2. En la pendiente...
El billete que me mostró era del Banco de Francia y de una emisión de urgencia por estar el país en guerra. Por aquel entonces todas las monedas de oro y plata habían sido retiradas de la circulación para ser reemplazadas por papel moneda. Por el momento me quedé indeciso, pero poco a poco empecé a reaccionar; nunca había pensado en eso y creo que nunca lo habría pensado en mi vida. Miré el billete detenidamente y conforme lo veía sentía despertar en mí, por sobre la cuestión monetaria, algo que me inclinaba a probar si mi capacidad de grabador llegaba a poder imitar bien tal billete, para así demostrar mi habilidad, tanto a mi amigo como a mí mismo.
Aquellos billetes eran mucho más sencillos que los actuales; sin embargo, eran de un grabado fino. Después de estudiar un largo rato el dibujo, me atreví a decir que creía poder hacerlo, refiriéndome al grabado de las planchas, pero que no sabía nada respecto a la forma de imprimirlo. Alberto lo tenía todo bien planeado: se había relacionado con un paisano suyo de oficio impresor litográfico. Este señor y futuro socio se comprometió a conseguir una prensa de imprimir en bajos relieves, con todos los accesorios necesarios para la impresión de las planchas grabadas por mí. Lo único que faltaba era alquilar una casa adecuada para que yo pudiera trabajar, y más tarde imprimir los billetes. A los pocos días mi amigo estaba ansioso de que empezara; ya tenía una casa para los fines que queríamos. Al día siguiente fuimos a verla con el litógrafo; los tres coincidimos en que la disposición y el lugar no podían ser mejores.
La casa se encontraba en un lugar denominado San Julián, a unos ocho kilómetros de la ciudad, y tenía el aspecto de esas quintitas campestres en las cuales los marselleses de cierta posición social suelen pasar el fin de semana. Estaba completamente bardeada; tenía dos puertas de entrada. La quinta contigua no estaba habitada o lo era solamente los domingos; por otro lado lindaba con un terreno sin construcción, por lo cual quedaba completamente aislada. Diez minutos de camino a pie era lo que se necesitaba para ir de la casa a la terminal del tren eléctrico. Alquilamos la vivienda y la amueblamos con lo más indispensable. Alberto, que era un hombre activo, en cuatro días tenía todo arreglado.
El trabajo en el taller de mi tío había escaseado un poco por cuestiones de la guerra, y aproveché esa circunstancia para trabajar solamente en las mañanas, y por la tarde me trasladaba a San Julián para emplear mi tiempo en el grabado. La tarea no era tan fácil como en un principio creí, pues era neófito en la falsificación, tanto que muchas veces tuve que empezar de nuevo la elaboración de las planchas, y esto, naturalmente, me desanimaba.
Alberto, su mujer y mi amante me alentaban de tal manera que cuando estaba desmoralizado me hacían suspender el trabajo por dos o tres días, durante los cuales nos divertíamos alegremente según el dinero que tuviéramos; estos intermedios me devolvían el ánimo y la perseverancia. Nuestro socio litógrafo nunca nos acompañaba en las parrandas; tenía 45 años y cuatro hijos, su esposa padecía parálisis parcial. Estoy seguro de que nunca se hubiera metido en semejante compromiso si la miseria en que se encontraba no lo hubiera empujado, porque en el fondo era un hombre honrado, en extremo tímido, y en algunas ocasiones creía comprender que a pesar suyo deseaba que hubiera fracasado en el grabado. Era callado, y cuando hablaba lo hacía para darnos toda clase de consejos para que obrásemos con prudencia. Alberto se reía de buena gana de sus palabras y al mismo tiempo trataba de infundirle valor y optimismo.
Yo algunas veces me quedaba pensativo por lo que pudiera sucedernos con motivo del “negocio” en que estábamos comprometidos, pero pronto mi amigo me animaba haciéndome reaccionar de tal manera que con su alegría y buen humor me olvidaba del peligro.
Después de varios ensayos llegué a perfeccionar una plancha y me causó satisfacción constatar que la primera impresión salió perfecta. Sentí gozo al ver la alegría de mis amigos y las felicitaciones que me prodigaban; hasta el mismo litógrafo me llenó de contento, diciendo: “Con el dinero que a mí me corresponde, haré que mi mujer se cure”. ¡Hacíamos proyectos entre sueños de riqueza! ¡Cuán lejos estábamos de la realidad: el delito no es el camino de la fortuna; la falsificación no es negocio!
Yo había terminado la parte que me correspondía; el trabajo de impresión debía realizarlo nuestro socio litógrafo, quien se llamaba Nicolás y era tan hábil que con facilidad podía sacar en la impresión todos los detalles de un grabado, por muy fino que fuera.
Alberto siempre me insistía en que aprovechara la oportunidad de aprender el trabajo de impresión, viendo cómo practicaba Nicolás, pues podría darse el caso de que nosotros tuviéramos que hacerlo, y hasta él mismo intentaba aprender, porque se daba cuenta de que la colaboración del impresor era incierta y creía que éste, en cuanto tuviera el dinero para aliviar las miserias en que se encontraba, se alejaría de nuestra compañía. Y Alberto no se equivocaba.
A los 15 días de trabajo de impresión, teníamos listos para la circulación 5 mil billetes. Esa fue mi primera falsificación y el principio de muchas penalidades y sufrimientos, tanto para mí como para mis padres.
Una vez terminados los billetes, empezó su circulación. Nicolás y yo habíamos cumplido nuestra tarea y no participaríamos en la circulación; la prudencia lo dictaba así, porque en caso de que algo nos sucediera, nuestros mismos oficios nos delatarían. La circulación de los billetes la hacían Alberto, su mujer y su hermana, un farmacéutico de nombre Emilio B., quien estaba movilizado en el hospital militar con el grado de subteniente; además, su amante y una prima de ésta, un individuo de oficio relojero llamado Humberto y una señora gorda, viuda de la guerra, a quien por cierto le gustaba vivir bien. Esa señora era como de 40 años y tenía un puesto de venta de pescado en el mercado; siendo de carácter bonachón y jovial, nos seguía en todas nuestras juergas y las encabezaba divirtiéndonos con sus cuentos y chistes subidos de color. A pesar de ser casi iletrada, no era escasa de inteligencia, astucia y valor. Su aspecto era el de una mujer de pueblo, robusta y bastante bonita; todos la queríamos y por cariño la llamábamos La Tía Hurón, aunque no le gustaba mucho el nombre de La Tía, porque presumía de sus conquistas y nos contaba que muchos hombres la cortejaban, locamente enamorados de sus encantos, lo cual era exagerado. Esta señora llegó a ser nuestra consejera no sólo en lo concerniente a la falsificación, sino en muchos asuntos particulares, principalmente amorosos.
La circulación de los billetes hasta esos momentos seguía sin ningún contratiempo y nuestro radio de acción se había extendido a Lyon y algunas otras ciudades de menor importancia. El tiempo transcurría y muchas veces faltaba yo a mi labor, hasta que al fin dejé por completo de ir al taller. Mi padre, como era natural, sospechaba que yo andaba en malos pasos; no dejaba de fijarse en la ropa que llevaba, el dinero que tenía, el abandono completo de mi trabajo, y que ya casi nunca dormía en casa, pues lo hacía con mi amante.
Después de varios meses de inútiles reprimendas, mi padre resolvió poner remedio a mis faltas; en enero de 1918, contra todas las objeciones de mi madre y las lágrimas que ella derramaba, hizo que me alistaran, en la ciudad porteña de Tolón, en la Marina de Guerra.
La vida que había llevado desde que conocí a Alberto me había hecho cambiar en mi modo de ser, pero en el fondo seguía siendo el mismo, conservando un gran respeto y cariño por mi padre, y en esa circunstancia obedecía con gusto lo que me ordenaba, como pago a todos los disgustos y pesares que le había ocasionado. Sólo lo sentía por mi madre; pero tanto le hablé de que la idea de mi padre era buena ya que lo hacía por mi propio beneficio, que llegué a convencerla, y cuando quedó conforme, partí para Tolón, que se encuentra a dos horas en tren de Marsella. Mi padre me acompañó hasta el cuartel Depósito de la Marina.
Fácilmente me adapté a mi nueva existencia, siendo disciplinado. A los ocho días de estar incorporado advertí un cambio completo en mi vida y en mi modo de pensar, sentí remordimiento por mi mala conducta pasada.
El primer domingo de mi estancia en el cuartel llegaron a visitarme Alberto, su mujer, María y La Tía Antonieta; sentí emoción por las muestras de cariño que me prodigaban. Cada uno me colmaba de regalos, muchos de los cuales me eran completamente inútiles, como un par de pijamas y unas babuchas de fantasía que si hubiera yo tenido la ocurrencia de ponérmelas, habría sido el hazmerreír de todos los que estaban en el dormitorio. Como era día festivo, pude salir del cuarto y pasarme todo el día con mis amigos. Supe que Nicolás se retiraba de nuestra asociación con la parte del dinero que le correspondió; habiendo salido de la miseria en que se encontraba, volvía a la vida honrada. Más tarde, la experiencia me demostró que de todos nosotros fue el más inteligente y precavido; pero todavía en aquel tiempo me burlé de él como todos los demás, calificándolo de miedoso.
El retiro de Nicolás y mi incorporación a la armada pusieron término a la falsificación; pero teníamos dinero y poco nos importaba suspender nuestras actividades delictuosas. Alberto, su mujer y La Tía Antonieta volvieron a Marsella.
María quiso quedarse en Tolón; subarrendó un cuarto amueblado en casa de una señora que vivía en una calle cerca del arsenal, a donde iba casi diariamente a verla, aprovechando que tenía permiso de las cinco de la tarde a las nueve de la noche, y el domingo todo el día.
Por lo general, me estimaban los compañeros de la sección a la cual pertenecía, igualmente los cartier maitres (suboficiales de marinos). Todos me consideraban un buen amigo; tenía dinero y lo gastaba liberalmente, y si las circunstancias me lo exigían, sabía liarme a golpes.
Al mes obtuve 48 horas de licencia y me fui con María a Marsella, ella a casa de su hermano y yo al hogar familiar, estaba feliz al sentirme de nuevo cerca del cariño maternal, y mi madre, a su vez, estaba contenta de verme convertido en un hombre serio. Si el uniforme de marino me cambiaba en lo físico, más lo estaba en lo moral. Mi padre se daba cuenta de eso; yo adivinaba que estaba satisfecho de mí, y en un momento que estuvimos solos, me dijo:
–Hijo, sabía que eras un buen muchacho y siempre tuve confianza en ti.
Esas palabras siempre debí haberlas recordado, pero desgraciadamente no fue así.