53. Alberto preso
Con estas últimas palabras, ya sabía a qué atenerme. En ese momento Alicia había llegado a mi lado y el gigolo la envolvió en una mirada escrutadora e impúdica, al tiempo que comentaba con suficiencia de conocedor.
–Rubia, ojos azules, menuda, pero con curvas, es un tipo que gusta aquí, y si…
No pudo acabar, en ese momento un puñetazo mío le llegaba a plena cara, yendo a parar el hombre al suelo, con la nariz ensangrentada. No obstante, se levantó rápidamente y furioso se abalanzó sobre mí, por lo que nos enredamos a golpes bajo la regocijada mirada de los transeúntes árabes; algunos, en su idioma mezclado de algunas palabras en inglés, nos incitaban a luchar con frases como: hiti him hard “sidi” (señor en árabe), smash his face “saje” (hermano en árabe). Mi adversario no era deportista, no conocía el box, pero no tenía miedo y sabía fajarse como se suele hacer en los pleitos callejeros, tenía destreza y peleaba mañosamente, lo que le permitió encajarme algunos buenos golpes y varias patadas, pero siempre logré imponerme y el último golpe que recibió fue directo al estómago, que lo dejó doblado y perdió el resuello; en ese momento llegaban dos policías indígenas, y mi antagonista y yo fuimos conducidos a la comisaría. Los uniformados, por tratarse de europeos, hacían su trabajo con mucha consideración; me acordé durante el trayecto que en mi billetera tenía 11 billetes falsos y, temiendo ser registrado, aproveché la benevolencia de los policías y, con el pretexto de que tenía un labio partido que sangraba, di a Alicia la billetera para que me comprara en la farmacia algo para la lesión. Ella comprendió desde luego mi intención y, aunque no quería separarse de mi lado, obedeció, por lo que al llegar a la delegación de policía ya no tenía nada de comprometedor en mi poder. Allí estaba un gordo y descomunal inspector inglés que hablaba algunas palabras en francés, lo bastante para decirme:
–Pleito por mujeres, ¿no?, competencia… ya sabemos quiénes son ustedes.
Tomó los nombres de nuestros pasaportes y con estos datos se retiró, dejándonos bajo la jurisdicción del oficial de policía egipcio. Éste nos impuso una multa y nos mandó a la calle.
Alicia me esperaba angustiada, pero imprudentemente llevaba en su bolsa la billetera. En un carro de ruleteo nos hicimos conducir al hotel. Alberto y Elma no habían vuelto. Fuimos al restaurante en el que teníamos costumbre de comer juntos, pero allí tampoco vimos a ninguno de nuestros amigos. En la mañana nos habíamos repartido en cuatro grupos para meter en circulación los billetes y todos estábamos ocupados en la actuación, ésta fue la causa por la que no los encontramos, y regresamos al hotel malhumorados. Yo no quise volver a salir a acompañar a Alicia a terminar de meter en circulación las libras que teníamos, sino que permanecimos en el hotel esperando a Alberto y Elma. Como no venían a las ocho de la noche, íbamos a bajar al comedor a cenar cuando se presentó el inspector inglés de la mañana, acompañado por otros dos individuos con tipo de agentes; me dijeron sin más preámbulos que teníamos que seguirlos a la comandancia. Al principio sentí molestia pero no temor, pensé que el policía cometía conmigo el mismo error de en la mañana, creyéndome un gigolo. Sin embargo, cuando el inspector empezó a catear mi equipaje, pareciendo principalmente buscar correspondencia, y al ver que se aprestaba igualmente a registrar una maleta de Alicia en la cual ella había puesto la billetera con las libras esterlinas falsas, comprendí que ya no teníamos salvación y que el hipopótamo inglés iba a pillarnos.
En tan crítica situación, comprobé que a veces las mujeres tienen intuiciones y mañas geniales, pues al momento en que el inspector abría la maleta cuyo contenido era de ropas íntimas femeninas, Alicia simuló ruborizarse y con voz trémula suplicó al detective que no la pusiera en vergüenza registrando esa maleta, que ella no era una prostituta. El púdico hijo de Albión comprendió el escrúpulo de Alicia, soltando la exclamación bonachona de:
–All right… all right…
Y cerró el maletín, pero continúo el registro en las demás maletas y baúles, que ya no tenían nada comprometedor. Así fue como unas cuantas camisas, sostenes y pantaletas de seda me salvaron de ir a pasar una temporada en una cárcel egipcia.
No obstante, fui conducido a la comandancia y allí tuve la sorpresa de ver a algunos de mis amigos en medio de otros varios detenidos: mujeres galantes de diferentes categorías, en su mayoría francesas, al igual que a los gigolos que vivían en su compañía, entre ellos mi contrincante de la mañana, quien con satisfacción me veía metido en un lío del cual me sabía inocente, pues no era yo un tratante de blancas. A mi vez, con no menos satisfacción, noté que tenía la cara bastante estropeada por los golpes de la mañana. A los pocos instantes llegaban más detenidos, hombres y mujeres entre los cuales venían Alberto y Elma. Ya no faltaba nadie, nuestro grupo estaba completo. Llegué a la conclusión de que las autoridades no habían olvidado a ninguno de nosotros en su redada de gigolos y mujeres galantes.
Todos los que no tenían los documentos en regla o sobre quienes existían pruebas más concretas de sus actividades sediciosas, quedaron detenidos; los demás, a quienes no pudieron probarles su mal vivir, como en el caso nuestro, fuimos puestos en libertad, pero invitados cortésmente a dejar el territorio de Egipto. Cuando salimos de la comandancia de policía eran las 10 de la noche. Felices de haber salido con suerte del mal paso, festejamos el término de nuestra aventura en el país de los faraones, y recorrimos el resto de la noche los diferentes lugares de diversión de El Cairo.
Ya los primeros rayos del sol empezaban a dorar las calles de la ciudad y alegraban las avenidas sombreadas de palmeras, disfrutábamos el aire fresco de la mañana, que nos parecía más puro después de haber pasado una noche respirando el aire viciado de los cabaretes y demás centros nocturnos. A esa hora nos separamos con el afecto y la solidaridad que afianza la unión de los cómplices frente al peligro común, tanto por el interés como por las aventuras pasadas juntos, y en dos grupos nos dirigimos a nuestros respectivos hoteles.
Pasamos el resto del día durmiendo y por la noche nos reunimos de nuevo, juzgando conveniente irnos a Alejandría y embarcarnos sin demora. Dos días después conseguimos pasaje en un barco de carga griego, que estaba a punto de salir para Palermo. Pudimos conseguir solamente dos malos camarotes para los nueve que éramos; uno para las mujeres y otro para los hombres. El confort del barco dejaba mucho que desear; además, durante el tiempo que duró la travesía el mar estuvo bastante agitado y el viaje resultó desagradable, principalmente para las mujeres. Con verdadera delicia pisamos el muelle del puerto siciliano. Nuestras intenciones eran pasar unos días en esa isla del Mediterráneo; después, Alberto, Elma, Alicia y yo embarcaríamos para Túnez y de allí para Marsella. Tanto para mi amigo como para mí, era arriesgado atravesar Italia y pasar a Francia por la frontera. Sólo iban a irse por esta vía Fabián y Carlos con sus tres acompañantes, para aprovechar la oportunidad del viaje con objeto de conocer Italia.
Desde su llegada a Palermo, Alberto había dirigido una carta por avión a su familia. Dos días después recibía la mala noticia de que su padre acababa de tener un ataque cerebral, siendo su estado desesperado. Alberto no vaciló un instante e inmediatamente emprendió el viaje a Nápoles; los demás iban con él, solamente la joven Marcela, hermana de Carlos, al ver que su hermano y Fabián se habían hecho amantes de Elvira y de Olga, comprendió que su presencia era poco deseable y, como por otro lado me tenía simpatía, prefirió quedarse con Alicia en mi compañía. Pasamos dos días más en Palermo en espera de un barco que nos llevara a Túnez. Al embarcarme y recordar el itinerario de mi primer viaje al África, quise evitar pasar por Marsella, por lo que desde Túnez proseguimos por ferrocarril a Argel y días después a Orán. Mis dos acompañantes, que nunca habían soñado tan largo viaje y por ciudades tan distintas a las de Europa, radiaban de alegría que estallaba a cada momento en el buen humor que caracteriza a la mujer parisina.
En Orán conseguimos pasaje en un barco francés para Port Vendres. El mismo día de nuestra llegada a este pequeño puerto, tomamos el tren para Burdeos; allí, antes de proseguir nuestro viaje a París, pasamos dos días visitando la ciudad. Cuando llegamos a la capital, ya desde unos días antes habían llegado a ésta Carlos y Fabián con sus dos acompañantes, refiriéndome que el estado del padre de Alberto seguía grave y éste se había quedado con Elma en Nápoles en espera de un desenlace fatal.
La ausencia de Elma fue corta, una semana más tarde llegaba con la desafortunada noticia del arresto de Alberto, quien al saber que su progenitor estaba agonizante, no había resistido el deseo de ir a verlo, y en una de sus visitas nocturnas al hogar paternal había caído en manos de la policía que, al saber de la enfermedad del padre, vigilaba la casa en espera de que el amor filial llevaría a mi amigo a este lugar, como así sucedió. ¡Ironía del destino! Alberto, cuando había actuado sin sentimentalismo y con egoísmo, siempre se había salvado de ser aprehendido, y ahora un noble sentimiento fue la causa que lo llevó a la cárcel, aumentando su desgracia con la muerte de su padre, que ocurrió la misma noche de su arresto. Sentí hondamente lo sucedido a mi amigo.