19. Denunciados por un burro
Completamente de noche, prendimos una fogata, cocinamos unos alimentos y sentados alrededor del fuego nos pusimos a deliberar sobre nuestra triste situación. Yo propuse a mis dos compañeros que regresáramos al rancho del mestizo; ellos objetaron que, además de ser un poco penoso aceptar las proposiciones de ese señor después de haberlas rechazado, seguía existiendo para nosotros el mismo peligro que nos había decidido a alejarnos de allí, o sea los riesgos de una denuncia o indiscreción. El Parisino añadió que no éramos hombres que pudiéramos vivir mucho tiempo en un solitario rancho y tendríamos que irnos pronto, y en ese caso era mejor hacerlo de una vez.
El Parisino tenía un plan: la mañana de ese mismo día, cuando nos aprestábamos a dejar el caserío de los zambos pescadores, se había fijado que entre las canoas varadas en la playa se encontraba un pequeño barquito más grande que las demás embarcaciones, de fuerte quilla, altos bordos, en excelente estado y bien acondicionado para el mar. “Por otra parte –agregó–, tenemos víveres y tres botes para aprovisionarnos de agua para seis u ocho días; además –dijo dirigiéndose a mí–, hemos comprobado que sabes conducir una embarcación; si naufragamos no fue culpa tuya; por mi parte, más que nunca tengo confianza en ti”.
El Torero estaba de acuerdo y El Parisino prosiguió diciéndonos:
–Lo que quiero sugerirles consiste en volver sobre nuestros pasos y escondernos a poca distancia de la aldea, y sin ser vistos esperar allí una noche a que sople el viento favorable para apoderarnos de la embarcación que ya les he descrito, cargarla con lo que tenemos y hacernos a la mar; con buen viento y una delantera de cuatro o cinco horas, creo que para el caso de ser perseguidos por los indígenas, éstos no podrán alcanzarnos. Además –añadió con risa burlona–, es cierto que nos llevaremos el barquito, pero en cambio les dejamos el burro y las gracias.
Ni el chiste ni la proposición me gustaban, pero mis compañeros insistían en poner ese proyecto en práctica; por un lado, no quería dejar que emprendieran solos la aventura sabiendo que ninguno de los dos tenía capacidad para maniobrar una barca en caso de temporal; por otro lado, no quería quedarme aislado. Estaba indeciso y acabé por acceder a las instancias medio burlonas de mis compañeros, quienes atribuían mi negativa al miedo de enfrentarme de nuevo al mar.
Al despuntar el día nos volvimos en dirección a la aldea, cuyos alrededores alcanzamos al anochecer sin ser vistos; nos internamos bajo la cubierta de la maleza, avanzando una hora tierra adentro. Acampamos cerca de un arroyito que pasaba en las proximidades de la aldea de los pescadores y en el cual éstos se proveían de agua potable. Dormimos de día e íbamos cada noche hasta el mar para pescar disimuladamente entre las rocas de la costa. Esperábamos el tan deseado tiempo propicio para poner nuestro proyecto en ejecución. La tercera noche fue cuando un viento favorable empezó a soplar cerca de las once horas.
Volvimos apresuradamente a nuestro campamento, recogimos nuestro equipaje y nos pusimos en marcha.
Una hora más tarde llegábamos a la pequeña playa donde estaban varadas en tierra las embarcaciones, sitio que se encontraba a unos 200 metros del caserío, el cual, edificado sobre un terreno más elevado, dominaba el lugar. Allí estaba el barquito descrito por El Parisino. Tenía puesto el mástil, pero sin vela, ni en el palo ni en la embarcación; tampoco había remos. Teníamos lo primero y encontramos dos pares de remos en las demás canoas; pusimos a flote el barco, entrando en el agua hasta la cintura; allí El Torero lo mantuvo en el mismo sitio. Yo estaba poniendo la vela en el mástil; El Parisino descargaba al burro, llevando en varios viajes el equipaje y los víveres a bordo, pero cada vez que volvía al animal, éste, que no encontraba en la arena de la playa qué comer, ya se había alejado en dirección que veía las hierbas, y El Parisino tenía que ir tras de él para llevarlo cerca de la embarcación. Estas idas y vueltas y el tiempo que se perdía impacientaron a El Parisino, quien tuvo la mala ocurrencia de darle al burro una bofetada en el hocico; al recibir el golpe, el animal, zafándose de las manos de El Parisino, emprendió veloz carrera, y como todavía tenía en el lomo dos bidones de agua, éstos, sacudidos por el trote del asno, hacían un ruido de tambores, lo que bastó para que un perro de la aldea viniera ladrando sobre nosotros; pronto fue seguido por varios de sus congéneres y todos juntos armaron un alboroto infernal. Comprendimos que las cosas estaban tomando un mal cariz pero no podíamos arriesgarnos a embarcar sin agua y El Parisino tuvo que correr tras el burro hasta alcanzarlo, le quitó de encima los dos botes de agua y volvió tan aprisa como su carga le permitía. Embarcó rápidamente; El Torero hizo lo mismo y los dos se pusieron a remar al tiempo que yo acababa de amarrar la vela al mástil.
Empezamos a alejarnos de la orilla, pero los perros, que seguían ladrando con furia, dieron la alarma, y veíamos que las personas del caserío salían de sus chozas; al comprender lo que estaba pasando, se llamaban a gritos y armados venían ya corriendo a la playa. En ese momento pude izar la vela, pero nuestros perseguidores habían puesto a flote las canoas más livianas que estaban en tierra. Antes de que nuestra embarcación, que por ser grande era más pesada, pudiera alcanzar velocidad, a poca distancia de la playa nos vimos rodeados por varias canoas que llevaban en conjunto entre 15 y 20 individuos, algunos armados con escopetas y dispuestos a disparar sobre nosotros. No teniendo escapatoria arriamos la vela y levantamos las manos dejándonos capturar. Llevados a tierra, después de registrarnos fuimos amarrados con los brazos a la espalda, ligándonos igualmente los tobillos de tal forma que casi no podíamos movernos y menos tenernos en pie. Viéndonos transformados en tres bultos, amargamente hice esta observación a mis compañeros; si un gigantesco caballo de madera permitió la captura de Troya, un simple burro era la causa de la captura de los tres.
Sonrieron sin muchas ganas y allí nos quedamos tirados en el suelo con centinela hasta el amanecer. A esa hora nos llevaron cargando a tres canoas donde fuimos echados uno en cada embarcación y tirados en el fondo de ellas como una vulgar carga, con tres o cuatro hombres como tripulantes por esquife. Fuimos navegando rumbo a Diamontis con un buen viento.
Cerca del mediodía nuestros captores comieron y bebieron, pero sin darnos un solo trago de agua para apagar la sed que nos torturaba; aunque ninguno de nosotros la pedía, ellos no ignoraban que con el tremendo calor que hacía teníamos que estar sedientos; además, teníamos 10 horas de estar atados y las ligaduras, que nos penetraban en la carne, nos ocasionaban un verdadero martirio.
Por fin a las tres o cuatro de la tarde, llegamos a Diamontis. Allí nos fueron quitadas las cuerdas que ataban nuestros tobillos, pero teníamos las piernas tan acalambradas que estábamos imposibilitados para tenernos en pie; caímos de rodillas y cuando podíamos empezar a caminar, lo hacíamos dando traspiés. Nuestros aprehensores, muy ufanos y con muchos detalles y baladronadas, narraron nuestra captura a las personas que nos rodeaban y curiosamente habían acudido a informarse de lo sucedido, lo que para este pueblo tranquilo representaba todo un acontecimiento. Pronto la mitad de la población sabía la noticia, y cuando llegamos a la jefatura ya una parte de los habitantes de la población se encontraban reunidos para vernos. Sin embargo, noté que no todas las personas nos eran hostiles: muchas nos miraban con cierta compasión.
Ya en el edificio municipal, varios soldados que pertenecían a la guarnición, mejor dicho al puesto de la playa, nos llevaron acompañados de los pescadores a la presencia del jefe local. Este señor era de tipo mestizo, de unos 60 años, con largos bigotes canos, alto, delgado, vestido de blanco. Parecía una excelente persona y sus primeras palabras fueron para dar la orden de desatarnos, fijándose que por lo apretado de las ligaduras teníamos las manos hinchadas y amoratadas, y con dificultad recobrábamos el movimiento de los brazos. Mirando a nuestros captores, movió la cabeza con un gesto de desaprobación.
Después de que el funcionario ordenó que nos dieran de beber, fue escuchando la denuncia que en contra nuestra formulaban los indígenas, por la tentativa de robo de la embarcación y una supuesta resistencia a mano armada. El jefe local, volviéndose a nosotros, nos preguntó qué teníamos que decir en nuestra defensa; reconocimos la verdad de los hechos por lo que se refería al intento de robo, pero negamos lo de la resistencia a mano armada, y sonriendo por la brutal mentira de los zambos, añadimos que llevando ellos arma blanca y de fuego, y nosotros machetes, por poco que hubiéramos luchado, tanto algunos de ellos como de nosotros habríamos resultado heridos, y en lugar de eso, nadie tenía un solo rasguño.
La gran sala donde nos estaban interrogando se encontraba llena de curiosos, entre ellos muchos que escucharon las baladronadas de nuestros captores; después de habernos oído, los presentes empezaron a reírse haciendo mofa de las mentirosas aseveraciones de los pescadores. El jefe local impuso silencio y comprendiendo claramente que decíamos la verdad, reconvino a los zambos; nos siguió interrogando sobre nuestra procedencia, situación e identificación. Ya no teníamos que mentir; no era ya posible negar nuestra identidad; todo estaba perdido para nosotros, hasta el dinero que llevábamos encima y el equipaje que teníamos había quedado en poder de nuestros aprehensores, incluso el burro, causa de nuestra desgracia. Salió el proverbio popular de “ir por lana y salir trasquilados”, el cual nos venía a la medida.
El relato que hicimos de nuestra fuga del penal nos atrajo sin querer la simpatía y lástima de muchos de los oyentes; algunos nos ofrecían cigarrillos de hojas, y cuando se enteraron de que no habíamos comido, unas mujeres nos llevaron alimentos y frutas. Los pescadores, que veían declinar rápidamente su prestigio obtenido al principio por sus mentiras, pidieron permiso al jefe civil para retirarse. Algunos amigos de este señor, a pesar de ser muy noche, seguían charlando con nosotros haciéndonos que les contáramos varias veces pasajes de nuestra evasión y relatos del presidio. Por fin, casi cerca de la medianoche, fuimos encerrados en un cuarto cuya ventana tenía rejas, en las paredes estaban colgados unos anillos para amarrar las hamacas, que nos fueron suministradas y en las cuales dormimos esa noche.
Al día siguiente vino a vernos el jefe local en compañía del mestizo, de quien tan estúpidamente no seguimos los consejos. Este último nos llevaba en una cesta alimentos y café; me sentía avergonzado por la opinión que este hombre caritativo podría tener de nosotros después del desatino que acabábamos de cometer; pero el mestizo seguía siendo nuestro amigo. Hizo ver al jefe local nuestra capacidad manual, sirviéndonos de testigo al igual que unos de sus vecinos que lo acompañaban. Además, dio fe del dinero y equipaje que teníamos, haciendo levantar un acta por robo en contra de nuestros denunciantes; pero éstos, antes del amanecer, habían salido de Diamontis. El funcionario municipal despachó unos soldados para traerlos de nuevo al pueblo, exigiendo la devolución de lo que nos fue quitado.
El jefe local, a juzgar por la forma de tratarnos, parecía estar en buena disposición para ser benévolo con nosotros; desgraciadamente, antes de que el mestizo interviniera en nuestro favor, apegándose a la ley, el funcionario había dado parte al puesto fronterizo francés de nuestra detención; pero prometiendo a su amigo que transcurridas 72 horas, si las autoridades francesas no llegaban para identificarnos, nos dejaría libres bajo la responsiva del mestizo.
Nos quedamos con poca esperanza; conocíamos de antemano la actividad de los gendarmes franceses.
Algunos curiosos seguían viniendo a vernos; parecían gente de la sociedad del pueblo, que seguramente la víspera no quisieron codearse con el vulgo.
Conseguí unas hojas de papel blanco y un carboncillo, al cual hice una punta, y me puse a dibujar las caricaturas de los visitantes, empezando por el mismo jefe local. Cuando el modelo era un hombre, acentuaba los defectos de la fisonomía para dar más sentido cómico al dibujo, pero si se trataba de una dama, dibujaba embelleciendo al modelo, fue un éxito; no solamente seguimos ganando la benevolencia de la gente, sino que cosechaba, además, una buena cantidad de monedas de plata. Al principio me sentía algo avergonzado de recibir ese pago que me parecía una limosna, pero pensé que en nuestra situación ese dinero iba a sernos muy útil. Además no era yo sino un presidiario, un prófugo; por consiguiente, resultaba un absurdo mostrarme susceptible.