43. Decepción
Me negué a aceptar la invitación que me fue hecha de alojarme en la casa de los suegros de Alberto los días que me quedara en Nápoles, pero pedí de favor que me guardaran mi equipaje por unos días. Con lo que la señora me contó y la certeza de que era vigilado, comprendí que, aunque siendo inocente, podría yo ser arrestado de un momento a otro.
Al salir de la casa tomé la resolución de ir directamente a presentarme a la Prefectura de Policía, por lo que caminé en busca de un coche, en cuyo trayecto no volví a ver a los dos individuos que me habían seguido, pero pronto me di cuenta de que dos hombres distintos lo hacían en su lugar. Éstos iban vestidos de mezclilla, con aspecto de los obreros mecánicos italianos. Tomé el coche y llegué al edificio policiaco, donde después de media hora de espera fui llevado ante un comandante de policía; quise presentar mi credencial para identificarme, pero con una sonrisa el comandante me dijo que era inútil, que ya sabía con quién trataba y por qué venía. Le expliqué de mi ausencia y que acababa de saber lo sucedido, por eso venía a ponerme a disposición de la justicia, y añadí que era inocente de toda culpa, a lo que me contestó que así lo creía él mismo.
Mi cuarto en la pensión de Roma había sido registrado minuciosamente; además había estado fuera del país todo el tiempo que había durado el fraude y ninguno de los detenidos, al igual que los testigos y víctimas, me había señalado como cómplice cuando se les había mostrado mi retrato. Además, los informes obtenidos de mí por el servicio al cual pertenecía, así como lo declarado por mis jefes directos, fueron excelentes, al igual que los datos sobre la vigilancia a que había estado yo sujeto desde mi regreso a Italia, o sea durante 18 días, de lo cual sólo me había dado cuenta unas horas antes. Mi interlocutor añadió que el haberme presentado espontáneamente desvanecía toda sospecha sobre mí, aconsejándome que fuera a la mañana siguiente al despacho del juez encargado de instruir el proceso. Me tendió la mano y me fui más sereno, dirigiéndome de nuevo a la casa de la esposa de Alberto a recoger mi equipaje.
Al conversar con la abnegada mujer de mi amigo, procuré tranquilizarla lo mejor que pude. Los padres, que estaban presentes, se quejaron amargamente del comportamiento de Alberto por los sufrimientos que por su causa padecía su hija y juraron que nunca más permitirían a ésta que volviera al lado de su indigno esposo. Ella bajaba la cabeza sin opinar, pero cuando salí fue la última en despedirse de mí y, en un momento en que sus padres no podían oírla, me dijo:
–Usted va a ir a Francia y quizás allá lo vea, dígale por favor que yo sigo siendo su esposa y que lo quiero como siempre, le perdono todo, y como sé que usted es un leal amigo… –hasta aquí no pudo decir más porque los sollozos se lo impedían.
La pobre mujer lloraba por su hogar deshecho.
La tarde de ese día, sentado en un banco de un jardín público, apesadumbrado, recapacitaba el cambio que operaba en mí la ausencia en Italia de Alberto, mi protector, pues su presencia significaba para mí como si tuviera una familia y ya ese hogar no existía. Me sentía solo y desorientado, en todos mis proyectos siempre había contado con él, único y verdadero amigo que tenía en el país; estaba acostumbrado a dejarme dirigir, aunque comprendiera lo absurdo de tal situación, y sabía además que Alberto era el hombre menos indicado para dar un buen consejo. Me avergoncé de este complejo de inferioridad y quise reaccionar, sin admitir más la sola idea de no estar solo, y para obtener más informes me dirigí al café que Alberto frecuentaba y a donde lo había acompañado en numerosas ocasiones, allí hablaría con sus amigos.
Al llegar a la puerta del establecimiento me encontré con un joven abogado, teniente de la milicia fascista que, además de ser amigo de Alberto, en lo personal me había siempre demostrado cierto afecto brindándome su amistad. Con el gusto de verlo, lo saludé tendiéndole la mano, al verme se paró en seco con indecisión y al darme la mano observé que miraba a su alrededor, como temeroso de que alguien lo viera en mi compañía, y al instante se despidió de mí; pero al ver que, como él, yo mismo iba a entrar al café, pretextó acordarse repentinamente de una cita y se alejó apresuradamente. Pensé entonces que lo mismo pasaría con los demás conocidos, pero de todos modos entré en el establecimiento, ya no para buscar unas palabras de amistad, que de antemano sabía no iba a encontrar, sino instado filosóficamente en conocer mejor el género humano. Sentados a las mesas se encontraban varias personas que me conocían por haber sido amigos de Alberto, a quien muchos de ellos debían favores, a los cuales en otros tiempos habían correspondido con huecas protestas de eterno agradecimiento. Probablemente eran ahora sus más encarnizados denigradores. Fui a sentarme ante una pequeña mesa apartada y, al servirme, hasta el humilde mesero lo hizo con frialdad. Varios de los concurrentes me reconocieron, algunos de ellos, meses antes, me hubieran dirigido un afable y sonriente saludo, en el momento presente con disimulo volteaban la cabeza. Sin embargo, mi presencia demostraba que yo era ajeno al delito de mi amigo; en ese instante sentí por ellos desprecio, y aunque ciertamente tanto Alberto en el presente como yo por mi pasado éramos individuos perniciosos, seguramente nunca hubiéramos renegado de un amigo en desgracia, y menos de un benefactor, fuera quien fuera, y este pensamiento fue para mí una leve satisfacción.
Acabé de consumir lo que había pedido y salí del café, a pocos pasos me topé con otro amigo íntimo de Alberto, quien venía en compañía de un desconocido, circunstancia por la cual únicamente esbozó un gesto a título de saludo, que no contesté. Su acompañante preguntó quién era yo, a lo que él contestó rápidamente:
–Ya te lo diré después.
Comprendí que sobre mí caía la mala acción de mi amigo. Las personas del ambiente en el cual Alberto me había introducido, unos por injusto criterio y la mayoría por no comprometer su reputación, me echaban de su sociedad; pero instantes después comprobaba que estaba equivocado, pues cuando amargado y rencoroso esperaba el paso de un tranvía para volver al hotel, un hombre ya de edad que iba en compañía de su hijo, un cadete de infantería y con quienes en algunas ocasiones había conversado, al ver que no contestaba a su saludo se dirigieron a mí inquiriendo la causa de mi actitud, a lo que repliqué contando lo ocurrido en el café.
–Comprendo –dijo el anciano con aire contristado, y añadió, al tiempo que me daba amistosa palmada en el hombro–, no hay que juzgar a todos los hombres iguales; no se decepcione, la vida es así. Cumpla siempre con su conciencia y con su deber, no se preocupe por la opinión de los demás y verá que tarde o temprano obtendrá justicia.
Este señor tenía razón y el consejo era excelente, pero como todos los consejos, fáciles de decir y difíciles de seguir. No obstante, las palabras y actitudes de estos dos hombres que representaban dos generaciones me devolvieron un poco de optimismo y mejoró la opinión que momentos antes tenía, en forma tan absoluta, del género humano.
A la mañana siguiente me presenté ante el juez encargado del caso de Alberto. El interrogatorio en mi declaración fue breve; antes de retirarme pregunté al juez si podía ausentarme del país, ya que tenía el permiso de mis jefes, y la contestación fue afirmativa. Cuando salí del juzgado eran cerca de las 12 del día. Pensé en irme a despedir del primo y compré unos regalitos para sus hijos.
Llegué a la peluquería y como siempre el primo me recibió con demostraciones de afecto, me hizo pasar desde luego a sus habitaciones. Allí, en voz baja y con bastante misterio, me preguntó ingenuamente si sabía de lo sucedido a su primo y si yo estaba personalmente metido en el lío. Le contesté que venía del juzgado y que hasta el día anterior había ignorado el asunto, por lo que yo estaba fuera de toda sospecha. El peluquero pareció tranquilizarse.
–Te felicito –siguió diciéndome–, desgraciadamente no es lo mismo para mí, pues temo que me lleve el diablo de un momento a otro, porque por intermediación de uno de mis clientes participé en una de esas combinaciones y ahora este mismo tipo me está chantajeando, y como tú debes de saber, he sido de ideas comunistas, por lo tanto estoy mal anotado y temo que uno de estos días me metan a la cárcel. Mi anhelo –prosiguió– fue irme a establecer a América, pero siempre me han faltado recursos para emprender el viaje. ¡Ah!, si tú quisieras fácilmente y sin ningún peligro te embolsarías una buena suma de dinero y además harías un favor a otras personas…
–Primo –le contesté cortándole las palabras–, es inútil que prosigas, no cuentes conmigo…
Pero insistió: –Deja que te explique.
–Es innecesario –le contesté–, conozco los preliminares y sé a dónde va a parar el cuentecillo, en Italia nunca cometeré una mala acción.
Dicho esto, me disponía a dejar la casa de Giuseppe, pero éste se interpuso a mi salida. Se disculpó prometiéndome no volver a hablar acerca de su proposición y nos dimos la mano en señal de que el incidente quedaba olvidado, y a sus instancias me quedé a almorzar en la casa.