52. Cosas de judíos

Una mañana, Alberto recibió la visita de un obeso personaje de unos 45 años, con tipo inconfundible de israelita oriental; llevaba sortijas en casi todos los dedos de ambas manos y un enorme fistol en la corbata; vestía un original traje de lanilla amarillo claro con pequeñas rayas obscuras. Se presentó a mi amigo primeramente con el pretexto de ofrecerle en venta un brillante. La piedra tenía defectos, además, el precio pedido era excesivo. Alberto, desde luego, no quiso comprarlo, y demostró al vendedor deseos de que se retirara; pero el sujeto, sin darse por entendido, comenzó a hablar en mal italiano de fantásticos negocios en los cuales tenía invertidas miles de libras esterlinas. Armándose de paciencia, Alberto, en piyama, cómodamente sentado en un sillón frente a su interlocutor, escuchaba a éste resignado y distraídamente, pensaba que tenía en su presencia a uno de tantos coyotes comunes en las ciudades frecuentadas por turistas, o sea, individuos tercos y marrulleros que abundan en El Cairo y que ofrecen a los acaudalados viajeros desde la organización de una excursión a las pirámides, la venta de supuestas joyas arqueológicas, la momia de un faraón, la pantaleta de Cleopatra o un legítimo tapiz de Persia manufacturado en Yugoslavia, hasta conducir al turista a una casa de juego, verdaderos desplumaderos, o a un paradisiaco harem, que no es otra cosa que un más o menos vulgar lupanar disfrazado de serrallo con mujeres indígenas.

El oriental, al ver que Alberto seguía escuchándole hablar de millones con la mayor indiferencia mientras fumaba tranquilamente un puro, cambió repentinamente de táctica con una expresión de intensa ansiedad en su cara. Súbitamente, agarró a mi amigo por un brazo, al tiempo que muy excitado, le decía:

–Aleje usted a su esposa, un gran peligro lo amenaza y quiero salvarlo.

Alberto seguía pensando que se trataba de una inédita triquiñuela para turistas; sin inmutarse, contestó riéndose:

–Hombre, hombre, no se sobreexcite ni se preocupe tanto por la suerte ajena, que todos somos mortales.

Al notar el poco efecto que habían hecho sus palabras, el judío, levantándose de su sillón, fue a decir al oído de mi amigo:

–La policía está sobre su pista por la cuestión de las falsas libras esterlinas.

Al oír esto, Alberto no pudo dominar su sobresalto y ya no se reía; a su amante le pidió que fuera a telefonear a su amigo para que le informara que no podría presentarse a la cita por estar un poco indispuesto. Elma sabía el significado de estas palabras y fue a mi cuarto para avisarme que un peligro nos amenazaba. Me vestí rápidamente y me apresuré a salir del hotel a inspeccionar los alrededores. No vi nada sospechoso, alquilé un auto tomándolo por horas y lo dejé estacionado a una cuadra de distancia; mandé a Elma y Alicia a ocuparlo con las instrucciones de que si veían que algo malo pasaba o si transcurría media hora sin que yo volviera, se hicieran conducir cerca del lugar donde se alojaban los demás componentes de nuestros grupo para avisarles del peligro, destruir los billetes que quedaban y ponerlos en aviso de una rápida huida.

Al haber ejecutado lo anterior, volví rápidamente al hotel y penetré al cuarto de Alberto, quien discutía animadamente con el judío; mi imprevista entrada al cuarto hizo estremecer al israelí. Alberto lo tranquilizó diciéndole que yo era su amigo y socio; luego, dirigiéndose a mí y señalando al oriental, me dijo:

–Este caritativo y desinteresado señor vino a avisarnos que la policía nos está buscando por haber sabido que tenemos en nuestro poder billetes falsos.

Y añadió en tono burlón:

–Pero este salvador nuestro, en su afán de ayudarnos, se arriesga a comprarnos a un 10% de su valor toda la cantidad de libras que tenemos, ¿qué opinas?

Añadiendo con punzante franqueza:

–Como tú comprenderás, el espíritu comercial de este señor se sobrepasó, aquí no existe tal peligro, sino un solo propósito de infundirnos temor y aprovecharse de nuestro pánico para comprarnos lo que tenemos a precio de ganga. Es una maquinación entre este señor y sus correligionarios, a quienes ofrecí la venta de libras.

El judío, al ver descubierta su poco ingeniosa artimaña, reaccionó rápidamente y, sin la menor vergüenza, soltó una carcajada al mismo tiempo que nos daba unas palmadas en los hombros a Alberto y a mí, y nos decía:

–Amigos, los negocios son negocios, “business are business” y cualquier lucha es permitida.

Poniéndose serio repentinamente, al tiempo que daba de nuevo a su fisonomía una expresión de temor, prosiguió:

–De todos modos, es peligroso, pero peligrosísimo el negocio; se los juro que sólo mis socios y yo podemos llevarlo a buen fin, dados los asunto que tenemos en el extranjero.

Al hablar así, alternativamente el judío ponía cara de susto o de un amigo risueño y protector.

Ni Alberto ni yo, por ser los que estábamos tratando el asunto y por consiguiente los únicos conocidos, teníamos en nuestro poder los billetes espurios, que estaban al cuidado de los demás, sólo teníamos mi socio y yo uno de los billetes que servía de muestra, escondido en el forro del estuche de una pequeña cámara fotográfica.

Cuando comprendí que ya no existía peligro, sino únicamente una transacción “comercial”, en cuyo caso Alberto ya no me necesitaba, salí del hotel y me dirigí al auto donde Elma y Alicia me esperaban con natural impaciencia. Después de hacernos conducir a unos comercios donde mis dos acompañantes compraron algunas de las tantas chucherías que siempre faltan a las mujeres, fuimos a un café, que era el lugar de cita con los demás. Ya estaban allí reunidas cinco personas que completaban nuestro grupo, hombres y mujeres sentados en los confortables sillones de bejuco instalados en la elegante y sombreada terraza del establecimiento; saboreaban unos refrescos en medio de una alegre charla, un tanto animada, que aumentó a la llegada de Elma y Alicia. Empezaron las felicitaciones sobre el sombrero, el vestido o el peinado; después vino la opinión personal de cada una de ellas, que iban acompañadas de risas y exclamaciones más o menos subidas de tono. Esto hacía que algunas personas se fijaran en nosotros y eso no era conveniente, pero creo que no existe poder humano capaz de callar a cinco mujeres jóvenes y algo descabelladas que durante 15 días habían pasado el tiempo de compras. Por fin, aproveché un momento que esas damas tomaban resuello, para explicar lo del judío, y recomendé que tuvieran la mercancía lista en caso de una venta inmediata, que sería seguida de nuestra salida de Egipto.

Poco después se nos agregaba Alberto y todos nos fuimos a almorzar al reservado de un restaurante. Allí, este último nos puso al corriente de los arreglos que había hecho con su visitante, y ya terminada la comida él y yo fuimos a entrevistarnos de nuevo con el sujeto de la mañana, quien nos había citado en una casa del barrio israelita. Allí nos esperaba en compañía de tres amigos suyos. Se necesitaba haber tratado un negocio sucio con los judíos orientales para llegar a hacerse una idea de las triquiñuelas y astucias que estos señores despliegan, así como las interminables discusiones, verdadero duelo oratorio del “quiero” y “no quiero”, “del peligro” y “del defecto”. Pedimos 33% y ellos ofrecían 20%. Por fin, dos días después cerramos el trato en 25%. No sé de dónde estas personas, que parecían no tener nada, sacaron las 2 mil 500 libras con que pagaron las 10 mil espurias que les vendimos. Tampoco me explico cómo, después de haber revisado varias veces cuidadosamente la suma que entregaron, nos faltaban 50 libras esterlinas cuando llegamos al hotel. Nos quedaban 500 libras falsas, que no quisimos vender con la esperanza de encontrar oportunidad para ponerlas en circulación, lo que probaríamos antes del viaje de regreso.

El buque en el cual pensamos tomar pasaje para nuestra vuelta a Francia debía pasar siete días más tarde. Resolvimos emplear este tiempo en deshacernos de los últimos billetes y al otro día empezaron de nuevo las compras que se imponían para el traspaso de éstos. Yo acompañaba a Alicia, y una de tantas veces que la esperaba a cierta distancia de un almacén en el cual ella había entrado, un tipo no mal parecido se acercó a mí; tomándome con familiaridad del brazo, me dijo en francés, tuteándome:

–Desde hace unos días quería hablarte, pero no tuve la oportunidad de encontrarte solo; estás recién llegado lo mismo que tus amigos y por ser paisano quiero aconsejarte y encarrilarte. Están ustedes haciendo mal su negocio… aquí las cosas son diferentes que en Francia, si siguen así pronto van a ser señalados.

Quedé estupefacto, no pude creer que ese sujeto también supiera de los billetes falsos. Azorado, no dejaba de mirar a mi improvisado interlocutor y trataba de comprender lo que estaba sucediendo. El tipo, al ver mi desconcierto, prosiguió:

–Sí, hombre, no te extrañe, lo que van a ganar es que los expulsen. Ves, aquí viene tu mujer… y te apuesto que por el poco tiempo que se ha quedado no ha hecho nada…

Y dijo en tono convencido:

–Hombre, si sabré lo que te digo, tengo dos viejas y tres años en El Cairo.