Acababa de ponerse el sol cuando Jesús volvió a pisar el suelo de Nazaret, cuatro largos años contados, semana más semana menos, desde aquel día en que de aquí huyó, todavía niño, apesadumbrado por una desesperación mortal, para ir por el mundo adelante en busca de alguien que pudiera ayudarle a entender la primera verdad insoportable de su vida. Cuatro años, incluso arrastrados, pueden no bastar para curar un dolor, pero, generalmente, lo adormecen.

Preguntó en el Templo, rehízo los caminos de la montaña con el rebaño del Diablo, encontró a Dios, durmió con María de Magdala, este hombre que aquí viene no parece ya sufrir, salvo aquella humedad de los ojos de la que hemos hablado, pero que, si ponderamos bien sus causas posibles, también podría ser efecto tardío del humo de los sacrificios, o un arrebato del alma producido por los horizontes de los altos pastizales, o el miedo de quien, solo, en el desierto, oyó decir Yo soy el Señor, o, en fin, quizá lo más probable porque está más próximo, el ansia y el recuerdo de un cuerpo dejado hace tan pocas horas, Confortadme con uvas pasas, fortalecedme con manzanas, porque desfallezco de amor, esta dulce verdad podría decirla Jesús a su madre y a sus hermanos, pero sus pasos se cortaron en el umbral de la puerta, Quiénes son mi madre y mis hermanos, pregunta, no es que él no lo sepa, la cuestión es si saben ellos quién es él, aquél que preguntó en el Templo, aquél que contempló los horizontes, aquél que encontró a Dios, aquél que conoció el amor de la carne y en él se reconoció hombre. En este mismo lugar, frente a esta puerta, hubo en tiempos un mendigo que dijo ser un ángel y que, pudiendo si ángel era, irrumpir casa adentro, llevando consigo el tifón de sus revueltas alas, prefirió llamar y con palabras de mendigo pedir limosna. La puerta está cerrada sólo con el pestillo. Jesús no necesitará llamar como hizo en Magdala, entrará tranquilamente en esta casa que es suya, véase cómo trae curada la llaga del pie, cierto es que son las más fáciles de curar, las de sangre y de pus. No necesitaba llamar, pero llamó. Oyó voces tras el muro, reconoció, más distante, la de la madre, pero no tuvo ánimo para empujar simplemente la puerta y anunciar, Aquí estoy, como alguien que, sabiéndose deseado, quiere dar una sorpresa que a todos hará felices. Quien abrió la puerta fue una niña pequeña, de unos ocho o nueve años, que no reconoció al visitante, la voz de la sangre no le anunció, Este hombre es tu hermano, no lo recuerdas, Jesús, el primogénito, fue él quien dijo, pese a los cuatro años añadidos a la edad de uno y otro y a la penumbra de la hora, Te llamas Lidia, y ella respondió, Sí, maravillándose de que un desconocido sepa su nombre, pero él quebró todo el encanto diciendo, Soy tu hermano Jesús, déjame pasar.

En el patio, junto a la casa y debajo del cobertizo vio bultos que eran como sombras, serían sus hermanos, ahora miraban hacia la puerta, dos de ellos, los varones mayores, Tiago y José, se acercaban, no oyeron lo que Jesús habló, pero no valía la pena ir a identificar al visitante, Lidia gritaba, entusiasmada, es Jesús, es nuestro hermano, entonces todas las sombras se movieron y en la puerta de la casa apareció María, estaba Lisia con ella, la otra hija, casi tan alta como la madre, y ambas exclamaron, que parece que lo dijeran con la misma voz, Ay, mi hijo, Ay, mi hermano, en el instante siguiente estaban todos abrazados en medio del patio, era, realmente, la alegría de las familias reencontradas, acontecimiento en general notable, sobre todo, como es el caso, cuando el propio primogénito es quien regresa a nuestros cariños y cuidados.

Jesús saludó a la madre, saludó a cada uno de los hermanos, por todos ellos fue saludado con calurosas expresiones de bienvenida, Hermano Jesús, qué alegría, Hermano Jesús, creíamos que te habías olvidado de nosotros, un pensamiento que no se oyó, Hermano Jesús, no parece que vengas rico. Entraron en la casa y se sentaron a cenar, que a eso se disponía la familia cuando él llamó a la puerta, aquí se diría, viniendo Jesús de donde viene, de excesos de la carne pecadora y mala frecuentación moral, aquí se diría con la ruda franqueza de la gente sencilla que vio su ración reducida de repente, Siempre, a la hora de comer, el diablo trae uno más. No lo dijeron estos, y mal parecería si lo dijesen, que al coro de las masticaciones sólo una boca se añadió, ni se nota la diferencia, donde comerían nueve, comen diez, y éste tiene más derecho. Mientras cenaban quisieron los hermanos más jóvenes saber de sus aventuras, que los tres mayores y la madre pronto se dieron cuenta de que no hubo mudanza en la profesión desde el encuentro de Jerusalén, pues del pescado se había perdido antes el olor y de los aromas pecaminosos de María de Magdala dio cuenta el viento, las horas de caminata y el polvo, salvo si acercamos bien la nariz a la túnica de Jesús, pero si a tanto no se atreve ni la familia, qué haríamos nosotros. Jesús contó que anduvo de pastor en el mayor de los rebaños que el mundo ha visto, que en los últimos tiempos había estado en el mar pescando y ayudó a sacar de él grandes y maravillosas redadas, y también que le sucedió la más extraordinaria aventura que podía caber en la imaginación y en la esperanza de los hombres, pero que de ella sólo hablaría en otra ocasión, y no a todos. En esto estaban, los más pequeños insistiendo, cuéntalo, cuéntalo, cuando el del medio, Judas llamado, preguntó, pero no lo hizo con mala intención, Después de tanto tiempo, cuánto dinero traes, y Jesús respondió, Ni tres monedas, ni dos, ni una, nada, y para demostrarlo, porque a todos debería de parecerles imposible tal penuria tras cuatro años de continuo trabajo, allí mismo vació la alforja, en verdad nunca se vio mayor pobreza de bienes y pertrechos, un cuchillo de hoja mellada y torcida, un cabo de cuerda, un mendrugo de pan durísimo, dos pares de sandalias hechas pedazos, lo que quedaba de los desgarrones de una túnica vieja, Es la de tu padre, dijo María, tocándola, y tocando las sandalias mayores, Eran de vuestro padre. Se inclinaron las cabezas de los hermanos, un movimiento de añoranza trajo a la memoria la triste muerte del progenitor, después Jesús devolvió a la alforja el mísero contenido, cuando de pronto vio que una punta de la túnica formaba un nudo voluminoso y pesado, y al pensarlo se le subió la sangre a la cara, sólo podía contener dinero, ese que él negaba poseer, que había sido puesto allí por María de Magdala, ganado, no con el sudor de la frente, como manda la dignidad, sino con gemidos falsos y sudores sospechosos.

La madre y los hermanos miraron la denunciadora punta de la túnica y luego, como si hubieran concertado el movimiento, lo miraron a él, y Jesús, entre disimular y ocultar la prueba de su mentira, y exhibirla sin poder dar una explicación que la moralidad de la familia condescendiese en aceptar, tomó partido por lo más difícil, desató el nudo e hizo salir el tesoro, veinte monedas como nunca las vieron en esta casa, y dijo, No sabía que tenía este dinero. La reprobación silenciosa de la familia pasó por el aire como un soplo ardiente del desierto, qué vergüenza, un primogénito mentiroso. Jesús rebuscaba en su corazón y no encontraba en él ninguna irritación contra María de Magdala, sólo una infinita gratitud por su generosidad, por aquella delicadeza de querer darle un dinero que sabía que él no aceptaría directamente de su mano, pues una cosa es haber dicho, tu mano izquierda está debajo de mi cabeza y tu derecha me abraza, y otra sería no pensar que otras manos izquierdas y otras manos derechas te abrazaron, sin querer saber si alguna vez tu cabeza deseó un simple amparo. Ahora es Jesús quien mira a la familia, desafiándola a aceptar su palabra, No sabía que tenía ese dinero, verdad sin duda, pero que es, al mismo tiempo, entera e incompleta, desafiándola también, en silencio, a hacerle la pregunta irreplicable, Si no sabías que lo tenías, cómo explicas que lo tengas, a esto no puede responder él, Lo puso aquí una prostituta con la que dormí estos últimos ocho días, y ella lo ganó de los hombres con quienes antes durmió.

Sobre la túnica sucia y desgarrada del hombre que murió crucificado hace cuatro años, y cuyos huesos conocieron la ignominia de una fosa común, brillan las veinte monedas, como la tierra luminosa que una noche los asombró en esta misma casa, pero no vendrán hoy los ancianos de la sinagoga a decir, Enterradlas, como tampoco nadie preguntará, De dónde han venido, para que la respuesta no nos obligue a rechazarlas contra voluntad y necesidad. Jesús recoge las monedas en la concha de las dos manos, vuelve a decir, No sabía que tenía este dinero, como quien ofrece aún una última oportunidad, y luego, mirando a la madre, No es dinero del Diablo. Se estremecieron de horror los hermanos, pero María respondió sin alterarse, Tampoco ha venido de Dios. Jesús hizo saltar las monedas, una, dos veces, jugando, y dijo, de tan sencilla manera como si anunciase que al día siguiente volvería al banco de carpintero, Madre, de Dios hablaremos mañana, y a sus hermanos Tiago y José, También con vosotros hablaré, añadió, ahora bien, no ha sido una deferencia de primogénito el decirlo, aquellos dos ya han entrado en la mayoría de edad religiosa, tienen, por derecho propio, acceso a los asuntos reservados. Entendió Tiago que, teniendo en cuenta la superior importancia del tema, algo de los motivos de la prometida charla debía ser adelantado, no es cosa de llegar aquí un hermano, por muy primogénito que sea, y decir, Tenemos que hablar acerca de Dios, por eso, con una sonrisa insinuante, dijo, Si, como nos has dicho, anduviste cuatro años de pastor por montes y valles, no habrá sido mucho el tiempo que te sobró para frecuentar sinagogas y aprender en ellas, hasta el punto de, nada más llegar a casa, decirnos que quieres hablarnos del Señor.

Jesús sintió la hostilidad bajo la blandura de maneras y respondió Ay, Tiago, qué poco sabes tú de Dios si ignoras que no necesitamos buscarlo si él está decidido a encontrarnos, Si no te entiendo mal, te refieres a ti mismo, No me hagas preguntas hasta mañana, mañana hablaré de lo que tengo que hablar.

Murmuró Tiago palabras que no se oyeron, pero que serían un comentario ácido sobre quienes creen que lo saben todo. María dijo con aire cansado, volviéndose a Jesús, Mañana lo dirás, o pasado mañana, o cuando quieras, pero ahora dime a mí y a tus hermanos qué pretendes hacer con ese dinero, que aquí estamos pasando mucha necesidad, No quieres saber de dónde ha venido, Dijiste que no sabías que lo tenías, Es verdad, pero lo he pensado, y ya sé de dónde viene, Si no está mal en tus manos, tampoco lo estará en las de tu familia, Es todo cuanto tienes que decir de ese dinero, Sí, Entonces lo gastaremos, como es justo, en el gobierno de la casa. Se oyó un murmullo general de aprobación, el propio Tiago hizo una señal de congratulación amistosa, y María dijo, Si no te importa, guardaremos una parte para la dote de tu hermana, No me habíais dicho que Lisia tuviera boda fijada, Sí, será en primavera, Me dirás cuánto necesitas, No sé cuánto valen esas monedas. Jesús sonrió y dijo, Tampoco yo sé cuánto valen, sólo sé el valor que tienen. Se echó a reír, alto y destemplado, como si les encontrara gracia a sus palabras, y toda la familia lo miró, confundida. Sólo Lisia bajó los ojos, tiene quince años y el pudor intacto, todas las misteriosas intuiciones de la edad, y es, de cuantos aquí están, la que se siente más intensamente perturbada ante este dinero que nadie quiere saber a quién perteneció, de dónde vino ni cómo fue ganado.

Jesús entregó una moneda a la madre y dijo, Mañana la cambiarás, entonces sabremos su valor, Seguro que me preguntan cómo ha entrado tanta riqueza en casa, pues quien una moneda de éstas puede mostrar, otras más tendrá guardadas, Di sólo que tu hijo Jesús ha vuelto de viaje, y que no hay riqueza mayor que el regreso del hijo pródigo.

Aquella noche Jesús soñó con su padre. Se acostó en el patio, bajo el alpendre, porque, al acercarse la hora de ir a la cama, sintió que no podría soportar la promiscuidad de la casa, aquellas diez personas tumbadas por los rincones en busca de un recogimiento imposible, no era como en el tiempo en que no se notaba gran diferencia entre esto y un rebaño de corderillos, ahora sobran piernas, brazos, contactos e incompatibilidades. Antes de quedarse dormido, Jesús pensó en María de Magdala y en todas las cosas que habían hecho juntos y, si es cierto que tales pensamientos lo alteraron hasta el punto de tener que levantarse dos veces de la paja para dar una vuelta por el patio y refrescar la sangre, también es cierto que, entrado en el sueño, el dormir acabó llegándole liso y manso, de niño inocente, como un cuerpo que fuera río abajo, abandonado a la corriente vagarosa, viendo pasar por encima de la cabeza las ramas y las nubes, y un pájaro sin voz que aparecía y desaparecía. El sueño de Jesús comenzó cuando imaginó que sentía un leve choque, como si su cuerpo, bogando, hubiera rozado a otro cuerpo. Pensó que era María de Magdala y sonrió, volvió la cabeza hacia ella, pero quien iba allí, arrastrado como él por la misma agua, bajo el mismo cielo y las mismas ramas. bajo el revoloteo del ave silenciosa, era su padre. El antiguo grito de pavor empezó a formársele en la garganta, pero se cortó de inmediato, el sueño no era el sueño de costumbre, él no estaba, niño, en una plaza de Belén con otros niños a la espera de la muerte, no se oían pasos ni relinchos de caballos ni tintineo y rechinar de armas, sólo el sedoso deslizarse del agua, los dos cuerpos como si fuesen una balsa, el padre, el hijo, llevados por el mismo río. En ese momento, el miedo desapareció del alma de Jesús y, en su lugar, estalló, irreprimible, como un arrebato patético, un sentimiento de exaltación, Padre, padre, dijo soñando, Padre, repitió, ya despierto, pero ahora estaba llorando porque se dio cuenta de que estaba solo. Quiso regresar al sueño, repetirlo desde el primer momento, para volver a sentir, esperándola ya, la sorpresa de aquel choque, ver otra vez al padre dejándose ir con él, en la corriente, hasta el fin de las aguas y de los tiempos. No lo consiguió esta noche, pero la antigua pesadilla no volverá más, de aquí en adelante, en vez del miedo le vendrá la exultación, en vez de la soledad tendrá la compañía, en vez de la muerte aplazada, la vida prometida, expliquen ahora, si es que pueden, los sabios de la Escritura, qué sueño fue el que Jesús tuvo, qué significan el río y la corriente, y las ramas colgadas, y las nubes bogando, y el ave callada, y por qué, gracias a todo esto, reunido y puesto en orden, se pudieron juntar padre e hijo, pese a que la culpa de uno no tenía perdón y el dolor del otro no tenía remedio.

Al día siguiente, Jesús quiso ayudar a Tiago en el trabajo de la carpintería, pero pronto quedó demostrado que sus buenos propósitos no bastarían para suplir la ciencia que le faltaba y que, hasta en los últimos tiempos de aprendizaje, en vida del padre, nunca llegó a merecer nota de suficiente. Para las necesidades de la clientela, Tiago se había convertido en un carpintero soportable, y el propio José, pese a no tener más que catorce años, conocía ya de estas artes de la madera lo bastante como para poder dar lecciones al hermano mayor, si tal atentado a las precedencias de la edad fuera consentido en la rígida jerarquía familiar. Tiago se reía de la torpeza de Jesús y le decía, Quien te hizo pastor, te perdió, palabras estas simples, de simpática ironía, que no se podía imaginar que encubriesen un pensamiento reservado o que sugirieran un segundo sentido, pero que hicieron que Jesús se apartase de un modo brusco del banco y que María le dijera a su segundo hijo, No hables de perdición, no llames al diablo y al mal a nuestra casa. Y Tiago, estupefacto, Yo no he llamado a nadie, madre, sólo he dicho, Sabemos lo que has dicho, cortó Jesús, madre y yo sabemos lo que has dicho, quien unió en su cabeza pastor y perdición fue ella, no tú, y tú no sabes las razones pero ella sí, Yo te avisé, dijo María, con fuerza, Me avisaste cuando el mal ya estaba hecho, si mal fue, que yo me miro y no lo encuentro, respondió Jesús, No hay peor ciego que quien no quiere ver, dijo María. Estas palabras enfadaron mucho a Jesús, que respondió, reprensivo, Cállate, mujer, si los ojos de tu hijo vieron el mal, lo vieron después de ti, pero estos mismos ojos, que a ti te parecen ciegos, vieron también lo que tú nunca viste y seguro que no verás jamás. La autoridad del hijo primogénito y la dureza de su tono, aparte de las enigmáticas palabras finales, hicieron ceder a María, pero su respuesta llevaba todavía una última advertencia, Perdóname, no fue mi intención ofenderte, quiera el Señor guardarte siempre la luz de los ojos y la luz del alma, dijo. Tiago observaba a la madre, miraba al hermano, notaba que había allí un conflicto, pero no imaginaba qué antiguas causas podrían explicarlo, ya que para causas nuevas no parecía que hubiera dado tiempo. Jesús se dirigió a la casa, pero, en el umbral, se volvió atrás y dijo a la madre, Manda a tus hijos que salgan y se distraigan fuera, tengo que hablar a solas contigo, con Tiago y José. Salieron los hermanos y la casa, un minuto antes abarrotada, quedó vacía de repente, sólo cuatro personas sentadas en el suelo, María entre Tiago y José, Jesús ante ellos. Hubo un largo silencio, como si todos, de común acuerdo, estuvieran dando tiempo a que los indeseados o no merecedores se alejasen hasta donde ni el eco de un grito pudiera llegar, al fin Jesús dijo, dejando caer las palabras, He visto a Dios.

El primer sentimiento legible en los rostros de la madre y de los hermanos fue de temor reverencial, el segundo de incredulidad cautelosa, luego, entre uno y otro, cruzó algo como una expresión de desconfianza malévola en Tiago, un asomo de excitación deslumbrada en José, un rasgo de amargura resignada en María. Ninguno habló, y Jesús repitió, He visto a Dios. Si un súbito instante de silencio es, en el decir popular, consecuencia de que ha pasado un ángel, aquí no acababa de pasar, Jesús ya lo había dicho todo, los presentes no sabían qué decir, no tardarán en levantarse e ir cada uno a su vida, preguntándose si realmente habrían soñado un sueño así, tan imposible de creer. Sin embargo, el silencio tiene, si le damos tiempo, una virtud que aparentemente lo niega, la de obligar a hablar. Por eso, cuando ya no se podía aguantar más la tensión de la espera, Tiago hizo una pregunta, la más inocua de todas, pura y gratuita retórica, Estás seguro. Jesús no respondió, simplemente lo miró como probablemente Dios lo hubiera mirado a él desde dentro de la nube, y por tercera vez dijo, He visto a Dios. María no hizo preguntas, sólo dijo, Habrá sido una ilusión tuya, Madre, las ilusiones existen, pero las ilusiones no hablan, y Dios me habló, respondió Jesús. Tiago había recobrado la presencia de espíritu, el caso le parecía una historia de locos, un hermano suyo hablando con Dios, qué disparate, Quién sabe si no fue el Señor quien te puso el dinero en la alforja, y sonrió cuando lo dijo, irónicamente.

Jesús enrojeció, pero respondió secamente, Del Señor nos viene todo, siempre él encuentra y abre los caminos para llegar hasta nosotros, ese dinero, que en verdad no vino de él, por él vino, Y qué fue lo que te dijo el Señor, dónde estabas cuando lo viste, velabas o estabas durmiendo, Estaba en el desierto, buscaba una oveja perdida, y él me llamó, Qué te dijo, si te es permitido repetirlo, Que un día me pedirá mi vida, Todas las vidas pertenecen al Señor, Eso le dije, Y él, Que a cambio de la vida que le he de dar, tendré poder y gloria, Tendrás poder y gloria después de morir, preguntó María, que creía haber oído mal, Sí, madre, Qué gloria puede ser dada a alguien que ya ha muerto, No lo sé, Estabas soñando, Estaba despierto y buscaba a mi oveja en el desierto, Y cuándo te va a pedir el Señor tu vida, No lo sé, pero me dijo que volveré a encontrarlo cuando esté preparado. Tiago miró a su hermano con expresión inquieta, luego expuso una duda, El sol del desierto te hizo daño en la cabeza, eso fue, y María, inesperadamente, Y la oveja, qué fue de la oveja, El Señor me mandó que la sacrificara como señal de alianza. Estas palabras indignaron a Tiago, que protestó, Ofendes al Señor, el Señor hizo una alianza con su pueblo, no la iba a hacer ahora con un simple hombre como tú, hijo de carpintero, pastor y quién sabe qué más.

María, por la expresión de su rostro, parecía que estuviera siguiendo, con mucho cuidado, el hilo de un pensamiento, como si temiera verlo quebrarse ante sus ojos, pero al final encontró la pregunta que tenía que hacer, Qué oveja era esa, Era el cordero que llevaba en brazos cuando nos encontramos en Jerusalén, en la puerta de Ramalá, lo que yo quise negarle al Señor, el Señor lo tomó al fin de mis manos, Y Dios, cómo era Dios cuando lo viste, Una nube, Cerrada o abierta, preguntó Tiago, Una columna de humo, Estás loco, hermano, Si estoy loco, el Señor me enloqueció, Estás en poder del Diablo, dijo María, y su decir era un grito, En el desierto no encontré al Diablo, sino al Señor, y si es verdad que en poder del Diablo estoy, el Señor lo ha querido, El Diablo está contigo desde que naciste, tú lo sabes, Sí, lo sé, viviste con él y sin Dios durante cuatro años, Y después de cuatro años con el Diablo, encontré a Dios, Estás diciendo horrores y falsedades, Soy el hijo que tú pusiste en el mundo, cree en mí o repúdiame, No creo en ti, Y tú, Tiago, No creo en ti, Y tú, José, que llevas el nombre de nuestro padre, Yo creo en ti, pero no en lo que dices.

Jesús se levantó, los miró desde lo alto, y dijo, Cuando en mí se cumpla la promesa que el Señor hizo, os veréis obligados a creer lo que entonces de mí se diga. Fue a buscar la alforja y el cayado, se calzó las sandalias. Ya en la puerta, dividió el dinero en dos partes y dijo, Ésta es la dote de Lisia, para su vida de casada, y lo dejó en el suelo, moneda sobre moneda, en el umbral, el resto volverá a las manos de donde vino, tal vez se convierta también en dote. Se volvió hacia la puerta, iba a salir sin despedirse, y María dijo, He visto que no llevas en tu alforja una escudilla para comer, La tenía, pero se rompió, Hay cuatro ahí, coge una y llévatela. Jesús vaciló, quería irse con las manos vacías, pero fue al horno, donde, colocadas una sobre otra, estaban las cuatro escudillas. Coge una, repitió María. Jesús miró, eligió, Me llevo ésta, que es la más vieja, Has elegido como te convenía, dijo María, Por qué, tiene color de tierra negra, no se parte ni se gasta. Jesús metió la escudilla en la alforja, batió con el cayado en el suelo, Decid otra vez que no me creéis, No te creemos, dijo la madre, y ahora menos que antes, porque has elegido la señal del Diablo, De qué señal me hablas, Esa escudilla. En aquel momento, desde lo profundo de la memoria, llegaron a los oídos de Jesús las palabras de Pastor, Tendrás otra escudilla, pero esa no se romperá mientras vivas. Era como si una cuerda hubiese sido tendida y estirada a su alrededor, y al fin lo que tenemos es un círculo cerrado, con un nudo recién hecho. Por segunda vez, Jesús salía de su casa, pero ahora no dijo, De un modo u otro, siempre volveré. Lo que pensaba, mientras, de espaldas a Nazaret, iba descendiendo la ladera, era mucho más simple y melancólico, si tampoco creería en él María de Magdala.

Este hombre, que lleva en sí una promesa de Dios, no tiene otro sitio adonde ir sino a casa de una prostituta. No puede regresar al rebaño, Vete, le dijo Pastor, ni volver a su casa, No te creemos, le dijo la familia, y ahora dudan sus pasos, tiene miedo de ir, tiene miedo de llegar, es como si estuviera de nuevo en medio del desierto, Quién soy yo, los montes y los valles no le responden, ni el cielo que todo lo cubre y todo lo debía saber, si ahora volviese a casa y repitiera la pregunta, su madre le diría, Eres mi hijo, pero no te creo, y siendo así, es tiempo de que Jesús se siente en esta piedra que está esperándolo desde que el mundo es mundo, y en ella sentado llore lágrimas de abandono y de soledad, quién sabe si el Señor decidirá aparecérsele otra vez, aunque sea en figura de humo y de nube, el caso es que le diga, No te preocupes, hombre, que no es para tanto, lágrimas, sollozos, qué es eso, todos pasamos por momentos difíciles, pero hay un punto importante del que nunca hemos hablado, te lo digo ahora, en la vida, ya te habrás dado cuenta, todo es relativo, una cosa mala puede incluso convertirse en soportable si la comparamos con una cosa peor, seca esas lágrimas y pórtate como un hombre, ya has hecho las paces con tu padre, qué más quieres, y esa tozuda de tu madre, ya me encargaré de eso cuando llegue el momento, lo que no me ha gustado mucho es la historia con María de Magdala, una puta, pero en fin, estás en la edad, aprovéchate, una cosa no impide la otra, hay un pecar y un tiempo para tener miedo, tiempo para vivir y tiempo para morir. Jesús se secó las lágrimas con el dorso de la mano, se sonó sabe Dios con qué, realmente no valía la pena quedarse allí el día entero, el desierto es como se ve, nos rodea, nos cerca, de algún modo nos protege, pero dar, no da nada, sólo mira, y si el sol se cubre de repente y por eso decimos, El cielo acompaña a mi dolor, locos somos, que el cielo, en eso, es de una perfecta imparcialidad, ni se alegra con nuestras alegrías ni se entristece con nuestras tristezas. Viene gente hacia aquí, camino de Nazaret, y Jesús no quiere ser motivo de risas, un hombre entero y de barba en la cara llorando como un chiquillo que pide que lo lleven en brazos. Se cruzan en el camino los escasos viajeros, unos que suben, otros que bajan, se saludan con la conocida exuberancia, pero sólo después de convencidos de la bondad de sus intenciones, porque, en estos parajes, cuando se habla de bandidos, tanto puede ser de unos como ser de otros. Los hay de especie ratera y salteadora, como aquellos malvados escarnecedores que robaron a este mismo Jesús va a hacer cinco años, cuando el pobre iba a Jerusalén en busca de alivio para sus penas, y los hay de la digna especie guerrillera que, si bien es cierto que no hacen del camino tránsito habitual, a veces aparecen por ahí camuflados, acechando los continuos desplazamientos de los contingentes militares romanos con vista a la próxima emboscada, o en otros casos, a cara descubierta, para dejar sin oro ni plata, ni valor que aproveche, a los colaboracionistas ricos, a quienes, en general, ni las nutridas escoltas que con ellos llevan les bastan para salir bien librados.

No tendría Jesús los dieciocho años que tiene si algunos devaneos de bélica aventura no le pasaran por la imaginación ante estas solemnes montañas en cuyos barrancos, grutas y vaguadas se ocultan los seguidores de las grandes luchas de Judas de Galilea y de sus compañeros, y entonces se puso a pensar qué decisión tomaría si le saliese al camino un destacamento de guerrilleros desafiándolo para que se uniera a ellos, cambiando las amenidades de la paz, aunque menesterosa, por la gloria de las batallas y por el poder del vencedor, pues escrito está que un día la voluntad del Señor suscitará un Mesías, un Enviado, para que, de una vez, quede su pueblo liberado de las opresiones de ahora y fortalecido para los combates del futuro. Sopla una ventolera de loca esperanza y de irresistible orgullo, como una señal del Espíritu, en la frente de Jesús, y el hijo del carpintero se ve, vertiginosamente convertido en capitán, general y mando supremo, espada en alto, aterrorizando, con su simple aparición, a las legiones romanas, lanzadas a los precipicios como piaras de cerdos posesos de todos los demonios, senatus populusque romanos, toma ya. Ay de nosotros, que en el instante siguiente recordó Jesús que el poder y la gloria le han sido prometidos, sí, pero para después de la muerte, lo mejor será que goce de la vida, y si tiene que ir a la guerra, una condición pondría, que, en habiendo treguas, pudiera salir de la milicia para estar unos días con María de Magdala, salvo si en las huestes de patriotas admitieran vivanderas de un soldado solo, que más de uno ya sería prostitución y María de Magdala dijo que eso se acabó. Esperemos que sí, porque a Jesús le entraron renovadas fuerzas al recuerdo de esa mujer que le curó una dolorosa llaga, poniendo en su lugar la insoportable herida del deseo, y la pregunta es ésta, cómo se va a enfrentar a la puerta cerrada y señalada, sin la certeza cierta de que detrás sólo encontrará lo que imagina haber dejado, alguien que alimenta una exclusiva espera, la de su cuerpo y de su alma, que María de Magdala no acepta una cosa sin la otra. La tarde va cayendo, las casas de Magdala se ven ya a lo lejos, juntas como un rebaño, pero la de María es como la oveja apartada, no es posible distinguirla desde aquí, entre las grandes rocas que bordean el camino, curva tras curva. En un momento cualquiera recordó Jesús la oveja, aquella que tuvo que matar para sellar con sangre la alianza que el Señor le impuso, y su espíritu, desligado ahora de batallas y de triunfos, se conmovió con la idea de que estaba buscándola otra vez, a su oveja, no para matarla, no para llevarla de nuevo al rebaño, sino para subir juntos hasta los pastos vírgenes, que los hay aún, si buscamos bien, en el vasto y cruzado mundo, y, en las ovejas que somos, los desfiladeros ocultos, si buscamos mejor. Jesús se detuvo ante la puerta, con mano discreta comprobó que estaba cerrada por dentro. La señal sigue colgada. María de Magdala no recibe. A Jesús le bastaría llamar, decir, Soy yo, y de dentro se oiría el canto jubiloso, Ésta es la voz de mi amado, ahí viene saltando sobre los montes, brincando por los oreros, vedlo ahí, tras nuestros muros, tras esa puerta, sí, pero Jesús preferirá golpear con los nudillos, una vez, dos veces, sin hablar, y esperar a que vengan a abrirle, Quién es y qué quiere, preguntaron desde dentro, fue entonces cuando Jesús tuvo una mala idea, desfigurar la voz y proceder como cliente que llevara dinero y urgencia, decir, por ejemplo, Abre, flor, que no te arrepentirás, ni del pago, ni del servicio, y es cierto que la voz le salió mentirosa, pero las palabras tuvieron que ser las verdaderas, Soy Jesús, de Nazaret. Tardó María de Magdala en abrir, cauta ante una voz que no condecía con el anuncio, pero también porque le parecería imposible que estuviese ya de vuelta, pasada apenas una noche, pasado un día, el hombre que le prometiera, Uno de estos días vendré a verte, Nazaret no está lejos de Magdala, cuántas veces se han dicho cosas así, sólo para complacer a quien nos oye, un día de estos puede significar de aquí a tres meses, pero nunca mañana.

María de Magdala abre la puerta, se lanza a los brazos de Jesús, no quiere creer en tamaña felicidad, y su conmoción es tal que la lleva, absurdamente, a imaginar que él ha vuelto porque de nuevo tiene abierta la llaga del pie, y pensando en esto lo conduce hacia dentro, lo sienta y acerca una luz, Tu pie, muéstrame tu pie, pero Jesús le dice, Mi pie está curado, es que no lo ves.

María de Magdala podía haberle respondido, No, no lo veo, porque esa era la verdad extrema de sus ojos arrasados en lágrimas. Necesitó tocar con sus labios el pie cubierto de polvo, desligar cuidadosamente los atadijos que ceñían la sandalia al tobillo, acariciar con la punta de los dedos la fina piel renovada para confirmar las esperadas virtudes lenitivas del ungüento y, en lo más íntimo de los pensamienos, admitir que su amor tendría alguna parte en la cura.

Mientras cenaban, María no hizo preguntas, apenas quiso saber, y eso, excusado sería decirlo, no era preguntar, si le fue bien el viaje, si tuvo malos encuentros en el camino, trivialidades, cosas así.

Terminada la cena se calló, abrió y mantuvo un espacio de silencio, porque ya no era su vez de hablar. Jesús la miró fijamente, como si estuviese en lo alto de una roca midiendo sus fuerzas con el mar, no porque temiera que en la lisa superficie se ocultasen animales devoradores o arrecifes que pudieran desgarrar sus carnes, sino como quien, simplemente, interroga a su propio valor para saltar. Conoce a esta mujer desde hace una semana, tiempo y vida bastantes para saber que si va hacia ella encontrará unos brazos abiertos y un cuerpo ofrecido, pero le amedrenta revelarle, porque ha llegado sin duda el momento, lo que hace sólo unas horas fue objeto de rechazo por aquellos que, siendo de su carne, deberían serlo también de su espíritu. Jesús vacila, busca el camino por donde ha de llevar las palabras y lo que le sale no es la larga explicación necesaria, sino una frase para ganar tiempo, si es que no resulta más exacto decir perderlo, No te sorprende que haya vuelto tan pronto, Empecé a esperarte desde el mismo momento en que partiste, no he contado el tiempo entre tu ida y tu vuelta, como tampoco lo contaría si hubieras tardado diez años, Jesús, sonrió, hizo un movimiento con los hombros, debería saber ya que con esta mujer no valían fingimientos ni palabras evasivas. Estaban sentados en el suelo, frente a frente, con una luz en el centro y lo que sobró de la comida. Jesús tomó un pedazo de pan, lo partió en dos y dijo, dándole a María una de las partes, Que sea éste el pan de la verdad, comámoslo para creer y no dudar de cualquier cosa que aquí digamos u oigamos, Así sea, dijo María de Magdala. Jesús acabó de comer el pan, esperó a que ella terminase también, y dijo por cuarta vez las palabras, He visto a Dios.

María de Magdala no se alteró, sólo se movieron un poco las manos que tenía cruzadas sobre el regazo, y preguntó, Era eso lo que guardabas para decirme si nos volvíamos a encontrar, Sí, además de todo lo que me ocurrió desde que salí de casa, cuatro años hace, que esas cosas me parece que están todas ligadas unas con otras, aunque no sepa yo cómo explicar por qué ni para qué, Soy como tu boca y tus oídos, respondió María de Magdala, lo que tú digas, estás diciéndotelo a ti mismo, yo sólo soy la que está en ti.

Ahora ya puede Jesús empezar a hablar, porque ambos han comido el pan de la verdad, y en verdad no son muchas en la vida las horas como ésta. La noche se ha hecho madrugada, la luz del candil murió dos veces y dos veces resucitó, toda la historia de Jesús, que ya conocemos, fue narrada allí, incluyendo también ciertos pormenores que entonces no creíamos que merecieran atención, y muchos y muchos pensamientos que dejamos escapar, no porque Jesús los ocultase, sino, simplemente, porque no podía este evangelista estar en todas partes. Cuando, con una voz que de repente parecía cansada, iba Jesús a comenzar el relato de lo sucedido tras su regreso a casa, la tristeza lo hizo vacilar, como entonces lo detuvo aquel oscuro presentimiento antes de llamar a la puerta, pero María de Magdala, rompiendo por primera vez el silencio, preguntó, aunque en el tono de quien, anticipadamente, conoce la respuesta, Tu madre no creyó en ti, Así es, respondió Jesús, Y por eso has vuelto a esta otra casa, Sí, Ojalá pudiera mentir diciéndote que tampoco lo creo, Por qué, Porque volverías a hacer lo que has hecho, te irías de aquí como te fuiste de tu casa, y yo, al no creerte, no tendría que seguirte, Eso no es una respuesta a mi pregunta, Tienes razón, no lo es, Qué quieres decir, Si no creyera en ti no tendría que vivir contigo las cosas terribles que te esperan, Y cómo puedes saber tú que me esperan cosas terribles, No sé nada de Dios, a no ser que tan atroces deben ser sus preferencias como sus desprecios, Adónde has ido a buscar tan extraña idea, tendrías que ser mujer para saber lo que significa vivir con el desprecio de Dios, y ahora tendrás que ser mucho más que un hombre para vivir y morir como su elegido, Quieres asustarme, Te voy a contar un sueño que tuve, una noche se me apareció en sueños un niño, apareció de repente, venido de ninguna parte, apareció y dijo Dios es pavoroso, lo dijo y desapareció, no sé quién sería aquel niño, de dónde vino y a quién pertenecía, Sueños, Tú menos que nadie puede decir esa palabra en ese tono, Y luego, qué ocurrió, Después empecé a ser prostituta, Has dejado ya esa vida, Pero el sueño no ha sido desmentido, ni siquiera después de conocerte, Dime otra vez cuáles fueron las palabras, Dios es pavoroso. Jesús vio el desierto, la oveja muerta, la sangre en la arena, oyó el suspiro de satisfacción de la columna de humo y dijo, Tal vez, tal vez, pero una cosa es oírlo en sueños, otra será vivirlo en vida, Quiera Dios que no llegues a saberlo, Cada uno tiene que vivir su destino, Y del tuyo ya recibiste el primer aviso solemne. Sobre Magdala y el mundo gira lentamente la cúpula de un cielo cribado de estrellas. En algún lugar del infinito, o llenándolo infinitamente, Dios hace avanzar y retroceder las piezas de otros juegos que va jugando, es demasiado pronto para preocuparse de éste, ahora sólo tiene que dejar que los acontecimientos sigan naturalmente su curso, sólo de vez en cuando dará con la punta del meñique un toque adrede para que algún acto o pensamiento sueltos no quebranten la implacable armonía de los destinos. Por eso no pone interés en el resto de la conversación que Jesús y María de Magdala sostienen. Y ahora, qué piensas hacer, preguntó ella, Has dicho que irías conmigo a donde quiera que yo fuese, Dije que estaría contigo donde tú estuvieses, Qué diferencia hay, Ninguna, pero puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras, si es que no te importa vivir conmigo en la casa donde fui prostituta.

Jesús pensó, ponderó, y al fin dijo, Buscaré trabajo en Magdala y viviremos juntos como marido y mujer, Prometes demasiado, ya es bastante que me dejes estar junto a ti.

Trabajo, Jesús no encontró, pero encontró lo que era de esperar, risas, burlas e insultos, realmente, el caso no era para menos, un hombre, poco más que adolescente, viviendo con María de Magdala, aquella tipa, Dejad que pasen unos días y lo veremos sentado a la puerta de la casa esperando que salga el cliente. Dos semanas aguantó las burlas, al cabo de las cuales Jesús le dijo a María, Me voy, Adónde, A la orilla del mar. Partieron de madrugada y los habitantes de Magdala no llegaron a tiempo de aprovechar nada de la casa que ardía.