49. Organización
de una pandilla

Dos días después de la parranda, Roberto aprovechó que su esposa salió de compras y que estábamos solos, y después de algunas palabras de rodeo, empezó a preguntarme mi opinión sobre la compra de un espléndido lote de alhajas de valor, pero de procedencia dudosa, que unos días antes le había sido ofrecido. Según su estimación, las piedras podían desmontarse y venderse en unos 25 mil francos con una ganancia de 70%; él pondría el capital y se encargaría de la venta, yo sólo haría la compra y repartiríamos las ganancias. Comprendí desde luego las dos razones por las cuales Roberto quería mi colaboración; la primera, el miedo de tratar con los hampones poseedores de las joyas, su débil constitución, su aspecto algo afeminado y su falta de valor se lo impedían, él mismo así lo comprendía; la segunda era el temor de que los ladrones fueran aprehendidos y lo delataran como encubridor y cómplice. Siendo ampliamente conocido en el mercado comercial joyero, su localización y arresto serían fáciles; en cambio, para mí, por ser desconocido y además no residir en Francia, los peligros serían casi nulos.

Por lo que vislumbré, a Roberto le faltaba valor pero no inteligencia y astucia. No vacilé mucho para aceptar lo que se me ofrecía: quería conseguir dinero para ir a establecerme en Bélgica. Mi interlocutor me dio las indicaciones necesarias para entrar en trato con los vendedores diciéndome que las joyas habían sido ofrecidas a un conocido suyo, por lo que yo me presentaría a nombre de éste para hacer la compra.

La misma noche de ese día en un bar de la plaza Clichy, acompañado de Fabián entré en contacto con dos de los vendedores. Al principio, los sujetos desconfiaron de mí creyéndome un detective privado, pero pude demostrarles su error y, una vez tranquilizados, sus primeras intenciones fueron hacerme una mala jugada; por fin, convencidos de que esto era difícil y formándose un mejor concepto de mí resolvieron actuar de buena fe y el negocio pudo efectuarse durante una segunda entrevista.

Era ya tarde en la noche cuando volví a casa de Roberto con el lote completo de alhajas, que tenía un valor de 25 mil francos y se había obtenido únicamente por 7 mil. Roberto y Alicia me esperaban ansiosamente. Sus primeras palabras fueron para inquirirme si había tenido éxito; por toda contestación puse sobre la mesa del comedor el paquete de joyas y, después de haberse asegurado los dos de la efectividad de mi compra, su confianza y amistad hacia mí crecieron. Roberto fue a su recámara a guardar las alhajas, volviendo instantes después con los ojos brillantes y la cara risueña; tenía en sus manos un estuche para inyecciones. Me preguntó si alguna vez me había inyectado cocaína; contesté negativamente, agregué además que no pensaba hacerlo en todos los días de mi vida. Los dos esposos alegremente me incitaban a que hiciera la prueba, pues ellos ya estaban bajo el efecto de la droga desde antes de mi llegada a la casa. Terminé con la insistencia de ambos expresando mi preferencia por unos sándwiches acompañados de unas cervezas en vez de una inyección, y salí a la calle en busca de una lonchería.

Se me fueron algunos días en desmontar las piedras de su engarzadura. Roberto las seleccionó y clasificó para su venta, y las montaduras fueron fundidas y vendidas al precio del metal. Una semana más tarde tenía yo cita con Fabián; éste llegó acompañado de Alberto, quien por la impaciencia de verme prefirió arriesgarse a venir a París que escribirme. En el reservado de un restaurante nos relatamos los acontecimientos más sobresalientes que nos habían sucedido desde el momento de mi partida de Nápoles para Abisinia; únicamente callé lo referente a María impulsado por un sentimiento de afecto y amistad para Alberto, y sólo me referí al segundo motivo por el cual había huido del Servicio de Inteligencia. Alberto, con la despreocupación que formaba el fondo de su carácter, no parecía afectado por su situación presente, que lo separaba de su esposa y de sus hijos, y menos por lo que había hecho en Italia; no le faltaba dinero, esto le bastaba para estar conforme y al mismo tiempo feliz. Empezó desde luego, según su costumbre, a comunicarnos toda una serie de proyectos para el futuro. Hablé a Alberto del matrimonio en cuya casa vivía y del negocio que acababa de hacer, el cual iba a producirme una entrada de entre 8 mil a 10 mil francos.

Lo referido por mí interesó vivamente a Alberto, quien me dijo que tenía bastante capital, sólo faltaba la forma de invertirlo en rápidos negocios y que fueran altamente productivos. Comprendía a qué clase de negocios se refería mi amigo, quien prosiguió con suficiencia:

–Como te digo, tengo varios proyectos que se podrían llevar a cabo en París y en Bruselas.

Yo para ese entonces ya desconfiaba bastante de las grandes ideas de mi amigo; por dolorosas y repetidas experiencias sabía que éstas, si daban buen resultado en un principio, siempre terminaban en desastrosos fracasos. Pero no veía, por otra parte, inconveniente en presentarlo al elegante Roberto, y la misma noche de ese día hablé al matrimonio de un italiano, amigo mío, que por estar de paso en la ciudad me había invitado el domingo siguiente a un almuerzo en un establecimiento de los alrededores de la capital y extendía por mi conducto su invitación a ellos.

Después de preguntarme qué clase de tipo era mi amigo y si no se trataba de un sofista o puritano, contesté que, por lo contrario, se trataba de un empedernido calavera. Agregaron que si no había inconveniente que ellos, a su vez, invitaran a dos amigos suyos. Yo de antemano sabía que se trataba de un matrimonio depravado y vicioso que Roberto y Alicia trataban con aparente amistad y a quienes colmaban de atenciones, sin desperdiciar las oportunidades de granjearlos, y todo porque dicho matrimonio los proveía de la droga que los dominaba. Comprendí que estos vendedores de estupefacientes podrían interesar a Alberto y accedí para que participaran de la tertulia, que tuvo lugar días después en un restaurante de Suraine.

En la reunión estábamos nueve comensales: Alberto; una alta, robusta y rubia alemana llamada Elma, quien era la nueva amante de mi amigo; Fabián; su mujer; Roberto; Alicia; el matrimonio vendedor de drogas, o sea Agustín y Sofía, y yo. Alberto aprovechó hábilmente las circunstancias para hacerse de amistad y llevar adelante sus propósitos, que consistían en que Roberto se dedicara a indicar las ocasiones de compra de joyas y objetos de arte; naturalmente siempre que éstos fueran mal adquiridos serían revendidos en París y en Bruselas, según la conveniencia. Por otro lado, Agustín y Sofía se encargarían de vender drogas que Alberto, con la colaboración de Elma, conseguiría en Alemania, y de este amistoso banquete de apariencia casi familiar surgió el principio de la formación de una mafia.

Mi estancia en París duró un mes en la casa de Roberto. Él y su esposa parecían haberse encariñado conmigo en la forma que saben sentirlo esos seres desvalidos que ven la existencia a través del ensueño de las drogas; sin aprobar y menos compartir su vicio, consideré esto como una calamidad sin remedio, no dejaba de corresponder a su afecto con una sincera amistad no exenta de lástima. Durante el tiempo que permanecí en la capital, para adquirir el conocimiento que nos era indispensable en el negocio que teníamos proyectado, guiados por Agustín y su mujer recorrimos Alberto, Elma y yo varios centros de vicio, la mayoría clandestinos, de los que ni mi amigo ni yo teníamos la menor idea, y difícilmente habríamos podido imaginarnos las depravadas y extravagantes orgías que se celebraban en la mayoría de esos centros de corrupción. Existían en casas de apariencia particular, algunos en la misma ciudad y otros en barrios más o menos selectos.

Pasado un mes, Fabián y yo seguimos a Alberto a Bruselas. Allí al poco tiempo abrimos una joyería, con un taller situado en el piso alto del mismo negocio, el cual iba a servir de “parapeto”, según el término y las palabras de Alberto, quien en compañía de su amante, una vez montada la joyería, partiría para Alemania con objeto aparente de surtir el negocio con bisutería de fantasía fabricada en ese país. Estas compras darían fe del honrado motivo de los viajes y quitarían sospecha en los registros aduanales fronterizos entre Bélgica y Alemania, y facilitarían el contrabando de drogas. Más difícil era el paso de Bélgica a Francia, para cuyo último país estaba destinada la mayor parte de los estupefacientes; por tal razón, serían empleados varios individuos bajo la dirección de Agustín para pasar el contrabando, del cual cada hombre llevaría una pequeña cantidad, que sería por consiguiente fácil de esconder.