5. Deserción y nuevas
aventuras
Más tarde supe que la herida que tenía en la cadera me afectaba el vientre; por momentos veía borroso. Tuve miedo de quedarme en la “tierra de nadie” desangrándome allí sin auxilio, por lo cual, con toda la energía que me quedaba, dominé el dolor y seguí arrastrándome; felizmente ya no estaba muy lejos de la línea francesa. Levantando un poco la cabeza, me di cuenta de que me encontraba a unos 60 u 80 metros de la trinchera; desesperaba porque ya no sentía fuerza para avanzar más, no tenía esperanzas de salvarme si me quedaba allí, porque los obuses seguían cayendo sin interrupción. Llamé varias veces para ser auxiliado, pero nadie venía. Por fin, me pareció ver que dos hombres salían de la trinchera y pecho a tierra se dirigían a mí. Me jalaron hasta meterme a salvo en la trinchera. Eran soldados de la Infantería Colonial que habían relevado a mi regimiento o lo que quedaba de él. Cuando los dos soldados vinieron en mi ayuda, sufrí horriblemente al ser arrastrado, porque no podían hacerlo cuidadosamente en vista de que los balines y los trozos de las granadas volaban zumbando siniestramente por todas partes. De todas maneras, guardo en mi memoria un recuerdo sincero de agradecimiento a esos dos camaradas desconocidos que arriesgaron su vida por salvar la mía.
Los camilleros me llevaron a un refugio de segunda línea donde se encontraban otros heridos, casi en su totalidad de mi regimiento, esperando entre gemidos que los enfermeros les dieran los primeros auxilios. Tocó mi turno y desde luego me vendaron las heridas; después de esa curación de urgencia, ya completamente de noche, fui llevado en camilla a la retaguardia, y a la madrugada siguiente regresaba cubierto de vendas y bastante malherido al mismo pueblo que 36 horas antes había dejado rebosante de salud. Allí permanecí ocho días encamado en una ambulancia, para ser llevado después en otro tren sanitario a la ciudad de Tulsa, donde fui internado en el Hospital Auxiliar Roger Desfleur. Inútil es hablar de las curaciones más o menos dolorosas que debí soportar al principio, casi a diario. Mis heridas fueron en la cara, en el brazo, en la cadera y en la mano; aún guardo de ellas indelebles cicatrices; conservo en el vientre un balín de obús que no pudo ser extraído. Apenas seis días había durado mi estancia en el frente. Meses más tarde se firmó el armisticio de 1918 y se pactó la paz poco tiempo después.
Dos meses duró mi estancia en el hospital; a los pocos días de haber ingresado vinieron a verme mis padres en compañía de María. Fue cuando supe que la amistad de ella con mi familia había empezado con motivo del recado que por su conducto dirigí a mis padres desde Tolón, al momento de partir para el frente. Observé que mi amante prodigaba muchas atenciones a mi madre, quien, a su vez, parecía estar encariñada con ella, y esto hacía que sintiese más cariño por María. A los dos días, obligados por sus respectivas ocupaciones, mis padres tuvieron que regresar a Marsella, no así María, quien se quedó conmigo en el hospital ayudando a las monjitas enfermeras. Era una mujer simpática y de carácter alegre, que pronto supo granjearse el afecto de las religiosas.
En cuanto se fueron mis padres, Alberto llegó en compañía de su mujer y de la exuberante Tía Antonia, quien venía más escandalosa que nunca. Me sentí feliz de verme otra vez reunido con mis amigos, y sobre todo del cariño sincero que me demostraban, lo cual hizo crecer el afecto que les tenía.
Alberto y su mujer se fueron a los siete días y La Tía se quedó, pues había traspasado su negocio de pescado a fin de ser más libre “para gozar de la vida”, según su propia expresión. Igual que María, La Tía ayudaba a las monjas, a quienes caía en gracia haciendo que se rieran a cada momento con sus chistes. María, y principalmente yo, nos poníamos intranquilos cuando esto sucedía, temiendo a cada rato que La Tía contara a las Esposas del Señor algunos de los tantos cuentos subidos de color que tan bien se sabía; pero no era tan tonta y parecía seleccionar escrupulosamente sus chistes, dedicándoles unos especiales para monjas.
Cuando salí del hospital me dieron permiso de convalecencia por dos meses. Me fui a la casa de mis padres, a quienes no anuncié mi llegada para darles la sorpresa de verme llegar de improviso. Los dos meses que estuve convaleciente fueron los más felices que pasé en mi vida, aunque el recuerdo de mi malogrado hermano ponía una nota de tristeza en mi alegría. Fui repartiendo mi tiempo entre mis padres y mis amigos; a menudo salía con mi madre en compañía de María, ya fuese de paseo o al cine. Al anochecer iba a reunirme con mis amigos y pocas veces pasaba las noches fuera de casa; cuando lo hacía, mi padre no era capaz de reprochármelo porque veía que mi conducta era ejemplar, comparándola con la de antes de incorporarme a la armada.
Con mis socios nunca hablamos de falsificación, ni siquiera de la que habíamos hecho. Las planchas para los grabados de los billetes de cinco francos ya no existían. Alberto tenía solamente el material, o sea la prensa y demás accesorios, como tinta y papel; ignoraba yo dónde los tenía, y poco me importaba saberlo.
A todos nos quedaba dinero, y el mío estaba guardado en casa de mis padres, en el ropero de mi cuarto. ¡Qué lejos estaba mi familia de pensar que yo tenía ahí una regular suma! Por la despreocupación de la juventud, nunca me había hablado María de ese dinero ni mucho menos de hacer proyectos para invertirlo en algo que nos beneficiara; por el contrario, lo gastábamos en caprichos, ropa y algunas alhajas, nunca nos preocupábamos en lo más mínimo de que se acabara.
Terminada mi licencia, salí para Tolón y María me acompañó, pues el armisticio acababa de ser firmado, concluyendo la guerra. La vida del país volvía a la normalidad, y a consecuencia de la desmovilización el depósito naval se veía triste y vacío. Ya los civiles y las muchachas poco caso hacían de los militares; ese tiempo había pasado de moda y al cesar las hostilidades ni aun a los mutilados de la guerra se les tenía la consideración debida.
El recuerdo de los que habían caído en el campo de batalla solamente quedaba en el corazón de las madres y en una lámpara votiva bajo el Arco del Triunfo de París.
De nuevo en Tolón, seguí el curso para suboficial de Marina. María fue a alojarse en la casa de la misma señora que, antes de mi partida para el frente, me permitía pasar las noches allí. ¡Cosa extraña! Ahora que la guerra había terminado me sentía con menos ánimo que antes y notaba en mí un inexplicable estado de desaliento y tristeza que no podía definir ni explicarme; creía que sólo me sucedía a mí, pero pronto me di cuenta de que no sólo yo resentía ese estado moral, sino que otros compañeros padecían de la misma nostalgia; cuando tenía licencia de 48 horas, la cual me era concedida a menudo, me iba a pasarla con mis padres, y María me seguía a todas partes.
Por la Navidad obtuve una licencia de 15 días; en esa misma fecha estrené mis primeros galones y de civil me fui a reunir con mis amigos. Ese día Alberto me presentó a un recién desmovilizado llamado Emilio B., a quien yo ya conocía de nombre y lo había visto con el uniforme de subteniente del servicio médico, pero no lo había tratado personalmente. Él y su amante fueron de los circuladores de nuestros billetes. Alberto poseía un coche recién comprado, y él, Emilio, las amantes de ambos, La Tía Antonieta, María y yo nos fuimos en el auto para festejar la Nochebuena y el fin de la guerra. Anduvimos de cabaret en cabaret desde la víspera de Navidad hasta el día 2 del año nuevo, tiempo que duró la juerga todas las noches sin interrupción; dejábamos la parranda solamente unas cuantas horas al día para descansar y cuando ya estábamos extenuados por el desvelo y embrutecidos por el alcohol. Durante ese tiempo mis padres pasaban las fiestas tristemente, con el recuerdo de mi hermano y el presentimiento de que yo había vuelto a mis viejas andadas. Efectivamente, 15 días de vida depravada bastaron para borrar todo un año de buena conducta y noble resolución. ¡El destino de un hombre depende a veces de un fútil incidente de la vida!
Al término de mi licencia, volví solo a Tolón, pues durante la nefasta parranda María se enceló de La Tía y habíamos tenido el primer disgusto. Yo quería mucho a esta mujer cinco años mayor que yo, pero que sabía atraerme a ella. María fue la causa principal de que yo aceptase la proposición de su hermano para la falsificación.
Ella, después de discutir violentamente conmigo, tomó la decisión de quedarse en Marsella y me dijo:
–Así estarás más libre para que vaya La Tía a verte.
No insistí en que me acompañara; al contrario, me esforcé mostrando mi conformidad, pero solamente era en apariencia.
Y cuando ya estaba de nuevo en Tolón, sentía más que nunca la sensación de tristeza y soledad que me causaba la vida del cuartel, la cual me parecía absurda; la disciplina militar ya me era insoportable. Del depósito pasé a ser parte de la tripulación de un cazatorpedero, y allí tenía todavía menos libertad que cuando estaba en tierra; un mes después mi barco abandonaba la rada de Tolón. Hice algunos viajes cortos en esa unidad naval: Ajaccio, Oran, Alger, Bizerta… y a los dos meses ya estaba de regreso en Tolón.
A las 48 horas de haber anclado el barco en el puerto me llamaron para una visita. Supuse que era María que volvía a mí, después de haber cambiado de parecer; pero me equivocaba y me sorprendí que fuera La Tía Antonia, quien venía muy bien arreglada y vistiendo más llamativamente que nunca. Al verme me dio un fuerte abrazo y con muchos ademanes intentó explicarme que ella no tenía la culpa de lo sucedido entre María y yo; veía que trataba de aparecer muy apenada por haber sido la causante involuntaria del disgusto, pero se notaba claramente que era una comedia, por lo que comprendí que esa señora venía con aviesas intenciones. No cabía duda: durante el incidente acaecido en la juerga que despertó los celos de mi amasia, existía un motivo cierto; en tal ocasión La Tía no había actuado bajo los efectos del alcohol, como yo lo creí hasta ese momento; pero a pesar de todo yo obraba de buena fe y estaba resentido con María por su injusta decisión.
La Tía Antonia era mayor 20 años; de modales y tipo vulgares pero bastante bonita, de formas exuberantes y temperamento sensual. Tuve permiso de ir a tierra desde las cinco de la tarde hasta las nueve de la noche, y ya La Tía me esperaba en un café cercano; llegué a la cita y me fui con ella. Esta señora se instaló en un hotel de Tolón, y desde esa vez seguí pasando allí las horas que tenía libres; a pesar de que ella tenía un carácter alocado y algo excéntrico, era solícita conmigo; a veces como madre, pero excesivamente celosa. Sólo bastaba con que mirara a una mujer en la calle para enfurecerse, suscitando violentos escándalos; a los 15 días ya me tenía hastiado. Entonces más que nunca sentí que quería a María.
Al mes me dieron una licencia de 48 horas y fui a Marsella al domicilio de mis padres. En la misma tarde del día de mi llegada María vino a mi casa, pues seguía visitando a mi familia. Delante de mi madre me dio un abrazo como si nada hubiera pasado entre nosotros; pero cuando no éramos observados, no dejaba de dirigirme miradas de enojo, y eso me hizo comprender que sabía algo de mi lío con La Tía. Al anochecer, mis padres la invitaron a cenar con nosotros, mas ella se disculpó para irse y me pidió que la acompañara. Sin decir palabra me fui tras ella bajo la mirada risueña de mi madre. La casa de departamentos era de varios pisos. Bajamos la escalinata sin hablar, pero llegando al corredor que precedía a la puerta de la calle, María se puso frente a mí y, con la cara pálida de ira, empezó a llenarme de improperios. Sabía lo de La Tía y según ella era yo un malagradecido. Habló de doña Antonia atribuyéndole todos los vicios imaginables. Cada vez se excitaba más y llegó el momento en que me ofendió groseramente, al grado de que no pude contenerme y le propiné una bofetada, lo cual produjo un cambio repentino en ella. Me quedé sorprendido. Se tiro llorando en mis brazos y con palabras cariñosas me pidió que la perdonara. Comprendí que ella tenía algo de anormal. Ya reconciliados, salimos de la casa, ella muy contenta y yo un poco decepcionado con su hermano Alberto; éste y su mujer eran conmigo siempre los mismos, atentos y afectuosos.