Como si a la impía soberbia del Imperio no le bastase la vejación a que venía sometiendo al pueblo hebreo desde hacía más de setenta años, decidió Roma, dando como pretexto la división del antiguo reino de Herodes, poner al día el censo, aunque, esta vez, quedaban dispensados los varones de presentarse en sus tierras de origen, con los conocidos trastornos para la agricultura y el comercio, y algunas consecuencias laterales, como fue el caso del carpintero José y su familia. Por el método nuevo, van los agentes del censo de pueblo en pueblo, de aldea en aldea, de ciudad en ciudad, convocan en la plaza mayor o en un descampado a los hombres del lugar, cabezas de familia o no, y, bajo la protección de la guardia, van registrando, cálamo en mano, en los rollos de las finanzas, nombres, cargos y bienes colectables.
Conviene decir que estos procedimientos no son vistos con buenos ojos en esta parte del mundo, y no es sólo de ahora, basta recordar lo que en la Escritura se cuenta sobre la desafortunada idea que tuvo el rey David cuando ordenó a Joab, jefe de su ejército, que hiciera el censo de Israel y Judá, palabras suyas fueron, que las dijo como sigue, Recorre las tribus todas de Israel, desde Dan hasta Bersabea, y haz el censo del pueblo, de manera que sepa yo su número, y como palabra de rey es real, calló Joab sus dudas, llamó al ejército y pusieron los pies en el camino y las manos en el trabajo.
Cuando volvieron a Jerusalén habían pasado nueve meses y veinte días, pero Joab traía las cuentas del censo hechas y comprobadas, tenía Israel ochocientos mil hombres de guerra que manejaban la espada y en Judá, quinientos mil. Es sabido, sin embargo, que a Dios no le gusta que nadie cuente en su lugar, en especial a este pueblo que, siendo suyo por elección suya, no podrá tener nunca otro señor ni dueño, mucho menos Roma, regida, como sabemos, por falsos dioses y por falsos hombres, en primer lugar porque tales dioses de hecho no existen y en segundo lugar porque, teniendo, pese a todo, alguna existencia, en cuanto blanco de un culto sin efectivo objeto, es la propia vanidad del culto lo que demostrará la falsedad de los hombres. Dejemos, no obstante, a Roma, por ahora, y volvamos al rey David, a quien, en el preciso instante en que el jefe del ejército hizo lectura del parte, le dio el corazón un respingo, tarde fue, que ya no le servía de nada el remordimiento y haber dicho, Cometí un gran pecado al hacer esto, pero perdona, Señor, la culpa de tu siervo, porque procedí neciamente, ocurrió que un profeta llamado Gad, que era vidente del rey y, por así decir, su intermediario para llegar al Altísimo, se le apareció a la mañana siguiente, al levantarse de la cama, y dijo, El Señor manda preguntar qué es lo que prefieres, tres años de hambre sobre la tierra, tres meses de derrotas ante los enemigos que te persiguen o tres días de peste en toda la tierra. David no preguntó cuánta gente iba a morir, caso por caso, calculó que en tres días, hasta de peste, siempre morirán menos personas que en tres meses de guerra o en tres años de hambre, Hágase tu voluntad, Señor, venga la peste, dijo. Y Dios dio orden a la peste y murieron setenta mil hombres del pueblo, sin contar mujeres y niños que, como de costumbre, no fueron registrados. Cuando acababa la cosa, el Señor se mostró de acuerdo en retirar la peste a cambio de un altar, pero los muertos estaban muertos, o porque Dios no pensó en ellos, o porque era inconveniente su resurrección, si, como es de suponer, muchas herencias ya se estaban discutiendo y muchas partijas debatidas, que no por el hecho de que un pueblo pertenezca a Dios va uno a renunciar a los bienes del mundo, legítimos bienes, además, ganados con el sudor del trabajo o de las batallas, qué más da, lo que cuenta, en definitiva, es el resultado.
Pero lo que debe también entrar en cuentas, para afinar los juicios que siempre tendremos que elaborar sobre las acciones humanas y divinas, es que Dios, que con prontitud expedita y mano pesada cobró el yerro de David, parece ahora que asiste ajeno a esta vejación ejercida por Roma sobre sus hijos más dilectos y, suprema perplejidad, se muestra indiferente al desacato cometido contra su nombre y poder. Ahora bien, cuando tal sucede, es decir, cuando resulta patente que Dios no viene ni da señal de venir pronto, el hombre no tiene más remedio que hacer sus veces y salir de casa para ir a poner orden en el mundo ofendido, la casa que es de él y el mundo que a Dios pertenece. Andaban, pues, por ahí los agentes del censo, como queda dicho, paseando la insolencia propia de quien todo lo manda y, además, con la espalda cubierta por la compañía de soldados, expresiva, aunque equívoca metáfora, que sólo quiere decir que los soldados los protegerían de insultos y sevicias, cuando empezó a crecer la protesta en Galilea y en Judea, primero sofocada, como quien quiere sólo experimentar sus propias fuerzas, valorarlas, sopesarlas y luego, muy pronto, en manifestaciones individuales desesperadas, un artesano que se acerca a la mesa del agente y dice, en alta voz, que ni el nombre le van a arrancar, un comerciante que se encierra en su tienda con la familia y amenaza con romper todos los vasos y rasgar todos los paños, un agricultor que quema la cosecha y trae un cesto de cenizas, diciendo, Ésta es la moneda con que Israel paga a quien le ofende. Todos eran detenidos inmediatamente, metidos en las cárceles, apaleados y humillados, pero como la resistencia humana tiene límites breves, pues así de débiles nos hicieron, todo nervios y fragilidad, pronto se desmoronaba tanta valentía, el artesano revelaba sin vergüenza sus secretos más íntimos, el comerciante proponía una hija o dos como adicional impuesto, el agricultor se cubría a sí mismo de cenizas y se ofrecía como esclavo. Estaban también los que no cedían, pocos, y por eso morían, y otros que habiendo aprendido la mejor lección, la de que el ocupante bueno es justamente, y también, el ocupante muerto, tomaron las armas y se echaron al monte. Decimos armas, y ellas eran piedras, hondas, palos, garrotes y cachiporras, algunos arcos y flechas, lo suficiente para iniciar una intifada y, más adelante, unas cuantas espadas y lanzas cogidas en rápidas escaramuzas, pero que, llegada la hora, de poco iban a servir, tan habituados andaban, desde David, a la impedimenta rústica, de benévolos pastores y no de guerreros convictos. Pero un hombre, sea judío o no, se habitúa a la guerra como difícilmente es capaz de habituarse a la paz, sobre todo si encuentra un jefe y, más importante que creer en él, cree en aquello en lo que él cree. Este jefe, el jefe de la revuelta contra los romanos, iniciada cuando el primogénito de José andaba ya por los once años, tenía por nombre Judas y había nacido en Galilea, de ahí que le llamaran, según costumbre de aquel tiempo, Judas Galilea, o Judas de Galilea. Realmente, no debemos asombrarnos de identificaciones tan primitivas, muy comunes por otra parte, es fácil encontrar, por ejemplo, un José de Arimatea, un Simón de Cirene, o Cireneo, una María Magdalena, o de Magdala, y, si el hijo de José vive y prospera, no hay duda de que acabarán llamándole simplemente Jesús de Nazaret, Jesús Nazareno, o incluso, más simplemente, pues nunca se sabe hasta dónde puede llegar la identificación de una persona con el lugar donde nació, o, en este caso, donde se hizo hombre o mujer, Nazareno.Pero esto son elucubraciones, el destino, cuántas veces habrá que decirlo, es un cofre como otro no hay, que al mismo tiempo está abierto y cerrado, miramos dentro y podemos ver lo acontecido, la vida pasada, convertida en destino cumplido, pero de lo que está por ocurrir, sólo alcanzamos unos presentimientos, unas intuiciones, como en el caso de este evangelio, que no estaría siendo escrito de no ser por aquellos avisos extraordinarios, indicadores, tal vez, de un destino mayor que la vida simple. Volviendo al hilo de la madeja, la rebelión, como íbamos diciendo, estaba en la masa de la sangre de la familia de Judas Galileo, pues ya su padre, el viejo Ezequías, anduvo en guerras, con tropa propia, cuando las revueltas populares que estallaron tras la muerte de Herodes contra sus presuntos herederos, antes de que Roma confirmara la legitimidad de las partijas del reino y la autoridad de los nuevos tetrarcas. Son cosas que no se saben explicar, cómo, siendo las personas hechas de las mismas humanísimas materias, esta carne, estos huesos, esta sangre, esta piel y esta risa, este sudor y esta lágrima, vemos que salen cobardes unos y otros sin miedo, unos de guerra y otros de paz, por ejemplo, lo mismo que sirvió para hacer un José sirvió para hacer un Judas, y mientras que éste, hijo de su padre y padre de sus hijos, siguiendo el ejemplo de uno y dando ejemplo a otros, salió de su tranquilidad para ir a defender en batalla los derechos de Dios, el carpintero José se quedó en casa, con sus nueve hijos pequeños y la madre de todos ellos, agarrado a su banco y a la necesidad de ganar el pan para hoy, que el día de mañana no se sabe a quién pertenece, hay quien dice que a Dios, es una hipótesis tan buena como la otra, la de que no pertenece a nadie, y todo esto, ayer, hoy y mañana, no son más que nombres diferentes de la ilusión.
Pero de esta aldea de Nazaret, algunos hombres, sobre todo de los más jóvenes, fueron a juntarse a las guerrillas de Judas Galileo, en general desaparecían sin avisar, volatilizándose, por así decirlo, de una hora a otra, todo quedaba en el íntimo secreto de las familias, y la regla del sigilo, tácita, era tan imperiosa que a nadie se le ocurría hacer preguntas. Dónde está Natanael, que hace días que no lo veo, si Natanael dejaba de aparecer por la sinagoga o si la fila de segadores, en el campo, se había acortado en un hombre, los demás hacían como si Natanael nunca hubiera existido, aunque no era exactamente así, algunas veces se sabía que Natanael entró en la aldea, solo en la noche oscura, y que volvió a salir con la primera luz de la madrugada, no había otro indicio de esta entrada y salida que la sonrisa de la mujer de Natanael, pero en verdad hay sonrisas que lo dicen todo, una mujer está parada, con los ojos perdidos en el vacío, el horizonte, o sólo la pared de enfrente, y de pronto empieza a sonreír, una sonrisa lenta, reflexiva, como una imagen que emerge del agua y oscila en la superficie inquieta, sólo un ciego, por no poder verla, pensaría que la mujer de Natanael durmió la otra noche sin su marido. Y el corazón humano es de tal modo extraño que algunas mujeres que se beneficiaban de la continua presencia de sus hombres, se ponían a suspirar imaginando aquellos encuentros y, alborozadas, rodeaban a la mujer de Natanael como hacen las abejas con una flor desbordante de polen. No era éste el caso de María, con aquellos nueve hijos y un marido que casi todas las noches se las pasaba gimiendo y gritando de angustia y de pavor, hasta el punto de despertar a los niños, que a su vez se ponían a llorar. Con el paso del tiempo, llegaron más o menos a habituarse, pero el mayor, porque algo, aunque todavía no un sueño, le asustaba en medio de su propio dormir, se despertaba siempre, al principio todavía preguntaba a su madre, Qué le pasa al padre, y ella respondía como quien no le da importancia, Son pesadillas, no podía decirle al hijo, Tu padre está soñando que iba con los soldados de Herodes por el camino de Belén, Qué Herodes, El padre de éste que nos gobierna, Y por eso gemía y gritaba, Por eso era, No entiendo que ser soldado de un rey que ya murió traiga pesadillas, Tu padre nunca fue soldado de Herodes, su oficio fue siempre el de carpintero, Entonces por qué sueña eso, Uno no puede elegir los sueños que tiene, Son los sueños los que eligen a las personas, Nunca se lo he oído decir a nadie, pero así debe de ser, Y por qué esos gritos, madre, por qué esos gemidos, Es que tu padre sueña todas las noches que va a matarte. Claro está que María no podía llegar a tales extremos, revelar la causa de la pesadilla de su marido, precisamente a quien tenía en esa pesadilla, como Isaac, hijo de Abraham, el papel de víctima nunca consumada, pero condenada inexorablemente. Un día, Jesús, en una ocasión en que estaba ayudando a su padre a ajustar una puerta, se vio con ánimos suficientes y le hizo la pregunta, y él, tras un silencio demorado, sin levantar los ojos, dijo sólo esto, Hijo mío, ya conoces tus deberes y obligaciones, cúmplelos todos y encontrarás justificación ante Dios, pero cuida también de buscar en tu alma qué deberes y qué obligaciones tendrás además que no te hayan sido enseñados, Ese es tu sueño, padre, No, es sólo su motivo, haber olvidado un día un deber, o todavía peor, Peor, cómo, No pensé, Y el sueño, El sueño es el pensamiento que no fue pensado cuando debía y ahora lo tengo conmigo todas las noches, no puedo olvidarlo, Y qué era lo que debías haber pensado, Ni tú puedes hacerme todas las preguntas, ni yo puedo darte todas las respuestas. Estaban trabajando en el patio, en una sombra, porque el tiempo era de verano y el sol quemaba.
Allí cerca jugaban los hermanos de Jesús, excepto el más pequeño, que estaba dentro de casa, mamando en brazos de su madre. Tiago también estuvo ayudando, pero se cansó, o se aburrió, nada extraño, en edades como ésta un año es mucho, y a Jesús ya poco le faltaba para entrar en la madurez del pensamiento religioso, había terminado su instrucción elemental, ahora, aparte de proseguir el estudio de la Tora o ley escrita, se inicia en la ley oral, mucho más ardua y compleja. Así se entenderá mejor que, tan joven, pueda haber mantenido con su padre esta seria conversación, usando con propiedad las palabras y argumentando con ponderación y lógica. Jesús está a punto de cumplir doce años, dentro de poco será ya un hombre y entonces quizá pueda volver al asunto que ahora han dejado en suspenso, si es que José está dispuesto a reconocerse culpable ante su propio hijo, aunque tampoco lo hizo Abraham con su hijo Isaac, aquel día todo fue reconocer y alabar el poder del Señor. Pero bien verdad es que la recta escritura de Dios en poco coincide con las líneas torcidas de los hombres, véase el dicho caso de Abraham, a quien se le apareció un ángel diciendo, en el último momento, No levantes la mano sobre el niño, y véase el caso de José, que poniendo Dios, en lugar del ángel, a un cabo y tres soldados habladores en medio del camino, no aprovechó el tiempo que tenía para salvar de la muerte a los niños de Belén. Pese a todo, si los buenos comienzos de Jesús no se pierden con la mudanza de la edad, quizá acabe sabiendo por qué salvó Dios a Isaac y no hizo nada para salvar a los tristes infantes que, inocentes de pecado como el hijo de Abraham, no encontraron piedad ante el trono del Señor. Y siendo así, Jesús podría decirle a su progenitor, Padre, no tienes por qué cargar con toda la culpa, y en el secreto de su corazón quizá se atreva a preguntar, Cuándo llegará, Señor, el día en que vengas a nosotros para reconocer tus errores ante los hombres.
Mientras de puertas adentro, las de la casa y las del alma, el carpintero José y su hijo Jesús debatían, entre lo que decían y lo que callaban, estas altas cuestiones, seguía la guerra contra los romanos.
Ya duraba más de dos años y a veces llegaban hasta Nazaret fúnebres noticias, ha muerto Efraín, ha muerto Abiezer, ha muerto Neftalí, ha muerto Eleazar, pero no se sabía con seguridad dónde estaban sus cuerpos, entre dos rocas de la montaña, en el fondo de un desfiladero, arrastrados por la corriente de un río, o enterrados a la sombra inútil de un árbol. Bien pueden los que se quedaron en Nazaret lavarse las manos y decir, aunque no puedan celebrar el funeral de los que murieron, Nuestras manos no derramaron esta sangre y nuestros ojos no la vieron. Pero también llegaban noticias de grandes victorias, los romanos expulsados de la ciudad de Séforis, allí cerca, apenas a dos horas de Nazaret, andando, extensas partes de Judea y de Galilea donde el ejército enemigo no se atrevía a entrar, y en la misma aldea de José llevan más de un año sin ver un soldado de Roma. Quién sabe, incluso, si no será ésta la causa de que el vecino del carpintero, el curioso y servicial Ananías, de quien no hemos vuelto a hablar, haya entrado uno de estos días en el patio, con aire misterioso, diciendo, Ven conmigo fuera, y con buen motivo lo pide, que en las casas de este pueblo, por ser tan pequeñas, no es posible la privacidad, donde está uno están todos, por la noche cuando duermen, de día sea cual sea la circunstancia y la ocasión, es una ventaja para el Señor Dios, que así con más facilidad podrá reconocer a los que son suyos en el Juicio Final. No le extrañó a José la petición, ni siquiera cuando Ananías añadió sigiloso, Vamos al desierto, pero nosotros sabemos ya que el desierto no es sólo aquello que nuestra mente se acostumbró a mostrarnos cuando leemos u oímos la palabra, una extensión enorme de arena, un mar de dunas ardientes, desiertos, tal como aquí los entienden, los hay hasta en la verde Galilea, son campos sin cultivo, los lugares donde no habitan hombres ni se ven señales asiduas de su trabajo, decir desierto es decir, Dejará de serlo cuando estemos allá. Pero, en este caso, siendo sólo dos los hombres que van caminando a través de los matojos, aún a la vista de Nazaret, en dirección a tres grandes rocas que se levantan en lo alto de la colina, está claro que no se puede hablar de poblamiento, el desierto volverá a ser desierto cuando estos dos se vayan. Se sentó Ananías en el suelo, José a su lado, tienen la diferencia de años que siempre tuvieron, desde luego, que el tiempo pasa igual para todos, pero no así sus efectos, por eso Ananías, que tampoco estaba muy mal para su edad cuando lo conocimos, hoy parece un viejo, y eso a pesar de que tampoco el tiempo ha ahorrado señales en José. Ananías parece vacilar, el aire decidido con que entró en casa del carpintero se le fue apagando por el camino, y ahora va a ser preciso que José lo anime con una pequeña frase que no deberá parecer una pregunta, por ejemplo, Qué lejos estamos, es una buena apertura para que Ananías diga, No era asunto para ser tratado en tu casa o en la mía. A partir de aquí, la conversación podrá seguir sus caminos normales, por extraño que sea el motivo que los trajo a este lugar retirado, como ahora se verá. Dijo Ananías, Un día me pediste que mirara por tu casa durante tu ausencia y así lo hice, Y te quedé agradecido para siempre por ese favor, dijo José, y Ananías continuó, Ahora, ha llegado la ocasión de pedirte que mires tú por mi casa mientras dure mi ausencia, Te vas con tu mujer, No, voy solo, Pero, si ella se queda, Chua se irá a casa de unos parientes pescadores, Quieres decirme que has entregado a tu mujer la carta de divorcio, No me he divorciado de ella, si no lo hice cuando me enteré de que no podía darme hijos, tampoco lo iba a hacer ahora, lo que pasa es que tengo que estar durante un tiempo lejos de casa, y lo mejor para Chua es que se quede con los suyos, Vas a estar fuera mucho tiempo, No lo sé, depende de lo que dure la guerra, Qué tiene que ver la guerra con tu ausencia, dijo José, sorprendido, Voy en busca de Judas Galileo, Y qué es lo que quieres de él, Le quiero preguntar si me acepta en su ejército, Pero tú, Ananías, que fuiste siempre un hombre de paz, vas ahora a meterte en guerras con los romanos, recuerda lo que le ocurrió a Efraín y Abiezer, Y también a Neftalí y a Eliazar, Escucha entonces la voz del buen sentido, Escúchame tú, José, sea cual sea la voz que hable por mi boca, tengo hoy la edad de mi padre cuando murió, y él hizo mucho más en la vida que este hijo suyo que ni hijos puede tener, no soy sabio como tú para acabar siendo un anciano en la sinagoga, de aquí en adelante nada más tendré que hacer que esperar a la muerte todos los días junto a una mujer a la que ya no quiero, Pues divórciate, La cuestión no está en divorciarme de ella, la cuestión estaría en divorciarme de mí, y eso no es cosa que se pueda hacer, Y tú, qué se te ha perdido a ti en la guerra, con esas pocas fuerzas, Voy a la guerra como si pensase hacer un hijo, Nunca tal oí, Tampoco yo, pero esa es la idea que ahora se me ha ocurrido, Cuidaré de tu casa hasta que vuelvas, Si no vuelvo, si te dicen que he muerto, prométeme que avisarás a Chua para que tome posesión de lo que le pertenece, Lo prometo, Vámonos, ahora estoy en paz, En paz cuando decides irte a la guerra, la verdad es que no lo entiendo, Ay, José, José, durante cuántos siglos tendremos aún que ir aumentando la ciencia del Talmud para poder llegar a la comprensión de las cosas más simples. Por qué me has traído para aquí, no era necesario que nos alejáramos tanto, Quería hablarte ante testigos, Bastaría el testigo absoluto que Dios es, este cielo que nos cubre por dondequiera que vayamos, Estas piedras, Las piedras son sordas y mudas, no pueden dar testimonio, Es verdad que lo son, pero mañana, si tú y yo decidiéramos mentir sobre lo que aquí ha sido dicho, nos acusarían y continuarían acusándonos hasta que se transformaran ellas en polvo y nosotros en nada, Vámonos.
Durante el camino, Ananías se volvió algunas veces para mirar las piedras, por fin desaparecieron de su vista por detrás de un cerro, en ese momento José preguntó, Lo sabe ya Chua, Sí, se lo dije, Y qué dijo ella, Se quedó callada, luego me dijo que más valía que la repudiase, ahora anda llorando por los rincones, Pobrecilla, Cuando esté con su familia se olvidará de mí, y si muero volverá a olvidarme, es ley de la vida, el olvido.
Entraron en la aldea y cuando llegaron a casa del carpintero, que era la primera de las dos para quien venía por este lado, Jesús, que estaba jugando en la calle con Tiago y Judas, dijo que su madre estaba en casa del vecino. Mientras los dos hombres se alejaban, se oyó la voz de Judas, que decía en tono de autoridad, Yo soy Judas el Galileo, entonces Ananías se volvió para verlo y dijo a José, sonriendo, Ahí está mi capitán. No tuvo el carpintero tiempo de responder, porque otra voz sonó, la de Jesús, diciendo, Entonces, tu lugar no está aquí. José sintió una punzada en el corazón, era como si tales palabras le fueran dirigidas, como si el juego infantil fuera el instrumento de otra verdad, se acordó entonces de las tres piedras e intentó, pero sin saber por qué lo hacía, imaginar su vida como si ante ellas debiera, de ahora en adelante, pronunciar todas las palabras y hacer todos los actos, pero, en el instante siguiente, le entró en el corazón un sentimiento de puro terror porque comprendió que se había olvidado de Dios. En casa de Ananías se encontraron con María, que intentaba consolar a la llorosa Chua, pero el llanto se detuvo en cuanto los dos hombres entraron, no es que Chua hubiera dejado de llorar, la cuestión es que las mujeres aprendieron con la dura experiencia a tragarse las lágrimas, por eso decimos, tan pronto lloran como ríen, y no es verdad, en general están llorando por dentro. No para dentro, sino con todas las ansias en el alma y todas las lágrimas de los ojos lloró la mujer de Ananías el día que él partió. Una semana después vinieron a buscarla aquellos parientes suyos que vivían a orillas del mar. María la acompañó hasta la salida de la aldea y allí se despidieron.
Chua, entonces, ya no lloraba, pero sus ojos nunca más volverán a estar secos, que ese es el llanto que no tiene remedio, aquel fuego continuo que quema las lágrimas antes de que ellas puedan brotar y rodar por las mejillas.