46. Desconcierto
Durante la comida, Aldo, que estaba sentado solo en una mesa inmediata a la mía y situada a mi espalda, se había hecho servir un enorme plato de espagueti que comía con deleite, pero no sin ruido, dejando su boca escapar un sonido parecido al de una máquina aspiradora cada vez que englutía un bocado. De repente, un ruido de vidrios y de vasos rotos tras de mí me hizo voltear a ver lo que ocurría. Vi a Aldo que acababa de ponerse de pie exhibiendo sobre su traje el espagueti y la salsa de tomate, cuyo color rojizo resaltaba, haciendo un vivo y armonioso contraste.
El incidente ocurrió porque, en un torpe movimiento, mi distinguido colega había tumbado sobre la mesa la botella de vino, y queriendo retirarse rápidamente para no ser manchado lo hizo tan mal que completó el desastre tirándose encima el plato de espagueti que tenía enfrente. Todas las miradas de los comensales estaban puestas en él, reinando un discreto silencio, pero había dos parejas de turistas norteamericanos, entre ellos una señora de mediana edad, muy alta, rubia, robusta y de aspecto hombruno; sonó una estruendosa carcajada a tal grado contagiosa que tuvo por efecto cambiar las sonrisas discretas de los demás en sonoras carcajadas.
El mesero se había precipitado en ayuda del accidentado, e inclinándose, con una servilleta, quería quitarle los espaguetis que estaban adheridos a la ropa, pero el resultado era funesto, ya que extendía más las manchas de salsa. El mesero era un hombrecillo calvo y de edad; con ademanes estilados de su profesión, apretaba los labios en una especie de risa interna sin poder impedir que se le escaparan de vez en cuando unos pequeños bufidos.
Aldo era de pocas pulgas: mirando enfurecido a su alrededor empujó violentamente al mesero y subió a su habitación profiriendo maldiciones que terminaron con ésta: “país de imbéciles”.
Pocos entendieron las palabras despreciativas del italiano, que fueron pronunciadas en mal francés; pero este comportamiento de un hombre que tenía la obligación de pasar lo más inadvertido posible y no perder ocasión de alabar al país en que estaba, granjeándose la voluntad de los franceses, era tan contrario a la lógica que yo mismo dejé de reírme quedando desconcertado después de haber constatado definitivamente que Aldo era un perfecto idiota.
Sólo dos cosas se me ocurría pensar: o el Servicio de Inteligencia lo había empleado por un informe erróneo acerca de él, cosa rara en esa organización, o el hombre actuaba como lo hacía cumpliendo órdenes bajo un plan determinado, que escapaba a mi entendimiento. No obstante, yo seguí inclinándome por la primera suposición: se trataba de un error.
Prestando oído a los comentarios que siguieron a la tempestuosa salida de mi colega, hasta mí llegaba la conversación que tenían dos hombres de buena presencia, al parecer representantes comerciales. Uno de ellos comentaba:
–Túnez parece más protectorado italiano que francés. El territorio está invadido por italianos y esas personas se portan aquí como en un país conquistado. El gobierno francés es demasiado complaciente con ellos.
El otro proseguía:
–Francia e Inglaterra están faltas de enérgicas decisiones. Esto nos perjudica de tal manera que en lugar de alejar la guerra la aproxima cada vez más. La flota inglesa y nuestro excelente ejército forman un conjunto poderoso, debemos atacar antes que nos ataquen nuestros enemigos, con la ventaja de escoger el momento oportuno.
A lo anterior, el otro contestó algo en tono bajo que no logré percibir. La respuesta del segundo fue ésta:
–No son tan fuertes, puras mentiras: Hitler, un loco; Mussolini, un aventurero comediante, un farsante, y la verdad es que nos dejamos intimidar por payasadas. A las amenazas tendríamos que contestar con golpes, aprovechando que “quien pega primero pega doble”.
La conversación de estos dos franceses, que parecían instruidos e inteligentes, resumía la opinión de todos los de su clase y solamente en parte la de los obreros franceses.
Durante mi estancia en París, cuando pertenecía al Servicio Político en contacto con los elementos militares sindicalistas, la opinión que predominaba en este ambiente era que, al estallar una nueva guerra, ésta no sería una contienda en la cual el soldado proletario pelearía para defender sus intereses.
Cuando se fueron mis vecinos de mesa, me retiré del comedor para ir a mi habitación. Allí me hice traer papel y simulé ponerme a escribir, cuando en realidad cumplía la orden recibida de no alejarme del hotel en espera de instrucciones. Hasta las cinco o seis de la tarde quise aprovechar el fresco y salir a pasearme una hora.
Cuando volví a cenar al hotel, frente a ésta acababa de pararse un auto de alquiler, del cual se apeó Aldo, con cara malhumorada y de pocos amigos. Juzgué que no había digerido todavía el percance que a mediodía le había sucedido y me aprestaba a entrar al hotel, pero viendo que el sujeto no había despedido el auto, resolví quedarme parado en la esquina de la calle y observar lo que pasaba.
Tenía ya más de media hora de esperar; fastidiado y con apetito, iba a dejar mi puesto de observación cuando vi salir al individuo con uno de los mozos del hotel que cargaba sus maletas. Esa precipitada partida no dejó de intrigarme e inquietarme. En estos asuntos el peligro es constante y por tal razón siempre está en la memoria. Temiendo que algo imprevisto hubiera sucedido, atravesé rápidamente la calle acercándome al auto en forma en que Aldo no pudiera dejar de verme y decirme o hacerme algunas señas avisándome del peligro en el caso de que éste existiera; pero cuando este distinguido señor me vio parado en la acera cerca del coche, parecía tomar por testigo al chofer y, al mismo tiempo que me miraba, dijo estas agradables palabras:
–Parece mentira que existan babosos que se paran para ver salir a un hombre que se va de viaje.
No me gustaron mucho las palabras pero, pensando que la frase que acababa de serme dirigida, incluso la de baboso, podría tener algún doble significado, me quedé un instante pensando, y cuando comprendí que sólo era un insulto traté de contestar en el mismo tono, pero demasiado tarde, porque el auto de este señor ya iba lejos.
A mi lado seguía el mozo que había traído las maletas. Era un joven de 22 a 24 años, de baja estatura y cara simpática. Muy atento y servicial con los pasajeros, sabía granjearse la estimación y confianza de ellos. Era callado y siempre se le encontraba cuando se le necesitaba, prestando atención a todo, como lo hacía en ese momento; teniéndolo cerca, aproveché para desahogarme del disgusto que tenía diciéndole:
–¿Se ha percatado usted de la forma de hablar de ese desgraciado italiano? ... –pronunciando en seguida una serie de improperios y epítetos desagradables en contra de Italia.
El mozo no dejaba de mirarme y escucharme muy divertido, tenía cara alegre pero con una sonrisa medio burlona. Al terminar yo de hablar, él concluyó:
–Sí, ese señor es un bruto –y añadió–, usted sí es inteligente.
Estas palabras que podían ser interpretadas como un vulgar elogio de un empleado de hotel a un cliente, me dejaron entrever un doble sentido que no dejó de inquietarme.
Fijándome con más atención en el físico del mozo, vi que su fisonomía reflejaba los rasgos característicos de un italiano.
–Disculpe –le dije–, creo que usted es italiano y pude haberlo ofendido –el hombre pareció turbarse un poco, sacó del bolsillo un libreto militar francés y, al mismo tiempo que me lo enseñaba dijo:
–Soy francés, acabo de cumplir mis dos años de servicio en el primer regimiento de zuavos.
Tenía el pulgar como descuidadamente puesto sobre el lugar de la libreta en donde estaba el nombre, y dejándomela entrever en esta forma, se la volvió al bolsillo. Sonriendo me arriesgué bajo simple suposición a decirle.
–Sí, usted sirvió en el ejército francés, pero su nombre es italiano; por lo consiguiente de nuevo le pido dispense mis palabras en contra de su país de origen –esta vez el hombre enrojeció y sin añadir palabra volvió a sus ocupaciones; al tiempo que yo, satisfecho, me dirigí al comedor.
Había descubierto, con suerte, lo que se llamaba en el Servicio Secreto un informador, pues por haber creído demostrarme éste su agudeza de ingenio se había pasado de listo. ¡Cosas de la juventud!
Esto sucedía la víspera de desertar, y recordé que tenía que desaparecer sin dejar rastro.