47. Los planes se complican

Comprendí entonces que Aldo había recibido órdenes de retirarse del hotel y probablemente de regresar a Italia. Esta despedida indudablemente se debía a un informe en su contra. Tenía mis dudas sobre el mozo, quien se encontraba presente y como siempre muy atento cuando Aldo, enfurecido, se había expresado mal de los franceses. Poco después del pequeño y chusco incidente recordé haberlo visto salir del hotel.

Acababa de cenar y podían ser las ocho de la noche cuando fui llamado al teléfono. El que hablaba, después de preguntarme si era el señor Orsoni, inquirió si había telefoneado el día anterior a las 17 horas a la casa de la señora Morel; contesté que sí, pero que tuve necesidad de volver a comunicarme ese mismo día a las ocho. El número de matrícula que tenía en el Servicio Secreto era el 178, en esta forma el que hablaba y yo nos habíamos identificado mutuamente. La voz que prosiguió indicando que fuera dentro de media hora al hotel Inglés no era desconocida. Hablaba en francés pero con un pronunciado acento italiano.

Exactamente 30 minutos más tarde llegaba a la cita. Cuando iba a entrar en el hotel vi un auto que se estacionaba enfrente. Oí que alguien me llamaba y vi que el coche estaba ocupado por dos personas: el chofer y un individuo sentado atrás. A una seña que me hizo este último, subí al coche y me senté a su lado, al mismo tiempo que el auto era puesto en marcha y al instante conocí la cara sonriente de mi acompañante. Era el ingeniero militar con quien había actuado en Abisinia. Le tenía mucho aprecio y creo que él me estimaba.

Dicho ingeniero era un hombre simpático, de finos modales, inteligente e instruido, y sobre todo tenía el don de saber mandar, pues cuando lo hacía no parecía dar órdenes sino hacer una consulta de igual a igual sobre un plan de acción en común. Sin embargo, bajo esta apariencia condescendiente y casi dulce de su aspecto, este hombre era valiente y prudente, sin dejar de ser arriesgado cuando las circunstancias lo exigían, y actuaba en persona al igual que sus subalternos.

Yo le juzgaba con la capacidad de un verdadero jefe, bajo el mando de quien cualquier hombre se siente audaz y confiado, comprendiendo que si una desgracia sucedía bajo su dirección aquélla era inevitable.

En la medida en que el ingeniero me hablaba con su afabilidad habitual, renegaba yo de la mala suerte de tener que desertar siendo este hombre el dirigente del grupo; con perspicacidad el ingeniero pareció dase cuenta de mi estado de ánimo.

–Parece usted triste o malhumorado –me dijo–, o al menos que sea respecto a la misión.

A otro hombre en tal circunstancia le habría contestado con una mentira, por mi propio interés, pero en esta ocasión no pude ni quise mentir y contesté francamente.

–Es por la misión: fui un delincuente, es cierto, pero me pesa ser un traidor.

El jefe guardó silencio un instante, desvió su mirada de mí y tuve la convicción de que este hombre me comprendía; pero como italiano y jefe su deber era convencerme de seguir adelante. Volviéndose a mí aseguró, en una forma de disculpa, que él no había pedido que yo fuera integrante de la misión, y en son de convencimiento me fue recordando que yo había prestado juramento para ser nacionalizado italiano y por esta razón ya era de esta nacionalidad y no francés. Además –prosiguió–, una guerra entre Francia e Italia es difícil, siendo ambos países latinos que mezclaron su sangre en la última guerra como aliados; por ello hay poca probabilidad de ser enemigos en alguna otra contienda. A mayor abundamiento, estos informes que venimos a captar son una cosa rutinaria, ya que los franceses también nos espían a nosotros, y terminó con una risotada y una palmadita amistosa sobre mi pierna.

Sabía yo que todo lo que estaba diciendo era mentira para adormecer mis escrúpulos, pero comprendí que yo había dicho más de la cuenta y juzgué prudente aparentar que estaba convencido. Al preguntarme el jefe si tenía presente las instrucciones para obtener el material que iba a necesitar, contesté afirmativamente.

Durante nuestra conversación habíamos llegado al pueblo de Hamamlif. Allí nos apeamos para ir a tomar un refresco a la terraza de un café. Seguimos hablando por espacio de media hora sobre cosas sin importancia, y al ser conducido después hasta las cercanías del hotel donde me alojaba, al momento de despedirme del ingeniero me dijo que al día siguiente por la mañana debería ir a recoger las cámaras fotográficas y demás implementos que iba a necesitar y trasladarme con este material a la ciudad porteña de Bizerta.

La tarde del mismo día estuve extrañado por el itinerario del viaje, pues tenía la convicción de que íbamos a dirigirnos hacia el interior del país en dirección de la frontera de Libia. El ingeniero, notando mi desconcierto, con su eterna sonrisa me preguntó si tenía idea de a dónde nos dirigíamos.

–A la pequeña Maginot –le contesté–, añadiendo: por lo visto creo que estoy equivocado.

–No lo está –me contestó–, pero por Bizerta tenemos que empezar.

El auto se alejó. Para asegurarme de que no era seguido, después de dar vuelta por algunas calles entré al hotel. No podía conciliar el sueño pensando en la mejor forma en que debía actuar; tenía que huir al día siguiente antes de mi partida para Bizerta; en Túnez, por ser la ciudad más grande, tenía más posibilidades para escapar. Además, allí residía un tío, hermano de mi madre, que era dueño de un comercio, el cual estaba ubicado en la calle de España. Podría irme a refugiar un mes en su casa, dejando pasar este tiempo y salir para Argel embarcándome allí para Marsella, y de esta ciudad emprender desde luego el viaje a París. El tío en casa de quien pensaba esconderme, conocía mi delictuoso pasado, por esta razón las dos veces que había estado en Túnez nunca me había presentado ante él, sino, al contrario, siempre había evitado tratarlo para no causarle problemas, pero en el caso presente pensaba pedir su ayuda; sabía que esto no le iba a hacer ninguna gracia, pero estaba seguro de que no se negaría a protegerme.

Resuelto mi plan y más tranquilo por ese lado, traté de comprender las razones del viaje al puerto semifortificado de Bizerta y a las fortificaciones que eran el punto local de la misión. Más tarde, cuando en América leía los hechos de guerra en Túnez durante la última contienda, comprendí las razones que no podía alcanzar mi mente en ese momento.

Al día siguiente, cumpliendo las instrucciones recibidas, fui al negocio de ópticos y artículos fotográficos. Un italiano era el dueño del establecimiento. Entregué la tarjeta a la caja y vino a atenderme el mismo dueño, que no dejaba de dar vueltas entre sus dedos a la tarjeta, al mismo tiempo que me miraba con cierto descontrol y nerviosidad. Esa actitud empezó a inquietarme un poco, por lo que observé a mi alrededor, pero no noté nada que pareciera un peligro; al comerciante le pregunté si algo había incorrecto en el pedido, o si éste estaba incompleto podía mandarlo más tarde en ese mismo día a la calle Cidi Abeba 178.

–No, no es eso –me respondió vivamente–, tengo todo el equipo completo y listo, puede llevárselo usted ahora mismo y mandaré más tarde la factura al señor Morel.

Horas más tarde supe por el ingeniero, cuando le relaté la nerviosidad del comerciante, que esta actitud probablemente se debía que era la primera vez que iba a prestar colaboración en el Servicio de Espionaje y que probablemente en el momento en que me vio, sabiendo que era yo un agente secreto, se dio cuenta de improviso que había llegado el momento de meterse en un lío, juzgando al mismo tiempo el alcance del peligro en el cual entraba, por lo que no pudo dominar sus nervios; el ingeniero sonrió con indulgencia al tiempo que me confesaba que él mismo había sentido en otro tiempo esa desagradable sensación de pánico.

En un auto de alquiler y trayendo los dos bultos que contenían el equipo, volví al hotel, pero durante el trayecto, en una calle cercana al negocio de óptica, me había parecido ver al mozo del hotel y por esta razón al llegar a mi habitación dejé rápidamente los bultos y volví a la calle. A poca distancia había una tabaquería, compré unos cigarrillos y me quedé de vigilancia. No tardé en ver llegar al mozo, así que estaba seguro de no equivocarme: era un informador, me vigilaba, ya tenía la seguridad de que él había reportado la conducta de Aldo.

Cuando volví a mi cuarto lo encontré cerca de la puerta de éste; simulando extrañarse de verme, dijo que me creía todavía acostado. Con tal razón se disculpó de no haber arreglado mi habitación. Bajé al vestíbulo del hotel esperando que aseara mi cuarto. En ese momento me sorprendió ver llegar al ingeniero, que no habiéndome visto al momento de su entrada fue directamente a saludar al propietario del hotel en una forma que demostraba que eran amigos. Cada vez comprendía mejor dónde me encontraba.