20. Viejas amigas

El Parisino, custodiado por un soldado, fue conducido a la finca de un amigo del jefe local para componer un motor.

Más que nunca comprendimos el error cometido por no escuchar las proposiciones del mestizo.

Llegada la noche nos encerraron en el cuarto que nos servía de celda. Tendido en la hamaca discutía con mis dos compañeros; ellos renegaban de sí mismos por no haberme hecho caso, y yo lo hacía por haberlos escuchado; pero como esto ya no tenía remedio, busqué en el sueño el olvido de mi desgracia.

A las cuatro de la tarde del siguiente día, todavía ningún indicio señalaba que desde el otro lado vinieran por nosotros. Faltaban 24 horas para que terminara el plazo de ponernos en libertad. Volvimos a sentir una leve esperanza, pero a esa hora precisamente vinieron a decirnos que una lancha de motor del puesto fronterizo francés estaba atravesando el río. Aquí había concluido nuestra fuga. En ese momento sentía un gran desaliento que me hizo envidiar el destino de mis compañeros que perdieron la vida en la empresa. Empezamos a alistarnos. En un saco metimos lo que tan humanitariamente nos fue dado por los habitantes del pueblo y que consistía en ropas interiores usadas, sandalias, cigarrillos y otras cosas que nos permitía el reglamento penal, bajo la disciplina a la cual íbamos a volver. Acabamos nuestros preparativos cuando vimos los uniformes de tela caqui y los cascos coloniales sobre los cuales lucía el escudo de la gendarmería francesa. Eran cuatro mandados por un oficial. Nuestros compatriotas tenían buen aspecto y se diferenciaban mucho de los soldados de Diamontis; pero es inútil decir que esta observación me dejaba completamente indiferente, pues mis más caros deseos habrían sido no volver a ver esos uniformes en toda mi vida.

Después de que el oficial habló con el jefe local y firmó algunos documentos, vino a donde estábamos y nos aconsejó que no buscáramos conflictos y nos portáramos “decentemente”, que él, a su vez, haría lo posible dentro del reglamento para aliviar nuestra situación. Dicho esto, dio órdenes a sus subalternos de ponernos los grilletes, metiendo una de las “pulseras” en la muñeca de la mano derecha y la otra en el tobillo del mismo lado. Una cadena aproximadamente de 75 centímetros juntaba por sus dos extremos la manilla del brazo con la de la pierna, en tal forma que podíamos caminar pero difícilmente correr. Además, para levantar el brazo teníamos que alzar simultáneamente la pierna, lo cual complicaba cualquier intento de fuga o de agresión. Así, encadenados y escoltados, atravesamos la población en dirección del embarcadero seguidos por tanta gente como el día de nuestra llegada, pero ahora la mayoría de ellos simpatizaban con nosotros, lo cual extrañó a nuestros custodios.

El mestizo nos demostró afecto hasta el último instante, acompañándonos al embarcadero y despidiéndose de nosotros hasta el momento en que subimos a la lancha que nos devolvía a los sufrimientos del presidio. Uno de los gendarmes comentó: “Buena gente”. A lo que otro contestó: “Buenos, no; brutos”.

Llegamos al puesto de gendarmería casi de noche; fuimos encerrados en un pequeño calabozo hecho de troncos de árboles con barrotes de hierro en las aberturas, los cuales servían de ventanas. Allí estaba un camastro continuo de madera, al pie del cual se encontraban unos anillos de hierro. Nos quitaron la manecilla de la muñeca y la sujetaron a una de esas argollas, quedando en esa forma encadenados por el tobillo al pie del camastro. Nos dieron una cobija a cada uno y había agua en un barril sin tapa al alcance de la mano. Asimismo, nos dejaron en completa libertad y en tranquilidad para meditar o filosofar a gusto sobre nuestra tragedia.

Durante el tiempo que pasamos en el puesto de gendarmería nos permitían salir del calabozo dos horas al día para “oxigenarnos”, como decía el jefe del puesto. Fuimos bastante bien tratados y alimentados durante los 18 días que allí pasamos. Para esa fecha, el único vapor costero que hacía la travesía del río Oyapok hasta el río Maroní, recorriendo por consiguiente toda la costa de la Guayana francesa, atracó en el embarcadero de madera del puesto; subimos a bordo bajo la custodia de dos gendarmes y fuimos encerrados en un local especial del barco, parecido a una celda.

Cuando el vapor se encontró bastante lejos de tierra, para que no pudiéramos llegar a la costa a nado, nos permitían salir del local y quedarnos sobre el puente del barco; éramos encerrados de nuevo cada vez que nos aproximábamos a tierra. El vapor hizo escala en dos insignificantes poblados poco antes de llegar a Cayena.

Desembarcamos en ese puerto; fuimos conducidos a las oficinas del penal y después de cumplir con algunos requisitos de identificación, a El Torero y a mí nos llevaron a la cárcel penitenciaria, y a El Parisino, por ser un liberado, lo mandaron a la cárcel civil.

La cárcel disciplinaria del penal donde nos internaron era celularia, pero sólo éramos encerrados de noche; por la mañana los presos caminaban en círculo durante una hora, en el patio; después volvían a los corredores donde estaban las celdas; allí se dedicaban a confeccionar sombreros de palma de los que usan los reos, y en ese mismo lugar comían. Al llegar la noche entraban en sus respectivas celdas, donde se encontraba un camastro individual de gruesa madera enclavada y sellada en la pared. Había al pie del camastro una barra de hierro que atravesaba un anillo, el cual formaba la base de una argolla movible; ésta se cerraba en el tobillo cuando el preso estaba acostado, dejándolo casi inmovilizado sobre el camastro. Esa forma de dormir, sujetado por un pie, no tiene nada de cómoda, principalmente al principio; después viene la costumbre y con ella se adquiere la práctica de cambiar de postura con más facilidad, pero nunca con mucha soltura.

Éramos de 25 a 30 reos en prevención del consejo de disciplina, quienes teníamos que pasar a San Lorenzo por estar en esta población el depósito penal principal. La mayoría de nosotros íbamos a ser juzgados por el delito de fuga, algunos por robo y otros por insubordinación y lesiones; dos por haber dado muerte a otro preso y uno por haber matado a dos liberados y herido de gravedad a un sargento. Este último reo era un viejo presidiario apodado El Chacal, quien había desempeñado durante algunos años las funciones de verdugo en el penal de San Lorenzo. Era un hombre de unos 50 años, de estatura más baja que mediana pero de complexión atlética, con cara de gorila. Muy pocas veces salía de su celda por temor a que lo mataran, pero la mayoría de nosotros no le teníamos mala voluntad. A menudo, ese hombre nos decía, para disculparse, que él no había ordenado la muerte de nadie y por lo tanto no tenía más culpa que la que pudiera tener la cuchilla de la guillotina por la ejecución de los ajusticiados. Más tarde supe que El Chacal fue sentenciado a muerte y ejecutado con la guillotina que él mismo manejó en otras ocasiones.

A los pocos días de estar nuevamente encarcelado, empecé a recibir diariamente alimentos, frutas y cigarros, ignorando la procedencia de tan preciados obsequios. Supe quiénes eran mis benefactores cuando el primer domingo de mi detención fui llamado al salón de visita: allí estaban la cocinera y la recamarera negra a quienes conocí durante el trabajo de pintura que hice poco antes de mi fuga en la casa donde las dos prestaban sus servicios. La gorda cocinera, rebosante de salud y con la jovialidad de siempre, me recibió con un afectuoso saludo; la recamarera, con sus mismos ademanes y entonación de voz, parodiando a las damas de la alta sociedad, muy estirada y ceñida con un vestido de seda negro que la hacía parecer más alta y delgada, mirándome con aire de reproche me tendió con condescendencia la mano y con un gesto me hizo tomar asiento a su lado, reprendiéndome sobre mi comportamiento y echándome un sermón interminable de media hora o más. Yo escuché en silencio y cabizbajo ese diluvio de palabras, con la resignación del vencido y el malhumor del fracasado a quien le hablan de su derrota. Ya para terminar la hora de la visita, la cocinera se despidió de mí con una cara risueña y un cariñoso abrazo de sus robustos brazos. La recamarera, en su postura habitual, el cuerpo erguido, la cabeza echada hacia atrás, entornando los ojos semicerrados, me tendió de nuevo majestuosamente su larga mano negra de palma rosada. No resistí las ganas de mofarme. Tomé su mano con caballerosa galanura, me incliné ceremoniosamente y le besé con delicadeza y respeto la punta de los dedos. Creo que el tipo de la dama, mi cabeza rapada y el uniforme de presidiario, no armonizaban con la caravana versallesca que acababa de dedicar a la recamarera, y esto fue la causa de que un vigilante, quien desde hacía rato estaba muy divertido viendo los gestos y ademanes de mi visitante, al darse cuenta de mi burlesca reverencia, soltara la carcajada.

Al momento sentí temor de que a causa de esa risa la recamarera se diera cuenta de la broma de que era objeto por mi parte y perdiera yo una benefactora, pero nada de eso pasó; mi protectora se volvió muy indignada al sargento, le midió varias veces de pies a cabeza con una mirada de desprecio y le dijo: “¡Usted es un vulgar…! En lugar de reírse y burlarse de este joven, sería mejor que aprendiera de él sus finos modales –y añadió–: Es una vergüenza que el gobierno francés emplee personas tan mal educadas como usted”.

Dicho esto, la recamarera volvió la espalda al vigilante y pisando fuerte salió del salón de visita, derecha como un palo de escoba. Para el sargento fue tan inesperado el severo regaño de la dama, que se quedó con la boca abierta y con cara de idiota. Cuando reaccionó, la recamarera ya se había ido. Entonces se dejó caer sobre un banco, preso de un acceso de risa que le hacía darse palmadas sobre los muslos.

Al volver a mi celda, después del incidente anterior, me sentí apenado de que se burlara de esa muchacha negra que aparte de su manía de grandeza tenía un excelente corazón, aliviando mi encarcelamiento con lo que podía y con todo desinterés. Quise borrar mi mala acción, y enterándome de que el presidiario poeta seguía todavía con vida en el penal, le mandé encargar que compusiera unos versos, los cuales recibí a los tres días. Me pareció que el recluso se había pulido en los versos, ya que entiendo de poesía lo que un avestruz puede entender de televisión: se referían a un preso que desde el fondo oscuro de su mazmorra veía a través de los barrotes de la estrecha claraboya una estrella que brillaba en el cielo. En esta última parte no dejaba yo de comprender la inexactitud del texto porque, según mi interpretación, la estrella personificaba a la recamarera, a quien por el color de su piel era difícil ver brillar por las noches. Conseguí un sobre de papel rosado y encargué a mi amigo el cabo pintor, que se las había arreglado para venir a verme a menudo, le llevara los versos a su destinataria. El domingo siguiente vino a visitarme la recamarera y a primera vista comprendí que mis versos, o mejor dicho los del loco poeta, produjeron sus efectos sobre su tierno corazón. Venía muy sentimental por el pobre preso que se pasaba el tiempo mirando una estrella desde la oscura celda… etcétera, etcétera. Efectivamente, algunas veces cuando por las noches estando dormido hacía algún movimiento brusco, olvidándome de que tenía el tobillo metido en la argolla, me producía tal dolor la torcedura del pie, que no sólo veía una estrella, sino una multitud de ellas.

Más o menos habían pasado tres meses de prevención en la cárcel del penal de Cayena cuando una mañana nos ordenaron alistarnos, distribuyéndonos víveres para tres días, consistentes en pan y tocino; nos encadenaron de una muñeca unos a otros en filas de tres al frente. Escoltados por media docena de sargentos, nos encaminamos al muelle del puerto y allí fuimos embarcados en el mismo vaporcito en el cual hice la travesía desde el río Oyapok hasta Cayena.

A nuestra llegada a bordo, nos encerraron en la bodega, para hacernos volver al puente del barco cuando ya nos habíamos alejado de tierra.

Las primeras escalas que hicimos fueron en las tres islas guayanesas: la isla Royal, la isla San José y la isla del Diablo.

En la primera eran internados los reos clasificados como incorregibles; la segunda tenía un edificio mixto, cárcel y manicomio. Los recluidos en la cárcel estaban bajo estricto régimen reclusionario y eran los sentenciados a una pena de trabajos forzados a perpetuidad, que habían cometido más faltas o delitos en el penal, y como no cabía añadir más años a su sentencia, el tiempo de su nueva condena era de reclusión.

Pocos eran los reos que llegaban a cumplir su sentencia si ésta pasaba de dos o tres años: una enfermedad llamada por los presos “biribirí”, especie de escorbuto, se encargaba de liberarlos con la muerte.

En la sección del manicomio quedaban internados los reos dementes, quienes de día andaban sueltos en la isla.