62. La vida en cuartel
Todo hubiera quedado en familia si la amante del Churro, una robusta catalana que en todo tiempo exhibía cara de pocos amigos y tenía un genio de los mil demonios, no hubiera tenido la mala idea de armar camorra, propinándole una soberana paliza por chismes a una de sus vecinas. Su impropia actitud, por haber sido en otros tiempos amiga del alma de su ahora antagonista, quien no ignoraba nada de sus turbios negocios, provocó que sucediera lo que pasa siempre en tales casos: la examiga y confidente, para vengarse, denunció a la autoridad la venta que la catalana hacía de los objetos robados; pero ya fuera que la mujer del Churro previno lo que iba a suceder, o por liquidación completa de los artículos de mala procedencia que tenía en su poder, hecho el cateo practicado en su domicilio por la policía, no dio a ésta ningún resultado, pero ocasionó que los agentes pensaran que otras personas estaban encargadas de la venta, y al enterarse de que Luisa y su amiga se dedicaban a ese negocio y además tenían relaciones con la inculpada, ésta, instigada por la policía, bajo el pretexto de una compra había citado a Luisa y a Rosa para que se presentaran en su domicilio con el mayor surtido de ropas interiores, y cuando las dos llegaban a la casa, los agentes las detuvieron para averiguar la procedencia de la mercancía que llevaban en su poder. Sólo realizaron un cateo en el alojamiento de Rosa, por haber dicho Luisa que las dos vivían juntas. La pesquisa no dio resultado y las facturas que comprobaban la adquisición legal de la mercancía, que Luisa y Rosa poseían, hizo que las dos amigas fueran puestas en libertad a las 24 horas; pero ese tiempo bastó para complicar mi situación.
Después del relato de Luisa, viendo que el peligro inminente del que me creía amenazado no existía, sinceramente no tenía ninguna atracción para mí pasar tres años de mi vida en un puesto militar en Marruecos y bajo la férrea disciplina de la Legión; sentía una marcada preferencia para irme a América, pero si desertaba añadiría los guardias civiles a mis perseguidores. Pasé la mañana en compañía de Luisa, quien no dejó de preguntarme cómo iba a dejar el Ejército. Al estar en la mesa, me dijo:
–Si te mandan a Marruecos, a donde sea que vayas estoy dispuesta a seguirte.
Me sentía realmente conmovido por el fiel y abnegado cariño de esa mujer, quien pertenecía a la clase tan vejada y despreciable de las mujeres públicas que muchas veces bajo sus aspectos depravados y en su decadencia conservan en su corazón los nobles sentimientos de agradecimiento y sacrificio.
Sintiéndome relativamente protegido por el uniforme que llevaba, acompañé a Luisa hasta el correo; allí esperé. Pronto mi compañera volvía trayéndome una carta de París en la cual Agustín me anunciaba que en el transcurso de unos días recibiría la documentación que con tanto anhelo esperaba. A las cinco de la tarde, en la puerta del cuartel, me separaba de Luisa.
Esa noche, sobre la dura cama militar, pensaba acerca de la mejor forma de llevar a cabo mi proyecto, distraído a menudo por los piquetes de las chinches que parecían abundar en esa dependencia del viejo cuartel. Desde las nueve de la noche las cornetas habían tocado la atención de “queda”; en ese momento toda luz debía ser apagada; sin embargo, sentados en el suelo y con una vela puesta en tierra entre dos camas, cuatro de mis compañeros jugaban a la baraja, anunciándose en voz baja el valor de las cartas y las apuestas; sólo de vez en cuando se olvidaban de esa prudencia al momento en que uno de los jugadores cometía un error, o al notar la jugada sospechosa de uno de sus contrincantes. Entonces se oía una andanada de palabras mal sonantes del más variado repertorio, y no era raro que unos insultos en español fueran contestados en otro idioma, siendo el resultado igual, pues aunque el insultado no comprendía las palabras adivinaba el significado, y por esa razón a veces se escuchaba también el ruido sordo de unos puñetazos, así como el jadeo de dos hombres que luchaban en la oscuridad, con los consiguientes empellones dados en las camas vecinas y las enérgicas protestas de quienes las ocupaban. Después de cada altercado seguía un momento de silencio para asegurarse de que no venía el sargento de guardia, que estaba en el puesto de la entrada del patio. La vela se volvía a encender y los jugadores proseguían la partida de baraja, la cual no terminaba hasta las dos o tres de la madrugada. Era difícil admitir que esos hombres, que habían jugado durante todo el día, tuvieran todavía humor para proseguir en lo mismo en el transcurso de la noche. Supe después que el juego y el vino eran los dos vicios dominantes en la Legión.
Continuaban mis salidas a diario. Pasaba las mañanas en el departamento de Luisa y por la tarde vagaba por la ciudad, yendo a un cine o a un café cantante; a las cinco volvía al cuartel. Así pasaron 18 días, y por una y otra causa que en sus cartas mis amigos me describían, se demoraba la llegada de los documentos que esperaba.
Durante ese tiempo el número de los enganchados en el pequeño depósito había aumentado en 25, de los cuales cuatro eran soldados que ya desde hacía tiempo pertenecían a la Legión; días antes habían llegado de Marruecos con un permiso de un mes para estar en Barcelona, pero después fueron arrestados por los guardias civiles por haber estado haciendo escándalo en estado de embriaguez en la vía pública. Les recogieron las licencias y además fueron consignados con “un parte”, del cual tendrían que responder a su vuelta al Cuerpo.
En el curso de una semana, tres incidentes sucedieron, todos ellos no muy edificantes sobre la poca seriedad de los futuros legionarios: uno de los recientes había sido robado; el cantinero, por negarse a fiar una botella de vino, fue obsequiado con varias trompadas; y hubo un principio de mitin por el mal cocido de los garbanzos. Sea por esa razón o por otra, el hecho fue que la guardia, compuesta por soldados pertenecientes al cuerpo de ingeniería del vecino cuartel, fue cambiada por guardias civiles, y esos señores de extraños y antiestéticos sombreros bicuernos eran de una inflexibilidad poco común. Cuando quise salir a la calle, como lo hacía todos los días, me marcaron el alto, y al insistir me mandaron a volar con músicas destempladas y sin hacer caso de mi petición. Yo tenía urgencia de salir y me dirigí al sargento de los guardias, lo cual fue peor, pues por el hecho de haberle dicho hombre en lugar de sargento, me mandó a limpiar los sanitarios.
Por intermedio del maestro sastre pude mandar un recado a Luisa dos días después, explicándole el cambio habido que impedía mi salida del depósito, y en la contestación a mi misiva, que al otro día me fue entregada, Luisa me anunciaba que los documentos habían llegado y que los tenía en su poder. Satisfecho por un lado de la buena noticia y renegando por el otro al pensar que tal cosa sucedía después de la prohibición de salida, mi resolución de dejar la Legión estuvo resuelta; sólo esperaba una oportunidad para hacerlo. Ofrecí 10 duros al maestro sastre para conseguir un modo de salir a la calle, invocando como pretexto el deseo de ver a mi mujer antes de mi partida para Marruecos.
–Mañana te arreglo esto –me prometió el sastre explicándome que al día siguiente estaría de guardia a la entrada del cuartel de ingeniería un sargento amigo suyo; para efectuar esa salida sólo tendría que atravesar el taller de sastrería, que tenía dos entradas: una que comunicaba con el patio del depósito en el que me encontraba, y la otra, con el patio vecino, que era el del cuartel de ingeniería por cuya entrada saldría a la calle en lugar de pasar por la puerta del depósito, vigilada por los poco corteses guardias civiles.
Mandé a avisar a Luisa por el mismo intermediario que podría yo ir a verla al día siguiente, encargándole que pasara a recoger mi equipaje al hotel de Julio, con la esperanza y casi la seguridad de poner al día siguiente mis planes en ejecución.
Esa noche me acosté satisfecho, seguro y contento. Ya no había juego nocturno. Los cornudos, como mis compañeros llamaban a los guardias civiles, habían puesto fin a esto y el dormitorio se había trocado en un lugar casi tranquilo, aunque nunca faltaba una broma de mal gusto o un altercado que rompía de vez en cuando el silencio, armando una trifulca con la inevitable llegada de los cornudos, quienes no vacilaban en calmar los ánimos distribuyendo cinturonazos con la mayor prodigalidad.
La primera vez que los civiles intervinieron en esa forma en un zafarrancho, el procedimiento no fue gustado del todo, y a un cinturonazo, un recluta contestó con un brutal puñetazo que se incrustó sobre la boca bigotuda de un guardia, haciendo que éste escupiera sangre y maldiciones a la vez.
El portugués autor de la hazaña no gozó mucho tiempo de su triunfo. Los cuatro cornudos vieron que los 28 o 30 hombres del dormitorio hacían causa común con el portugués y juzgaron prudente retirarse para volver una hora después con media docena de compañeros, y con tal refuerzo, armados de garrotes, los guardias se impusieron al portugués y a dos de los más exaltados, quienes fueron bajados al patio, donde recibieron tal cantidad de golpes que sus cuerpos quedaron con rayas tan bien marcadas, que habrían sido la envidia de una cebra. Esa represalia fue definitiva: nadie volvió a enfrentárseles.