24. Un favorcito

A los cuatro días de navegación, el tiempo era ideal, tanto por la calma del mar como por la calidad y dirección del viento; dos o tres chubascos picaron un poco el mar pero nos sirvieron para refrescarnos el cuerpo del incómodo calor. No hubiéramos podido desear más feliz viaje. El quinto día juzgamos que debíamos de encontrarnos cerca de la costa de Venezuela. Teníamos informes de que debíamos evitar tocar tierra en la Isla de Trinidad, colonia inglesa frente a la costa de Venezuela, donde la ley condenaba a un año de cárcel por entrada ilegal al territorio, y después extraditaba a todos los prófugos que desembarcaran en su costa. Con ese temor conduje el barquito en dirección a tierra, de la cual estábamos más distantes de lo que suponíamos.

Después de navegar todo el día, vimos la costa cuando ya era completamente de noche. Por esa razón resolvimos no desembarcar y seguimos la ribera a una distancia de media milla. Unas horas después nos quedamos sorprendidos de ver a lo lejos un potente haz de luz que iluminaba el mar en forma circular; desde luego comprendimos que provenía de un faro; esto significaba que estábamos en la embocadura del Orinoco. Habíamos llegado a Venezuela. Guiándonos por la luz, seguimos avanzando; ya estaba amaneciendo cuando navegábamos entre las muchas islas de la embocadura del Orinoco.

A las siete u ocho de la mañana, al pasar frente a lo que después supimos era un puesto de resguardo, unos individuos nos hicieron señales para que fuéramos a tierra. Obedecimos y al desembarcar fuimos recibidos por media docena de resguardos. Estos hombres no estaban uniformados, sólo llevaban como insignias una faja amarilla de la cual colgaba un corto y antiguo sable. Estaban armados con pequeñas carabinas y no parecían sorprendidos por nuestra presencia; tampoco mostraron curiosidad por saber quiénes éramos y de dónde veníamos, como demostrando a qué atenerse al respecto; pero sí se interesaron por lo que poseíamos. Luego dos de ellos bajaron a la embarcación para inventariar lo que contenía. Supimos que estos hombres habían visto y tratado con varios otros prófugos antes de nosotros. Uno de estos señores conocía unas palabras de francés con las cuales quiso lucirse diciéndome un champurrado “Bonjour, monsieur”, seguido de una mala palabra que nos hizo poca gracia. Acababa de decirnos: “Buenos días, señores, hijos de prostituta”.

Vimos de mal modo al sujeto y el albañil contestó lo que todos pensábamos, diciendo al aduanero que la prostituta sería indudablemente su progenitora y no la nuestra. Nuestro interlocutor, que no entendió la rectificación, dio las gracias a nuestro compañero por tan amable contestación y fue entonces cuando comprendimos que indudablemente uno de nuestros predecesores jugó una broma al resguardo, enseñándole las finas palabras que él repetía ignorando el significado.

Los resguardos nos hicieron permanecer en el edificio del puesto, pero recibimos un trato a cuerpo de rey. Nos ofrecieron un deliciosos almuerzo y, durante el día, refrescos de frutas y aguardiente con papelón (azúcar oscura). Por la noche nos obsequiaron a cada uno una hamaca indígena llamada chinchorro, hecha con fibras vegetales.

Tal recibimiento desde nuestra llegada a Venezuela nos hacía pronosticar lo mejor sobre nuestra estancia en el país, pero al día siguiente, desencantados, cambiamos de opinión; cuando quisimos embarcarnos para proseguir nuestro viaje río arriba, notamos que el barquito había desaparecido. Los resguardos nos hicieron entender que lo habían decomisado por la sencilla razón de que no teníamos licencia para navegar. Entonces pedimos las latas de conserva, el chocolate y los cigarrillos, así como herramientas y muchas cosas que estaban en la embarcación y que en nuestro concepto no necesitábamos licencia para llevarlas con nosotros; pero se hicieron que no entendían lo que decíamos, comunicándonos luego que no podíamos seguir viajando juntos, sino que tres debían irse por una orilla y los otros dos por la otra margen del Orinoco. El Albañil y yo fuimos los primeros en partir; nos despedimos de nuestros tres compañeros, con los que quedamos comprometidos de vernos en la población del Alto Orinoco, Ciudad Bolívar.

La Gran Fatma se separó de nosotros casi llorando; dos resguardos nos llevaron en una vieja lancha de motor hasta un pueblito de la otra orilla.

El pueblo estaba formado en su mayor parte de casitas de madera construidas sobre pilares metidos en el agua del río. Esa rústica aldea tipo lacustre nos causó una mala impresión por su aspecto miserable e insalubre, y nos preguntamos cómo íbamos a poder subsistir en ese lugar; lejos estaba nuestro optimismo del día anterior. Nos habíamos quedado en el viejo embarcadero mientras veíamos alejarse la lancha que nos había traído, sentados cada uno sobre el bulto de nuestro equipaje que contenía un pantalón y una camisola de cambio, la hamaca y una cobija; sin recursos y sin conocer la lengua de Cervantes, no sabíamos qué resolución tomar.

Unos niños y tres o cuatro mujeres de la aldea se aproximaron a nosotros y empezaron a hablarnos; comprendíamos que nos preguntaban qué sabíamos hacer, y acordándome de las calabazas adornadas por mí en Brasil, con mucho trabajo llegué a hacerme comprender, hasta que una de las mujeres me llevó a su casa. Allí con satisfacción vi varias calabazas que en Venezuela llaman tutuma, que eran empleadas como recipientes por la gente humilde. Conseguí una vieja lima, con la cual de un gran clavo hice un buril y me puse a la obra. La mujer de la casa donde nos encontrábamos era viuda y vivía sola con su hija; nos dio alojamiento en un cuarto de madera contiguo a su casa. Allí fue cuestión de adornar la primera tutuma, y desde ese momento siempre me vi rodeado de calabazas por cuyo adorno recibía en pago carne o pescado seco, plátano y otros comestibles. El negocio no era precisamente lucrativo pero daba para comer y en nuestra situación representaba algo indispensable.

Nuestra anfitriona era blanca y muy delgada, de unos 40 años y aspecto enfermizo; tenía instrucción y se comprendía que en otro tiempo debía de haber ocupado otra posición social; ahora estaba en la miseria. Tomándonos confianza, nos contó sus penas, relación que sólo en parte comprendimos: esa señora, nativa de Ciudad Bolívar, se encontraba en ese pueblo por haber seguido a su esposo, quien, habiéndose arruinado en un negocio y basándose en informes erróneos, llegó a ese lugar virgen del país e intentó rehacer su fortuna, pero fracasó y murió años después a consecuencia de la malaria. Su mujer enfermó y su hija quedó en la indigencia. Toda la esperanza de esa señora consistía en poder tener noticias de su hermano para volver a Ciudad Bolívar.

Repartía con la viuda los comestibles que recibía en pago de mi trabajo y ella los cocinaba. Así pasamos ocho días en ese lugar, ayudándonos mutuamente, pero no podíamos quedarnos más tiempo en tal aldea y grabar tutumas sólo a cambio de alimentos. Resolvimos irnos, pero ya sabía el modo de ganarme la vida: me llevé el clavo, la lima y una calabaza ya adornada, que me servía de muestra y propaganda.

Una mañana emprendimos la caminata siguiendo la margen del Orinoco; nos parábamos cuando encontrábamos algún caserío o un bohío aislado. Nunca nos fue negada la hospitalidad por los habitantes de esas regiones, algunas de ellas muy pobres, y así pudimos llegar hasta una gran hacienda propiedad de dos hermanos, José y Jesús Salazar, quienes nos recibieron y trataron durante un mes mejor de lo que pudieran esperar dos hombres como nosotros.

Desde nuestra llegada a la hacienda nos habíamos enterado de que no podríamos seguir nuestro camino a pie, pues unos cuantos kilómetros adelante había arroyos crecidos y gran extensión de terrenos fangosos, sólo transitables durante la estación seca, y nos encontrábamos todavía en la de lluvias. Por esa razón, los hermanos Salazar nos aconsejaron quedarnos en la hacienda hasta que terminaran “las aguas”, como ellos decían, o esperar a que pasara algún conocido suyo que con una embarcación nos llevara más allá de los caminos lodosos. Nosotros, con el deseo de llegar pronto a una población de importancia donde pudiéramos ganarnos la vida, nos decidimos por lo segundo.

Mientras tanto, me ocupé en blanquear algunas habitaciones de la hacienda y mi compañero hacía algún trabajo de albañilería. Transcurrían los días y no se presentaba la oportunidad de embarcarnos, hasta que pasó por la hacienda en una curiala un mulato de nombre Rómulo, dueño de una extensión de terreno en el monte, lugar de cultivo denominado conuco, quien nos ofreció pasaje en una canoa; pero el mayor de los hermanos Salazar nos aconsejó que nos quedáramos porque ese sujeto era de “mala ley”. Sin embargo, nosotros, que nos sentíamos hombres para hacernos respetar por ese señor, sonreíamos de la prudencia de don José y resolvimos tomar pasaje en la piragua del mulato que iba acompañado por otro individuo.

Al anochecer del primer día de viaje, cuando llegábamos a la embocadura de un arroyo o caño, como lo nombraban en Venezuela, Rómulo, con el pretexto de llevarnos a visitar y a descansar durante la noche en su casa, que se encontraba en un lugar seco a la orilla del mismo caño, nos condujo a su vivienda, que era una cabaña de madera de dos piezas. Una de las cuales servía de cocina y de dormitorio a la esposa y la cuñada del mulato; en la otra estancia, la más grande, dormían este último, su hermano y un negro robusto y chaparro, trabajador a sueldo de Rómulo. Mi compañero y yo pasamos una mala noche; ese agradable lugar estaba infestado de zancudos. El mulato, que desde la víspera nos había pedido, como “un favorcito”, ayudarle por unos días en sus sembrados antes de que prosiguiéramos el viaje, nos despertó antes del amanecer. La mujeres ya cocinaban unos pescados y preparaban unas bolas hechas con plátanos grandes y verdes, cocidos en agua y machacados en un pilón de madera hasta reducirlos a masa, dándoles después, a mano, la forma redonda; esas bolas, que servían de pan, con dificultades pasaban por nuestra garganta, no por mal sabor, pero sí por pastosas.

Luego subimos en la curiala y después de una hora de remar llegamos al dichoso lugar del cultivo. Allí tuvimos que quitarnos los zapatos porque en ciertos lugares el fango nos llegaba a los tobillos. El “favorcito” que nos había pedido el mulato consistía en tumbar matorrales y arbolitos con machetes y hacha, desde las seis de la mañana hasta las cuatro de la tarde, hora en la cual, para el descanso de los brazos, teníamos que remar con la canaleta durante una hora en la curiala, para volver a casita; allí se cenaba otra vez con pescados acompañados de bolas de plátanos, y a las seis o siete de la noche ya estábamos todos acostados; pero llegaban los zancudos con sus zumbidos y piquetes que nos impedían dormir, me refiero a mi compañero y a mí, porque los demás no parecían estar muy molestos por los insectos, y cuando lo estaban, quemaban en la pieza unas colmenas viejas de abejas silvestres, las cuales desprendían un espeso humo acre y sofocante que ahuyentaba a los zancudos; pero antes que esto sucediera, siempre mi paisano y yo salíamos de la cabaña, y cuando se disipaba el humo y podíamos volver a entrar a la vivienda, por lo general también lo hacían los mosquitos.

A los 15 días todavía seguíamos haciendo “el favorcito” al mulato, sin que éste demostrara la menor intención de cumplir el compromiso que tenía con nosotros. Una tarde, al regresar del trabajo que casi nos fue impuesto, mi compañero me dijo:

–Este inmundo mulato se está pasando de listo, ya que nos ve demasiado la cara de tontos y su trabajito me está cayendo peor que recibir una trompada en la oscuridad; a este tipo tenemos que darle una lección, le vamos a quitar la curiala y en ella proseguimos nuestro camino.

Yo, que tenía el recuerdo candente de lo que me había sucedido por querer robarme una embarcación, me negué rotundamente, proponiendo que termináramos la semana y llegado el sábado exigir al mulato el cumplimiento de su compromiso:

–¿Y si se niega? –objetó mi compañero, a lo que contesté que en ese caso nos negaríamos a trabajar.

–¿Y la comida? –preguntó mi compañero, a quien le hice observar que eso no era un problema; las mujeres de la casa tenían que preparar alimentos para los demás y de estos mismos tendrían que darnos. Además, aseguré: –Con nuestra decisión de no seguir trabajando y exigir ser alimentados, el mulato no tendría ningún interés en que permaneciésemos con él. Ahora, si este señor busca camorra, no puede contar más que con su hermano, total: cuatro hombres, cuatro machetes…

–Correcto –dijo mi paisano. Y como para confirmar mi dicho y facilitar nuestro propósito, en ese mismo momento el negro, peón del mulato, tenía con éste un fuerte disgusto por cuestión de pago de sueldos atrasados.

Dos días después, mi amigo, en el curso de la mañana, empezó a sentirse enfermo; tenía fiebre y un violento dolor de cabeza. Dejó el trabajo para irse a recostar al pie de un árbol. Creía al principio que se trataba de un simple acceso de paludismo tan frecuente en esas regiones, pero cuando poco después mi compañero fue presa de continuos vómitos y su cara adquirió una palidez cadavérica, comprendí que estaba grave. El mulato, su hermano y el negro, al ver los síntomas del mal que tenía el enfermo, dejaron reflejar en su semblante asombro y consternación. Hablaban animadamente entre ellos; no podía comprender yo claramente lo que decían, pero me daba cuenta de que conocían el mal repentino de mi amigo. Eran como las dos o tres de la tarde; el mulato hizo suspender el trabajo para que volviéramos a la cabaña. El negro y yo tuvimos que llevar cargando a la canoa a mi compañero.

Cuando llegamos a la vivienda, los tres hombres que se alojaban con nosotros descolgaron sus hamacas, recogieron sus pertenencias y se apresuraron a abandonar el lugar, dejándome solo con el enfermo en la pieza. De vez en cuando me llamaban a la cocina para darme cocimientos de yerbas para ser tomadas por mi amigo, cuyo estado empeoraba rápidamente; debía de sufrir mucho porque se retorcía en la hamaca antes de cada vómito, que era de un color rojizo. Horas después perdía el conocimiento. Los vómitos se espaciaron y el enfermo quedaba largo rato inerte; ya no parecía sufrir. En la noche falleció.