31. A un vivo, otro más

Me dijo que tenía hijas grandes y no quería que su familia se enterara de sus actividades, añadiendo con voz trémula y fingido sentimentalismo:

–Usted, más que otros, puede comprenderme porque como para usted son sus padres, son para mí mis hijos, y si éstos se enteran de las faltas de uno –agregando–: se lo pido en nombre de su madre.

–¡Pero, hombre! –objeté–, usted puede entregarme el dinero sin que su familia se entere de qué se trata.

–Sí, claro –dijo don Celestino un poco cortado–, pero ¿por qué tanta desconfianza? –y me hizo observar que tenía a la vista la casa y el garaje donde tenía su auto, el cual por sí solo valía la suma que debía darme y que era cuestión de un momento para que volviera. Me dejé convencer aun cuando comprendí que estaba cometiendo una tontería–. Don Celestino volvió a asegurarme sus buenas intenciones conmigo y entró en su domicilio. Yo prendí un cigarrillo, atravesé la calzada y fui a sentarme enfrente, sobre el parapeto que bordeaba el río; allí me quedé esperando sin perder de vista un instante la finca.

A los pocos momentos una de las ventanas se abrió, apareciendo en ella don Celestino, quien me hizo una seña indicándome la puerta de su casa, por la cual en ese momento salía una indígena con tipo de criada que se dirigía a mí. Mi primer idea fue que por medio de la sirvienta iba a serme remitido el dinero, lo cual me alegraba sobremanera; pero corto fue mi optimismo. La fámula vino simplemente a comunicarme, de parte de su patrón, que al llegar éste a su casa había encontrado allí unas personas, amigos de la familia, y me rogaba que tuviera paciencia si tardaba un poco en venir, añadiendo que ella iba precisamente a comprar unas botellas de cerveza para obsequiar a los visitantes. Me mostró una bolsa de mandado que para tal fin llevaba.

Algo no me caía muy bien de todo eso. Vi volver a la criada, quien, efectivamente, traía la bolsa llena de botellas, y dirigiéndose nuevamente al lugar en que me encontraba me dio una de ellas, la cual tomé rápido para devolverle el casco. La criada volvió a entrar en la casa y yo seguí esperando.

El tiempo pasaba; ya era completamente de noche, me había fumado media cajetilla de cigarrillos y don Celestino no salía. Intranquilo e impaciente, tomé la decisión de esperar un momento más antes de ir, sin más consideración, a exigirle el dinero.

En ese instante vi a tres policías que atravesaban la calle y venían directamente hacia donde me encontraba; al llegar cerca de mí, me ordenaron bruscamente alzar las manos. Fui registrado y, desde luego, me encontraron la pistola. En ese tiempo que Juan Vicente Gómez estaba en el poder, llevar un arma sin el debido permiso representaba un delito que se pagaba con mil bolívares de multa o de tres a seis meses de cárcel. Dos de los policías me agarraron fuertemente cada uno por un brazo y me llevaron directamente a la jefatura de policía. Allí acabaron de quitarme lo que tenía encima, o sea, la carta para el coronel, el dinero que don Pablo me dio para mis gastos de viaje, el reloj e incluso la cajetilla medio vacía de los cigarrillos, y hasta la de fósforos, y sin más trámites a empellones me encerraron en una estrecha y maloliente celda, no sin antes avisarme caritativamente que al día siguiente, cuando llegara el jefe civil, sabría lo que era bueno.

Comprendí inmediatamente que mi arresto se debía a una maniobra del estafador para desembarazarse de mí y que a esa hora debía tranquilamente estar preparando su huida, seguro de haberme puesto durante ese tiempo a buen recaudo refundido en una celda, y para colmo, metido en un lío de portación ilegal de arma. Yo, que me creía superior y juzgaba como estúpidas a las víctimas de ese hombre y sabiendo a qué atenerme sobre tal tipo, me había dejado engañar por él como un perfecto idiota, dejando escapar 4 mil bolívares y con eso la oportunidad de volver a Europa. Esa idea y el mal concepto que me hacía de mí mismo me enfurecían más que mi comprometida situación.

Rabioso y renegando contra mí mismo, juraba que si un día encontraba a don Celestino le cobraría muy caro la canallada que me había hecho; pero por lo pronto estaba impotente y eso me desesperaba más. Así pasé la noche.

A las nueve o 10 de la mañana fui sacado de la celda, con las “mismas atenciones” que la víspera, por varios policías y llevado a presencia de un joven jefe civil, de cabello envaselinado, peinado con una impecable raya que dividía su cabellera en medio de la frente; su vestido era de un buen corte, de tela blanca y perfectamente almidonado, y estaba tan tieso como toda su persona, prototipo perfecto del hijo de buena familia que tiene un puesto superior a sus capacidades por la influencia y fortuna del padre. Cuando estuve frente a él, dándose mucha importancia, me dijo:

–Soy el señor jefe civil, y levantando súbitamente la voz, que tenía chillona, me gritó: usted es un cayenero; estaba armado e intentaba cometer un robo en casa de mi estimado amigo don Celestino –y vociferando con más fuerza, prosiguió–; ya he descubierto todo. Vamos, vamos, pronto: los nombres de sus cómplices o ahora mismo lo hago moler a palos.

Esta entrada en materia del elegante funcionario no pronosticaba nada bueno para mí. Traté de explicar mi situación al “tipito” diciéndole que yo estaba esperando precisamente a don Celestino, con quien hice el viaje desde el interior hasta la ciudad, pero no pude terminar de hablar: recibí dos o tres garrotazos al tiempo que el jefe civil chillaba con su voz antipática:

–Esto es el colmo. Tiene usted el descaro de decirse amigo de don Celestino. No, no, amiguito, ese cuentecito conmigo no pega.

Los policías que tenía tras de mí me arrimaron otra tanda de bastonazos. Ya no sabía en qué forma dirigirme a ese joven idiota que no me dejaba explicarle la verdad de los hechos, pues muy engreído de su persona, con la estupidez propia de los presumidos, no admitía poder equivocarse. Pero yo en ese momento estaba más bruto que él, porque fue a la media hora de estar discutiendo con acompañamiento de garrotazos cuando me acordé de la carta de recomendación que me había dado el general. Al mencionar la dichosa carta, al jefe civil le vino la idea de enterarse quién era yo y por qué llevaba encima lo que me fue decomisado.

Después de haber leído la carta cambió de actitud conmigo, disculpándose y diciéndome que sentía lo ocurrido, a lo que contesté que indudablemente más lo sentía yo.

Después de darme un apretón de manos en señal de olvido, me ofreció un asiento y empezó a referirme que él era el futuro yerno del coronel, cuñado del general Paulino B., que era primo de su padre y padrino de un joven hermano suyo, o sea, que la recomendación interesaba a toda la familia. A mi vez, expliqué que cuando me detuvieron estaba en espera del pago de una deuda que debía don Celestino a mi paisano don Pablo, quien me había encargado cobrarla. Le dije que estaba en la creencia de que don Celestino, para desembarazarse de mí, me había hecho detener a fin de darse tiempo de huir sin pagarme. Por esa razón, le rogué que despachara a uno de sus agentes para hacer la investigación concerniente, lo cual hizo el jefe civil. Minutos después volvía el policía informando que don Celestino había salido de la ciudad por la noche, con lo cual el distinguido funcionario comprobó mi dicho. Me reveló que, efectivamente, mi arresto se debía a la denuncia de una sirvienta que fue a la jefatura porque un individuo sospechoso merodeaba desde hacía horas frente a la casa de su patrón. El jefe civil me aseguró que desgraciadamente no se encontraba en su puesto en ese momento para evitar el atropello y la huida del culpable, añadiendo con cara de chismosa de pueblo.

–Válgame, Dios, ¿qué opina usted de un caballero como don Celestino, tan cortés y sobre todo con unas hijas tan preciosas como tiene?... ¿Las conoce usted?

Eso me hizo comprender que no existía error: tenía frente a mí a un perfecto cretino. Hice notar que, además de la carta y la pistola, me habían sido decomisados 435 bolívares más un reloj, dándome pena mencionar la media cajetilla de cigarros y la caja de fósforos, pero ya no estaban de servicio los policías que me detuvieron la víspera. Después de que otros agentes mandados por el jefe civil fueron en su busca, llegaron los tres; dos de ellos estaban ebrios, por lo cual comprendí en seguida que yo había pagado las copas. Aquí empezó una discusión entre el jefe y los subalternos. Los agentes, al principio, negaban haberme decomisado dinero alguno, pero fueron registrados y se les encontraron en conjunto 242 bolívares y algunos centavos, más mi reloj, que ostentaba el cabo en su muñeca. El jefe se enrojeció y con voz aguda gritaba:

–Señores, ya varias veces he suplicado a ustedes que no hagan estas cosas; me han llenado de vergüenza delante de este caballero.

Este señor, afortunadamente, ya no me llamaba cayenero. Por fin después de mucho discutir, los agentes devolvieron el reloj y los 242 bolívares. Me satisfizo haber podido recuperar algo de mis pertenencias. También me fue prometida la devolución del dinero que faltaba, pero eso no pasó de ser una promesa del joven funcionario, quien después de meditar un instante, como iluminado por una idea súbita, me preguntó:

–Dígame usted, joven, ¿no le parece extraño que don Celestino huyera de esa forma tan precipitada por una simple deuda? –y exaltándose repetía convencido–; aquí hay algo más. Sí, cómo no; ahí hay otras cosas que usted ignora pero que yo presiento, que olfateo; yo descubriré el enigma.

Y seguro de sus deducciones, como ya era cerca del mediodía, el jefe civil me llevó en su auto a casa del coronel, aprovechando la circunstancia para ver a su novia, a quien desde la entrada fue diciéndole muy ufano:

–Querida niña, ahora puedo revelarte que por fin desenmascaré a un redomado pícaro, a quien toda la gente de nuestra sociedad creía un perfecto caballero.

Y tomando su tiempo para juzgar el efecto, pronunció el nombre de don Celestino M.

La novia, poniendo cara de sorpresa, dijo:

–Ay, qué noticia… y Bertha, la hija de don Celestino, tan presumida.

Y luego llamó a su mamá y a dos hermanas, quienes llegaron corriendo a enterarse del sensacional acontecimiento, y allí se armó un chismorreo de “órdago”, del cual naturalmente el jefe civil tenía la batuta, presumiendo de su perspicacia policiaca. En ese momento vino el coronel; el jefe civil se acordó de mí y me presentó, entregándole la carta de recomendación, y le explicó a su antojo los hechos. El coronel nos invitó a almorzar; yo me disculpé pidiendo permiso para retirarme con la promesa de volver más tarde como me lo pedía el coronel.

Fui a la fonducha a donde a mi llegada me llevó el estafador para dejar allí mi modesto equipaje; después de asearme, rasurarme, almorzar y descansar, regresé al atardecer a la casa del coronel, quien me pasó a su despacho, y después de informarse sobre el estado de salud de su cuñado, sin preámbulos fue preguntándome lo que existía de cierto en el enmarañado asunto en el cual me encontraba metido. Dijo que él sabía de un negocio que su cuñado tenía con don Celestino; dándome cuenta de que mi interlocutor conocía algo sobre el particular, sin hablar de monedas le conté que don Celestino había hecho creer al general y a varias personas que poseía el secreto de convertir en oro lingotes de estaño, estafando a todos una fuerte suma de dinero, pero que habiendo sido yo consultado sobre el supuesto invento sospeché del engaño, por cuyo motivo vine a Ciudad Bolívar para averiguar y aclarar mis dudas, lo cual estaba haciendo el día anterior cuando el estafador, viéndose a punto de ser descubierto, bajo una falsa acusación me hizo arrestar.

El coronel no era tonto, y como algunos detalles de mi relato no le parecían muy claros, lo vi poco convencido de mis explicaciones. Me informó que ya había girado instrucciones para la aprehensión de don Celestino. Además había mandado una carta a su cuñado para que viniera, añadiendo que tendría yo que esperar en su casa hasta la llegada del general, y me asignó un pequeño cuarto para alojarme. Un ordenanza vino conmigo en busca de mi maleta dándome cuenta de que el soldado tenía la consigna de vigilarme con disimulo.

De vuelta a la casa del coronel, no volví a salir a la calle, quedándome en espera de don Paulino, quien a los pocos días llegó en un momento en que el coronel no se encontraba en su casa, lo que me permitió explicarle los hechos, desvirtuando la verdad sólo en lo que se refería a que había yo descubierto la estafa en Ciudad Bolívar y no en el pueblo. Naturalmente, no mencioné la recuperación de los 8 mil bolívares y lo del acuerdo con don Celestino para que éste me entregara los 4 mil restantes.