12. ¡Prófugo!

Los sargentos, quienes al parecer eran dos, mientras se calmaban la sed con el “absente” servido con tantas atenciones por El Sacristán, seguían haciendo preguntas a éste, quien aparte de la supuesta desaparición de sus gallinas, no sabía más. La conversación fue desviándose de nosotros para seguir sobre incidentes de fugas pasadas. Supimos que desde las tres de la mañana los vigilantes estaban recorriendo los alrededores en busca nuestra, pero no parecían dispuestos a perseguirnos bajo el sol abrasador del trópico. A las 12 del día terminaba su servicio y comprendimos que no se marcharían antes de esa hora. Durante ese tiempo, en nuestro escondite sufrimos un verdadero martirio. Conforme el tiempo pasaba, el calor del sol se hacía más intenso en el reducido espacio sin ventilación donde nos encontrábamos siete hombres inmóviles; la atmósfera se volvía irrespirable y el calor sofocante. La lámina del techo debajo de la cual estábamos acostados, en sus partes más altas quedaba a un metro y medio de nosotros y estaba caliente al grado de no poder poner la mano encima; el sudor nos corría por todo el cuerpo, sentíamos una desesperante sensación de ahogamiento. Me parecía estar cociéndome a vapor y en la cara congestionada de mis compañeros veía reflejarse los mismos sufrimientos, pero el que padecía más era El Corso, quien, boca arriba, apretando los dientes y los puños, y con el cuerpo rígido, hacía esfuerzos por dominar el dolor; su vecino inmediato le ventilaba la cara con su sombrero, queriendo aliviar un poco sus sufrimientos. El herido tenía fiebre y temimos que en un momento dado dejara escapar algunos gemidos, lo cual nos hubiera delatado a los sargentos que estaban separados de nosotros sólo por las planchas que formaban el techo sobre el cual estábamos.

Por medio de señas, El Corso nos pidió de beber. El cubo de agua estaba cerca de mí, y en el pocillo le dimos agua; lo tomó trémulo y bebía con tal avidez que nos parecía que el ruido que hacía con la boca iba a oírse allá abajo.

Por fin escuchamos que los vigilantes se despedían del Sacristán y oímos con profundo alivio que sus pasos se alejaban. Apenas el liberado nos señaló que el peligro había pasado, levantamos la lámina que cerraba la entrada de nuestro escondite y nos precipitamos a la abertura para respirar una bocanada de aire y echarnos agua en la cara; pudimos así descansar un poco del tremendo calor y de la sofocación padecida. Cuando se hizo completamente de noche, salimos del escondite, el liberado, acompañado de su perro, nos llevó a un claro rodeado de altos matorrales, donde pudimos reponernos de los sufrimientos de ese día.

Vino la negra con una gran charola de comida y eso acabó de reconfortarnos y volvernos el optimismo.

Ya bien avanzada la noche, un silbido parecido al de los apaches de París nos anunciaba la llegada de dos liberados paisanos y socios del Sacristán en el negocio de evasión; ellos eran los encargados de preparar la embarcación y venían con buenas noticias: una barca con prófugos había sido vista por unos pescadores negros; navegaba a pocas millas en dirección a Venezuela; las autoridades del penal creían que se trataba de nosotros y dedujeron de hecho nuestro embarco para ganar el mar la misma noche de nuestra fuga; según los informes de los liberados, 20 o 25 días antes de nuestra escapatoria, desde un campo penal cerca de Cayena, fueron señalados seis reos prófugos, quienes no pudieron ser recapturados y de quienes se suponía que desde tiempo atrás consiguieron embarcarse; pero no fue así: por algún contratiempo, tan frecuente en las evasiones, esos prófugos sólo pudieron hacerse a la mar muchos días después, o sea, la misma noche de nuestra fuga. Esa coincidencia, la cual podía haber ocasionado su recaptura, a nosotros nos favorecía, ya que iban a seguir buscándonos en tierra, y por esa razón convenimos intentar el embarque la noche siguiente. Para nosotros, que teníamos presentes los padecimientos del día, esa decisión nos encantaba.

Los dos liberados que acababan de presentarnos eran parisinos: un chaparro y el otro más joven y alto. Este último, recién liberado pero con 10 años de deportación, o sea que debía quedarse, aunque libre, todo ese tiempo en la Guayana antes de volver a Francia. Tal individuo sentía la nostalgia de París y nos fue preguntando si alguno de nosotros provenía de esa ciudad; al enterarse de que yo había estado en la capital, empezó a citarme infinidad de lugares, calles, barrios, dancings, cafés y lugares de diversión, la mayoría de los cuales me eran completamente desconocidos; pero mi interlocutor parecía gozar el solo hecho de enumerarlos e invocar su recuerdo, importándole muy poco que me fueran conocidos o no. Nos separamos casi a la madrugada y quedamos de vernos a la noche siguiente para que nos trajeran los víveres necesarios en la travesía y nos condujeran a la embarcación. De regreso, metidos en nuestro refugio, dormimos hasta las seis de la mañana, momento en que la mujer del Sacristán nos llevó alimentos. Horas después empezamos a sentir, como el día anterior, el malestar del calor, pero en menos grado. Pudimos movernos, ventilarnos y mojarnos la cabeza sin temor de hacer ruido. Cerca del mediodía llovió con fuerza, como suele pasar en estas regiones. El clima se refrescó y nos hizo sentir un bienestar tan grande que bendecimos el agua del cielo. En la noche salimos del escondite para no volver.

La negra volvió a curar con agua hervida y tintura de yodo la herida del Corso y le cambió las vendas. Avanzada la noche, volvieron los dos liberados de la víspera y en dos viajes acabaron de traernos los víveres, incluso siete machetes. Hicimos varios bultos con las provisiones, cobijas, la vela para la embarcación y algunas herramientas, carga que nos repartimos llevando cada quien un bulto al hombro y un machete en la mano. Después de despedirnos del Sacristán y su mujer, nos pusimos en marcha guiados por los liberados. En esos momentos debían ser la una o dos de la madrugada. Avanzamos por senderos apenas trazados y que al poco tiempo de marcha desaparecieron; tuvimos que abrirnos paso por entre la maleza, a veces con el machete. Amanecía cuando llegamos muy cansados al riachuelo donde se encontraba la embarcación sin el mástil puesto y escondida bajo la vegetación que desde tierra se extendía dos o tres metros sobre el agua, la cual la cubrió de tal manera que hubiera sido muy difícil verla, aun pasando muy cerca del lugar. Después de descansar un buen rato y tomar un trago de “tafia”, nos pusimos a acondicionar el bote y lo sacamos del escondite para ponerle el mástil. Cuando terminamos esa tarea, estaba bastante entrada la mañana. El lugar estaba desierto y la selva muy tupida, pero el barco ya se encontraba al descubierto. Nos quedamos indecisos sobre embarcarnos luego o esperar la noche, pero optamos por lo primero. Teníamos ansias de alejarnos de la tierra guayanense; aquí terminaba la cooperación de los dos liberados. Después de haber pagado lo convenido en el momento de despedirnos, el más joven de los parisinos vaciló un instante y pidió que lo lleváramos en nuestra fuga, ofreciendo, si accedíamos, devolvernos el dinero que le había tocado en parte. Aceptamos sin querer que nos pagara; su compañero quiso inútilmente disuadirlo, pero él no hizo caso; se despidió de su amigo con un abrazo y embarcó con nosotros.

Navegamos en el riachuelo empleando los remos y haciendo el menor ruido posible, pero siempre nos parecía que no era lo suficientemente silencioso. Avanzamos sin dejar de mirar a ambas orillas, con el temor de ver aparecer de improviso a algunos indígenas “cazadores de hombres”. Estábamos al descubierto y a merced de sus escopetas, aunque El Parisino nos tranquilizaba asegurándonos que difícilmente eso podría suceder. Una hora después, sin contratiempo, llegamos a la embocadura del riachuelo; delante de nosotros se extendía el mar en entera calma, brillante y centelleante, como un espejo bajo la reverberación del sol tropical. Izamos la vela rudimentaria que teníamos sin que hiciera un solo soplo de viento, por lo cual la vela no respondía y quedaba desesperadamente flácida colgando del mástil; de cualquier punto de la costa podíamos ser vistos; íbamos desnudos hasta la cintura y el color blanco de nuestras pieles nos delataba como evadidos, tanto como si lleváramos la blusa de presidiarios. Además, el barril que sobresalía del borde del bote hacía inconfundible nuestro estado de prófugos.

Recurrimos de nuevo a los remos y veía sus caras contraídas por el esfuerzo que hacían bañados en sudor, remando con desesperación para alejarse de tierra por donde nos amenazaba el peligro y que en nuestra ansiedad nos parecía verla siempre a la misma distancia de nosotros. Estábamos arrepentidos de no haber esperado la noche para hacernos a la mar. Después de un par de horas, que nos parecieron una eternidad, empezamos a ver la tierra suficientemente lejos para sentirnos relativamente fuera de peligro. Mis compañeros cesaron de remar, estaban extenuados por el cansancio. A los pocos momentos de quedar la embarcación inmovilizada, empezaron a soplar pequeñas ráfagas de viento que rápidamente fueron aumentando de intensidad; el cielo se estaba nublando; era más o menos la misma hora de la lluvia el día anterior. El Corso izó la vela, manteniendo en sus manos la escota; el viento soplaba cada vez con más fuerza pero no en la dirección deseada y sólo navegando en “bordadas” se podía utilizar. Pronto perdimos de vista la costa y entonces puse la proa de la embarcación en dirección a Brasil. El cielo se había nublado completamente y empezaba a soplar el viento precursor del aguacero, pero cesó casi repentinamente y la embarcación quedó sin avanzar. Bajamos la vela para cubrir los víveres y las cobijas de la lluvia, la cual no tardó en llegar; con la fuerza de siempre, fue cayendo sobre nuestras espaldas desnudas, como aventada con una manguera; a menudo teníamos que recoger el agua del fondo del barco.

Pasado el aguacero, el sol volvió a aparecer con la misma fuerza de antes; lo que no volvió fue el viento, sino hasta la caída de la noche, cuando empezó a soplar una leve brisa que utilizamos lo mejor que pudimos para seguir navegando lentamente.

Mientras los demás dormían, El Corso y yo seguimos en nuestros puestos hasta las 10 u 11 de la noche, hora en que quedamos parados otra vez por la completa falta del viento. Despertamos a dos compañeros para que mantuvieran la barca en buena dirección; El Corso y yo fuimos a descansar. Al amanecer, los dos fuimos despertados debido a que un poco de viento se había levantado, y tirando “bordadas” seguimos avanzando con la misma lentitud. De las 11 de la mañana a las dos de la tarde, la fuerza del sol y la reverberación del mar nos hacía padecer terriblemente, ocasionándonos, además, una sed constante que aumentaba nuestra alimentación a base de conservas; bebíamos ávidamente el agua tibia del barril que no parecía desalentarnos; pero nadie se quejaba, sólo renegábamos por la falta de viento. Ese mismo día vimos los primeros tiburones: eran dos. Divisamos primero su característica aleta dorsal y, como si poco a poco se familiarizaran con la embarcación, se aproximaban cada vez más a ella; en ocasiones pasaban bajo el barco, al mismo tiempo que se volteaban hacia arriba y enseñaban el color blanco de su vientre, imprimiendo una breve oscilación a nuestro barquito. Por lo que podía juzgar, tales “pescaditos” alcanzaban o pasaban de los tres metros, y para ocho hombres amontonados en una barca de seis metros de “eslora” por un metro 25 de “manga”, a unas millas de la costa, tal presencia no era nada tranquilizadora. Por mi parte, la proximidad de esos compañeros de viaje no me parecía grata. Pasaban por mi memoria los relatos escuchados en el penal, refiriéndose a algunas fugas trágicas en las cuales los evadidos fueron víctimas de los tiburones. La circunstancia presente hizo que en ese momento me acordara de una de esas odiseas relatada una noche en el dormitorio, por quien fue testigo y único sobreviviente de la tragedia: era un hombre como de 45 años que parecía de mucho más edad, pues su estancia en la Guayana pasaba de los 10 años. De un carácter taciturno, casi siempre estaba solo, hablaba poco y a veces parecía algo perturbado de sus facultades mentales. Quienes lo escuchábamos ya sabíamos lo sucedido, pero quisimos oír el relato de su aventura.