Epílogo
El doctor Alfonso Quiroz Cuarón narró en 1980 al periodista José Ramón Garmabella la historia de las investigaciones más importantes en las que participó. Al lado de la búsqueda de identidad del asesino de Trotsky, contó, por ejemplo, el estudio de personalidad de Goyo Cárdenas realizado con su colega José Gómez Robleda. Entre Los mejores casos de criminología, como tituló Garmabella el libro, Quiroz Cuarón habló de la labor pericial aplicada por él y los doctores Alfonso Millán y José Sol C., al célebre asesino Pelón Sobera de la Flor, y de igual manera rememoró, a lo largo de tres capítulos, la pesquisa y detención de Alfredo Héctor Donadieu.
También expuso su estrecha relación con el falsificador, su amistad con él. De tal manera apreció Quiroz Cuarón las dotes artísticas de Sampietro que lo impulsó a realizar retratos, y para ayudarlo inicialmente consiguió que posara para él María Asúnsolo.
Cuando Sara Moirón le preguntó en una larga entrevista para Revista de Revistas (3 de julio de 1974) cómo definiría la personalidad de los falsificadores, el doctor Quiroz se refirió al arte:
“No hay que sorprenderse de las cosas: la falsificación existe desde siempre. Cuando México era aún Anáhuac, la moneda era el cacao. Los falsificadores de entonces le sacaban el grano y lo rellenaban de tierra. La criminalidad sigue a la civilización como la sombra al cuerpo.
“En cambio, el falsificador de especies valederas, es decir de cheques, de billetes, es generalmente un artista fallido. Shelley fue un alumno muy distinguido del Politécnico de París. Alfredo Héctor Donadieu, mi amigo Enrico Sampietro, era un magnífico grabador desde muy joven. Su primer maestro fue un delincuente quien, conociendo sus aptitudes para el retoque y el dibujo, le enseñó las técnicas fotomecánicas para falsificar: uso de cámaras, reactivos, películas… Este tipo de falsificador necesita dominar una serie de técnicas. Por eso no abundan. No puede ser un débil mental. La impresión de las especies valederas implica la utilización de equipos enormemente costosos y un trabajo multidisciplinario en el que intervienen grabadores extraordinarios. En el mundo no llegan a 80 estos artistas.
“Por otra parte, el falsificador tiene la mentalidad de un delincuente. Un hombre normal se disciplina a una vida regular y rutinaria; el delincuente no cree en los valores. Cree y quiere el dinero fácil; todo en la vida se conquista a base de esfuerzos, de preparación, de disciplina. El falsificador, además del afán del dinero fácil, tiene espíritu de aventura, le agrada la acción. Vive generalmente una existencia pobre en lo afectivo y en lo social. Por eso cambia tan fácilmente de compañera o de compañeros en el delito. Tampoco cree en la esperanza. Comete un delito, es descubierto, va a la cárcel, pero siempre piensa que el siguiente golpe va a salir bien, que va a lograr cometer el delito perfecto. No llega a convencerse de que esto no es posible. Además, no es nada previsor. El que trabaja siempre trata de guardar algo para el futuro. El falsificador no. Simplemente no cree en esas cosas.”
La historia narrada por Sampietro en este libro se enriquece sin duda por la versión de Quiroz Cuarón (en el volumen de Garmabella), quien recibió en 1941 el ofrecimiento del director del Banco de México, Eduardo Villaseñor, de organizar una oficina de prevención e investigación de falsificaciones, debido al fracaso de la Policía Judicial Federal para encontrar a los culpables de la falsificación de billetes en Tampico, contada ya por Sampietro.
En ella, según Quiroz Cuarón, “se vieron inmiscuidas personas muy conocidas de la sociedad, entre quienes se encontraban los hermanos Arango, desde entonces prósperos comerciante e industriales, dueños de una importante cadena de supermercados”.
Para entender la importancia del caso, hay que decir que se trataba de la primera gran circulación de billetes falsos en el país, y el escándalo era mayúsculo. Los hermanos Arango fueron defendidos por el expresidente Emilio Portes Gil.
Escribió Quiroz Cuarón:
“Para entonces ya era pública mi actividad profesional como criminólogo egresado de la Universidad Nacional Autónoma de México, y don Eduardo Villaseñor pidió a mis amigos, el doctor José Gómez Robleda y Salvador Novo, que me invitaran a comer con él. La reunión se celebró en el University Club, y cuando el director del Banco de México me hizo la proposición de que organizara una oficina de investigación y prevención contra las falsificaciones, le confesé mi ignorancia sobre la materia.”
Al día siguiente, sin embargo, Quiroz Cuarón se iniciaba “en el conocimiento del extraño mundo de la falsificación de billetes”. Luego de recibir abundante documentación legal, así como de denuncias de hechos y dictámenes de la Casa de Moneda, Quiroz y su equipo hicieron la descripción y clasificación de las falsificaciones, creando un muy completo archivo de las diversas modalidades del delito.
Tras ello, dijo, “fue fácil descubrir al verdadero autor de las falsificaciones de Tampico, pues la técnica era la misma empleada por Enrico Sampietro para falsificar dólares en Cuba, algunos de los cuales habían circulado en México y que teníamos ya clasificados en su lugar correspondiente. Sampietro fue detenido en México en 1937 y se había fugado de Lecumberri”.
Ese año, uno de los miembros de la banda con la que actuaba Sampietro en Cuba fue detenido en La Habana y confesó que el falsificador era un tal Enrico Sampietro, lo cual fue informado por las autoridades cubanas a la policía mexicana.
“Entonces –continuó Quiroz Cuarón– ya tenía la posibilidad de encontrar al falsificador, tanto por la técnica como por la conjuntura de su fuga. Se llevó a cabo una investigación muy laboriosa para dar con su paradero, búsqueda que no rindió frutos sino hasta 1948, es decir, siete años después…”
Pero no nos adelantemos. Hay que ir a 1937 para ver el cuadro completo del investigador:
“Al ingresar Enrico Sampietro al penal de Lecumberri, en 1937, también estaba recluido el sacerdote José Aurelio Jiménez S.J., quien había bendecido la pistola con que José de León Toral acabara con la vida del general sonorense Álvaro Obregón, y que estaba al frente de una organización politicorreligiosa denominada ‘La causa de la fe’.
“Los miembros adinerados de la organización habían infiltrado entre el personal de vigilancia a gente de confianza de ellos, con objeto de facilitarle pequeñas comodidades al sacerdote Jiménez, tales como llevarle comida y correspondencia.
“Por otra parte, las reuniones en la celda de Jiménez entre éste y los miembros de la organización se sucedían con frecuencia. Durante una de ellas, el sacerdote propuso la fuga del falsificador, pues, aducía: ‘la falsificación le causará un grave mal al Estado y todo lo que lo perjudique será beneficioso para nosotros’. La propuesta fue aceptada de inmediato y se reunieron con el compañero de la celda de Enrico Sampietro, Francisco Godoy Ibáñez, a fin de que le comunicara el plan al falsificador y ver si éste aceptaba, con la condición de falsificar para la agrupación.”
Sampietro, como se sabe, aceptó, y se fugó con Francisco Godoy Ibáñez –El Lino de sus memorias–; en cambio, Fernando Heselbert, a quien el falsificador llama su amigo Maximino, declinó porque prefería salir legalmente pues le faltaba poco para cumplir su sentencia. Sin embargo –Sampietro no lo cuenta, acaso porque no lo vio–, también salió de Lecumberri, según apuntó Quiroz Cuarón:
“La noche de la fuga percibió ruidos extraños en la celda que ocupaban Francisco Godoy Ibáñez y Enrico Sampietro; cuando comprobó que esos ruidos provenían de dicha celda y oyó pasos que significaban que ambos hombres salían del penal, y al calcular que ya estarían en la calle, empezó a hacer mucho ruido para llamar la atención de los celadores, hasta que los tuvo en su presencia y los amenazó: o lo dejaban en libertad o al día siguiente diría cómo había ocurrido la fuga. La extorsión dio resultado y, al igual que Sampietro y Godoy, salió por la puerta principal, aunque sin que él supiera a dónde se habían ido sus compañeros de fuga.”
Vino luego la circulación de billetes falsos en Tampico y dos más, en 1944 y en 1946. Para el investigador existía algo indiscutible: “A juzgar por el método de falsificación que teníamos en el Departamento de Investigaciones Especiales del Banco de México, el autor no podía ser otro que Enrico Sampietro”.
La noche del 3 de julio de 1946, el investigador creyó estar cerca de la captura cuando recibió una llamada del representante de la Interpol en Venezuela, quien le dijo:
–Hoy detuvo la policía venezolana al falsificador Enrico Sampietro. Como sabemos que este hombre ha circulado billetes falsos en México, quizás a usted le interese venir a Caracas a interrogarlo…
“La noticia me hizo pegar un salto en la cama y a primera hora del día siguiente me encontraba volando con destino a aquella ciudad. Al llegar, lo primero que hice fue presentarme en donde tenían detenido a aquel hombre, y cuál no sería mi sorpresa al encontrarme frente a un tipo bajito, delgado, cuyo físico, ciertamente, correspondía al del falsificador que con tanto ahínco andaba buscando.
“Al ver seguramente mi gesto de desconsuelo, el hombre aquel sonrió y me dijo:
“–Sí, ya sé que está usted buscando al falsificador. Pero ocurre, como lo habrá notado, que no soy yo. Lo que pasa es que soy un jugador empedernido (el hombre estaba detenido por un intento de fraude al hipódromo de Caracas) y perdí con él mi pasaporte, y ahora anda con éste por el mundo. Pero el hombre que usted busca se llama en realidad Alfredo Héctor Donadieu y es francés.”
Durante esos años los agentes a las órdenes de Quiroz Cuarón trataron de encontrar alguna pista a través de la compañera del falsificador, Amanda Casas, pues vivía con su familia en la ciudad de Parral, para ver si mantenía correspondencia con el fugitivo. Pero la investigación, resumió Quiroz Cuarón, fue en vano, pues nunca se cruzó una carta entre ellos.
Infructuosas resultaron también las pesquisas en el medio criminal “para localizar a algún circulador que nos condujera a la ‘planta industrial’ de Sampietro”, por lo que en 1948 el criminólogo y su equipo decidieron cambiar de estrategia e iniciar la búsqueda a partir de la fuga.
Fernando Heselbert no aportó nada, pero Francisco Godoy Ibáñez sí. Se tenía el dato de que era de Jalisco. En efecto, el agente José Maldonado Hernández lo localizó en una ciudad de Los Altos de Jalisco, donde fungía como agente de la policía. Tirador experto, Maldonado se ganó su confianza, y así Godoy le relató que al salir de Lecumberri con Sampietro fueron a dormir a una casa de monjas en Tlalpan. Peleado con Sampietro, Godoy abandonó el convento y quiso embarcarse a otro país, pero fue detenido por las autoridades migratorias y enviado al penal de Guadalajara, donde cumplió su sentencia. Maldonado lo convenció de que en México ampliaría sus declaraciones.
Ya en la capital, se abrió una investigación sobre lo que sabía Godoy de los colaboradores del sacerdote Jiménez. Así estableció Quiroz Cuarón el móvil de las falsificaciones: dañar al Estado. Por eso “La causa de la fe” había dado la libertad a Sampietro. Así, y dado que Godoy conocía algunos miembros, se trataba de localizarlos con su colaboración. Godoy se hizo el “encontradizo” con un excelador, y esa conversación, al igual que las otras que fue teniendo, se registraron en grabadora.
De igual manera se tenían grabados muchos sermones del sacerdote Jiménez. Concluyó el doctor Quiroz que ellos “seguían siendo encendidos como en la época de la persecución religiosa, es decir, era un hombre que vivía en el pasado (hay que decir que fue la verdadera alma criminal en el magnicidio del general Obregón por cuanto que el autor material, José de León Toral, sólo fue un instrumento en las manos de este mal sacerdote)”.
Se solicitó al jefe de la policía que detuvieran a todos los exceladores implicados en la fuga para ser interrogados, así como a Jiménez, plan que fue aceptado. Al llegar los agentes a aprehenderlos a la parroquia de La Coronación –a la cual se dirigió en cuanto supo que lo seguían–, Jiménez les solicitó que primero lo dejaran cumplir con sus deberes sagrados o gritaría y los feligreses se irritarían contra sus captores. Aceptaron los agentes, y de esa manera Jiménez pudo enviar un recado a la banda de circuladores, pero éstos ya habían sido detenidos, interrogados y transcritas sus declaraciones.
Cuando Jiménez llegó frente a Quiroz Cuarón para el interrogatorio, escribió éste, “desde el primer instante me di cuenta que tenía enfrente a un hombre acostumbrado a las averiguaciones y que no sería fácil hacerlo hablar, a menos que lograra obtener una ventaja psicológica sobre él, que le hiciera caer en un explicable nerviosismo”.
Esto lo consiguió Quiroz refutándole el argumento de que la falsificación causaba un daño al Estado:
“Se lo destruí afirmando que el mal se lo había causado a personas de escasos recursos económicos, poniendo el ejemplo de una cajera que tuvo que pagar mil pesos por haber recibido 10 billetes falsos de 100 pesos. Además, el total de las falsificaciones no excedía los 300 mil pesos, cantidad que ningún daño le causaba a la economía del país.
“El nerviosismo del sacerdote Jiménez, a cada palabra mía, iba en aumento; así que pensé en asestarle el golpe final, esto es, destruir sus argumentos, incluso desde el punto de vista religioso.
“Le recordé algunas de las expresiones que había tenido desde el púlpito y que la persecución era cosa del pasado. Le comuniqué que el Estado mexicano buscaba las relaciones diplomáticas con el Vaticano (lo cual no era cierto, más en ese momento me parecía un buen argumento para hacerle estallar), pero que, desgraciadamente, él le daba la razón al cardenal Spellman que había afirmado que “el clero mexicano estaba corrompido”. Finalicé diciéndole que al Banco de México no le interesaba remover escollos de pasiones politicorreligiosas del pasado, sino que le importaba llevar ante los tribunales al falsificador que ocultaba el grupo encabezado por Jiménez.
“El plan había dado resultado. El sacerdote, de edad madura, mirada brillante de inteligencia y pasión, de color moreno y de lentes, nerviosamente se levantó de su asiento y caminó por el despacho antes de decirme:
“–Yo también soy mexicano y lo que me interesa es México; necesitaría tres días sin vigilancia alguna para localizar a Sampietro, pues la mañana en que me vestía para dar la misa le envié un recado para que se ocultara.”
Así se le concedió. Pero pasaron 10 días y nada. Como Jiménez no tenía, en opinión de Quiroz Cuarón, intenciones de cumplir con su palabra, fue detenido. A los pocos días uno de los miembros de la banda habló con el procurador general de la República, licenciado Francisco González de la Vega, y le dijo:
–Sampietro se oculta en una casa en Iztapalapa, en donde vive el que personifica a Cristo en la representación de la Pasión durante la Semana Santa.
Según la versión del criminólogo, los agentes encontraron a Sampietro cuando se disponía a salir de su casa, vestido como militar del Ejército mexicano, y le recogieron dentro de la vivienda varios fajos de billetes listos para circular. Al ser detenido, el falsificador musitó:
–Algún día tenía que suceder.
En su interrogatorio, confesó de buen agrado y confirmó la falsificación hecha para “La causa de la fe”. Era 1948. Tras cumplir una condena en 1961, fue expulsado de México. Durante un viaje que Quiroz Cuarón realizó por Europa bastantes años después, quiso trasladarse a Marsella para saber qué había sido de su vida:
“Luego de indagar, me enteré que su hermano menor tenía un taller de reparación de automóviles chocados; ahí me dieron la dirección del falsificador, que por cierto vivía con su hermano; la casa estaba en lo alto de una colina a la que había que subir a pie. Por fin llegué y me encontré con una casa pequeña, aunque con bastante jardín y decorada con motivos mexicanos. Pregunté por Enrico Sampietro, o Alfredo Héctor Donadieu, y me contestó su cuñada que había ido con unos amigos a tomar cerveza, pero que si yo le dejaba dicho en donde me hospedaba, posiblemente Sampietro iría en mi busca. Era un sábado por la tarde.
“Así lo hice, y al día siguiente, al filo del mediodía, se presentó Enrico Sampietro en el bar del hotel donde me alojaba. Después de charlar sobre lo que había sido su vida, el falsificador me dijo:
“–Es muy duro haber pasado la mayor parte de mi vida en las cárceles, porque cuando me hallé en libertad tropecé con varios conflictos: tenía miedo de cruzar las calles, pues temía que me atropellaran los coches; si iba a un restorán, antes de comer tenía que ver cómo los demás manejaban los cubiertos, pues ya me había olvidado; uno no puede hablar con nadie porque tiene miedo que averigüen el pasado y lo señalen con el dedo, o sea que mis amigos deben ser gente como yo, es decir, que hayan estado en la cárcel.
“Luego, sonriendo amargamente, sentenció:
“Sí, en esas condiciones la libertad lastima…
La frase me conmovió profundamente. Al preguntarle sobre su actual trabajo, Sampietro me contestó: –Pinto coches, con pistola de aire, en el taller de mi hermano.
“Inquirí, entonces, por qué no se dedicaba a dibujar lineaturas, en donde era indiscutiblemente un artista.
“Volviendo a sonreír, dijo a media voz:
“–Por dos cosas: primero, porque la policía francesa, como usted sabe, me tiene fichado y no me deja realizar ningún trabajo de este tipo; y segundo, porque habré sido un artista en México, pero aquí sólo soy uno de tantos…”
A.P.