58. Acosado

Vas a ir –le dije a Luisa– a comprar lo necesario para una suculenta cena; no repares en gastos, esta noche no trabajarás. Tampoco lo harás por unos días, pues no estás bien de salud, debes primero curarte.

Y añadí con tono sentencioso:

–Tengo mi teoría: una mujer enferma y débil no da buen resultado para el trabajo.

Luisa, con los ojos muy abiertos, me miraba un poco extrañada, comprendiendo que no estaba yo en mi papel, y comenté en tono enérgico.

–Pero después vas a tener que trabajar duro para que puedas recuperarme.

Luisa se quedó radiante de alegría y me abrazó con gratitud, diciéndome:

–Tú sabes tratar bien a las mujeres, y eso es bueno.

–No tanto –le contesté–, no te fijes en las apariencias.

Metí los tres duros en mi bolsillo, dando en cambio a Luisa un billete de 100 pesetas, y fijándose en la cantidad de dinero que mi cartera contenía, exclamó riendo:

–¿Asaltaste un banco?

–Algo así –le respondí, y salió a la calle alegremente.

Una hora después volvió acompañada de un muchacho que le ayudaba a cargar las vituallas. Luisa arregló pronto la mesa. Durante la cena, al lado de una mujer a quien unas horas antes no conocía y con quien iba a vivir con el solo objeto de resguardarme de un peligro, en un infecto ambiente de prostitución, pensaba en mi situación presente, cuyo peligro seguía acechándome; debía alejarme de Europa después de haber luchado por venir a este continente; me alejaba definitivamente de los seres que, a pesar de mi mal comportamiento, no dejaba de querer.

En mi mente desfilaban todos los buenos y malos acontecimientos de mi vida; analizaba los sufrimientos que desde temprana edad había ocasionado a mis padres, luego a mi esposa e hijo. Pensaba que merecía todas las consecuencias de mis erróneos actos, pero no podía evita seguir lamentando la tragedia de mi existencia, y la ficticia alegría que quería aparentar en presencia de mi compañera, me producía un doloroso esfuerzo que de pronto no pude contener. En cambio, la pobre mariposilla, llena de ilusiones, estaba radiante de alegría, ingeniándoselas para serme agradable, prodigándome caricias y cariño; buscaba por todos los medios alegrarme; no obstante, cuando vio que yo bebía desmedidamente, y al notar en mi semblante la pena que me embargaba, con una solicitud que no hubiera esperado de una mujer de su categoría, me dijo:

–Tú tienes algo; dímelo, ten confianza y quizá pueda ayudarte, pero no sigas tomando, pues va hacerte daño.

Sin embargo, yo quería embotar mis recuerdos y penas, y seguí bebiendo hasta no acordarme de nada.

Cuando desperté en la mañana, era bastante tarde. Estaba solo en la cama. Mis ropas se encontraban cuidadosamente puestas en el respaldo de una silla. Me levanté y fui rápidamente a asegurarme si en la bolsa de mi saco tenía mi cartera, pero no la encontré, tampoco en ningún otro bolsillo del traje. Dejé escapar una imprecación al tiempo que un sudor frío bañó mi frente. Había sido robado, sin recursos y en la situación en que estaba, me sentía perdido. En ese momento vi sobre la mesita de noche el reloj de oro que días antes había comprado, y unos cuantos duros al lado de mi pistola. Me quedé perplejo. Me estaba vistiendo a toda prisa cuando oí unos pasos que se aproximaban a la puerta de entrada y una llave que se introducía en la cerradura de la puerta. Entró Luisa con una botella de leche y un bulto de pan, dirigiéndose luego a abrazarme. Le pregunté por mi cartera y contestó con la mayor naturalidad:

–Te la puse bajo el cojín de la cabecera para que estuviera más segura.

Y sin pensar que yo había sospechado de ella, cantando se fue a la cocina a preparar el desayuno. Encontré mi cartera con su contenido íntegro; estaba avergonzado de haber dudado de Luisa. No obstante, juraba no volver a cometer jamás una imprudencia como lo había hecho.

Ese mismo día escribí a Agustín a París, poniéndolo sobre aviso acerca de la denuncia hecha por la madre de Alicia. Le informaba, a la vez, de la crítica situación en que me encontraba y le pedía que me mandara unos documentos, aunque fuera solamente un pasaporte, y le indicaba que podía dirigirse a Carlos para que le hiciera las modificaciones necesarias. Di como dirección para que me contestara, la lista de correos, y más calmado esperé los acontecimientos.

Desde el primer día de mi convivencia con Luisa, fui estudiando la mentalidad de la compañera que el azar había puesto en mi camino. Quería darme cuenta de hasta dónde podría contar con su ayuda y el grado de confianza que ella merecía. Pronto pude comprobar que había tenido suerte; Luisa era una mujer callada, dócil y obediente, y, sobre todo, poseía un raro instinto de sacrificio; hacía por mí lo que las mujeres como ella hacen por quienes llaman “su hombre”, aunque de éste reciban los peores tratos. Incomprensible complejo del corazón de ciertas mujeres.

Luisa ocultaba mi presencia en su departamento a sus compañeras de oficio, pero escuchaba comentarios y me los refería. Diariamente, Luisa se comunicaba telefónicamente con su amiga Rosa, la mujer del individuo que me había presentado con ella; Rosa transmitía con palabras convencionales los informes que recibía de su hombre, y que este último recibía de Julio, quien tenía algunas relaciones con policías. En esa forma estaba enterado de que los detectives franceses seguían en Barcelona dedicados a mi persecución. Comprendí claramente que la casa que me servía de refugio y que en su mayor parte era habitada por prostitutas, entre ellas varias francesas, sería uno de los lugares que indudablemente los agentes no dejarían de vigilar y catear. Encargué a Luisa buscar un departamento a cualquier costo y en cualquier rumbo de la ciudad. Le aconsejé que contara a sus amigas que, a causa de su salud y por haber recibido dinero de Francia, se retiraba del “trabajo” hasta su completo restablecimiento.

Luisa se puso a buscar con afán un domicilio apropiado y a los dos días, en la tarde, dichosa llegó con un contrato de arrendamiento y las llaves del departamento que había alquilado. Faltaba comprar los muebles, y le di el dinero necesario para que, a la mañana siguiente, éstos fueran adquiridos, a fin de que por la tarde del mismo día pudiera abandonar el peligroso refugio donde me encontraba, momento que esperaba con impaciencia. Sentía un sordo temor que me atenaceaba cual si fuera un presentimiento, lo que participé a Luisa, preguntándole si había en la casa un lugar para esconderme en caso de que llegara la policía. Entonces Luisa me contestó que conocía un caso sucedido unos meses antes a unos españoles perseguidos por robo, quienes se encontraban en una situación parecida a la mía; los dos hombres eran amantes de dos mujeres que vivían en esa misma casa, donde se encontraban escondidos cuando la policía fue a ejecutar un registro general del edifico. Ambos habían podido huir por la terraza de la azotea, pasando de techo en techo hasta el final de la cuadra, donde había un taller mecánico de un solo piso, y desde ese lugar pudieron ganar la calle.

Luisa, con la continua solicitud que tenía para mí, y al ser ya de noche, me condujo a la azotea para indicarme el camino, al tiempo que me explicaba la disposición de los cinco edificios contiguos. Desde la terraza pude comprobar que las tres casas que seguían eran como en la que me encontraba de cuatro pisos. De las dos siguientes, que no podía ver, una era de tres y la última, o sea la del taller mecánico, de un solo piso, pero bastante alta según me fue descrita. Por esta feliz disposición pude darme cuenta de la posibilidad de escape que existía y, una vez bien orientado, volvimos a la habitación. Antes de acostarme hice que Luisa me diera una de las llaves, que tenía por duplicado, de la casa recién alquilada, y tomé nota de la dirección, quedando de vernos en un lugar, temprano al día siguiente, en caso de que algo sucediera, como lo estaba previendo. Mis deducciones eran lógicas, pero nunca en mi vida accidentada había presentido con tanta precisión el peligro que me amenazaba, al grado de que al acostarme tomé todas las disposiciones, como si la llegada de la policía en esa noche fuera un hecho.

No podía conciliar el sueño y creo que, por sugestión mía, igual le pasaba a mi compañera; pero las horas se sucedían, las entradas y salidas a la casa de las vendedoras de caricias se oían con menos frecuencia, y siguieron decreciendo hasta que sólo aisladamente se escuchaban en las escaleras las voces y los pasos de las mujeres y de los hombres que las acompañaban. Luego vino el silencio completo. En ese momento, ya pasada la medianoche y empezando a dormirme, Luisa y yo, sobresaltados, oímos unos toquidos violentos en la puerta de la calle, los cuales resonaron seguidos de voces que desde afuera ordenaba a la conserje que abriera en nombre de la ley.