55. Prófugo

Quise que Alicia se fuera al lado de su marido, pero ésta se negó y nos acompañó a Olga y a mí a Menilmontan, donde cambiamos de taxi y llegamos a casa de la señora Susana. La pobre anciana estaba encantada de tenernos como huéspedes, por ser Fabián y yo no solamente buenos pagadores, sino desprendidos y obsequiosos; además, el alquiler de los dos cuartos era el más fuerte de sus ingresos. Por esa razón, al saber que dejábamos repentinamente las dos habitaciones, se puso desconsolada. Se serenó un poco cuando le pagué dos meses suplementarios, con el fin de darle tiempo de alquilar de nuevo sus cuartos. Olga recogió sus propiedades y las de Fabián. Yo las mías, y en un carro nos hicimos conducir desde la casa a la estación del norte, simulando ante el chofer que íbamos a tomar el tren. Pasados unos instantes, Olga iba en otro auto a refugiarse a casa de su amiga Elvira; Alicia y yo, al departamento de Roberto, quien cuando se enteró de la mala noticia tuvo que acudir a la inmediata inyección de cocaína para darse valor, pero a pesar del miedo y contrario a lo que podía esperarse de un hombre de su mentalidad, de buen grado aceptó tenerme en su casa. Después fue a avisar a Agustín y a los demás de la pandilla, lo que pudo lograr dos días más tarde cuando éstos (que estaban operando por su lado en la ciudad de Ruan), al enterarse por los periódicos de lo ocurrido, habían vuelto violentamente a París. Nos dispersamos, escondiéndonos cada quien por nuestro lado para esperar los acontecimientos.

La hipótesis que había yo hecho sobre el motivo del arresto de mis dos cómplices me fue confirmada días después: la noche en que nuestra mala estrella nos había llevado a Monmartre, la mujer abandonada por Fabián, que conocía mis antecedentes y mi condición de prófugo, al ver a su examante y a la mujer que lo acompañaba elegantemente vestidos, dedujo que poseía abundancia de dinero; además sabía que desde hacía tiempo no teníamos la joyería, y pensó que estábamos metidos en un negocio sucio, fuera otra vez el de la droga o en una falsificación, e instigada por celos y venganza, tomó el número del auto en el que nos había visto subir, lo que había dado oportunidad para que una carta dirigida a la policía nos denunciara como unos maleantes, dando nuestros nombres y los antecedentes míos. Esto bastó para que la policía, que andaba tras de la falsificación, juzgara que estaba yo metido en ésta.

Las primeras medidas fueron extender una estrecha vigilancia sobre mis familiares, pero no dio resultado porque, consciente del peligro, yo evitaba desde tiempo atrás todo contacto directo con los míos; sin embargo, el número del carro había sido señalado a todos los garajes del país y a la policía de tránsito; si no caímos antes fue por una verdadera casualidad, y si no hubiera sido por el error cometido por los agentes de la pequeña ciudad, que en lugar de seguir a nuestro carro habían arrestado a Edmundo y a Fabián, todos los demás componentes del grupo hubiéramos caído en manos de la policía. Naturalmente, el más comprometido y buscado y quien más se encontraba en peligro era yo.

Mis retratos habían aparecido en todos los diarios y aunque aquellos eran de 10 años atrás y bastante había yo cambiado a esas fechas, no dejaban de perjudicarme. También publicaron mis datos antropométricos que completaban el señalamiento. La primera dificultad que me acarreó este procedimiento de la policía fue el pánico que infundió a Roberto.

Sólo el temor que me tenía le impidió negarse a seguir escondiéndome en su casa, pero aun así ya no me sentía con seguridad allí. Elma iba a menudo a verme, servía de enlace entre los miembros del grupo; enterada de las dificultades que empezaba a tener con Roberto, espontáneamente me ofreció que fuera a su pequeño departamento ubicado en una casa de Villejuif, suburbio de París. Tuve que aceptar, mi situación era apremiante y después de haberme puesto de acuerdo con la alemana, la misma noche anuncié a Roberto que iba a intentar pasar la frontera belga. En ese decisivo momento, al comprender el peligro que para mí representaba la empresa, con cierto remordimiento de conciencia, vaciló Roberto en dejarme partir, no obstante me convenía alejarme y me fui, no a Bruselas sino a Villejuif, dejé a Alicia y a su marido en un violento altercado que se había suscitado por mi partida, y aunque la primera sabía a dónde iba, le dolía quedarse sola con su anormal cónyuge.

El alojamiento de Elma consistía en una recámara, una pequeña sala, comedor y una diminuta cocina. La disposición del edificio, sus escasos inquilinos y lo poco poblado de la calle me impedían salir inadvertido de la casa, padeciendo por lo tanto un verdadero encierro, y además, cuando Elma me había ofrecido su casa, no lo hizo por pura amistad, buscaba motivos para impedir que Alicia viniera a verme. Cuán distinto era en lo físico como en lo moral la robusta rubia alemana de la esbelta italiana, la abnegada esposa de Alberto que allá en Italia, al lado de sus hijos, lloraba años antes sobre la suerte del esposo; qué diferente era esta virtuosa y recatada mujer, de la sensual y voluble Elma; sin embargo, Alberto, aparte de la existencia aventurera que había llevado desde su huida de Italia, estaba impedido para vivir con su legítima esposa. Mi amigo, por lo que había podido juzgar, parecía haber amado más a la amante que a la esposa. Recordé entonces las palabras de María, cuando me aseguraba que sólo dos personas de la misma mentalidad podían realmente amarse. Alberto había sido mi amigo, por otro lado mi situación había sido crítica, la circunstancia especial de la convivencia que hacía con Elma, la no velada exigencia de ésta, me tenían en difícil apuro; los celos de Alicia y de la misma Elma complicaban todavía más el mal paso en que me encontraba; comprendía que debía irme pronto de Villejuif y de París.

Habían pasado tres meses desde el arresto de mis amigos. Alicia tenía un hermano cuya filiación correspondía en parte a la mía, y con una pequeña enmendadura en los documentos de identificación éstos podrían servirme para salir de Francia rumbo a América, como eran mis intenciones. El hermano de Alicia, que era hombre honrado, fue inducido por la insistencia de ésta y por fin accedió, mediante el obsequio de una sortija con brillantes, a entregarme por intermediación de su hermana su libreta militar, su certificado de nacimiento y judicial, en unión de un flamante pasaporte. Ejecuté las modificaciones necesarias, cambié los retratos y completé los sellos, todo esto lo hice a espaldas de Elma, aprovechando los momentos en que no estaba en la casa, y después de algunas pequeñas transformaciones personales hechas el mismo día de mi partida de París, en el domicilio de Carlos, intenté la suerte para salir de Francia. Sabía que estaba señalado en todas las garitas fronterizas, lo mismo que en los puertos de embarque o aeropuertos, pero tenía pensado el modo de evitar todos estos lugares.

En compañía de Alicia, que ya no quería seguir al lado de su marido, sino venir conmigo, emprendí el viaje en un auto manejado por Agustín desde París hasta Marsella. Allí fui a refugiarme en el mismo bar donde años antes había pasado unos días en unión de Alberto, quien era íntimo amigo del patrón del establecimiento. Más tarde, cuando pasamos por Marsella para embarcarnos hacia Egipto, Alberto y yo lo habíamos vuelto a ver y, como siempre, nos ofreció sus servicios para cualquier caso de emergencia; este hombre sabía cumplir sus promesas.

Al llegar a su casa, fui recibido con la misma cordialidad, demostrando igual afán para ayudarme. Le expuse que mis intenciones eran viajar clandestinamente en un barco italiano rumbo a cualquier país de América, aprovechando la ayuda de algunos tripulantes conocidos suyos; pero El Cuadrado, que era el sobrenombre del patrón del bar, me disuadió de ese proyecto, diciéndome que si me embarcaba de contrabando en un transatlántico no podría contarse con la complicidad de los oficiales, sólo con la de algunos tripulantes y esto no era suficiente. Además, por ser el viaje de larga duración, existía la probabilidad de que fuera descubierto antes de llegar a mi destino y entregado a las autoridades del primer puerto de escala del barco, para ser devuelto a mi punto de partida, o sea a las autoridades francesas, que no dejarían de identificarme. No obstante, me dijo mi interlocutor:

–Hay algo mejor a propósito de tu idea; soy amigo del capitán de un pequeño vapor de carga naranjero español y puedo conseguir tu embarco como tripulante. Uno de los marinos quedaría en tierra y tú tomarías su lugar a bordo con su libreta de tripulación, a la cual se le pondrían tus retratos, de modo que a la inspección policiaca de salida del puerto correspondería el mismo número de tripulantes que tenía el barco a su llegada. El marinero que se quedaría en tierra volvería a su barco en el segundo viaje de éste a Marsella. Por el precio –prosiguió El Cuadrado–, veré que no te cueste mucho. No es conveniente llevar tu equipaje, pero de eso puede encargarse tu mujer (se refería a Alicia), yendo a Barcelona por tren para esperar allí tu llegada en un hotel regenteado por un francés amigo mío, hombre de confianza –y terminó diciéndome con acento optimista–, y aunque de mala catadura, es servicial y leal amigo; verás que todo saldrá bien y no te será difícil el embarco de España a América, legalmente y sin peligro.

El barco frutero al cual se refería El Cuadrado debía llegar al puerto tres o cuatro semanas más tarde. Esperé ese lapso casi sin salir de mi habitación, pasaba el tiempo en compañía de Alicia, a quien en pocas ocasiones y de noche había conducido a un cine de la misma barriada, y cuando lo hacía, cuidaba que tanto mi acompañante como yo nos vistiéramos en forma de simular nuestra indumentaria a la que comúnmente usaban los habitantes del arrabal en donde nos encontrábamos.