68. Primer ingreso al
Palacio de Lecumberri

En la habitación, Luis recibía sus alimentos y podía emborracharse a su gusto, pero una noche el secuestrado aprovechó un momento de ausencia de su amistoso vigilante: no resistió las ganas de jugar una broma a éste y echarse una parranda. Cuando Luis salía a la madrugada de un cabaret, llevando del brazo a dos prostitutas, el detective Alfonso Frías le echó el guante y el calavera volvió definitivamente a la penitenciaria de la capital.

Las dificultades y los peligros que representaba la detección del defecto en los dólares, mediante los hilitos de los cuales carecía el papel de los billetes espurios, hicieron que Alfredo escribiera a Augusto con objeto de que mi excómplice se pusiera en contacto con un técnico en fabricación de papel, el mismo que tres años antes nos había provisto del papel para la falsificación de las libras esterlinas, deseando esta vez que nos fabricara papel similar al de los dólares con hilos en las pastas del mismo. La contestación fue afirmativa y Alfredo partió para Europa.

A los dos años de residencia en México, una noche de Navidad festejaba en compañía de Maximino, Manolín y un amigo de éste, un tal Nava, que me fue presentado esa noche; durante la cena el sujeto me preguntó quién era el sastre que me vestía. No vi inconveniente en decirlo, sin pensar en las graves consecuencias que ese simple dato tendría para mí. Casi un año después, Nava y dos hombres más del grupo de Manolín partieron para Cuba, donde dieron un golpe de 14 mil dólares. Todo habría salido bien si no hubiera sido por una estupidez de Nava. Sus dos cómplices dejaron inmediatamente Cuba después del trabajo, pero él se quedó en La Habana divirtiéndose en compañía de una cubanita; cuando quiso dejar la isla, ya la falsificación había sido descubierta.

La oficina de Migración, donde Nava había dejado un depósito de 200 dólares espurios, señaló nombre, apellido, nacionalidad y lugar de procedencia de Nava, consiguiendo éste, por su parte, ser llevado ilegalmente por un barco pesquero hasta México, escapando así de ser apresado en Cuba. A su llegada al país, Manolín lo mandó a refugiarse en una finca de cultivo en el estado de Oaxaca, pero Nava, quien tenía en la capital una amante, al poco tiempo volvió a verla. El detective Frías, conocedor de tales líos del perseguido, tenía bajo vigilancia la casa donde residía la querida de Nava, y éste, a su turno, cayó en manos del citado detective. Nava cantó. Dio la dirección de la sastrería donde yo era cliente, pero allí había dado un apellido ruso y una dirección falsa, lo cual no hizo Maximino, quien era vestido por el mismo sastre y había dado su verdadero nombre y domicilio.

Las indicaciones dadas por Nava ocasionaron primeramente el arresto de Manolín, quien junto con su delator fueron extraditados a Cuba, donde cumplieron una condena de cuatro años. Unos meses más tarde Maximino fue aprehendido por Frías; viendo el hábil detective que nada sacaba del preso y como por otro lado no tenía pruebas en contra del detenido, puso en práctica una vieja artimaña policiaca: lo hizo traer a su despacho desde los separos de la Jefatura, y ya estando Manuel en su presencia, rompió unos retratos suyos y míos, los cuales, por poseer los negativos, podría obtener en la cantidad que deseara; y casi “en confianza”, el detective le dijo:

–Este asunto ya no me interesa. Son dólares y no billetes nacionales los de su asunto, de modo que usted está libre.

Y Maximino salió libre.

Unas noches después pude entrevistarme con mi amigo, quien me relató lo sucedido. Le dije que eso era una trampa para seguirlo y dar conmigo, aconsejándole que dejara México lo más pronto posible y se fuera para Guatemala. Yo le expliqué que por no poder seguir con el nombre de Enrico Sampietro tenía que renovar el pasaporte a nombre de Adrián Harles, pero esto me llevaría un poco de tiempo y por lo tanto no podía viajar. Maximino estaba dispuesto a irse a Guatemala, a donde, a mi vez, lo iría a encontrar tan pronto como pudiera hacerlo, pero estaba prendado de una mujer de bastante más edad que él. La citada señora, que tenía hijos de 16 y 17 años, no quería dejar México, y con lloriqueos llegó a convencer a su amante para que cambiara de parecer. Maximino se quedó en la capital y abrió un restaurante, pues creyó que de esa forma se respaldaría con ese negocio honrado.

Yo cambié de alojamiento y fui a residir en un edificio de la Avenida Ámsterdam. El detective Frías, entonces comandante de la Jefatura de Policía, dejó pasar tres meses sin intentar vigilancia alguna, con el fin de darnos confianza durante ese tiempo para después servirse de un excómplice nuestro que vivía en la ciudad de Puebla y hacía más de un año había sido instigador de un negocio que en la citada ciudad había producido una entrada de más de 120 mil pesos. El poblano, sirviendo de gancho, según los términos policiacos, y bajo la dirección del detective, fue a ver a Maximino a su restaurante y entró en tratos con él, asegurándole que tenía un interesante y lucrativo negocio que proponerme, pero por tratarse de un asunto urgente, tenía que saber mi contestación al día siguiente. En vista del trato que habíamos tenido con el poblano y sin desconfianza alguna, Maximino se comprometía a hablar conmigo la misma noche, y así lo hizo cuando salió del restaurante.

Como por casualidad, un auto de ruleteo se encontró a su paso, ofreciéndole el chofer su carro; mi despreocupado socio subió al vehículo haciéndose conducir al lugar de la cita que tenía conmigo. Inútil decir que el chofer era un policía. Media hora después, cuando Manuel y yo conversábamos, dos individuos vestidos con overoles venían en sentido contrario sobre la acera donde nos encontrábamos; cuando llegaron cerca de nosotros se pararon de repente. Sacaron rápidamente sus manos de los bolsillos, y Manuel y yo teníamos frente a nosotros dos pistolas que nos apuntaban. En eso un tercer sujeto, puesto tras de mí, me apuntaba igualmente con su arma. Levanté las manos como se me ordenaba. Había llegado mi turno de caer en manos de Alfonso Frías, a cuya presencia fui conducido por mis captores.

No tenía en mi poder ya el material para la falsificación, pero había cometido el error de guardar los negativos de los billetes tras los respaldos de los asientos del desayunador. Frías me interrogó en forma legal e inteligente; comprendí que un cateo iba a ser practicado en mi alojamiento. Temiendo que los policías descubrieran los negativos, y como allí vivía en compañía de una mujer y no cabía duda que al ser encontradas las pruebas de la falsificación, mi compañera sería comprometida en un delito del cual era inocente, propuse al comandante Frías entregarle las pruebas suficientes para ser sentenciado a cambio de que mi amante no fuera molestada. El detective aceptó. Cumplí mi palabra y Alfonso Frías cumplió estrictamente la suya. Fui enviado a la penitenciaría bajo los cargos de falsificación y asociación delictuosa.

Al año de que estaba internado en ese penal, en la celda vecina fueron recluidos tres presos por propaganda sediciosa contra el gobierno. El que parecía el jefe de ellos, un tal Raúl M., no perdía la oportunidad de conversar conmigo. El hombre no dejaba de hacerme preguntas; parecía querer sondearme, conocer mi mentalidad y sobre todo mis ideas religiosas. El tal Raúl, hombre de más de 42 años, era de baja estatura y constitución raquítica. Su semblante y su conversación denotaban que era un exaltado con algo de fanático.

Desde hacía más de 15 años había militado en el Partido Cristero y me contaba sus luchas y las de sus compañeros caídos durante el levantamiento en armas. Una vez me preguntó si era yo hombre capaz de sacrificarme por un ideal en pos de una causa justa. Por no tomar muy en serio las ardientes palabras de mi interlocutor, contesté medio en broma:

–Por ser los sacrificios sinónimo de sufrimiento, en realidad no siento ningún atractivo ni disposición por ellos; pero por afecto, deber o agradecimiento, quizás sería capaz de cometer tal barbaridad.

Dicho esto y algo cansado de la conversación del sujeto, invoqué un pretexto para alejarme, pero el hombre me detuvo al instante y sonriente me dijo en tono convencedor:

–Usted es tal como lo había pensado y será de los nuestros.

No queriendo contrariarlo, juzgándolo un poco desequilibrado, le contesté:

–Como no, hombre, con mucho gusto –y dándole una amistosa palmada sobre un hombro, me fui por otro lado.

Poco tiempo después, las palabras del que creía un loco se realizaron, no solamente en el sentido de mi adhesión al partido, sino también en lo que se refería al sacrificio.

En las cárceles de México le llaman Mayor de la Crujía al reo encargado, con la colaboración de algunos otros presos llamados ayudantes, de hacer cumplir a los demás los reglamentos penales; o sea, formar a los presos para pasar lista, vigilar la distribución de los alimentos y dirigir el aseo. En recompensa de tal ayuda, el mayor goza de ciertas prerrogativas que le son concedidas por la administración del penal.