44. ¿Vuelta al mal camino?

El peluquero se ausentó con el pretexto de comprar unas botellas de vino y, al final de la comida, María se presentaba como por casualidad en una visita a sus familiares, lo que me hizo sospechar que ella y su primo tenían tramado algo y que el proyecto para el cual necesitaban mi colaboración lo habían premeditado y principiado desde la primera vez que había aceptado la invitación de Giuseppe. Durante el tiempo que juntos tomábamos el café, María, que se había presentado muy bien ataviada, se mostraba amable, y con manifestaciones de interés y afecto me preguntaba acerca de mi salud, de mi viaje, informándose dónde estaba alojado en vista de lo sucedido a su hermano; durante nuestra conversación, como ocurrió la vez anterior, el primo y su esposa se preparaban a dejarme solo con María, por lo que adelantándome a sus intenciones pretexté tener un compromiso y me levanté de la mesa despidiéndome de los presentes, pero al irme, María a su vez se despidió y salió conmigo a la calle, y tomándome del brazo empezó a decirme con risueño desplante.

–Por lo visto no tienes muchas ganas de conversar conmigo, pero eso no importa, de todos modos tendrás que escucharme, así que vamos a tu hotel.

Le hice ver que el ir allí podría comprometerla, y con una risotada me contestó:

–Si eso sucede, mucho mejor, por lo tanto no te preocupes por mí.

Al llegar a mi habitación, se quitó el sombrero y se instaló cómodamente en un sillón, cruzó las piernas, encendió un cigarrillo y sin más preámbulo empezó a hablar:

–Creo haberme vengado bastante del viejo, le amargué la vida en tal forma que hice de nuestro hogar, si es que así se puede nombrar al lugar donde convivía con ese hombre, un verdadero infierno, al grado que ni yo misma puedo soportar por más tiempo esa existencia…

Prosiguió contándome, con una desconcertante y casi inconsciente impudicia, y hasta en sus menores detalles, las ofensas y vejaciones sin nombre que ella había infligido a su esposo durante tres años.

Este hombre, dominado por un amor senil y quizás morboso, que nunca había podido refrenar, fue avasallándose cada vez más al extremo de aceptar hechos y actos inconcebibles, perdiendo todo sentimiento de dignidad. Por mi existencia pasada ya no era yo ningún ingenuo, sin embargo, estaba asombrado y hasta tuve lástima por esa víctima de la venganza y del odio femenino. Al mismo tiempo, frente a mi examante, yo sentía la sensación de peligro, ya que María conocía toda mi vida pasada y la que entonces llevaba, poniéndome intranquilo por lo que presentía que iba a exigir de mí; llegó ese momento y María abordó el capítulo:

–Quiero –me dijo– irme del lado de mi marido, pero antes deseo hacerle más daño y con provecho.

Se trataba de falsificar dos o tres cheques al portador, que ella sustraería de la chequera de su esposo, así como un original de la letra y firma del mismo para que me sirviera de modelo en la imitación correspondiente, y completar la falsificación con unos sellos de respaldo o endoso. Dichos cheques serían cobrados por el primo en dos bancos de Roma, casi con completa seguridad, debido a que eran muy precisos los informes que tenía María sobre los fondos que su cónyuge poseía en los bancos y el manejo de éstos. De la suma que se obtuviera, que sería bastante elevada, me correspondería una tercera parte; pero ni un solo instante tuve la tentación de aceptar. Seguía firme en mi resolución de conservar la protección que tenía al ser honrado y leal al país que me la proporcionaba, y con más razón aún por tener un hijito.

Me acordé de la satisfacción que sentí el día anterior cuando me presenté a la comandancia de policía yendo allí con el temor de ser molestado y en lugar de esto fui tratado con consideración y confianza, por lo que mi conciencia se negaba a desmerecer tal tratamiento; además, estaban presentes en mi memoria las palabras que la víspera me había dicho el viejo fascista: “Cumple siempre con tu conciencia y tarde o temprano te harán justicia…”. María, al ver que me quedaba callado, con la mirada enfurecida, prosiguió rabiosamente:

–Sé por mi primo que te negaste y conozco la razón por la cual no aceptas, ¿te crees seguro en Italia?... pues bien, te voy a demostrar lo contrario. Debes saber quién es el señor X (aquí me citó el nombre de un alto funcionario del gobierno), ese señor es nada menos que el hermano de mi esposo –y añadió, con una maligna sonrisa–, me sería muy fácil revelarle que fuiste mi amante y que en la actualidad sigues persiguiéndome con amenazas, y con lo loco que es mi marido, sobre todo en lo que se refiere a mí, estas razones sobrarían para convencerlo y pedir a su hermano tu expulsión inmediata de Italia, y puedes estar seguro, querido mío, de que serás echado con todos tus servicios y tus camisas negras fuera del país, y quizás, además, entregado a las autoridades francesas, y si éstas, con la cuenta que ya tienes pendiente, llegaran a enterarse de tus nuevas actividades… –aquí no terminó la frase soltando una cruel carcajada.

Me quedé petrificado, sólo Alberto hubiera podido salvarme, por desgracia no únicamente me faltaba su apoyo, sino que su delito hacía más irremediable y desesperada mi situación. En ese momento sentí odio para esa mujer que me quitaba la oportunidad de rehacer mi vida, pero ese mismo odio me hizo reaccionar y concebir un rápido plan para defenderme; sin escrúpulos y en la misma forma en que era atacado y dominándome, dije calmadamente a María:

–Voy a ser franco contigo, aunque te burles de mí.

Le confié que la seguía queriendo con el mismo amor que antes le tenía, que había sufrido mucho al saber que estaba en poder de otro hombre, y le aseguré que era capaz de todo con el único deseo de que volviera a mi lado. Descontrolada por esta declaración, que por nada había previsto, alegremente sorprendida se quedó mirándome, por lo que me di cuenta que iba a tener éxito. Expresé mis deseos de cometer el fraude pero en tal forma que se evitara toda sospecha sobre ella. La expresión amenazadora de María había desaparecido en su rostro, fue a abrazarme efusivamente, asegurándome que ella nunca dejó de quererme y que igualmente sufría al saber que estaba casado. Desvié la conversación y expliqué la manera más plausible de proceder en el fraude, el cual consistía en que María no sustrajera ningún cheque en blanco de su esposo, sino simplemente, bajo un pretexto de compra, que éste le entregara en dos ocasiones dos cheques de poco monto al portador. Conseguidos éstos, un mes después los dos huiríamos a París, allí falsificaría completamente varios cheques, escogería dos repitiendo los números de matrícula de los legítimos, y ya efectuado esto ella se quedaría en Francia y esperaría a que yo volviera a Italia, en donde, con la cooperación de Giuseppe, se harían efectivos los cheques. Cometido el fraude, volvería con el primo a Francia.

En realidad mis intenciones eran otras y consistían en dejar que María se separara de su esposo siguiéndome a Francia; volver solo a Italia para presentarme ante el hermano del marido y relatarle los sucesos a él solo, teniendo como pruebas de mi dicho los cheques, para quedar así a salvo de cualquier intriga de María. Además, su huida del lado del marido le quitaba su fuerza mayor en mi contra.

El procedimiento era ruin, más cuando se trataba de una mujer, pero era lo único seguro a mi alcance para seguir viviendo honradamente en Italia. De lo contrario, tendría que abandonar para siempre este país y perder los beneficios de casi tres años de lucha y peligros en pro de una protección que ya tenía segura. Por otro lado, juzgaba que el procedimiento de coacción de mi examante no era de lo más noble.

Al obtener lo que facilitaría mis planes, me apresuré a cambiar el tema de la conversación. María me preguntó por qué me había casado si la seguía queriendo. Contesté que cuando estaba en Venezuela y sin manera de volver a su lado, sólo por este medio, o sea el matrimonio, conseguí los recursos que hacían falta para venir a Europa. María se sintió dichosa al oír eso, pero al mismo tiempo empezó a demostrar celos para con mi esposa, diciéndome que una vez tuvo oportunidad de verla y admitió que, aunque bonita, tenía cara de zonza, y por esta razón siempre dudó que realmente la quisiera yo, y continuó diciéndome con convencimiento:

–Nosotros no podemos querer más que a una persona con nuestra misma mentalidad y costumbres; amor con mujeres como tu esposa, u hombres como mi marido, no es posible, pues están faltos por completo de atractivo, ¿no es cierto? –me preguntó–, recordándome en ese momento alguna de las tantas escenas de cuando vivíamos juntos. Interrogándome sarcásticamente a mí mismo, pensé que si darse de bofetadas a medianoche y tirarse botellas en la cabeza con el firme propósito de romperse la cara era realmente algo muy atractivo… pero hice una señal afirmativa con la cabeza.

–Vas a ver –seguía diciéndome– lo felices que vamos a ser de nuevo; antes, lo único que te pido es que desde nuestra llegada a París encuentres un pretexto para que tu mujer vuelva con su familia.

Yo accedí a todas sus exigencias y mandé que nos sirvieran licor después de la cena en mi habitación; cuando nos dimos cuenta del tiempo eran ya las 11 de la noche. Mi examante se encontraba pasada de copas y con dificultades pude convencerla para volver al lado de su esposo, por el poco tiempo que nos quedaríamos en Nápoles. Fui a acompañarla en un auto, María vivía en un barrio nuevo de elegantes residencias, en su mayor parte quintas fachadas de primorosos jardines. Unas cuadras antes de llegar a su domicilio nos bajamos del carro y caminamos yendo yo a poca distancia detrás de ella. La seguí hasta verla llegar a la reja de hierro forjado en una pequeña pero hermosa villa. Al llegar allí, María con imprudencia y despreocupación volteando la cabeza en mi dirección me hizo la señal de mandarme un beso de adiós con la mano y franqueó la reja de la cual tenía llaves.

Enfundado en mi impermeable, me quedé parado disimuladamente en la acera de enfrente en el pórtico de una quinta, y desde allí seguí con la vista la elegante pero vacilante silueta de María, que atravesaba el jardincillo de la fachada de su residencia dirigiéndose a la puerta. Al aproximarse, como si una persona la estuviera esperando, la gran vidriera del hall se iluminó y a los pocos instantes de que María había penetrado en la villa llegaba hasta mí una voz de hombre encolerizado, a quien contestaba la voz con acento provocativo de mi examante. Estaba lloviznando, la calle se encontraba desierta, sólo de tiempo en tiempo por ella pasaban en un suave rodar algunos automóviles de lujo, por lo que el silencio de la noche únicamente era turbado por las voces de la disputa, y se oían más patéticas las risotadas burlonas de María. Empecé a temer que algo malo le sucediera. Me aproximé a la reja de la villa buscando de antemano el lugar más accesible para brincarla y poder ir en defensa de mi examante en caso de que fuera amenazada de un inminente peligro. En ese momento comprendí que a pesar de todo la seguía queriendo, como tal vez ella a mí. El altercado que tenían los dos esposos subía y bajaba de tono alternativamente, pareciéndome interminable. Por fin, las luces del hall se apagaron y las dos ventanas del piso alto se iluminaron; tras las cortinas, semitransparentes, me pareció ver pasar la sombra de María. La disputa había terminado y se hizo el silencio, por lo que pensé que cada cónyuge se había ido a su aposento. Tenía el convencimiento de que el esposo de María, por el amor que le profesaba, era capaz de perdonarlo todo. Recordaba las facciones agradables y el porte distinguido de ese hombre, que aunque de edad madura conservaba suficiente atractivo para que muchas mujeres hubieran envidiado la suerte de María, quien además de ser de una modesta familia, sobre todo no tenía un pasado limpio.

Desvanecido mi temor de que algo malo sucediera, volví a resguardarme de la lluvia bajo el pórtico que momentos antes había dejado, pero no decidía irme. Veía la elegante villa en la cual María hubiera podido asegurarse una existencia confortable y lujosa, exenta de preocupaciones y sobresaltos; ciertamente, acababa de ser testigo de uno de esos disgustos que aniquilan cualquier felicidad conyugal, pero todo dependía de que ella cambiara de conducta para reconciliarse con su esposo, él la adoraba y estaría dispuesto a perdonarle todo; ese hogar lleno de rencores y desunión, que según las palabras propias de María era un infierno, se transformaría en un hogar feliz, quizá sin amor ni pasión por su parte, pero tranquilo y apacible. María nunca podría encontrar otra oportunidad igual para rehacer su vida.

Comprendía el daño irreparable que le causaría si permitía que se fuera conmigo; yo mismo dudaba de que al lado de esta mujer pudiera cumplir el proyecto prometido que tenía contra ella. Entonces me acordaba de mi esposa y de mi hijo, que serían las inocentes víctimas, y en mi conciencia sentía una gran responsabilidad con ellos y al mismo tiempo una profunda lástima por esa mujer alocada de mentalidad extraña y quizás algo anormal, donde se contradecían (al igual que en su hermano) los sueños y malos instintos, que formaban el fondo del carácter de los dos, pues eran capaces de cometer igual una ruindad que una noble acción. Pronto dos sentimientos luchaban en mí, el de mi propia seguridad y puedo decir el del derrotero de mi vida futura, y el evitar hasta donde estuviera a mi alcance que María cometiera un acto que la lanzara de nuevo a una vida azarosa y llena de peligros, que con su mentalidad era su segura perdición. Dirigí una última mirada a la ventana de María, enviándole un mudo adiós y emprendí la vuelta al hotel. “Ya mi resolución estaba tomada…”.

Al tiempo que caminaba por la silenciosa y hermosa colonia residencial, sentí como el marino que encontrándose en una tempestad ve a lo lejos un puerto seguro. Desgraciadamente, ese puerto, como ningún otro, estaba hecho para mí. Llegué al cuarto del hotel y pasé el resto de la noche escribiendo, explicando a María el gran error que iba a cometer al dejar su hogar, y le aconsejaba que no lo hiciera nunca, recordándole todos los sinsabores que en otro tiempo había sufrido: cárcel, separación, miseria, que habían significado su vida en el pasado. Tan tétrica perspectiva sería su existencia futura a mi lado. Nunca he tenido capacidad para pasar mis ideas sobre el papel, pero en éste había puesto toda mi alma a fin de convencer y salvar, en contra de ella misma, a la mujer que tanto había amado y seguía queriendo. Aparte puse un recado al primo recomendándole entregar a María la carta, y al terminarla veía penetrar por los cristales de la ventana los primeros resplandores de la luz del día.

La ciudad despertaba y la última ilusión que tenía de residir en Italia se desvanecía, como se había desvanecido la noche que acababa de pasar. Tenía el presentimiento que veía a Nápoles por última vez, pero había cumplido con mi conciencia y no cometería ningún delito en Italia. Por otro lado, intentaba salvar de un negro porvenir a una mujer y al mismo tiempo cumplía mi deber con otra, sin perjudicar a la hermana de un amigo, aunque con amargura y rencor contra el destino que una vez más me era contrario.

Preparé mis maletas y mandé desde el hotel mi equipaje pesado a la estación. Tomé un carro y me hice conducir a poca distancia de la peluquería de Giuseppe. Desde allí mandé a un muchacho de la barriada a llevar la carta para María, con el recado al primo. El golfito, encantado de recibir tan temprano una buena propina, fue volando a tamborilear la puerta de la casa del primo; cuando vi desde lejos que éste recibió la misiva, indiqué al chofer la dirección del socio que tenía en el negocio de alhajas. Allí liquidé con este señor las cuentas que teníamos pendientes, di a mi exsocio varias indicaciones para ayudarle en lo futuro en el negocio, y aunque el hombre insistía en que siguiéramos trabajando juntos, fue inútil, pues esto también tenía que perderlo. Al negarme, creyó probablemente que estaba inmiscuido en el asunto de Alberto y no insistió más. De paso fui a despedirme de la esposa de mi amigo. ¡Ya todo había terminado para mí en Nápoles!...

Con mi carta de consejos y adiós a María, mí despedida de la esposa de Alberto y la liquidación de cuentas con mi socio había terminado con mis obligaciones, pero no así con el Servicio de Inteligencia Fascista. En todo esto pensé amargamente en el coche que tomé para ir al hotel a recoger mis maletas de mano y emprender el viaje a Francia. También recordé los peligros corridos en las misiones cumplidas, empresas que enfrenté con el anhelo de que pudiera por este camino ganar una nueva patria, rehacer mi existencia con la esperanza de que más tarde podría volver a una vida tranquila con mi esposa y mi hijito. Todas mis luchas y sacrificios se desmoronaron por el capricho e inconsecuencia de una mujer.

En la medida en que pasaba el tiempo y al no estar ya bajo la influencia y cariño que tenía por María, reaccioné y comprendí el absurdo pero casi obligado sacrificio que iba yo hacer dejando Italia para siempre; además, estaba nacionalizado italiano. Había jurado lealtad al partido, y lo que iba a hacer no solamente era una deserción, sino que podría hasta convertirme en un traidor, con más razón después del acto delictuoso que había cometido Alberto, quien había sido mi protector.

Aunque sin el lío ocasionado por María los acontecimientos me hubieran forzado de todas maneras a alejarme de Italia, renegaba de mí mismo y de mi mala suerte; felizmente, algo inesperado para mí vino a cambiar mis escrúpulos y remordimientos, pues al volver al hotel y penetrar en el hall, me encontré con un sujeto, de un tipo para mí inconfundible. O era un policía o un miembro del Servicio de Inteligencia de ínfima categoría, de los que eran empleados por el citado departamento en comisión de simple vigilancia –cateo, agentes provocadores o ejecutadores de bajas órdenes en el contraespionaje, transmisión de órdenes y un sinfín de otros servicios.

Al verme entrar en el hotel, después de mirarme fijamente un instante, se levantó de la butaca en que estaba sentado simulando leer un periódico, y me fue siguiendo durante el tiempo que subía las escaleras para llegar al piso en que estaba la habitación que ocupaba, y cuando me aprestaba a abrir la puerta el individuo me preguntó si yo era X. A mi contestación afirmativa el hombre penetró en la pieza tras de mí. Cerró la puerta y sacó del bolsillo interior de su saco una tarjeta de identificación, al tiempo que pedía que a mi vez me identificara.

Hechas ambas identificaciones, el hombre, que se llamaba Aldo, o por lo menos éste era el nombre que usaba, me entregó una orden escrita que venía de la administración del departamento, comunicándome que el permiso que me había sido otorgado días antes estaba cancelado y que tendría que volver inmediatamente a Roma a presentarme. Firmé el especie de talonario adherente a la orden, el cual separé de la misma, y lo entregué al portador, quedándome con la orden como era la regla. El portador me dijo que un tren salía 35 minutos más tarde. Sin objetar, hice bajar mis maletas y con el tal Aldo, en un auto de alquiler, fuimos a la estación del ferrocarril para tomar un tren hacia Roma.

Horas después me presentaba en la dirección. Inútil decir que aunque no tenían todavía nada que reprocharme, no había podido dominar cierta nerviosidad. Cuando estaba sentado frente al escritorio del jefe, éste, como todos los que tenían mando en el servicio, no dejaba de escrutarme directamente a la cara al dictar una orden. Esa mirada fija en mí parecía querer leer hasta lo más profundo de mis pensamientos, detalle que anteriormente no me hubiera afectado en lo más mínimo, pues siempre había acostumbrado sostener serenamente la inquisición visual de mis jefes, pero esta vez necesité hacer un esfuerzo para dominar el malestar que tal examen me producía y no desviar mi mirada de la de él.

Estaba tan preocupado tratando de dominar mis nervios, que parte de las instrucciones que en ese momento me estaba dando escapaban de mi entendimiento. Tenía que hacer que repitiera las palabras, con el consiguiente malhumor del que las estaba diciendo. Me daba cuenta del papel de tonto que estaba haciendo, cuyo detalle no me era precisamente favorable.