16. Piragua salvadora
A pocas horas de andar encontramos un manantial de agua de color rojizo, la cual probamos primero con desconfianza, pero al comprobar que aparte de su raro sabor a hierro era potable, la consumimos; notamos en ese lugar la presencia de innumerables cangrejos. Resolvimos quedarnos allí para cazarlos; fue cuestión de una hora para capturar más de lo que podríamos consumir. Los hervimos en agua y con el arroz que quedaba nos hartamos de ese alimento. Pasamos la noche en ese lugar y continuamos nuestro camino al alba. Siguiendo la costa, vimos a unos zopilotes que comían la carroña de un pescado grande echado a tierra por la marea. Pensando que esos volátiles podían ser comestibles, y como los pajarracos no parecían asustarse por nuestra presencia, El Parisino agarró una piedra de regular tamaño y la tiró contra uno de ellos que, herido, no podía emprender ya el vuelo, pero sí huía en rápida carrera. Nos pusimos en su persecución apedreándolo hasta que cayó muerto. La carne de zopilote tenía mal olor, pero El Parisino afirmó que hervida durante mucho tiempo y después de asada, era comestible y sabía a pollo, aunque confesaba que él nunca la había probado; olfateamos escépticos el mal olor gallináceo del animal ensangrentado y todo magullado por las pedradas. El agua parecía que no nos faltaría más.
Al anochecer encontramos un bonito arroyo de agua limpia y márgenes de tierra firme y boscosa. Desde ese lugar el aspecto del terreno y de la vegetación fue cambiando; allí decidimos acampar. Echamos a hervir el zopilote durante un par de horas; no parecía cocerse, además seguía exhalando un olor poco apetitoso, pero acosados por el hambre y siguiendo los consejos del Parisino, lo asamos y constatamos que el mal olor de la carne iba desapareciendo, lo cual nos indujo a comerlo. Aunque corrioso, era comestible y hasta nos permitió conservar las dos últimas latas de carne que nos quedaban. Teníamos que encontrar otro modo de alimentarnos, por lo cual resolvimos dedicarnos a pescar al día siguiente, empleando como cebo trozos de ranas; de ese modo nos aprovisionaríamos por unos días antes de seguir adelante, y así lo hicimos con bastante éxito.
Pasaron tres o cuatro días más, tiempo en el que habíamos seguido avanzando. Ya habían transcurrido más o menos tres semanas desde el naufragio y nuestro aspecto era lamentable; enflaquecidos, quemados por el sol, demacrados, la barba crecida y las ropas hechas jirones. El Parisino y El Nizo padecían accesos de paludismo; este último estaba, además, afectado de diarrea y parecía agravarse rápidamente. El Muñeco estaba irreconocible de tanto haber enflaquecido y se encontraba sumamente debilitado. Durante la noche del decimoquinto día, en el momento en que nos acostábamos alrededor de la fogata para esperar el sueño reparador, nos pareció oír desde muy lejos, en el silencio de la noche, el ladrido de un perro; sorprendidos, nos miramos interrogantes; creímos habernos equivocado, pero pocos instantes después volvimos a escuchar otra vez el ladrido, lo cual nos convenció de que nuestros oídos no nos engañaban. Como electrizados, nos pusimos de pie y tomamos una determinación pronta: apagamos el fugo de nuestro campamento y recogimos nuestro equipaje, el cual fuimos a esconder debajo de un matorral; cerca se quedó El Nizo postrado por la enfermedad.
Aligerados de carga, más libres de movimiento y machete en diestra, nos encaminamos en la dirección en que habíamos percibido los ladridos, los cuales se repetían de vez en cuando y eran contestados por otros canes. Dirigiéndonos por el sonido, llegamos a un lugar boscoso; luego descubrimos un sendero que se ensanchaba en la medida en que adelantábamos. No cabía duda: estábamos cerca de un lugar habitado. Avanzamos con más cautela y pronto vimos un espacio desprovisto, en parte, de árboles, donde se recortaba en la noche, sobre el hielo, la silueta de un pequeño caserío formado por construcciones de madera; nos extrañó que esas viviendas tuvieran estilo bungalow y no de cabaña de boches negros o bohíos de indios, con techos de palmas, como esperábamos encontrar en ese lugar. Además distinguimos sobre la más grande de esas construcciones un asta para bandera; esa particularidad significaba que lo que veíamos era un establecimiento de gobierno, campamento penal o puesto de gendarmería. El Parisino nos aseguró que la primera hipótesis era una equivocación, pues no existía campamento penitenciario tan lejos de Cayena. Tenía que ser un puesto de gendarmería o militar; en ese caso habíamos llegado a Oyapok, o sea el río fronterizo situado entre la Guayana francesa y Brasil. Dimos un gran rodeo al caserío, atravesando unos pequeños campos de cultivo y algunos sembrados de patatas; luego pensamos que allí tendríamos de qué alimentarnos y tal vez esas legumbres, de las cuales desde hacía tanto tiempo estábamos privados, al cambiar nuestra alimentación mejorarían el estado del Muñeco. Pronto llegamos a la orilla de un gran río; ya teníamos la completa seguridad de que la otra ribera, apenas visible en la oscuridad, era de Brasil. La libertad dependía de pasar a la otra orilla. A nado, ni pensarlo; teníamos que concebir un plan. Emprendimos el camino de regreso esperanzados y contentos, con la idea de haber alcanzado nuestra meta; el tan deseado Oyapok.
De paso por los sembradíos de patatas, nos llevamos varios kilos de éstas; ya teníamos agua y comida aseguradas hasta que encontráramos la forma de atravesar el río, pero teníamos otros problemas que resolver. Uno de ellos, el más complicado, era el estado del Muñeco, quien empeoraba rápidamente y con grandes esfuerzos apenas podía seguirnos; a menudo teníamos que ayudarlo a caminar. Estaba por amanecer cuando llegamos al sitio donde teníamos nuestro equipaje. Procurando levantarle el ánimo, comunicamos al Nizo el feliz resultado de nuestra exploración. Juzgamos prudente, para evitar ser vistos, dejar la playa e internarnos unos 200 metros en el bosque. En un claro de la selva acampamos, dejando descansar al Muñeco. Cocinamos las patatas hirviéndolas, otras las pusimos a asar en las brasas. Después de alimentarnos, dormimos el resto del día, esperando la noche para volver todos con nuestros equipaje al Oyapok, donde encontramos la orilla bastante más arriba de lo que presumíamos era un puesto militar. Nuestras intenciones eran seguir la ribera del río, tierra adentro, pero El Nizo ya no podía avanzar; se había dejado caer incapacitado para dar un paso más. Tuvimos que quedarnos en ese lugar, relativamente cerca del caserío, circunstancia que nos impedía prender fuego para cocer los alimentos, pues el humo podría delatarnos. Esto trastornaba nuestros planes, consistentes en avanzar río arriba durante unos días hasta encontrar un lugar más estrecho del río y allí servirnos de la hacheta y del serrucho para construir una balsa con pequeños troncos de árboles amarrados con cuerdas y bejucos e intentar en la noche alcanzar la otra orilla.
El Muñeco, o sea El Nizo, quien comprendía nuestras contrariedades, nos propuso que lo dejáramos y siguiéramos nuestro camino, y que una vez construida la balsa volviéramos en su busca. Él, como nosotros, sabía que eso era imposible; podíamos bajar el río en una balsa navegando al descubierto durante unos días, sin exponernos a ser descubiertos; pero la balsa mal construida no habría soportado el viaje y menos la travesía del río en su parte más ancha. Por otra parte, transportar al enfermo en el estado en que se encontraba, en una marcha de varias jornadas a través de la selva, hasta el lugar donde construyéramos la balsa, era llevarlo a una muerte segura y entre atroces penalidades. De cualquier modo, dijo El Nizo:
–Que me muera de éste o del otro lado del río, es lo mismo… yo ya no tengo remedio.
Con una triste sonrisa en su cara esquelética, agregó:
–Pronto llevaré un saludo de parte de ustedes a nuestros compañeros que me precedieron en el camino; lo que me alegra es tener el convencimiento de que ustedes pasaron y recuperaron la libertad; yo no tuve suerte, qué le vamos a hacer.
Alguien podrá decir que las palabras del Nizo no pasaban de ser una fanfarronada, y lo eran; pero aun así, ese hombre, casi un muchacho con cara de niño, sabía enfrentarse a la muerte con tal de no perjudicarnos convertido en un estorbo y en un peligro para la libertad de sus compañeros.
Cuando le dijimos que se callara, que nos quedaríamos a su lado, las lágrimas le salieron y nos tendió su mano descarnada, diciéndonos:
–Ustedes son buenos amigos, pero no son prácticos y eso puede costarles la libertad que están a punto de conseguir.
Pero nos dimos cuenta de la alegría que se reflejaba en su semblante, pues cuando nos proponía que lo dejáramos, lo hacía aun sintiendo un miedo horrible a quedarse abandonado, solo y enfermo.
Cerca del mediodía oímos unas voces que venían del río. El Parisino, El Torero y yo, caminando agazapados, fuimos hasta la orilla del agua y allí, escondidos entre los matorrales, vimos dos piraguas que bajaban por la corriente. En la primera estaban dos hombres y una mujer, todos de raza negra marrón. Las dos canoas estaban cargadas con bultos, que al Parisino le parecieron de balata o caucho no refinado. Pensamos luego que esos negros iban al caserío a vender lo que traían y proseguían su camino hasta ese lugar; pero contrario a esto, vimos las piraguas dirigirse a una pequeña playa de la margen del río, a poca distancia de nuestro escondite, y allí varar sus canoas. Después de una corta deliberación acordamos irnos hasta cerca del sitio donde habían tocado tierra; casi arrastrándonos nos aproximamos al lugar. Nuestro propósito era apoderarnos de una piragua; comprendimos lo difícil de la empresa, pues teníamos que enfrentarnos con tres indígenas robustos, además de las mujeres. Nosotros éramos tres hombres agotados por las privaciones, la fatiga y la enfermedad; sólo la sorpresa podría darnos una leve ventaja y estábamos resueltos a arriesgarlo todo, aunque fuera por nuestro compañero moribundo. Con dificultades a causa de la espesa vegetación, pudimos entrever a los negros que sacaban una parte de los bultos de las embarcaciones y los llevaban a tierra.