14. Sepultado en la Guayana
Puesto que a cierta distancia, entre dos lugares rocosos, había una pequeña playa, resolví intentar llegar hasta ella para varar la embarcación en la arena; pero vimos el lugar demasiado grande. La distancia que nos separaba de esa playa era considerable y el temporal estaba ya en toda su fuerza. Gigantescas olas nos aproximaban cada vez más a los escollos. Mis compañeros remaban con furor, navegando paralelo a la costa, y cuando venían las oleadas poníamos la proa a ésta, y así, alternativamente, fuimos avanzando para alcanzar la playa salvadora, la cual estaba por desgracia más lejos de lo que juzgamos a primera vista; nos dimos cuenta de que no podíamos alcanzarla ya que estábamos demasiado cerca de la costa.
Con toda claridad llegué a contar las olas que faltaban para que la barca se estrellara sobre las rocas. Íbamos a naufragar irremisiblemente. Mis compañeros lo comprendieron como yo y dejaron de remar en espera de lo inevitable. Algunos se preparaban para echarse al mar. En ese momento, El Corso se levantó tambaleándose. Ese hombre, conocedor del mar, en un esfuerzo supremo venía a ayudarme para intentar salvarnos. En este instante le vi la cara, la tenía casi completamente hinchada, los ojos semicerrados y cercados de negro y la piel con manchas negruzcas. El aspecto de su rostro era impresionante. Mas en ese momento trágico no tuve tiempo de seguir viéndolo ni pude hablarle; una oleada nos cubrió y nos echó a unos cuantos metros de las rocas; recibimos el primer golpe de una que estaba bajo el agua. La ola y la sacudida precipitaron hacia el mar al Corso, quien pasó cerca de mí en su caída. El timón se me escapó de las manos y el barco se quedó remolinando. Varios de mis compañeros se habían tirado al mar para evitar ser precipitados sobre los escollos. Antes de que pudiera controlar la embarcación, otra enorme ola levantó el barquito a tal altura, que lo hizo pasar por encima de unas rocas bajas, pero se estrelló contra unas más altas que se encontraban metros atrás de las primeras. Al choque caí al mar; las olas, al retirarse, me llevaban rodando en el fondo del mar adentro, pero por haber nacido en una ciudad porteña era buen nadador y pude enderezarme y nadar hasta alcanzar una roca que sobresalía del mar, a la cual me así antes de la llegada de la otra oleada; pasada ésta, por el poco fondo, pude avanzar caminando trabajosamente, con el agua a mitad del cuerpo, hasta alcanzar tierra. A pesar de haber tragado una regular cantidad de agua, y adolorido por los golpes contra las rocas, me encontraba en buen estado. En ese momento la lluvia se desató como un diluvio.
Extenuado, aniquilado moralmente, me tendí en el suelo bajo la lluvia torrencial, sin fuerza ni voluntad. Cuando terminó la tormenta y yo había recuperado fuerza y energía, me puse a recorrer la costa con el propósito de encontrar a alguno de mis compañeros. Sentí verdadera angustia al verme solo, pero este temor fue de corta duración: vi al Parisino y al Nizo que abandonaban un pequeño grupo de escollos rodeados de agua, en donde se habían refugiado, y pasando de roca en roca llegaron a tierra.
Los tres nos sentimos reconfortados al vernos juntos, no obstante que nuestra situación seguía crítica, color de hormiga.
El mar poco a poco se fue calmando. Comprendí que si hubiéramos capeado el temporal más lejos de tierra, se hubiera evitado el naufragio. Ya completamente de noche, oímos las voces de dos de nuestros compañeros que también se habían salvado. Empezamos a discutir sobre algún plan para salir del atolladero en que nos encontrábamos. Todas nuestras esperanzas se fundaban en que el barco estuviera hundido entre varias rocas que formaban una cuneta. No podría ser arrastrado por el agua mar adentro y quizá podríamos repararlo, y si eso fuera imposible, cuando menos recuperaríamos muchas cosas que iban a sernos indispensables para seguir por tierra nuestra marcha hasta Brasil.
Teníamos impaciencia por ir al lugar del hundimiento y saber en definitiva a qué atenernos, pero debíamos esperar el retiro de la marea, que no se efectuaría hasta la madruga. Tres de mis compañeros estaban descalzos; naturalmente ninguno teníamos sombrero, tan indispensable en esta latitud. No teníamos machetes, pero sí cuchillos, aunque sólo uno de mis compañeros se encontraba sin el suyo. Nos desvestimos y exprimimos la ropa para quitarle el agua.
Acostados en la arena, esperamos con ansiedad el retiro de la marea. Aún maltrechos y cansados no pudimos conciliar el sueño, teniendo presente en la memoria lo que acababa de sucedernos y el sombrío porvenir de los días subsecuentes, así como el recuerdo de nuestros tres compañeros desaparecidos. Aunque nuestra lamentable situación nos hacía casi indiferentes a la suerte ajena.
Mucho antes del completo retiro de la marea, sin poder dominar nuestra impaciencia, fuimos a ver si podíamos llegar hasta el sitio del naufragio, el cual se encontraba a más de 100 metros de distancia en el mar. El Parisino, El Nizo y yo nos desvestimos y guardamos solamente el cinturón para llevar el cuchillo. A mitad de la distancia que nos separaba del barco, el agua nos llegaba a la altura del pecho. Dominando el miedo a los tiburones, nos pusimos a nadar y pudimos llegar a la roca contra la cual se había estrellado la embarcación. Subimos a ella cuando apenas amanecía, pero aun así tuvimos la satisfacción de distinguir vagamente la embarcación bajo el agua. Esta se encontraba sumergida a más de dos metros de profundidad; la poca claridad del amanecer nos impedía darnos cuenta del estado en que se encontraba. Sólo vimos a poca distancia una cobija que flotaba y una parte del martillo que se encontraba atorado entre dos rocas. No pude esperar más: siendo el mejor nadador de los tres, me deslicé de la roca al agua, nadé unas brazadas, alcancé la cobija que flotaba a pocos metros y la llevé a mis compañeros. Después me zambullí buceando hasta el barco y palpé los bordes. Este examen me convenció de que la embarcación, por los medios de que disponíamos, era absolutamente irreparable. En ese momento distinguí que repentinamente algo flotaba entre dos aguas y que parecía venirme encima. Sentí un escalofrío de terror y en unas frenéticas brazadas llegué a la roca, sobre la cual subí con tal rapidez que no di tiempo a mis dos amigos de ayudarme. Entonces vimos cómo, atraído por el desplazamiento del agua ocasionado por mi salida del mar, asomó la cara de un cadáver que volvió a sumergirse, dándonos tiempo sólo para reconocer a uno de nuestros malogrados compañeros. El ahogado era El Lyonés, el mismo que unos meses antes se servía de su calzón para robarse la harina de los almacenes de la intendencia del penal; hombre de entre 24 y 26 años, rubio, de buena estatura, robusto y bien parecido. Había desertado durante la guerra para seguir a una prostituta que lo mantenía. Una noche que su mujer se encontraba en un lío con unos trasnochadores, salió en su defensa e hirió a tiros a dos de sus adversarios. Fue sentenciado a siete años de trabajos forzados.
Volvimos a tierra con el convencimiento de que íbamos a poder recuperar una parte de lo que teníamos a bordo. Más tranquilos nos acostamos y pudimos dormir algunas horas. Todos fuimos al sitio donde se encontraba la barca, en cuyo lugar el agua alcanzaba un metro. Con el bordo destrozado y fuera del agua, la embarcación yacía sobre un costado, demostrándonos a primera vista la imposibilidad de poder ser puesta a flote. Unos metros más lejos, a medio sumergir en el mar, estaba el cadáver del Lyonés. Lo sacamos del agua y dos de mis compañeros llevaron el cuerpo a tierra. Los tres restantes fuimos recuperando una docena de latas de conserva, un saco de arroz, uno de harina y una caja de galletas, pero tanto la harina como las galletas estaban inutilizadas, seguimos rescatando una lata grande de manteca, un jamón medio echado a perder, una segunda cobija, la caja de herramientas que entre otras cosas contenía una preciosa botella donde se encontraban encerrados los fósforos. Además de un hacha-martillo, un serrucho chico y los utensilios de pesca, también encontramos la vela, casi todos los machetes, dos blusas, dos zapatos que no eran de la misma medida. Quitamos las cuerdas adheridas al mástil y al final descubrimos bajo una roca una gran olla. Llevamos todo eso a tierra, pues para nosotros representaba el único medio de sobrevivencia. Después, divididos en dos grupos, unos siguiendo la orilla del mar en un sentido y los otros en sentido contrario, exploramos un buen tramo de la costa, pero sólo logramos recuperar una cobija.
No pudimos encontrar los cadáveres del Corso y del otro compañero; supusimos que sus cuerpos fueron llevados mar adentro por las olas o por el retiro de los mares. Horas después volvimos a juntarnos en nuestro pequeño campamento. Allí teníamos todo lo que habíamos podido encontrar útil y transportable. Luego nos dirigimos a donde estaba el cadáver del Lyonés, el cual habíamos cubierto con la vela. Después de quitarle los zapatos, los cinco transportamos el cadáver tierra adentro hasta donde empezaban los árboles de la selva. Ahí, entre todos cavamos con los machetes una fosa, lo más hondo que nos fue posible, para El Lyonés, amontonando sobre su tumba gruesos pedruscos traídos desde la playa para impedir que las bestias de la selva pudieran desenterrarlo. Rendido este deber a nuestro camarada, nos quedamos unos minutos de pie y silenciosos, como un último homenaje a su memoria. Allí, en ese lugar desierto de la Guayana francesa, se quedaban los restos de un muchacho de los arrabales de Lyon.
De vuelta a nuestro campamento, sin probar bocado para no aumentar la sed que empezábamos a sentir, nos apresuramos a hacer varios bultos de lo que teníamos, amarrando cada uno de éstos con pedazos de cuerda del velamento, de tal forma que pudiéramos cargarlos colgados a los hombros. Uno de mis compañeros quedaba descalzo. Pusimos sobre nuestras cabezas varias hojas grandes de plantas silvestres, manteniéndolas en sus lugares con pañuelos o trozos de tela mojada, puestos encima y amarrados sobre la frente. Cada quien con su carga al hombro, armado de un machete, emprendimos la marcha alejándonos rápidamente de aquel lugar testigo de nuestra desventura, y con ansiedad de encontrar cuanto antes agua, pues los cinco habíamos tragado durante el naufragio agua salada, y nos parecía sentir todavía en nuestra boca y garganta sabor amargo, lo que avivaba más nuestra sed.
En nuestra marcha en dirección a Brasil fuimos siguiendo la orilla del mar, pero de trecho en trecho, para evitar recorrer las sinuosidades de la costa, atravesamos pequeñas extensiones de selva, abriéndonos paso con el machete. Ya el calor del día era sofocante; bañados en sudor, la garganta seca y ardiente, tuvimos que pararnos a descansar en un lugar boscoso. Ninguno de nosotros hablaba; la fatiga y el calor, y sobre todo la sed y el temor a lo desconocido, nos quitaban la confianza en nosotros mismos. De pronto nos pareció que estaba oscureciendo y un trueno lejano nos anunció que, como los días anteriores, iba a llover. Esto representaba para nosotros tener agua para saciar la sed que nos torturaba. Rápidamente nos levantamos como empujados por un resorte; sin acordarnos de la fatiga que sentíamos en un momento antes, nos precipitamos abriéndonos paso con enérgicos machetazos para salir de la espesura de las malezas en dirección de la playa. Cuando llegamos al límite de la selva ya empezaba a llover; nos desvestimos y pusimos nuestras ropas y equipaje a salvo del agua, debajo de unos árboles tupidos. Vaciamos la manteca que quedaba en la lata, y con la olla nos fuimos corriendo hasta la playa; allí, cuatro de nosotros, teniendo la vela por sus extremidades, la mantuvimos desplegada y tendida para recoger toda el agua que nos llegaba del cielo como una bendición. Llovía ya a chubascos y con verdadero bienestar sentíamos caer el agua sobre nuestros cuerpos. Vimos con fruición acumularse en la vela el precioso líquido con el cual llenamos los recipientes: la lata, cuya capacidad era aproximadamente de 18 litros, y la olla, que podría contener unos 10, estando llenos estos dos recipientes empezamos a beber, hartándonos de agua como si hubiéramos querido acumular el líquido en nuestros cuerpos para los días de sed venideros. El Nizo opinó que era una verdadera lástima que el hombre no estuviera tan bien dotado como el camello, que tiene la facultad de poder conservar en sí mismo una provisión de agua para aplacar la sed en un momento dado.