45. El señor Aldo

Cuando por fin pude más o menos fijar en mi cerebro lo que tenía que hacer, ya afuera del despacho del jefe, saqué el pañuelo para enjugarme el sudor frío de la frente. Los dos días siguientes los pasé en Roma. Todo lo que sabía sobre la misión que tenía que cumplir era que debía embarcarme en Nápoles para Túnez. Me habían dado unos documentos dirigidos a nombre de Carlos Osorni, francés nativo de Ajassio, isla de Córcega, agricultor vinícola. Tenía que simular buscar en ese territorio terrenos adecuados para el cultivo de uva; me había sido entregada una tarjeta comercial para un comerciante en artículos fotográficos y ópticos italianos, establecido en Túnez. La citada tarjeta, por todas señas, llevaba al reverso unos números simulando una edición. Esto bastaba para que al entregarla recibiera el complemento fotográfico especial y además útiles necesarios para el trabajo que tenía que ejecutar. Iba a viajar en apariencia solo, pero en la ciudad de Túnez era donde tenía que recibir las instrucciones definitivas y juntarme con los demás participantes del grupo, todos ellos desconocidos para mí.

Al tercer día tomé un pasaje en un buque italiano. Durante el corto viaje de menos de 30 horas, con una escala en Palermo, aislándome de los demás pasajeros pude pensar y recapacitar sobre los últimos acontecimientos que me habían sucedido y que parecía iban a cambiar de nuevo el curso de mi existencia. Sabía que al encontrarme fuera de Italia y en misión, estaba momentáneamente fuera del alcance de un acto vengativo de María, en caso de que la carta que le había dirigido no la hubiera convencido de su error.

Tranquilizado por ese lado, todo mi pensamiento fue entonces concentrado en la misión que iba a desempeñar en Túnez, lugar de lucha en el caso de una nueva guerra; aunque con el poco conocimiento que tenía a este respecto, la juzgaba probable y no muy lejana, pues los bandos de los futuros adversarios se estaban formando, había indicios de que esta vez Italia no combatiría al lado de los franceses e ingleses, sino en contra de ellos y aliada con los alemanes.

El dominio del Mediterráneo estaba en juego; ya no pertenecía yo al Servicio de Inteligencia Político, como cuando hice mi primer viaje a Túnez con un grupo de este departamento, sino que quedaba agregado al Servicio de Inteligencia Militar y cualquier actuación, por pequeña que fuera, iba en perjuicio del país donde había nacido, en cuyas filas del Ejército mi hermano había caído y en el cual yo mismo había servido. Mis padres eran franceses y vivían en ese país que había sido el mío; por otro lado, también era cierta la protección que había recibido en Italia y mi nacionalización como ciudadano de este país. Era un prófugo de la justicia. Me sentía culpable de muchas malas acciones, pero no había caído tanto para cumplir la misión que ahora suponía me iba a ser encomendada.

Todas estas circunstancias me impulsaban a desertar del espionaje, pero esto significaba volver a ser un perseguido sin patria. Cuando desembarqué en Túnez ya había tomado mi resolución, pero no quise actuar precipitadamente sin antes recibir las órdenes por las cuales me enteraría, cuando menos parcialmente, de la misión, por lo que fui a alojarme en el hotel que me había sido asignado y allí esperé los acontecimientos, que no tardaron en llegar.

A los dos días, éstos se presentaron por conducto del tal Aldo, el mensajero que me había llevado a Nápoles la noticia de que mi licencia estaba suspendida. El sujeto fue a alojarse en el mismo hotel en que yo estaba y ocupó una habitación casi frente a la mía. Al pasar frente a mí en el lobby del hotel, me hizo una imperceptible seña de inteligencia y subió tras el botones que llevaba sus maletas.

Aldo era un individuo de mediana estatura, pero más bien bajo y de constitución robusta. Parecía tener unos 40 años, moreno de barba cerrada, con tipo marcado de italiano del sur, de donde tenía el acento siciliano o calabrés. Sus facciones y modales vulgares, su mirada recelosa, su aspecto presumido y sus palabras fanfarronas no inspiraban simpatía, ni siquiera a un hombre que como yo había visto toda una colección de caras patibularias.

“El amigo” Aldo iba vestido con un traje de lanilla blanco, calzaba zapatos del mismo color y se cubría con un sombrero de los llamados de Panamá. Esta pretensión a la elegancia no favorecía a tal señor que, a juzgar por la cara que le había deparado la naturaleza, no parecía muy inteligente y su presencia únicamente me la explicaba al suponer que este sujeto era encargado de vigilarme, debido a que al ser yo de origen francés el departamento temía una reacción mía que podía llegar hasta una delación del grupo de espías italianos.

Casos análogos ya habían sucedido, pero por la facilidad de actuación que tiene un espía de la misma nacionalidad del país observado, de preferencia eran los indicados para emplearlos en tal fin, por lo que cuando no eran simples informantes, casi siempre estaban a su vez vigilados por un agente del contraespionaje. Esto yo lo sabía, pero no llegaba a explicarme por qué el encargado de vigilarme era ya conocido por mí y que no disimulara su presencia. Creí que esta forma de proceder se debía a que, en caso de que mis intenciones fueran malas, fijaría toda mi atención en cuidarme del señor Aldo y no notaría la verdadera vigilancia de que por otro lado sería objeto, por lo que resolví no dar mayor importancia al distinguido Aldo, en prevención de que no muy lejos un segundo agente, desconocido e ignorado por mí, era el encargado de vigilar todos mis actos.

En el Servicio de Inteligencia italiano, como supongo que en los de todas las naciones, cada hombre estaba especializado según su capacidad intelectual, manual, física, valentía, arrojo y astucia. Se tenían además en cuenta sus ideales y mentalidad, y eran clasificados en categoría del uno al cinco. Me refiero a los que militaban directamente en laboratorios y grupos de acción, no a los innumerables informadores que residían permanentemente en sus respectivos países, o en el extranjero, quienes aparentaban llevar una vida normal y mandaban al Servicio de Inteligencia indicaciones que podían obtener; ya fuera por su empleo o por el trabajo que desempeñaban para su propio sostén; había empleados de administración, obreros de fábricas, talleres, aviación, astilleros o de arsenales, vecinos de líneas fortificadas y otros.

Todos los informes de esos agentes auxiliares eran por lo general de poca importancia, pero el conjunto de ellos adquiría valor, una vez recopilados, minuciosamente estudiados y seleccionados por los peritos y especialistas del Servicio Secreto y de laboratorios del mismo, expertos en descifrar mensajes en clave, así como de interpretación fotográfica. Eran químicos, ingenieros, cartógrafos, tipógrafos, fotógrafos especializados en dibujar planos, etcétera.

Los grupos de acción eran los de contraespionaje y los de espionaje, a los cuales pertenecían algunos miembros del ejército, ingenieros militares y oficiales de artillería, secundados por cartógrafos y fotógrafos. Los grupos formados por estos elementos eran empleados cuando se hacía necesario ir a territorio extranjero a obtener datos y planos precisos, hacer averiguaciones de los conjuntos de informes y planos sumarios, recibidos por los informadores.

En el caso de Túnez, suponía que se trataba de obtener datos sobre las fortificaciones que los franceses estaban haciendo o habían edificado en la línea fronteriza de Túnez-Libia, que más tarde fue llamada la pequeña Maginot. ¡Qué lejos estaban de imaginar los franceses el destino que esperaba a las citadas fortificaciones en la última guerra!

Estaba resuelto a, por pequeña que fuera mi actuación, no participar en esa empresa.

No pensaba tampoco traicionar a quienes durante casi cuatro años me habían recibido en su seno. En mi habitación, pensaba en la mejor forma de irme a Túnez sin dejar rastro, cuando la puerta de mi cuarto se abrió y entró de improviso el señor Aldo. Cerró la puerta y dio un vistazo alrededor de la estancia, preguntándome si no había nadie.

–Sí –le contesté en son de burla–, hay alguien debajo de la cama –y el muy bruto se agachó para ver si era cierto, sin alcanzar a comprender que yo bromeaba; pareció algo contrariado porque yo no tomaba en serio su personalidad; reconviniéndome con tono de importancia, me dijo:

–No estamos aquí para hacer bromas.

Sin moverme del sillón donde estaba sentado y sin contestarle, le seguí mirando como se ve a un animal raro. Tuvimos una corta conversación, según la cual debía alejarme lo menos posible del hotel para ser localizado y recibir cualquier instrucción inmediata.

Después de haberme comunicado tal orden, Aldo dio media vuelta y salió de mi habitación, muy rígido con su flamante traje blanco. Yo seguí en mi butaca. Creo que no le simpatizaba mucho y por mi parte este sujeto me caía mal. Sentí cierto fastidio de recibir órdenes de él; pero había algo que no llegaba a comprender.

Desde que pertenecí al Servicio Secreto, los jefes que había tenido me inspiraban respeto; desde el primer contacto con ellos me daba yo cuenta de su superioridad, pero me sucedía todo lo contrario con Aldo. Una hora después, la antipatía que sentía por el citado individuo hizo que me divirtiera a mi gusto por un percance que le sucedió en el comedor del hotel.