21. Un guiñapo humano

La última isla, la del Diablo, estaba ocupada por los reos condenados por espionaje y traición. Allí vivió preso varios años el oficial de artillería francés Dreyfus, acusado calumniosamente, lo cual fue causa de un proceso mundialmente conocido.

Después de descargar víveres en la isla Royal y tomar a bordo unos sargentos con sus familias, los cuales eran cambiados de servicio, el barco prosiguió su navegación y a la mañana siguiente llegaba a la embocadura del río Maroní, remontando la corriente; cerca de las 12 del día atracaba en el embarcadero de la población de San Lorenzo, segunda de la Guayana francesa, donde está el depósito o campo penal principal con sus grandes puertas de hierro pintadas de negro, color que semejaba la suerte de quienes sufrían dentro de él. Tenía una construcción anexa, que era la cárcel a donde nos llevaron. Allí nos alojaron repartiéndonos en varios calabozos, los cuales ya estaban atestados de reos prevencionarios traídos de los diferentes campos penales de la Colonia para ser juzgados por el Consejo Disciplinario.

Yo y media docena de los presidiarios con quienes llegué desde Cayena, incluso El Torero, fuimos alojados en un calabozo con capacidad para 50 hombres, pero nos amontonaron a más de 80. Muchos de los que se encontraban allí estaban enfermos de paludismo o disentería, y algunos tenían las piernas cubiertas de llagas purulentas. La mayoría estaban descalzos y semidesnudos, con la barba y el cabello crecidos y en completo desaseo. Dos camastros continuos de madera estaban enclavados a ambos lados del calabozo sobre toda la longitud de éste, sin faltar la imprescindible barra de hierro con las manillas, correspondiendo una esposa para el tobillo de cada uno de los presos. En el espacio existente entre los dos camastros se encontraban dos barriles de agua con un pocillo para recoger el líquido, y en el cual, tanto sanos como enfermos, bebían. En medio de los dos barriles de agua estaba una gran tina de madera, de unos 60 centímetros de alto por un metro de diámetro, que servía para las necesidades corporales.

El reglamento exigía que todos los vigilantes fueran hombres casados.

Todos estos cuerpos humanos, sucios, sudorosos, enfermos, las emanaciones de los excrementos que salían de las tinas que ni siquiera tenían tapadera, tanta miseria y podredumbre que fermentaba en el calabozo bajo el calor asfixiante del sol tropical, daban a ese lugar una sensación dantesca.

Todos los días nos abrían para caminar durante una hora alrededor del patio, en el centro del cual había varias tinas para las necesidades físicas, demasiado frecuentes e incontenibles de los disentéricos, y no era raro ver dos o tres de estos enfermos sentados sobre el borde de la tina durante el tiempo en que los demás presos marchaban alrededor de ellos.

En la noche dormíamos con la manilla puesta; de eso no estaban excluidos ni los diarréticos, quienes provistos de un recipiente cualquiera, ya fuera latas grandes o cubos viejos, allí mismo y encadenados cumplían sus necesidades, a medio metro de los hombres que dormían a su lado.

No era raro el día que por la mañana los llaveros quitaran la manilla del pie de un cadáver.

El segundo día, cuando me encontraba en el patio metido en la marcha de la rueda humana, al momento que pasaba cerca de unos presos, quienes por su estado de enfermos estaban excluidos de la continua caminata, oí una voz ronca que me llamaba por mi nombre; miré al que me interpelaba pero no lo reconocí, aunque su fisonomía me recordaba a alguien. Cuando volví a pasar cerca de ese grupo, el que me habló, haciendo un esfuerzo, vino a ponerse en la fila tras de mí para poder hablar conmigo durante el tiempo en que caminábamos. Volteé la cara y con asombro reconocí a mi amigo y cómplice Emilio B., quedándome aterrado de ver los estragos que en él había causado la enfermedad.

Cuando lo conocí, Emilio era alto, robusto y chapeado, de unos 28 años; ahora parecía tener mucha más edad. La piel amarillenta, apergaminada, pegada a los huesos, los ojos hundidos, cercados de morado, encorvado, macilento. Estaba acostumbrado a ver otros enfermos en el mismo estado que mi amigo pero, por no haberlos conocido antes, su aspecto me daba lástima, no me conmovía; sin embargo, en el caso de Emilio, a quien recordaba cuando rebosaba salud y optimismo, pulcro, bien vestido, alegre, amigo de parranda, audaz y venturoso en los tiempos que todos los de la pandilla forjábamos sueños dorados, viéndolo en el estado presente, convertido en un guiñapo humano, sentía una honda tristeza y una gran conmiseración, y al mismo tiempo temor por lo que podía sucederme a mí mismo.

Con odio pensaba otra vez en la mujer que siendo nuestra cómplice nos había delatado, hundiéndonos en este infierno. Ella tenía la culpa de todos nuestros sufrimientos; eso fue lo que pensé en ese momento. Más tarde comprendí que la verdadera culpa la tuvimos nosotros por haber escogido el mal camino; si no hay delitos, no existen cómplices ni delatores, tampoco jueces ni cárceles ni presidios; y aunque duro e inhumano, nuestro castigo actual era la lógica consecuencia de nuestros actos.

Volviendo a mi amigo Emilio, éste a los pocos minutos no podía seguir caminando y regresó al lugar que ocupaba; yo, aprovechando un descuido del vigilante, me salí de la fila disimuladamente y poniéndome entre los enfermos me senté al lado de mi amigo, quien empezó a contarme que, al igual que yo, estaba en prevención por evasión; me dijo que después de salir de Cayena, donde nos separamos, él había sido trasladado a San Lorenzo, de donde a los pocos días fue mandado en calidad de enfermero a un campamento penal del interior llamado Charvín; desde allí, en unión de ocho detenidos, se habían evadido por tierra, internándose en la selva; llegaron a un sitio denominado La Cuñita, mina de oro. En ese lugar, cerca de un pequeño río en cuya arena extraen oro unos gambusinos negros que no trataban con ellos ni para bien ni para mal, Emilio y sus compañeros construyeron una choza y se pusieron a buscar el metal amarillo con procedimientos por demás rudimentarios; aun así consiguieron recoger unas piezas de oro, pero pronto la enfermedad hizo presa de ellos. Dos murieron de fiebre y disentería; un tercero sucumbió por el piquete de una “araña mona”, Emilio y sus otros cuatro compañeros, sintiéndose enfermos y comprendiendo que nunca conseguirían la libertad por tierra, resolvieron volver a San Lorenzo, por lo cual hicieron una balsa para bajar la corriente del riachuelo donde se encontraban, pero cayeron en un remolino de agua, la balsa chocó en un recodo del río y se deshizo. Se ahogaron dos de sus ocupantes que, muy débiles, no pudieron nadar; los tres sobrevivientes emprendieron el camino a pie, encontrando una aldea de negros boches; algunos de estos, mediante el pago de oro que tenían, los llevaron en una canoa hasta San Lorenzo, donde se entregaron a las autoridades penitenciarias, quienes mandaron al más enfermo de los tres al hospital porque ya no se podía mantener de pie. A Emilio y a su compañero restante los mandaron a la cárcel preventiva, donde nos encontrábamos; volví a ver durante varios días más, a la hora del paseo, a Emilio. Su estado empeoraba. Una mañana no le vi más y por sus compañeros de calabozo supe que la víspera lo habían llevado al hospital. Esto significaba que el estado del enfermo era desesperado; con razón se llamaba al presidio de la Guayana La guillotina seca.

Días más tarde, el Consejo de Disciplina empezó a funcionar. La víspera de comparecer delante de mis jueces, me llamaron al patio. Allí estaba un cabo negro de la Infantería Colonial de Guarnición en San Lorenzo. El militar, después de decirme su nombre y apellido, sin olvidar su grado en el ejército, me anunció que había sido designado para ser mi defensor ante el Consejo. Fijándome que tenía puesta en la manga del uniforme la insignia de ametralladorista, le pregunté si pensaba defenderme con una ametralladora, a lo que me contestó sentenciosamente que muchas veces la elocuencia valía más que la fuerza de las armas. Yo no era de su parecer, pero el momento no estaba para discutir sobre divergencias de opiniones.

Después de que mi defensor hubo tomado nota en una libreta sobre mis generales, filiación y condena, escribió algunos datos suplementarios y se despidió de mí, diciéndome confiadamente que no me preocupara, que todo estaba bien y que él arreglaría mi asuntito satisfactoriamente.

En diferentes lugares del patio varios detenidos conversaban con sus respectivos defensores, representados por cabos o suboficiales del ejército y algunos empleados penales. Uno de estos abogados improvisados tenía la defensa de varios reos en la misma sesión del Consejo, lo cual me pareció un poco extraño.

Por fin llegó el día, tan deseado por mí, de ser juzgado y poder, una vez sentenciado, salir del calabozo. Bajo la custodia de unos vigilantes, fuimos conducidos varios reos a un edificio cercano a la cárcel e introducidos en una estancia provista de unos bancos. Allí nos sentamos a esperar nuestro turno para ser llevados a la sala contigua, donde se celebraba el Consejo de Disciplina. Cuando penetré en la gran sala donde estaba reunido el tribunal, vi sentados, tras una larga mesa, a tres oficiales que hacían función de jueces; el presidente del tribunal ostentaba en su uniforme el grado de coronel; de los oficiales que se encontraban a ambos lados del presidente, uno era comandante, el otro capitán, y sentado igualmente a un lado y a un paso de distancia del tribunal, estaba el fiscal, un joven teniente muy cuidadoso de su persona, entretenido en limpiarse las uñas. Un vigilante me llevó frente a una pequeña mesa donde un sargento que fungía como ujier y escribiente me pidió mi nombre, apellido, filiación y delito; al terminar este requisito, hice frente al Consejo.

El coronel, quien parecía mirar detenidamente algo en el techo de la sala, al acabar la lectura del acta de mi acusación leída por el sargento, sin bajar la mirada dijo:

–La defensa.

El cabo colonial, mi defensor, adelantó rápidamente unos pasos quedando al frente; se cuadró con un sonoro choque de tacones, con el pecho saliente y la cabeza erguida, e hizo un impecable y marcial saludo militar; sin dejar la posición de firme, pronunció cinco palabras:

–Pido la indulgencia del tribunal.

El coronel seguía viendo en la misma dirección; intrigado, levanté la vista al techo pero no vi allí nada anormal. En ese momento el teniente fiscal se puso de pie, dejando por un instante el cuidado de sus uñas, pero sin levantar la vista de la punta de sus dedos, que contemplaba complacido, formuló a su vez tres palabras:

–Pido el castigo.

El coronel, probablemente cansado de ver el techo, ahora miraba como hipnotizado algo frente a él sobre la mesa; después levantó sobre mí una turbia y cansada mirada, y como despertando de un sueño, preguntó a media voz al comandante que estaba a su lado:

–¿Evasión?

–Sí –contestó el interpelado sin dejar de juguetear con aburrimiento con un lápiz que tenía en la mano.

Entonces, con voz más alta, el coronel distraídamente pronunció las últimas cinco palabras de mi juicio:

–Dos años más de sentencia.

Acababa de ser juzgado. Salí de la sala dejando mi lugar a El Torero.

De vuelta al calabozo, minutos después, El Torero estaba de nuevo a mi lado; naturalmente, con dos años más de sentencia, lo que por lo visto era una pena estándar para los evadidos.

Mi juicio relámpago había durado escasamente cinco minutos, aparte de los requisitos de identificación; 17 palabras pronunciadas en los debates de mi juicio de sentencia representaban para mí 730 días más de presidio; en un lapso de tres horas fuimos sentenciados individualmente, en la misma sesión, 28 reos. Este tribunal, que podría llamarse de los más sumarios, resolvía en promedio 50 casos en las cinco horas que funcionaba a diario en dos sesiones, y durante una semana fuimos sentenciados 317 individuos; fueron distribuidos globalmente de 500 a 800 años de condena. Felizmente, ese poco común tribunal funcionaba sólo una vez al año.

Al día siguiente salí de la cárcel y del infecto calabozo disciplinario para ingresar al Campo Penal, cuyos lugares de alojamiento tenían un solo piso, pero con la misma conformación interior que los dormitorios de Cayena, a diferencia de que los primeros, por ser de construcción más reciente, estaban mejor ventilados, en buen estado y más aseados, y tenían mayor longitud.

Las horas de trabajo y de descanso no cambiaban, igual que las labores de los reos. Alrededor de San Lorenzo existían numerosos campos penales. Allí se mandaba como suplemento de castigo a la mayoría de los reos que acababan de pasar al Consejo Disciplinario. El Torero no escapó de esa medida y con tristeza me separé de este último compañero de fuga. La razón por la que me quedé en San Lorenzo fue la falta de pintores decoradores, e ingresé en ese equipo de trabajadores. El sargento que tenía a su cargo este grupo era un buen hombre y creo que desde un principio no le caí mal. Fijándose en mi trabajo, al poco tiempo me nombró cabo pintor; tenía un salvoconducto que me permitía circular en la población y podía ir libremente y a diario a diversas obras de pintura en las cuales trabajaban los de mi equipo.