48. Nuevas amistades
El ingeniero quiso cerciorarse si el equipo que acaba de traer estaba completo y adecuado. Fuimos a mi habitación y encontramos al mozo haciendo la limpieza; al salir éste, el ingeniero me hizo observar que no había sido prudente dejar al mozo allí, que siempre había que cuidarse de la servidumbre de los hoteles. Yo, para demostrar perspicacidad, estuve a punto de contestar que ese mozo no era peligroso, sino al contrario, pero muy a tiempo comprendí que iba a incurrir en la misma estupidez que conmigo había cometido la víspera el mozo y preferí hacer el papel de tonto, antes que perjudicarme por demostrar mi viveza.
Al despedirse de mí, el ingeniero volvió a decirme que debía tomar el tren de las 15 horas que salía para Bizerta, alojarme en un hotel y esperar allí nuevas instrucciones.
Empecé a alistarme preparando mis maletas y, como lo había previsto, a los pocos momentos tocando la puerta se asomó el mozo para ofrecerme sus servicios, pareciendo extrañado de mi partida. Le recomendé estar presente para cuando necesitara que llevara mi equipaje y también conseguirme un auto para que lo llevara a la estación.
Estaba en el vestíbulo con mis maletas y los bultos del equipaje cuando el mozo iba en busca del coche, le encargué, además, comprarme un paquete de hojas de rasurar y piedras para encendedor. Habiéndose ido, me quedé parado en la puerta del hotel, como esperándolo, pero al momento que juzgué que no era observado y tras cerciorarme que ningún tipo sospechoso estaba a la vista, dejé todo mi equipaje y salí a la calle en dirección opuesta a la que había tomado el mozo. Subí en un tranvía y después en un auto para hacerme conducir a una calle cercana de la casa donde vivía mi tío.
Seguro de que no me habían seguido, tuve la suerte de encontrar en casa a mi familiar, quien dormía la siesta y a quien, como me lo esperaba, mi llegada imprevista no pareció entusiasmar, pero reaccionó y de buena voluntad consintió en ayudarme. No le dije de qué estaba huyendo, sino que le relaté un cuento que ya me había aprendido de memoria.
La casa era amplia y en una de las recámaras pasé un mes escondido. Para esa fecha mi tío me condujo en su auto hasta Argel. Mi llegada a la ciudad correspondía casi con la salida del barco que debía llevarme a Marsella y pude embarcarme.
Durante la travesía no solamente estaba sobre alerta por lo de mi deserción, sino igualmente preocupado por el momento de desembarcar en Marsella; pero mis temores habían sido en vano, ya que el viaje y el desembarco se efectuaron para mí sin incidentes. Pensé entonces que tal vez mi viejo compañero de aventuras y excuñado, del cual conocía los irreflexivos impulsos, había pasado en su fuga de Italia por Marsella, y en este caso probablemente había ido a ver a su examante Luciana, de quien tenía yo el número telefónico de su tienda. Me comuniqué con ella, dándole una cita en la estación ferroviaria. Allí esperé a Luciana y, cuando me vio, vino a mí llena de regocijo, y después del primero momento de efusión me preguntó por Alberto. Comprendí que mi amiga ignoraba todo lo referente a éste. A mi vez no quise enterarla de nada, dejándola en la creencia de que mi amigo seguía sin novedad al lado de su familia.
Supe que el dinero que por su intermediación había mandado a La Tía, había ayudado a ésta a aliviar su miseria; pero desde hacía seis meses la infeliz mujer estaba internada en el manicomio a donde de vez en cuando Luciana iba a visitarla como amiga. Insistió en que me quedara aunque fuera un día en Marsella; esto no me era posible y nos separamos algo entristecidos. Minutos después el tren se puso en marcha. A mi llegada a París me alojé en un hotel. Ya en mi cuarto, estuve pensando en el carácter impulsivo, celoso y vengativo de María y en su falta de entendimiento cuando se trataba de algo que ella juzgaba una ofensa a su dignidad de mujer, o desprecio a su amor. Eso me hacía dudar que la carta que había dejado para ella en Nápoles la hubiera convencido de la sinceridad de mi actuación, dictada con el deseo de salvarla de un oscuro porvenir, por lo que tenía una denuncia de su parte. María ignoraba la dirección de mis padres, pero esto no hubiera sido un obstáculo para la policía, por tal razón debía actuar con prudencia al acercarme a mis familiares.
Al día siguiente de mi llegada a París, conociendo las horas y el recorrido que mi amigo Fabián hacía para ir a su trabajo, lo fui siguiendo hasta cerciorarme que no había peligro para mí, y en el momento propicio lo abordé. Poco después llamó por teléfono al taller dando un pretexto para ausentarse ese día de sus labores, y se fue conmigo a un pequeño y poco concurrido bar, donde le describí la situación en la cual me encontraba. Después de haberme escuchado, vaciló un instante para decirme que un mes antes Alberto se había presentado ante él dándole una dirección postal en Bruselas, para que me fuera transmitida en la primera oportunidad; pero habiendo referido lo ocurrido a mis padres, ellos, que en parte conocían la nefasta influencia que Alberto había tenido en mi pasado, rogaron a Fabián no comunicarme dicho recado.
–No sé si hago bien o mal –me dijo mi amigo–, pero te veo en apuro y quizás es un favor y no un daño el que te hago.
La noche de ese mismo día, con su cooperación, pude verme y comunicarme con mi hermano; quedamos en reunirnos con mi familia en un lugar de Olney. Cuatro días después, un domingo, no perdí tiempo en escribir a Alberto a Bruselas; anoté en mi carta, para la contestación, una dirección a lista de correo.
Al liquidar con mi exsocio en Nápoles el negocio de las alhajas que teníamos, había dejado en mi poder algunas joyas, las cuales quería vender. Con ese objeto me dirigí al barrio joyero del Marre; allí, en una de mis estancias en París, en los tiempos en que me dedicaba a tal negocio, conocí a un holandés de nombre Roberto, con quien tuve tratos. Era un hombre joven, de unos 27 años, rubio, de baja estatura, demasiado vestido a la última moda y sobre todo muy perfumado; me parecía que había simpatizado conmigo. Por tal razón había hecho algunos buenos negocios con él. Localizado este sujeto, tratamos el negocio en un café de la Plaza de la República y le vendí a buen precio una de las joyas que poseía. Satisfecho por la transacción que acababa de hacer, con la esperanza de vender más tarde al mismo comprador las tres o cuatro alhajas que me quedaban, lo invité a cenar a un restaurante, pero mi convidado me sugirió que sería preferible irnos a comer a su casa, en unión de su esposa, porque en esos días andaba delicado del estómago, sujeto a una dieta de frutas.
Roberto me condujo al departamento que ocupaba en un edificio del bulevar de la República y me presentó a su esposa, una mujer rubia de 22 años, que por la similitud de las facciones más bien parecía ser su hermana que su esposa. Durante la cena, mis nuevos conocidos, que ignoraban todo lo que se refería a mi persona, demostraban una natural curiosidad para enterarse de mi vida. Fui complaciéndolos, diciendo ser suizo-italiano y llamarme Max Rey, representante de relojes, además de dedicarme ocasionalmente a la compraventa de alhajas; y al enterarse de que yo estaba de paso en la capital, hospedándome en un hotel, el matrimonio, al que parecía inspirar una amistad, de común acuerdo me ofreció un pequeño cuarto de su departamento para ocuparlo durante mi estancia en París. Esta oferta no podía ser más oportuna, pues alojarme en un hotel dada mi situación representaba un peligro. Objeté por puro formulismo el temor de dar molestias, pero al asegurarme los esposos lo contrario, al día siguiente me apresuré a tomar posesión del cuarto. Fui tratando de ganármelos para que mi presencia en la casa no estorbara, procurando ser agradable. Llegó el domingo, decliné la invitación del matrimonio para irme en su compañía a un día de campo y me dirigí a Olney a entrevistarme con mi familia.
El temor latente de una denuncia impedía reunirme con mi esposa y mi hijo, lo que me producía una infinita amargura que era compartida por los míos, aunque nada sospechoso había sido notado hasta este momento. La más elemental prudencia me aconsejaba no arriesgarme. En la noche estaba de regreso al lado de Roberto y su esposa, que se llamaba Alicia, quienes me esperaban para que fuéramos juntos a cenar a un cabaret, pues Roberto quería olvidar aunque fuera por una vez su dieta. Cambié rápidamente el traje que llevaba por uno más apropiado a la circunstancia y los tres salimos en el coche de Roberto a divertirnos, de lo cual verdaderamente tenía necesidad para ahogar el desaliento que me embargaba. Mi ficticia alegría pareció contagiar a mis acompañantes, quienes en una rápida intimidad me habían tomado confianza. Después de haber recorrido varios lugares de diversiones de Monmartre, al amanecer emprendimos el regreso al hogar, manejando yo el auto debido a que Roberto no podía hacerlo por las muchas copas que había tomado. Mis dos débiles compañeros de parranda se encontraban en tan deplorable estado que al llegar a su casa tuve que subir las escaleras cargando a cuestas al perfumado Roberto hasta el tercer piso, donde vivíamos, y bajé de nuevo para ayudar a la esposa que se encontraba tirada en el primer piso. La llevé con Roberto a la cama, en la que ambos se quedaron acostados enteramente vestidos. La amistad que me había brindado Roberto y su exquisita solicitud tenían su parte interesada, cual suele suceder en todos los actos humanos, pues durante la noche de juerga y en medio de la borrachera yo había aprendido mucho y ya sabía a qué atenerme sobre quienes eran mis flamantes “amigos”.