13. Las penas del infierno
En una ocasión en que hablamos de fugas y por suerte uno de nosotros pudo conseguir una botella de tafia (aguardiente de caña), lo invitamos a tomar un trago; después de aceptar nuestra invitación y algo excitado por el alcohol, accedió a contar las peripecias de su desventurada evasión: seis años atrás, en unión de cinco compañeros, se había fugado del penal de San Lorenzo en una canoa de río que unas modificaciones en su construcción hicieron apta para navegar en el mar. Pudieron embarcarse y salir del río Maroni, ganando el mar en dirección de Venezuela sin incidente alguno, pero como ninguno de ellos conocía de navegación, tuvieron temor de altamar y siguieron las costas con mareas excesivamente altas, lo cual produce fuertes oleadas que, a poco que el mar esté picado, empujan a cualquier embarcación chica a la costa, y con más razón si los tripulantes son inexpertos. El viejo presidiario siguió contándonos que a los cuatro o cinco días de viaje, una tarde que navegaba con un mar bastante tormentoso, en una falsa maniobra la canoa fue recogida por el través por una ola que la volteó de un golpe. La playa estaba cercana y solo él no sabía nadar, pero se agarró a la quilla, manteniéndose en esta forma sobre la embarcación volteada; desde allí veía a sus compañeros nadando en dirección a tierra cuando horrorizado divisó las aletas de varios tiburones cortando el agua con rapidez detrás de los nadadores; pronto el último de ellos fue alcanzado. Se oyó un alarido; el hombre se debatió con desesperación un instante, golpeando el mar con sus brazos, pero luego desapareció bajo el agua, volvió a flote, dio unas brazadas más dejando tras de sí un rastro de sangre y unos segundos después se sumergió definitivamente.
Nos relataba el narrador que en forma semejante vio desaparecer a otros tres de sus compañeros; sólo uno llegó a tierra. Después observó que los tiburones volvían a altamar y uno de ellos se dirigía a él; al verlo aproximarse sintió tal terror que, sin poder dominarse, empezó a gritar desaforadamente. El tiburón hizo dos a tres intentos para agarrarlo por una pierna, pero los movimientos de la canoa sobre la cual estaba refugiado se lo impidieron, o tal vez ya saciada su voracidad no puso mucho empeño y dejó la presa para seguir su camino. Llevada por la marea, la canoa llegó a la playa. El narrador, temblando todavía bajo el choque nervioso que acababa de resentir, llamó varias veces al compañero que vio llegar hasta tierra; una débil voz le contestó, y fue en dirección de dónde provenía. A poca distancia, entre unos matorrales, encontró a su amigo tendido. Al aproximarse, vio que tenía un pie seccionado a la altura del tobillo, del que manaba sangre. El herido había tenido la fuerza de amarrarse la pantorrilla con su cinturón enrollado, queriendo parar la hemorragia impulsado por un insensato instinto de conservación.
La noche caía; el narrador llevó tierra más adentro a su infortunado compañero, y a su lado vio cómo moría lentamente desangrándose, sin poder auxiliarlo en nada ni siquiera darle a beber un poco de agua que le pedía el moribundo. Al amanecer estaba sólo al lado de un cadáver; el sobreviviente había perdido su cuchillo; descalzo, con un pantalón por toda vestidura, no tenía ni fuerzas ni instrumentos para enterrar a su compañero, se puso en marcha sin rumbo ni esperanza de salvarse. Fue siguiendo la orilla del mar, comiendo cangrejos crudos que cazaba con un bastón; tuvo suerte de encontrar agua y así pudo avanzar unos días más; ya con los pies ensangrentados y ardiendo de fiebre, casi sin fuerza para seguir avanzando, comprendía que su fin se aproximaba, pero fue visto y socorrido por unos pescadores de cangrejos, indios de la Guayana inglesa, quienes lo auxiliaron caritativamente. Pocas horas después, vencido por la debilidad y la calentura, perdió por varios días el conocimiento; cuando volvió en sí se encontraba en el hospital de Georgetown. Allí fue atendido y recuperó la salud, aunque todavía estaba débil; fue trasladado del hospital a la cárcel de la ciudad y al poco tiempo devuelto por las autoridades inglesas a las autoridades penitenciarias francesas. Juzgado por el Consejo de Disciplina de San Lorenzo por evasión, fue sentenciado a dos años más de condena.
Ese relato, del cual me estaba acordando con todos sus detalles, me hizo mirar con terror a uno de los tiburones que en ese mismo instante pasaba por debajo de la embarcación, imprimiendo a ésta el acostumbrado balanceo. No pude menos que sentir un calosfrío seguido de un pequeño temblor, y para disimular me puse a silbar con aparente despreocupación, pero tuve la satisfacción de constatar que mis compañeros sentían los mismos temores, aunque, como yo, procuraban aparentar la mayor tranquilidad; sólo uno de ellos, probablemente más asustado que los demás, por fanfarronear dijo un chiste sobre las seis hileras de dientes de los tiburones, pero a nadie hizo la menor gracia. Todos nos quedamos muy serios y creo que cada uno en ese momento pensaba en el dolor que debía sentirse cuando uno de esos “animalitos” le seccionaba a uno un miembro; esa idea no nos predisponía a reír de ninguna clase de chistes sobre los tiburones.
Al anochecer, y como el día anterior, una pequeña brisa nos permitió avanzar lentamente un par de horas, para dejarnos parados de nuevo hasta el amanecer del día siguiente, cuando un poco de viento nos permitió navegar otras cuantas horas. Después volvía la calma y, por tanto, la inmovilidad. Así pasaron tres días durante los cuales no avanzábamos casi nada; teníamos los miembros acalambrados por lo reducido de la embarcación que nos impedía acostarnos. Los ojos nos ardían y los teníamos inyectados de sangre por la reverberación y las emanaciones salinas del mar. Los víveres y principalmente el agua se consumían más rápidamente de lo calculado. Estábamos bastante desalentados y arrepentidos de no haber tomado el rumbo a Venezuela. Al amanecer del cuarto día, tuvimos la grata sorpresa de un viento bastante fuerte que soplaba en buena dirección y nos hacía navegar en perfectas condiciones; nos devolvió el optimismo perdido y algunos se pusieron a cantar canciones populares y tangos que nos recordaban nuestras ciudades, allá en Francia, donde vivían los padres, las amantes, los amigos; renacía en nosotros la esperanza de que quizás algún día no muy lejano volviéramos a verlos; pero nuestra alegría fue de corta duración: unas horas después, el viento amainaba dejándonos otra vez inmóviles bajo un sol que se anunciaba abrasador. Vimos unos peces de regular tamaño, y acordándonos de que teníamos anzuelos y cordeles, resolvimos emplear el tiempo que estábamos parados en pescar para mejorar y cambiar un poco nuestra alimentación; a falta de carnada, mis compañeros intentaron emplear carne de conserva. Había muchos peces pero ninguno parecía tener afición por la carne de lata; desalentados después de una hora de infructuosos intentos, uno tras otro, los pescadores fueron retirando los cordeles del mar; sólo uno dejó el suyo en el agua, amarrando la extremidad que tenía en la mano al costado de la embarcación.
Para cubrirnos del sol, mantuvimos la vela tendida sobre nuestras cabezas, y sofocados de calor como en los días anteriores, pasamos así horas interminables. El Corso con su herida sin curación desde cuatro días, debía de sufrir horriblemente. De improviso vimos que se estiraba el cordel que estaba en el agua, demostrando que un pez mordía; sacamos a bordo una pieza de kilo y medio o dos kilos, mis compañeros decidieron cortar una parte del pez en pequeños trozos para que sirviera de carnada y todos se animaron a volver a la pesca; unas horas bastaron para que varios kilos de pescado se acumularan en el fondo del bote.
Debían de ser las dos o tres de la tarde cuando una pequeña brisa sopló en dirección a tierra; me surgió la idea de irnos a la costa. Sabíamos más o menos que el sitio a dónde íbamos a desembarcar se encontraba alejado de todo lugar habitado. Anhelábamos pasar una noche en tierra, poder caminar, estirarnos, dormir acostados; además, si era posible, renovar nuestra provisión de agua, cocer el pescado que teníamos y comer alimentos que no fueran de lata. La decisión fue unánime. Estábamos más cerca de la costa de lo que creímos; pronto la divisamos y dos o tres horas después llegamos a la ribera. ¡Qué contrario a lo que nos esperábamos!... Estaba, en parte, formada de rocas intercaladas por pequeñas playas de arena. Escogimos una de ellas para varar allí la embarcación. A unos 100 metros de distancia del lugar donde nos preparábamos a acampar empezaba la espesura boscosa; como a las cinco o seis de la tarde cuatro de nosotros, bajo la dirección del Parisino, fueron a explorar la selva en busca de agua. Dos más encendían fuego para preparar el pescado y el arroz. El Corso y yo nos quedamos inspeccionando la embarcación, tapando al casco alguna pequeña infiltración de agua; estábamos contentos de poder andar libremente de un lado para otro, oyendo los gritos y silbidos de miles de pájaros del atardecer que casi nos parecía fresco en comparación con el calor ardiente del día en el mar. Habría podido apreciar mejor ese momento de bienestar si no me hubiera fijado, cuando El Corso trabajaba a mi lado, que éste tenía una parte de la frente hinchada y por momentos se tambaleaba. No se quejaba, pero a veces se llevaba la mano a la cabeza con un gesto de intenso dolor.
Empezaba a oscurecer cuando volvieron los cuatro compañeros que habían ido en busca de agua, la cual no encontraron, pero decían tener indicios de que a cierta distancia debía haberla. Solo por temor a que la noche los sorprendiera en la selva no siguieron adelante. Hice hervir agua para la curación del Corso, y al descubrir la herida comprendí que estaba perdido; sentí gran lástima por este compañero, callado, tosco, de carácter violento, pero noble y valiente. Los labios de la herida estaban hinchados y de un color negruzco, amoratado, y desprendían un hedor de carne corrompida. En el fondo de la cortada se veía el color blanco del hueso del cráneo. Todo un lado de la cabeza estaba hinchado hasta el ojo, y aunque nunca había visto una herida gangrenada, tenía la seguridad de que la del Corso lo estaba. Por la mirada de mis otros compañeros comprendí que pensaban lo mismo que yo, pero ninguno de nosotros demostraba al herido la gravedad de su estado. Él, felizmente, no podía verse; con un pañuelo hervido le lavé la herida, para después aplicar sobre ella un algodón en tintura de yodo. A este contacto, El Corso dejó escapar un quejido; volví a vendarle la cabeza y el hombre se tendió en el suelo sobre su cobija.
Cuando los pescados estuvieron cocidos, comimos con voracidad y fruición una asombrosa cantidad de ese alimento. El Corso comió poco pero no dejaba de beber, tenía fiebre. Este hecho ponía la nota sombría en nuestra alegría. Como teníamos quinina, disolví esos polvos en un poco de agua y le di a tomar al enfermo. Todos nosotros sabíamos que esta medicina servía contra el paludismo, pero ignorábamos si en el caso presente era buena. Cuando nos tendimos sobre la arena para dormir envueltos en nuestras cobijas, me acosté al lado del Corso, quien se movía sin cesar y se quejaba sordamente. Casi de madrugada me pidió que le diera un poco de agua, por lo que me dirigí al tonel del barco. En ese momento soplaba un buen viento. Regresé con el agua, le di de beber al enfermo y desperté a los demás. Corrimos a la embarcación, la cual metimos en pocos minutos a flote, entrando nosotros en el agua hasta la mitad del cuerpo. El Parisino y yo volvimos en busca del enfermo, cuyo estado se agravaba y quien ya con dificultad podía tenerse en pie. Sentí pena de tener que forzar a un compañero en estado tan lastimoso a embarcarse, y así se lo hice saber. El hombre, tristemente pero con valor, me contestó:
–La pena es para mí, que me he vuelto un estorbo para ustedes.
Lo disuadimos de pensar así, y apretándonos como pudimos, le dejamos un espacio libre en el fondo de la barca para que pudiera quedarse acostado con varias cobijas dobladas bajo la cabeza y el cuerpo. El Corso fue reemplazado en la vela por El Parisino, quien conocía un poco del manejo de ésta pero estaba lejos de tener la habilidad del pescador. Después de alejarnos un poco de tierra, resolvimos seguir la costa para poder localizar la embocadura de algún riachuelo o arroyo que nos permitiera aprovisionarnos de agua. Avanzamos rápidamente y el viento aumentaba de fuerza por instantes, pero el cielo se nublaba y despejaba alternativamente; el mar estaba algo picado. De tiempo en tiempo una ola más fuerte nos mojaba y caía agua en la embarcación. Pronto estuvimos empapados, lo cual no tenía mayor importancia para nosotros, pero lo sentíamos por El Corso, quien yacía con fiebre en el fondo del barco anegado. En la medida en que pasaba el tiempo el mar se volvía más tormentoso, y a las dos de la tarde el viento soplaba en tremendas ráfagas que dificultaban el manejo de la embarcación. En las maniobras, el barco escoraba mucho, aunque todos los ocupantes se colocaran en la borda de barlovento; con preocupación constaté que aun remediando con el timón, El Parisino en el manejo de la vela cometía errores que podían ocasionar la volcadura del barco; él mismo, dándose cuenta de su incapacidad y del peligro al cual nos exponía, desistió de seguir actuando. No teníamos más solución que bajar la vela. El cielo estaba completamente nublado; enormes oleadas levantaban la barca echándola cada vez más cerca de tierra. Comprendimos de golpe que estábamos cogidos cerca de tierra por un fuerte temporal tropical, corto pero severo, y para colmo la costa en el lugar en que nos encontrábamos era rocallosa en su mayor extensión. Pusimos la proa de la embarcación en dirección de altamar para cortar y capear las olas que venían a romperse con furia sobre la ribera. Mis compañeros se pusieron a remar para intentar alejarnos, o cuando menos mantener la distancia que nos separaba de la costa. Pronto me di cuenta de la inutilidad de esa maniobra.