11. Lucha, fuga y persecución
Para mí era fácil transitar por la ciudad; en vista de la clase de trabajo que desempeñaba, tenía un permiso escrito de la administración del penal y esto hacía que conociera perfectamente el lugar de la cita por haber ido varias veces a estudiar el camino. Fui el primero en llegar sin ningún contratiempo a la vivienda del liberado apodado El Sacristán. Éste tenía preparado en la cabaña un escondite en el hueco formado por las láminas de fierro de los dos planos inclinados del techo de su cabaña de madera y el ciclo horizontal que interiormente tenía la misma, lo cual formaba un tapanco al que se subía por una escalera de mano situada en la parte exterior de la cabaña; al desprender una lámina de uno de los costados del tapanco se tenía acceso al escondite; después, al quitar la escalera y volver a colocar la lámina en su lugar, no se dejaban indicios que llamaran la atención.
Llegaron después de mí los que trabajaban en el taller, porque con suerte a las tres de la tarde se les presentó una oportunidad, la cual aprovecharon, pero tuvieron dificultad para encontrar la vivienda por no conocer el sitio. Dirigiéndose solamente por las indicaciones que les fueron dadas, a los pocos momentos llegaron dos más, con algunos intervalos pero sin contratiempo alguno.
El propietario de la cabaña donde estábamos reunidos tenía una mujer negra y bastante vieja, quien parecía quererlo entrañablemente y lo cuidaba como una madre a su hijo. Él era bajo de estatura, de constitución raquítica, cabello color zacate, ojos azules descoloridos, afilado perfil y nariz alargada como hocico de zorro. En cambio, su mujer era alta y fornida, de cara ancha y achatada.
Para comer, la negra nos hizo una sopa de patatas y arroz, por cierto de muy buen sabor. Sólo que nosotros, dado el estado de ánimo en que nos encontrábamos, no supimos apreciarla debidamente.
Las horas pasaban, ya estaba avanzada la noche y aún no llegaban los dos que faltaban. Uno de ellos era El Corso, de quien necesitábamos sus servicios para conducir el barco. Únicamente él y yo conocíamos de navegación. Conjeturábamos su suerte cuando el perro de la cabaña empezó a ladrar anunciando la llegada de un extraño; nos escondimos por no saber quién podría ser; poco después distinguimos desde un alto sembrado de maíz la silueta del Corso; venía en mal estado, con la ropa hecha jirones y la cabeza y la cara ensangrentadas. Luego de que la esposa del Sacristán lavó y vendó una herida profunda que tenía en la cabeza, nos relató su fuga. El Corso era un hombre alto, delgado, de color moreno y recia musculatura, valiente y arriesgado; estaba condenado a 20 años de presidio; mató frente a frente a su adversario para vengar la muerte de un familiar. Lo malo fue que cuando lo quisieron aprehender hirió de gravedad a un gendarme que quedó inválido.
La fuga del Corso se desarrolló de la manera siguiente: tenía como guardián a un viejo sargento colonial, excelente tirador pero con el defecto de ser un alcohólico inveterado, lo cual hacía que cuando no probaba el alcohol difícilmente un reo se le escapaba; por lo general los hería de un tiro en las piernas; pero como durante el día, con el pretexto de refrescarse, no cesaba de tomar “absente” sólo adicionado con hielo, cuando declinaba el día era incapaz de hacer blanco en una montaña. Ese momento fue el que esperó El Corso, y a la hora que juzgó propicia, pidió al vigilante permiso de retirarse un poco para ir a cumplir una necesidad. Se apartó de los demás, y en ese preciso momento varios reos del equipo empezaron a simular un pleito con gran escándalo y gritos para llamar la atención del sargento, quien se dirigió a ellos para investigar lo que sucedía. De improviso, y probablemente acordándose de que en otras ocasiones había sido víctima de esa triquiñuela, se volvió a la dirección del Corso y vio a éste en plena carrera hacia donde empezaba la selva. El sargento desenfundó su revólver y disparó sobre el prófugo, quien corría al mismo tiempo que contaba los disparos; cuando oyó el sexto y último tiro, estaba ya a poca distancia de los matorrales.
A lo lejos, el sargento intentaba, con manos torpes de alcohólico, recargar rápidamente su arma; El Corso, quitándose su ancho sombrero de palma, se inclinó en un ceremonioso saludo de despedida. Esta burla le iba a costar cara. Un segundo vigilante que venía de relevo lo vio y le disparó; El Corso dio unos saltos y se internó en la selva, pero el sargento recién llegado era un hombre joven y se lanzó en su persecución. Para evitar los disparos, el fugitivo se internó en lo más espeso de la vegetación y pronto despistó y dejó atrás a su perseguidor, pero a la vez él mismo perdía el rumbo de la cabaña; corriendo se internó en una plantación de caña de azúcar y fue a dar en medio de un grupo de tres negros que allí trabajaban. Al ver al reo, los indígenas comprendieron de inmediato que se trataba de un prófugo, un popoto marrón, como llamaban ellos a los evadidos, y quisieron detenerlo; El Corso, precipitando su carrera, embistió a uno de los hombres y lo derribó de un cabezazo en el estómago; desgraciadamente, él mismo cayó encima de su adversario. Sin perder la oportunidad, aún en el suelo empuñó el machete que su contrario había soltado al caer, pero antes de poder ponerse de pie, uno de los negros le descargó un machetazo en la cabeza, y por casualidad o porque el negro no lo quiso matar, el machete no dio del lado filoso; sin embargo, el cuero cabelludo quedó cortado hasta el hueso: El Corso siguió contándonos que al recibir el golpe sintió nublársele la vista y estuvo a punto de caer, sólo la desesperación por salvarse le dio la fuerza de voluntad necesaria para reaccionar. Blandiendo el arma se lanzó sobre sus contrincantes, quienes al ver sus vidas en peligro se apartaron rápidamente. El Corso aprovechó esto para continuar su huida hasta donde le fue posible. Sintiendo que desfallecía, se tendió en un tupido matorral, donde fue recuperando el resuello y las fuerzas, esperó la noche para salir de su refugio en busca del lugar de la cita; ya desesperaba de buscar la cabaña cuando, más por casualidad que por orientación, encontró la vivienda del Sacristán.
Después de contarnos su odisea, comió poco y bebió mucha agua; enseguida se durmió y por momentos se quejaba en su sueño.
Faltaba El Muñeco, un joven de Niza, de baja estatura, gordito y de cara simpática. Estaba condenado a cinco años de prisión por robo. Ya habíamos perdido la esperanza de que viniera; supusimos que el muchacho no había podido evadirse o había sido recapturado.
A temprana hora de la mañana fuimos despertados por la sonora risa de la negra y por el ruido de la escalera que El Sacristán colocaba contra la lámina que cerraba la entrada de nuestro escondite. Abierta la apertura, vimos a una mujer que subía la escalera hasta llegar a nuestra altura; reconocimos la cara risueña del Muñeco vestido de guayanesa y con la cabeza envuelta en un madrás, especie de pañoleta de color chillón con que las negras cayenas se adornan la cabeza. Una vez adentro, El Muñeco nos contó que la víspera no pudo encontrar la cabaña; empezaba a oscurecer cuando se dio cuenta de que estaba en el punto opuesto de la población, y en la oscuridad de la noche no iba a serle posible orientarse; sólo de día tenía la oportunidad de hacerlo. Comprendió que nuestra fuga sería señalada y nos estarían buscando; por consiguiente, atravesar la ciudad con el uniforme del penal, aunque fuera de madrugada, resultaba peligroso. Pensando en eso, El Muñeco se fijó que cerca del lugar donde estaba escondido, en el patio de una humilde casa habitada por gente de color, había un tendedero del cual colgaban prendas de ropa femenina, las cuales probablemente permanecían ahí por no haberse secado por completo al terminar el día. Eso le dio una idea. Su poca estatura, la forma regordeta de su cuerpo, su físico imberbe y su juventud le facilitaron su plan: esperó unas horas y cuando juzgó llegado el momento conveniente pasó por encima de la cerca de alambre que servía de lindero al patio de la casa y se apoderó sin dificultad de las ropas que le parecieron más adecuadas para su disfraz. De vuelta a su escondite, se quitó el uniforme y los zapatos del penal, hizo un bulto de todo para llevárselo y se vistió de mujer, envolviendo su cabeza rapada en el madrás de vivo color. Al amanecer buscó el lugar de nuestra cita y sin muchas dificultades dio con nosotros. Hasta aquí, si no hubiera sido por la herida del Corso, podríamos habernos considerado afortunados.
Después de cerciorarse de que no había peligro, el liberado nos llevó alimento y un cubo de agua, y nos avisó que no podría volver hasta en la noche. Nos advirtió que el fuerte calor nos haría sufrir mucho ahí encerrados. Debían de ser las nueve o 10 de la mañana cuando El Sacristán, quien construía afuera, no muy lejos de la cabaña, un corralito para una pareja de puercos, suspendió su trabajo y lo oímos entrar en su cabaña silbando una canción titulada Cuídense, niñas bonitas, al mismo tiempo que recogía algo de la estancia y volvía a salir de ésta, prosiguiendo con más fuerza el estribillo de la cancioncita. De esa forma nos avisaba que un peligro se aproximaba y que cuidáramos de no hacer ruido. Al poco rato oímos voces que se acercaban y El Sacristán decía:
–Pasen ustedes, señores sargentos.
Escuchamos que algunas personas entraban en la cabaña en compañía del liberado, quien agregaba:
–Siéntense, sargentos; métanse a sus anchas, están aquí en su casa. Voy a servirles “una absenta” sin hielo pero con agua bien fría.
En esos momentos se oyó el ruido del descanso de las culatas de las carabinas sobre el piso de madera.
El Sacristán seguía hablando y preguntaba:
–¿Cuál es el viento que los trae por aquí y qué cosa se les ofrece? Ya saben que estoy para servirles.
–Ya lo sabemos –contestó una voz ronca seguida de otra que pregunto:
–Dinos, Sacristán, ¿no has visto por este rumbo a ningunos prófugos? Ayer se fugaron siete y, según los informes que tenemos, fueron vistos en esta dirección.
Al oír la noticia, El Sacristán dejó escapar un juramento. En ese momento entró su mujer trayendo el agua; dirigiéndose a ella, exclamó encolerizado:
–No te decía, negra, que las dos gallinas que nos faltan nos las robaron algunos desgraciados prófugos.