18. Otra vez en la selva

Nuestro anfitrión hablaba sin cesar, lo cual a nosotros nos convenía para no tener que ampliar más nuestro cuento de los balatistas desafortunados. La familia del mestizo estaba formada por la madre de éste, su esposa, una hija de unos 15 años y varios otros muchachos de menor edad; todos de un bonito tipo de indio, estaban sentados en pequeños taburetes y en el suelo a poca distancia de nosotros. Nos miraban detenidamente porque, aunque con nuestro cutis requemado por el sol y la intemperie, nuestro color y facciones se diferenciaban mucho de los de la gente de la región; principalmente El Parisino, con su tipo de europeo norteño, de ojos de un azul acerado, cabellos y barba de color rubio dorado, llamaba más su curiosidad.

Llegada la noche entramos a cenar en la casa; sobre la mesa, ya servida, había carne asada de puerco, arroz con rebanadas de plátano y huevos fritos, y en calidad de pan, unas tortas secas, hechas con raíces de manioco. Después de haber padecido hambre, comiendo alimentos insípidos y hasta cangrejos hervidos y zopilotes, esa sencilla comida me parecía más sabrosa que las mejores cenas que en otros tiempos más afortunados había consumido en buenos restaurantes de París. La noche que pasé durmiendo en una hamaca con mosquitero, que el mestizo puso a mi disposición, fue la más confortable que desde hacía mucho tiempo tenía, tanto que desperté al día siguiente cuando ya pasaban de las nueve de la mañana. Después de desayunar, el dueño de la finca nos prestó la tan deseada navaja de rasurar y pudimos afeitarnos. Cambiamos por divisas brasileñas dos monedas de cinco dólares que traía El Torero, unos billetes de banco francés que tenía El Parisino y las tres monedas de 20 francos que me quedaban. Teníamos monedas de oro por ser éstas de un valor internacional y más estimadas en regiones como en la que nos encontrábamos, tan alejadas de los centros urbanos. Y con tal previsión, los “liberados” en condena traficaban, cambiando oro por billetes y cobrando una prima de cambio bastante subida. Ese dinero lo teníamos dentro de nuestros cinturones de doble cuero, confeccionados para ese propósito.

El hospitalario y servicial mestizo fue quien se encargó de cambiar en Diamontis nuestro dinero por divisas brasileñas, ofreciéndonos, además, que nos quedáramos otros días en su ranchito, lo cual aceptamos.

El Parisino, quien no por haber sido un maleante dejaba de ser un hábil mecánico conocedor de la compostura de motores, al enterarse de que el mestizo tenía descompuesto uno que empleaba para mover un trapiche de moler caña, en un par de horas dejó en perfecto estado el motor que el ranchero ya consideraba como inutilizable.

Quise, a mi vez, hacer algo para demostrar mi agradecimiento; habiéndome fijado en que para contener frutas, alimentos o agua, empleaban unos recipiente duros como madera, hechos con grandes calabazas originalmente cortadas a poco menos de la mitad y con su interior limpio de toda fibra, pedí que me fuera prestado uno de esos recipientes, conseguí una vieja lima puntiaguda, la cual, por medio de una piedra de amolar, dejé afilada y cortante en forma de ancho buril, después grabé un realce y sobre toda la superficie de ese rústico artefacto, guirnaldas de rosas que transformaron la calabaza en un objeto que la gente sencilla del rancho juzgaba artístico. Viendo esto, el mestizo nos dijo:

–En este lugar del país hacen falta artesanos conocedores de su oficio; les aseguro que les conviene quedarse; si ustedes quieren, yo me encargo de conseguirles trabajo, y si no fuera mucho, podría prestarles el dinero que pudiera hacerles falta.

Los vecinos más inmediatos al rancho, con quienes nuestro anfitrión no dejaba de alabar nuestras capacidades manuales, venían a vernos.

El mestizo ya no había vuelto a mencionarnos a su amigo el jefe civil del pueblo de Diamontis, y pronto comprendimos que tanto el ranchero como su familia y la gente de los alrededores habían descubierto o sospechaban nuestra verdadera identidad, aunque no demostraban indiscreción y seguían tratándonos con las mismas consideraciones y confianza que al principio, y hasta parecía que conforme pasaba el tiempo nos apreciaban más, pero nosotros ya nos sentíamos intranquilos en ese lugar, pues el temor a que una de las personas que supieran nuestra ilegal situación pudiera cometer una indiscreción, nos tenía en continua zozobra.

El pueblo de Diamontis, con sus autoridades, estaba cerca, y frente a él, sobre la margen del río, el puesto de gendarmería francesa, tan temido por nosotros.

Teníamos cuatro días de estar en el ranchito del mestizo y durante ese tiempo habíamos tratado de ser útiles, demostrando de esa forma nuestro agradecimiento por la hospitalidad que recibimos.

La víspera del quinto día tomamos la decisión de irnos al día siguiente. El mestizo y su familia parecían contristados por nuestra próxima partida; él trató primero de disuadirnos, pero aunque tenía yo la corazonada de que cometíamos un error en no quedarnos, nos mantuvimos firmes en nuestra resolución; muy temprano al día siguiente nos despedimos de la caritativa familia, que aun sabiéndonos delincuentes prófugos de la justicia nos albergó bajo su techo sin recelo ni desconfianza, lo que grabó en mi memoria un inolvidable agradecimiento para esa gente de alma sencilla y humanitaria. Rasurados, con nuestros sombreros de palma y algunas prendas de vestir que por encargo nuestro habían sido compradas en Diamontis días antes, nuestro aspecto no llamaba ya la atención. Al momento de partir, el mestizo nos aconsejó:

–Ustedes van a tener que caminar todavía mucho antes de encontrar un punto de embarque para una ciudad que probablemente será la de Belén; les voy a conseguir un burro para que cargue su equipaje, y más alimentos, otros dos botes vacíos pero con tapa, para que puedan llevar una provisión de agua más grande, tres hamacas y algunas otras cosas que les van a ser útiles; ustedes me esperarán fuera del pueblo. No teman, no soy un delator, tampoco lo es ninguna gente de estos contornos.

Sabíamos que si ese hombre hubiera querido perjudicarnos, nada le hubiera sido más fácil que cuando dormíamos en su casa.

Una hora después, el mestizo estaba de vuelta a nuestro lado con un grande y robusto burro que luego cargamos con nuestras propiedades. En ese momento nos separamos de él, que bien merecía el nombre de amigo, con un abrazo en el cual puse yo toda mi gratitud y estimación.

Cerca del mediodía teníamos frente a nosotros de nuevo el mar. Llegada la noche, cuando nos preparábamos a hacer un alto, vimos a lo lejos luces de una aldea; nos encaminamos a ella. Estaba formada por algunas chozas de pescadores. Ya más seguros de nuestra apariencia, nos presentamos en la primera vivienda del caserío. Los moradores, unos indígenas mestizos, o sea zambos, como son llamados, nos recibieron con cierta afabilidad pero un poco extrañados de nuestra presencia. Después, fijándose en nuestro burro, por cierto bastante cargado con los bultos que llevaba cubiertos con la vela, pensaron que éramos vendedores ambulantes. Alrededor de nosotros, en pocos momentos se agruparon los 50 o 60 habitantes de la aldea, tanto hombres como mujeres y niños; por fin, satisfecha su curiosidad y después de haberles enseñado que teníamos dinero, uno de los indígenas nos ofreció su vivienda, por ser la más grande, y allí fuimos a pasar la noche.

Al día siguiente, después de pagar nuestro hospedaje y comprar una pequeña provisión de pescados secos, nos aprestamos a seguir adelante.

La mentalidad de los moradores de la aldea que dejábamos, a pesar de estar separada solamente 20 o 25 kilómetros del pueblo de Diamontis, difería mucho de la de los habitantes de esta población; atribuimos esto a la diferencia de raza y medios de vida. Cuando hubimos hecho los comentarios anteriores, avanzamos durante todo el día sin encontrar más lugares habitados, y mientras más fuimos adelantando, el terreno y la vegetación se parecían más a los de la Guayana francesa, en donde tanto sufrimos; todavía teníamos muy presente el recuerdo del Bordelés, muerto de malaria, y del Muñeco, a quien habíamos dejado moribundo al cuidado del buen negro del Oyapok. Todos esos hechos recientes y desalentadores influían profundamente nuestro ánimo en forma deprimente.

Al terminar el día, frente a nosotros se alzaban de nuevo las espesas malezas de la imponente selva brasileña, la cual con la penumbra del anochecer nos parecía más misteriosa y siniestra. La selva representaba para nosotros el hambre, la sed y la enfermedad, así como los ataques de los infernales zancudos y tantos otros peligros desconocidos; por algo esa selva se llamaba la tumba verde. En nuestras miradas se reflejaba el miedo; comprendíamos que ninguno de los tres tenía ya valor suficiente para internarse en ella, y sonreímos al ver que hasta el inconsciente burro parecía mirar con intranquila desconfianza y asustado en dirección a la selva.