36. Otra vez en Marsella
Alberto me había encargado vigilar a un reportero francés, así como al individuo que lo acompañaba; por esa razón me encontraba apartado de la fiesta, cerca de una pilastra del salón de baile. Allí estaba cuando vi a María aproximarse en mi dirección. Dos jóvenes señoras la acompañaban en medio de un pequeño grupo de admiradores; llegó a poca distancia del lugar en que me encontraba y allí el grupo hizo alto. Pude ver que María recibía los homenajes y galanteos de su acompañante masculino, a los cuales ella contestaba con sonrisas y ademanes estudiados. Comprendí que mi examante maniobraba en forma intencional para exhibir ante mí su nuevo rango social, sus distinguidos admiradores, su belleza y elegancia.
No miraba hacia mí ni parecía haberse dado cuenta de mi presencia, pero sus propósitos no podían ser otros que mortificarme, humillarme o hacerme sentir celos. No me esperaba el comportamiento de esa mujer, pues muy poca cosa podía reprocharme de mi conducta para con ella. Yo, en cambio, en parte por su culpa había sufrido mucho. Estaba desconcertado y decepcionado por tal proceder, ya que de mi examante podía haber esperado tal vez indiferencia, pero no malquerencia. Lentamente me alejé del grupo, siguiendo desde otro lugar la vigilancia de que estaba encargado.
Tres meses habían pasado y ya me preparaba a hacer venir a mi esposa, cuando Alberto, quien fue encargado de una misión para desempeñar en Francia, me preguntó si quería acompañarlo como ayudante. Acepté, ya que tanto Alberto como yo corríamos en ese país los mismos riesgos; comprendía que mi deber era ir con él, demostrando así mi amistad en el peligro y, además, a los otros jefes del servicio, que era apto y decidido a cumplir cualquier empresa que me confiaran. Se trataba de averiguar las conexiones que tenían el Partido Comunista Italiano y el francés, principalmente conocer las actividades exactas de varios grupos y jefes comunistas italianos que, al imponerse el dominio del Partido Fascista en Italia, se habían refugiado en Francia y desde allí seguían conspirando en conexión con los de su partido que se habían quedado en el país, fomentando actos terroristas y sabotajes, se trataba de descubrir con quiénes se comunicaban y la forma en que lo hacían, así como las claves que empleaban y obtener pruebas comprometedoras contra los miembros de los grupos que seguían actuando en Italia.
Alberto iba bastante bien documentado por las revelaciones obtenidas de unos comunistas apresados en un intento de sabotaje, quienes, según la táctica fascista, hablarían después de haber ingerido a la fuerza fuertes purgantes de aceite de ricino durante varios días consecutivos; con los datos obtenidos de esa forma, Alberto debía presentarse como un comunista italiano que había huido de su país. Llevaba tarjeta falsa de identificación, que lo acreditaba como tal, para poder incorporarse al grupo que accionaba en París y obtener de éste la confianza necesaria. Yo estaba encargado de reproducir inmediatamente cualquier documento que mi amigo pudiera conseguir por unas horas y tomar en la calle las fotografías de los individuos que Alberto me designaría, para que éstos pudieran ser identificados más tarde. Además, debía estar listo para falsificar cualquier firma o documento que pudiera facilitar la misión de mi amigo. Con ese propósito llevaba un excelente material de poco volumen y con apariencia de equipo de fotografía para aficionado. Alberto llevaba documentos de identificación italianos, naturalmente que no estaban a su nombre. Yo tenía pasaporte con estado civil de súbdito suizo-italiano y con el nombre de Max Rey, representante de una firma de relojes de los cuales llevaba un muestrario en un maletín-estuche.
De último momento vino con nosotros un tal Luigi V., hombre de unos 50 años, alto y corpulento, quien hablaba bastante bien el francés por haber residido 20 años en Lyon, donde trabajaba en las fábricas de hilados de seda, industria en la cual se emplean gran número de obreros italianos, en cuyos círculos era conocido como un ferviente militante de ideas comunistas. Por varios años, ese hombre había sido el líder de sus compañeros de trabajo de la misma nacionalidad, pero era ahora tan ferviente fascista como fue antes exaltado comunista. Estaba encargado de una misión similar a la de Alberto para desempeñarla en Lyon, con la ventaja de que su fama de exlíder le facilitaría su labor.
¿Quién era Luigi? ¿Un hombre que sinceramente había cambiado de ideales y luchaba de buena fe por una nueva causa? ¿Un vulgar oportunista traidor a sus excompañeros? Eso lo ignoraba. Sobre Alberto sabía a qué atenerme, como si se tratara de mí mismo, pero no así de Luigi, quien era para mí algo parecido a un enigma.
De Italia fuimos a Suiza; desde allí pasamos a territorio francés y llegamos a la ciudad de Lyon. Después de que Alberto y su compatriota acordaron la forma de comunicarse los informes que podrían ser útiles a ambos y que obtendrían en sus separados campos de acción, nos despedimos de Luigi y fuimos a alojarnos a un hotel, con el propósito de salir al día siguiente por tren rumbo a París.
Esa misma noche, mientras estábamos en un café, mi amigo me repitió lo que ya me había contado en otras ocasiones. Se trataba de su examante Luciana, quien tres años antes se había separado de él amistosamente, un año después de su huida de Marsella, cuando los dos se encontraban refugiados en Nápoles. Alberto vivía en aquel entonces con su esposa, pero pasaba la mayor parte de su tiempo en compañía de su amante, con los consiguientes disgustos ocasionados en su hogar por su lío amoroso, el cual no era ya ignorado por su señora. La amante sufría por esa falsa situación, tanto como padecía la esposa, al compartir el cariño del mismo hombre; y comprendió noblemente que más derecho tenía a ese amor la mujer legítima y madre de los hijos de Alberto que ella, la querida. Además pensaba que alejándose de la vida de su amante, éste cumpliría con sus deberes de padre y esposo, volviendo al buen camino por afecto a su hogar y a su familia. Luciana supo sacrificar su amor por un noble propósito, lo cual logró en parte, y regresó sola a Marsella, donde vivía con su madre. Luciana, quien antes de conocer a Alberto trabajaba de modista, oficio en el cual era una excelente obrera, al regresar a su ciudad natal abrió un pequeño negocio con un tallercito de sombreros para señora, ganándose modestamente la vida y la de su madre.
Yo conocía el inmenso cariño que ella profesaba a mi amigo y podía aquilatar la abnegación de esa mujer, que era joven y bonita. La recordaba con sus finas facciones, cuerpo delgado y bien modelado; de porte distinguido, sabía vestirse con muy buen gusto; de trato afable y comedida, nadie al verla hubiera dicho que era hija de un humilde carpintero y criada en una barriada obra. Yo sentía por Luciana el cariño y la estimación de una sincera mistad, y comprendía que, por su mismo bien, su resolución fue la más acertada. El tiempo y el olvido son, en esos casos, dos factores que nunca fallan. Alberto, quien durante la conversación se había hecho servir, después de su taza de café, varias copas de coñac para ahogar, al parecer, el recuerdo de sus amores, vaciló un instante y me propuso repentinamente que lo acompañara a Marsella, diciéndome que quería volver a ver, aunque fuera de lejos, a su examante y por conducto mío entregarle un dinero para ayudarla.
Al principio, desconfiado, creí que los verdaderos propósitos de Alberto eran presionar a Luciana para que los dos volvieran a sus pasadas relaciones, y por lo mismo me negué, sabiendo que tal acto ocasionaría nuevos sufrimientos, tanto a su esposa como a la amante. Sin embargo, pude comprobar la sinceridad de mi amigo, quien me aseguró que aún amaba a Luciana, pero con la nobleza que ésta merecía; sólo quería verla y ayudarla, y que ella ignorara en realidad quién la socorría. Quise una vez más complacer a mi amigo y al mismo tiempo hacer un bien a Luciana, por quien sentía placer de volver a verla, y accedí. Otra razón más me decidió a enfrentar los riesgos que representaba para mí una estancia, aunque corta, en Marsella, mi ciudad natal: aún no olvidaba la delación de La Tía. La muerte de Emilio, allá en el pavoroso presidio, avivaba mis deseos de venganza, y ésa era la oportunidad para lograr mis desahogos; únicamente sentía que mis represalias fueran en contra de una mujer, pero no por eso estaba dispuesto a perdonarla. No obstante, recordé a Alberto su misión, pero el hombre, que en su hora era buen padre y cariñoso esposo, lejos de su familia no podía dominar sus pasiones e instintos y volvía a ser el mismo inconsecuente individuo para quien no existía disciplina ni partido o compromiso que valiera. A mi observación contestó que unos días más o menos para empezar nuestra misión, no tenían importancia.