29. El estafador

Días más tarde supe que el estafador era un tal Celestino M., quien vivía en Ciudad Bolívar. Ese caballero operaba en la siguiente forma: Tenía un aparato de “alta fantasía” con baterías eléctricas, pequeños manómetros y varios foquitos de diferentes colores que se encendían y apagaban alternativamente; un pequeño timbre daba aviso del principio y del final de la operación. Naturalmente, todo ese conjunto de bobinas, tubos niquelados, timbres, manecillas, alambres forrados de seda verde, etcétera, tenía sólo como fin impresionar la mente del incauto que se dejaba sugestionar por la vista del misterioso extraño aparato, colocado en una elegante y muy bien barnizada caja de nogal con fina cerradura dorada, de un tamaño de 75 por 50 centímetros de ancho y unos 60 centímetros de altura, que al ser cerrada tomaba la forma de un veliz muy cómodo para transportarlo, y que el tal don Celestino llevaba con él cada vez que era necesario, sin dejarla nunca en poder de nadie.

El truco se hacía empleando un recipiente de porcelana en forma de tubo, el cual tenía de 20 a 25 centímetros de altura y un diámetro de 10 centímetros; había un segundo recipiente de la misma forma y de un tamaño un poco menor, para poder ajustarse concéntricamente en el interior del primero; estaba hecho de oro muy delgado. Este tubo tenía, además de su fondo del mismo metal, un doble fondo hecho de un disco de cobre delgado y en medio estaba escondida una moneda de buena ley de 100 bolívares, la cual estaba bien pegada con cera al fondo del recipiente a fin de que no quedara suelta, evitando así que pudiera sonar si por alguna circunstancia era movido o cambiado de posición dicho envase. Este doble recipiente de porcelana y oro era mostrado a la futura víctima, quien lo veía completamente vacío; el estafador colocaba el recipiente en el centro de su aparato y allí conectaba unos alambres eléctricos con pinzas niqueladas. Enseñaba al incauto una moneda de estaño de 100 bolívares, obtenida por fundición en un molde de yeso. Las moléculas del metal de esa moneda, según la explicación que daba el estafador, iban a absorber el maravilloso líquido transformador que, por contener cierto porcentaje del cloruro de oro, convertiría a la moneda falsa en oro. Dicho esto, la moneda de estaño era puesta sobre el fondo de cobre que escondía la legítima moneda. Se llenaba el recipiente con el precioso líquido transformador, que no era otra cosa que ácido nítrico, y éste disolvía la moneda de estaño o zinc y el doble fondo de cobre, poniendo al descubierto la legítima moneda en lugar de la falsa.

Durante la operación funcionaba ingeniosamente todo el sistema de los diminutos manómetros, luces y timbres; se desconectaban los alambres adaptados al famoso tubo de transformación y, después de haber sido lavada con agua corriente, la flamante moneda de oro quedaba reluciente en manos del incauto, a quien era obsequiada por el estafador con el mayor desprendimiento y en muestra del poco valor que tenían para él 100 bolívares. Habiendo demostrado a la futura víctima la perfección del procedimiento, empezaban los acuerdos de la asociación; el estafador participaba como socio técnico y el otro o los demás, como socios capitalistas, quienes tenían que aportar para la compra del frasco de ácido, cuyo precio fluctuaba entre 5 mil y 10 mil bolívares, según la posición financiera y el grado de tontería que reflejara la cara del candidato a ser estafado. Don Celestino aseguraba que un solo frasco alcanzaba para transformar en oro mil monedas de zinc de 100 bolívares, dando una ganancia aproximada de 90 mil bolívares. La compra de dicho frasco estaba a cargo del estafador, naturalmente con el dinero del socio a quien don Celestino revelaba que ese frasco provenía de un laboratorio químico clandestino. Cuando llegaba el momento de operar la transformación de las monedas falsas en gran escala, siempre con algún pretexto era aplazada por algunos días. El tapón del frasco del ácido nítrico tenía en su interior un tubo disimulado en el corcho, que contenía limadura de cobre, y al dar un golpe en el momento deseado sobre la parte alta del tapón los polvos de cobre caían en el ácido que al corroerlos desprendía gases, los cuales no tenían escape por estar el frasco herméticamente cerrado; entonces se producía una de dos cosas: o saltaba el tapón que estaba sólidamente sujetado con alambre sobre el cuello del frasco, o éste reventaba.

De cualquier manera, el color amarillo del ácido puro se volvía verdoso por la corrosión del cobre, lo cual bastaba al defraudador para demostrar a sus socios que, por circunstancias independientes a su alta técnica, el líquido transformador se había echado a perder, y para volver a enriquecer el ácido era necesario agregar más oro formado en una segunda solución, de la cual personalmente tenía el secreto; y de ahí seguía otra estafa. Ésta consistía en meter en un frasco vacío cierta cantidad de pepitas de oro, añadir un líquido cualquiera, cubrir el frasco con un trapo negro –teniendo don Celestino otro frasco aparte igual al primero, que contenía dorado en polvo mezclado con glicerina– y, en un descuido del incauto, don Celestino cambiaba el primero por el segundo, dejando en manos de su socio, para que éste lo guardara, el frasco que contenía el líquido dorado, quedándose él con el de las pepitas de oro.

Don Hermelindo fue a buscar a su caja fuerte uno de los varios frascos que poseía, el cual sacó con muchas precauciones por el valor de su contenido. Me lo enseñó y me di cuenta a primera vista de que en la orilla del dorado de bronce que contenía el recipiente se estaba formando ya en la superficie una delgada aureola verde, característica del sulfato de cobre. Estaba yo asombrado; no podría comprender cómo esa gente, conociendo el oro, no se daba cuenta de esta particularidad del cobre y cómo tampoco nunca le vino a la mente analizar lo que tenía en las manos.

El pueblo estaba en plena zona minera. Las minas de oro de Salva la Patria, en Nuevo Callao, estaban a pocos kilómetros y uno de esos señores tenía una pequeña mina. Otro era dueño de una factoría y traficaba diariamente con gambusinos, quienes la mayor parte del tiempo pagaban su mercancía con pepitas de oro… ¿Sugestión? ¿Confianza? ¿Ignorancia? ¡Quién sabe!

De hecho, ya hacía 18 meses que esos señores estaban siendo engañados y parecían dispuestos y con bastantes ánimos para seguirse dejando robar por más tiempo. Después de haberme dado cuenta de la estafa, estuve a punto de revelar a esos hombres el engaño de que eran víctimas, pero reflexioné que mejor sería pensarlo detenidamente antes de hablar. No dije nada, conformándome con observar, escuchar y hacer conclusiones para mis adentros. La conversación prosiguió desviándose sobre el capítulo de los billetes de banco, cuestión sobre la cual di todos los informes que me fueron pedidos al respecto.

Ya bien entrada la noche volví con don Pablo a nuestra casa. Acostado en la hamaca, no podía conciliar el sueño pensando en todo lo visto y oído en esa extraña velada; ya era de madrugada cuando pude dormirme.

Tarde ya en la mañana, fui despertado por el viejo corso que me llamaba a desayunar. Cuando estuvimos solos surgió la conversación sobre lo discutido en la reunión tenida la víspera en la hacienda de don Hermelindo. Don Pablo me dijo con mucha convicción que lo que había visto y oído referente al “procedimiento de transformación”, representaba un gran “invento” y un formidable negocio para enriquecerse, el cual desgraciadamente no estaba del todo perfeccionado, o que quizás faltaba técnica por parte de don Celestino, y añadió con un suspiro:

–Lástima, paisanito, que usted que conoce de billetes no sepa también de este asunto.

Me sonreí y le contesté:

–Ya sé bastante.

Don Pablo interpretó mis palabras en el sentido de que con las explicaciones que la víspera me dieron sus amigos era suficiente para que comprendiera yo la técnica del gran procedimiento y en lo futuro podría ayudar en su perfeccionamiento. Alegremente me contestó:

–Si es así, puede usted facilitar más pronto la recuperación de lo que perdí en el negocio.

Dicho esto, don Pablo pasó a contarme que un año antes vendió la tienda que poseía en el pueblo en que nos encontrábamos, para conseguir 12 mil bolívares y poder participar en la compra de tres frascos que naturalmente se rompieron o descompusieron, y que por esa causa se encontraba ahora casi en la miseria. Pero me aseguró que no por eso desesperaba, pues contaba con las promesas de don Hermelindo y socios, hombres que poseían capital suficiente para seguir adelante el negocio hasta el completo éxito del mismo, y no cabía duda en esa invención; tarde o temprano tenía que enriquecer a los que conocían su secreto. El hombre hablaba con el más grande optimismo, repitiéndome con entusiasmo las frases siguientes:

–¿Pero no se fijó usted en la perfección de la moneda, en su aspecto, en su color y sonido? Oro, sí señor, oro legítimo, aunque sintético.

El pobre tonto me inspiraba lástima. Don Pablo prosiguió:

–Ese procedimiento es algo sencillamente maravilloso.

Allí corté la palabra al viejo corso; le contesté que todo lo que había de maravilloso en eso era la facilidad con la cual él y sus amigos se dejaron estafar por don Celestino durante 18 meses. Al oír mis palabras, don Pablo dejó de comer y demudado me miró con azoro e incredulidad; con una breve y convincente explicación, le demostré la exactitud de mi dicho. El hombre estaba anonadado. Cuando pudo hablar, dijo lentamente:

–Pe… ¿Pero… es posible?

Súbitamente se levantó de su asiento y sobrexcitado agregó:

–Vamos, vamos enseguida a casa de don Hermelindo a contarle todo.

Yo, que tenía mis planes ya hechos, aconsejé a don Pablo que se calmara, se sentara, me escuchara y siguiera mis instrucciones si quería recobrar su dinero. Esas palabras hicieron efecto inmediato en mi interlocutor, quien se dejó caer en una silla y ansiosamente quedó en espera de que le explicara el modo que pensaba emplear para recuperar su dinero de manos del estafador. Acto seguido, expliqué a don Pablo.

Si usted revelara a sus amigos el fraude de que están siendo objeto, éstos intentarían forzar a don Celestino a que restituyera el dinero o una parte de él; como es probable que el estafador no dispusiera ya de toda la suma robada o estuviera poco inclinado a devolverla, la cantidad de dinero que se lograra recuperar tendría que ser repartida entre las víctimas proporcionalmente a la cantidad perdida por cada una, y en vista de ser muy fuerte la suma robada a don Hermelindo “y compañía”, bien poca sería la cantidad que le tocara a usted, don Pablo; y esto sería, como le decía, en el mejor de los casos, pues hay que prever la posibilidad de que don Celestino se negara a toda transacción. En ese caso, don Hermelindo y socios podrían ejercer venganza directa o harían encarcelar al estafador y… adiós dinero.

Seguí explicando:

Mis planes consisten en dejar que don Celestino vuelva con toda confianza al pueblo y traiga el nuevo frasco; dejarlo poner en práctica su nueva estafa y entrar yo en escena, enfrentarme a solas con el sujeto y, de buena o mala forma, hacerle devolver la suma que a usted le ha sido estafada, la cual es la más pequeña; recuperando su dinero, podrá entonces revelar a sus amigos la estafa.

El procedimiento no era muy caballeroso pero sí práctico, y en parte disculpado por la diferencia que existía entre un hombre en la miseria y otros en buena situación de fortuna; pero aun así mi plan no cabía en la mentalidad de don Pablo, quien insistía en desengañar a sus amigos. Tuve que ponerlo otra vez ante la perspectiva de perder sus 12 mil bolívares delatando al estafador o callarse y recuperar su dinero. Convino por lo último.

Cuando se hubo tranquilizado un poco, ya más conforme, don Pablo me dijo:

–Si recuperamos la suma perdida, le daré a usted como gratificación 4 mil bolívares.

Le di las gracias y, con el optimismo y fanfarronería propios de mi juventud, le dije:

–En ese caso, ya puedo considerarme poseedor de ese dinero. Don Pablo sonrió, recordándome el viejo proverbio que dice: “no hay que vender la piel del oso antes de matarlo”. Sosegado y esperanzado, don Pablo me pidió más detalles sobre la forma mediante la cual “trabajaba” don Celestino. Después de explicarle la base del fraude tal como me la imaginaba, él mismo fue recordando ciertos detalles sospechosos, dándose de palmadas en la frente conforme los hechos pasaban por su memoria.

La tarde de ese mismo día vino el viejo general y me hizo nuevas preguntas sobre la falsificación de billetes de banco: material necesario, precio de éste, forma de adquirirlo y un sinfín de cuestiones sobre lo mismo. Terminó por proponerme comprar el material de impresión y todos los implementos, incluso pagar mis gastos personales y hasta un adelanto pecuniario si entraba en trato con él para falsificar billetes; además prometió a don Pablo que no sería olvidado en el reparto que hubiera de las utilidades de lo que el general llamaba “el negocio”.

Pero yo no sentía ningún entusiasmo por la proposición, pues acababa de ser duramente escarmentado; únicamente yo conocía el precio de los sufrimientos de toda índole que había pasado para obtener mi reciente libertad. Por mi mente desfilaron visiones de fugas, escenas de presidio, traslado de penal a penal, encadenado; recuerdos de compañeros fallecidos; todos mis anhelos estaban en, sin más peligros, volver a Europa, ver a mis padres, a mi amante, a mi amigo Alberto, quien prometió protegerme en Italia; además, tenía la más absoluta confianza en la oportunidad que se me presentaba de recuperar el dinero estafado, lo que me iba a producir 4 mil bolívares, suma que bien me alcanzaba no sólo para mi viaje a Italia, sino para equipar mi vestuario con decencia, por lo cual rechacé amablemente la proposición del general, sucediendo lo de siempre, esto es, cuanto más me negaba, más insistía don Paulino (el general), quien aumentaba sus ofertas diciéndome que si accedía iríamos a Caracas a comprar el material y pasaríamos en esa ciudad unos meses de vida regalada con sus consecuentes diversiones. Yo ya sabía, por amarga experiencia, el precio a que se pagaba esa vida regalada y me acordaba de esas mismas palabras que años antes me había dicho mi cómplice Alberto. El general, viendo que yo me negaba, se fue disgustado.

Don Pablo se quedó extrañado de mi negativa ante la proposición de su amigo. Ya era el anochecer.

Sentado en la terraza, al lado del viejo corso, estuve hablándole acerca de mis padres, de María; le conté los sufrimientos que pasé en el presidio, los horrores de mi primera evasión, y seguí narrando a ese hombre comprensivo una parte de mi vida. Me preguntó mi edad y, enterado de que tenía 23 años, se me quedó mirando con una mezcla de tristeza y simpatía, no exenta de admiración por los peligros a que me había enfrentado, reconociendo que estaba en lo justo y que él era ahora el primero en aconsejarme no volver a delinquir.

Don Pablo, a su vez, me confió una parte de su existencia y de sus luchas; había llegado a Venezuela a los 27 años; tenía 55, y logró amasar una pequeña fortuna en el comercio, perdiéndola más tarde en una empresa de mina de oro; volvió a poner una tienda de regular importancia en este pequeño pueblo, y entonces apareció don Celestino, quien le propuso el tentador y efímero negocio de la transformación. Don Pablo perdió los primeros 4 mil bolívares, quiso recuperarse, pidió prestado y firmó letras, pero perdió otros 4 mil, por lo que vendió la tienda y entregó los últimos 4 mil bolívares, que siguieron el mismo camino que los 8 mil primeros, quedando en la miseria. Don Hermelindo le facilitó 2 mil bolívares para que fuera a establecer una pequeña tienda en Ciudad Bolívar, donde lo conocí. Ya don Pablo era un hombre envejecido, acabado por las enfermedades del malsano clima en el que había vivido tantos años. Casi a la madrugada terminamos de contarnos una parte de nuestras vidas. Nos habíamos quedado callados en la tibia noche, bajo el sereno cielo tropical, y las silenciosas soledades de este pequeño pueblo de la Guayana venezolana hacían más triste y angustioso el pensamiento de dos hombres de otra tierra, de otras costumbres, que ahora estaban sin familia y sin recursos. El viejo corso recordaba los mejores años de su existencia en estas regiones inhospitalarias y monótonas, donde fue tras un sueño de fortuna, que si en parte pudo realizar, en ese mismo lugar la había perdido.

Ahora, viejo, enfermo, desilusionado, sin esperanza, incapacitado de volver a su querida Córcega, su solo porvenir y modesto deseo era recuperar el dinero que le fue robado y terminar sus días tras el mostrador de una pequeña tienda. El futuro de mi viejo compañero no existía. En cuanto a mí, el porvenir estaba incierto y el pasado hacía de mí un prófugo de la justicia, sintiendo la nostalgia de volver a Europa. Veía en la imaginación a mi familia, a mis padres, sobre todo a mi madre, a la mujer que yo quería y a mis amigos, todo mezclado con las visiones del bullicio de la gran ciudad con sus calles populosas que contrastaban tanto con las regiones despobladas donde me encontraba.

Unos gallos cantaban; salimos de nuestros insistentes pensamientos y entramos a la casa dirigiéndonos a nuestras respectivas hamacas. Mi compañero estaba melancólico; dándole una palmada amistosa en el hombro para infundirle ánimo le aseguré otra vez que recuperaría su dinero, pero me di cuenta de que en ese momento el hombre no pensaba en su pobreza, sino que sufría por el aislamiento, y me dijo:

–¡Ah, si tuviera un hijo como tú, qué diferente sería para mí la existencia! Tendría alguien que se interesaría por mí, lucharía a mi lado y no estaría yo solo como un perro.

Le pregunté por qué no se había casado y me contestó:

–Porque siempre mis ideas y deseos fueron volver a mi tierra y formar en ella un hogar –y añadió con tristeza–; no tuve razón y ahora es muy tarde.

Pasaron más de ocho días sin que variara en nada la vida que llevábamos. El general había vuelto a su hacienda situada a un día en caballo del pueblo, y antes de despedirse me renovó sus proposiciones, aconsejándome reflexionar en que el negocio me convenía, y quedó de volver al pueblo luego de que don Celestino llegara, pues quería presenciar una vez más el procedimiento de la transformación con el nuevo frasco. Y dirigiéndose a don Pablo, al momento de alejarse fue diciendo:

–A ver si esta vez el idiota de don Celestino tiene éxito –y despectivamente agregó–; creo que ese tipo sabe mucho menos del procedimiento que lo que quiere aparentar.

Después pronunció unas cuantas malas palabras y subrayó su opinión escupiendo con fuerza por un colmillo un salivazo que fue a dar a tres metros de distancia. Malhumorado al parecer por mi negativa y el recuerdo de tantos fracasos y dolorosas pérdidas de dinero, se fue en dirección a su caballo rezongando entre dientes y golpeándose las botas nerviosamente con un corto fuete que tenía en la mano.

Ante las reflexiones del general vi la turbación de don Pablo, que estaba avergonzado de callar a su socio la verdad sobre la estafa. Bajo mi mirada, se contuvo de manifestarlo, pero me daba cuenta de que el viejo corso de un momento a otro podía soltar la lengua, y cada vez que sabía que iba a reunirse con sus amigos le repetía yo las mismas recomendaciones basadas en que si revelaba la verdad perdería su dinero. Sólo ese temor hacía que no hablara.

Estoy convencido de que si este hombre no hubiera estado tan necesitado, habría preferido perder sus 12 mil bolívares a callarse. Si en mi vida he conocido hombres adinerados, que sin vacilar entran en negocios sucios y fuera de la ley por la sola ambición desmedida de dinero, mucho más he visto personas de un pasado honrado que delinquen empujados por la miseria. Don Pablo era una de éstas, además de que no tenía un concepto exacto de lo que era el delito de falsificación.

Por fin, un día fuimos enterados de la llegada del tal don Celestino, y la misma noche de ese día estuve presente en la primera reunión que celebraban los socios en la hacienda de don Hermelindo; allí vi al defraudador. Era un hombre de 45 años, muy alto, flaco, huesudo, calvo, de espesas cejas, quijadas cuadradas y pronunciadas, que al reírse, cosa que hacía a menudo, enseñaba una hilera de dientes de tiburón enteramente orificada. Fui presentado al individuo, quien me dio la mano con una amabilidad condescendiente, no exenta de un aire de perdonavidas, lo cual desde luego hizo que el sujeto me resultara bastante antipático; durante todo el tiempo que duró la velada, don Celestino no volvió a dirigirme la palabra; aparentando considerarme como un tipo insignificante, peroraba con ostentación a sus víctimas, quienes embobadas lo miraban con atención y detenimiento, formulando sólo de vez en cuando unas tímidas preguntas.