmentos de la metralla y otros quedaron semisepultados en los escombros. Al ver aquello, redoblé la carrera y al llegar a la trinchera me dejé caer dentro ella; no volví a salir hasta que se fueron los aviones enemigos. Entonces vi los primeros soldados muertos sobre el pavimento de las calles en extrañas posturas: unos tendidos cuan largos eran, otros doblados, algunos con el cuerpo atrozmente mutilado; me sorprendió que con un diluvio de bombas y después de tantas explosiones hubiera tan pocas víctimas. Entre los heridos de gravedad vi dos del destacamento de refuerzo que habían llegado conmigo de Tolón, y varios levemente heridos. A estos últimos casi los envidié, pensando que serían evacuados lejos del frente y luego de ser curados tendrían un permiso de convalecencia; que pronto volverían a ver a sus familiares y amorcitos; que quizá para cuando salieran del hospital ya la guerra habría terminado.
Después, filosofando, dije al tolonés:
–No tiene ninguna gracia venir al frente de batalla para ver tan poca cosa, yo deseo ver algo más grave…Volteé a tiempo para ver al tolonés, quien sonreía al oír mi fanfarronada.