8. Captura y prisión
en la Guayana

El jueves volví a casa de mis padres y me encontré otra carta más apremiante y algo amenazadora. Ahora me citaba para el viernes; hice con ésta lo que con la primera misiva.

Llegó el domingo y asistieron como invitados Emilio, su mujer, la prima de ésta y un tal Luis con su señora. Estas dos últimas personas no participaron en la falsificación e ignoraban por completo todo lo concerniente a ese asunto. Fueron convidados por ser amigos de Emilio y porque en otras ocasiones habían estado como convidados o nosotros de ellos. Ese día estábamos todos juntos en alegre reunión para festejar la despedida cerca del mediodía. Alberto, en compañía de Luciana y la prima de Emilio, salieron a la ciudad a comprar vituallas a la rosticería para completar el almuerzo. Los que nos quedamos seguimos tomando cocteles. Las mujeres ya preparaban la mesa cuando tocaron la puerta en forma violenta. La amante de Emilio fue a abrir e intempestivamente cuatro individuos que se habían bajado de un coche irrumpieron en la casa, nos rodearon y uno de ellos, que parecía el jefe, se volteó la solapa del saco y nos mostró la placa de policía. Eran agentes de la Seguridad pero no tenían una actitud muy resuelta, aunque tres de ellos no sacaban la mano derecha de sus bolsillos del saco. Al darme cuenta de que había caído en las redes de la policía, sentí como si el suelo se hundiese bajo mis pies y tuve que hacer un verdadero esfuerzo de voluntad para dominarme y reaccionar. Debí de haberme puesto tan lívido como María, quien instintivamente se puso a mi lado y me agarró del brazo en un indefinido gesto de buscar protección o defenderme. También Emilio estaba intensamente pálido; su mujer se dejó caer en una silla pues estaba a punto de desmayarse. En cambio, Luis y su señora, ignorantes de nuestro delito, hablaban encolerizados a los agentes; con la cara enrojecida por la ira, censuraban sus procedimientos arbitrarios.

Más tarde supe que los agentes actuaron por su propia iniciativa, basados únicamente en la denuncia de una carta anónima en la que señalaban a Alberto y a su hermana como autores de la falsificación de los billetes de cinco francos emitidos hacía más de dos años. Pidieron nuestros documentos y yo enseñé el de mi difunto hermano, con el nombre de Alfredo H. Donadieu, y una hoja falsa de desmovilización que me había proporcionado Emilio, demostrando a los policías, con nuestras libretas militares, que éramos como ellos: jóvenes soldados recién desmovilizados. Entonces noté en ellos desconcierto, cambiaron su primera actitud por otra más conciliatoria y aceptaron unas copas que les ofrecimos; en ese momento sentí renacer en mí alguna esperanza.

Por quien más se interesaban los agentes era por Alberto y María, únicos nombrados en la denuncia; en ausencia de su hermano, mi amante contestó satisfactoriamente a todas las preguntas. Dimos la razón de la ausencia de Alberto asegurando que pronto volvería. Creímos que los agentes se conformarían y, entre tanto, recordé el auto sospechoso que una noche llamó mi atención. La Tía tenía que haber sido una de las ocupantes del coche que descubrió nuestro refugio y seguramente nos había denunciado. Si yo hubiera acudido a la cita, su plan posiblemente sería alejarme del peligro el tiempo necesario para que solamente Alberto, su mujer y María fueran arrestados, quedándose así La Tía sin rival, y yo, por la situación en que me encontraba, a merced de ella.

Pero el tiempo pasaba y Alberto no volvía; los agentes presentían que ese hombre de alguna forma se había dado cuenta a tiempo de la presencia de la policía, y si había huido es que era culpable. Ese solo hecho bastaba para que los policías prosiguieran sus investigaciones. Estoy seguro de que si Alberto se hubiera presentado, todo se hubiera arreglado satisfactoriamente.

Desconfiando de nuevo, los agentes hicieron un cateo sumario, telefonearon para pedir un coche y cuando llegó todos fuimos llevados a la jefatura de policía para ser interrogados separadamente. Las preguntas nos fueron hechas de tal forma que empezamos a contradecirnos; no pudimos dar ninguna explicación sobre el dinero encontrado en nuestro poder ni en qué empleábamos nuestro tiempo ni cuáles eran nuestros medios de subsistencia. El resultado fue desastroso; expedida una orden de cateo, los agentes volvieron a la casa, hicieron una minuciosa búsqueda y descubrieron, finalmente, las planchas para la impresión de los billetes del Banco Alger, que Alberto cometió el error de no destruir.

Por las investigaciones posteriores descubrieron nuestro reciente viaje efectuado a África del Norte. Ya no teníamos salvación. Fuimos declarados formalmente presos y trasladados a París, ciudad donde se habían falsificado los billetes. Al poco tiempo, Luis y su señora salieron libres por falta de méritos; caro pagaron habernos conocido.

Mis padres se fueron a vivir a París para estar más cerca de mí y para escapar de la vergüenza de mi conducta en la ciudad donde eran muy conocidos; nuestras familias gastaron dinero y fuimos bien defendidos por nuestros abogados.

La policía no había podido aprehender a Alberto, y nosotros, para salvar a las mujeres, nos responsabilizamos por la venta de los billetes, aunque no por su circulación… Los cargos más duros recaían sobre Alberto, quien estaba prófugo.

Después de estar seis meses en la cárcel preventiva, se cerró el proceso. La sentencia que contra nosotros dictaron los jueces de la Corte del Seine fue absolutoria para la mujer de Emilio y para María, quienes salieron libres; Emilio y yo, con el nombre de mi hermano, fuimos sentenciados a ocho años de trabajos forzados, condena que debíamos cumplir en el penal de la Guayana.

Una vez sentenciados nos trasladaron de la prisión de La Santé, en París, a la cárcel Modelo de Fresna; de allí a la de Poissy, donde trabajé en el taller de imprenta, y a los tres meses fuimos llevados a La Rochela, donde a los pocos días viajamos por mar a la Isla del Rey. Llegamos allí para esperar el barco que nos llevaría a la Guayana. A los ocho días llegó el barco-prisión de nombre Duhala.

Pasamos de la vigilancia de los guardias carcelarios en la Metrópoli a la de los Sargentos Coloniales del presidio. Los uniformes de esas dos clases de celadores se diferenciaban tanto, como su modo de tratar a los presos. Al contrario de lo que nosotros creíamos, esos vigilantes militares eran más indulgentes con los reos, nos repartían cigarrillos y hasta bromeaban con nosotros.

En vísperas de embarcarnos, mis padres y María, quien vivía con ellos, obtuvieron un permiso para visitarme. Les di el último adiós antes de partir. Sufrí realmente al ver la desesperación de mi madre, a quien María hacía lo posible por consolar. El dolor de mi padre era silencioso pero no menos grande. Me separé de ellos con el más grande pesar que sentí en mi vida.

El barco en que subimos al día siguiente tenía una especial disposición: estaba dotado de ocho compartimientos con rejas de hierro en toda la extensión del frente, formando grandes jaulas con capacidad cada una para 100 reos. Las habían colocado unas frente a otras con un espacio entre sí, cuatro a babor y cuatro a estribor; en cada jaula había una abertura circular para el paso de una manguera metálica que podía arrojar agua fría o hirviendo, en caso de que hubiera un motín. Entre las dobles rejas intermedias de cada jaula, que medía unos seis metros, había varios vigilantes de día y de noche, quienes, además de traer cada uno el revólver reglamentario, estaban armados con carabinas.

Cuando el tiempo lo permitía, todos los ocupantes de una jaula subían a la vez al puente del barco a tomar el aire una media hora por la mañana, y al ser regresados a su encierro eran reemplazados sucesivamente por los reos de las otras jaulas.

Desde el principio de la guerra no había salido ningún barco para la Guayana. Por esa razón, con nosotros se encontraban presos que tenían varios años de reclusión. Durante la guerra, cuando los víveres estaban racionados, esos hombres padecieron mucho, principalmente hambre, y se encontraban debilitados al grado de que algunos no pudieron soportar el viaje y fueron llevados a la enfermería del barco, donde siete murieron. Cada vez que uno fallecía, el capellán del barco rezaba brevemente cerca del cadáver, el cual estaba metido en un saco con un peso de hierro amarrado en la abertura del mismo; después, el cuerpo era puesto sobre una plancha inclinada y de allí resbalaba para caer al mar. El barco, como saludo fúnebre, daba una vuelta en el lugar del suceso y seguía su ruta.

Teníamos una hamaca y un saco con nuestro equipaje personal y reglamentario; tres uniformes, uno de paño y dos de tela; los zapatos, cobija, camisas, toalla, objetos y ropa personal permitida por el reglamento. La comida era suficiente y bastante buena; puedo decir que durante el trayecto padecí muy poco, pues, al igual que Emilio, era joven y de constitución robusta.

Pasamos el día de Navidad y el primero de 1921 enjaulados como fieras, recordando los días de parrandas que juntos habíamos pasado. En la imaginación veíamos la ciudad llena de luz y de alegría; la mística iluminación de los tradicionales árboles de Navidad, símbolo del cristianismo y de la paz en la tierra; y los almacenes con su alumbrado multicolor, los aparadores repletos de vituallas y vinos, los Santa Claus con sus barbas de algodón y su vestuario rojo, distribuyendo juguetes entre los niños; los salones de baile, los cabaretes de moda y el torbellino de los lugares de diversión repletos de trasnochadores, hombres alegres y mujeres bonitas. Todo eso habíamos visto y gozado al lado de nuestras amantes en los años anteriores; pero ahora que nos encontrábamos dentro de una jaula, camino a uno de los presidios coloniales más temidos en el mundo, maldecía mi mala suerte y renegaba de todo; juraba que si algún día salía, regresaría en busca de esa mujer, quien me pagaría muy cara su delación.